I Jornada "Peirce en la Argentina"
10 de septiembre de 2004



EL OBJETO SEMIÓTICO Y EL OBJETO A


Christian Roy Birch
(birch@sinectis.com.ar)
María Griselda Gaiada
(magriseldag@hotmail.com)





Jacques Lacan dijo: "¿Qué hay que sustituir en el [discurso] de Peirce para que pegue con mi articulación del discurso analítico? Algo tan simple como decir buenos días: para el efecto de lo que se trata en la cura analítica no hay otro representamen que el objeto a, objeto a del cual el analista se hace representamen, justamente él mismo en el lugar del semblante" (LACAN, 1972: Clase 19).

Esta cita ha de servir como propedéutica para el problema que nos incumbe. Lacan presenta al objeto a en diversos escritos y clases desde 1955 en adelante. Este concepto, por demás complejo, adquiere diferentes funciones en la teoría psicoanalítica. En primer lugar, lo utilizó para representar la relación especular entre el yo del paciente y el semejante; en segundo lugar, lo introdujo para significar al objeto de deseo; y en tercer lugar lo define como "el remanente que deja detrás de él la introducción de lo simbólico en lo real” (EVANS, 1997: 141).

Es esta última función del objeto a sobre la cual hemos de trabajar. Cabe destacar que Lacan ya había elaborado su conceptualización de los cuatro discursos y exploraba aquello que resulta del dominio de lo no verbalizable. En este sentido denomina goce a lo que para Freud era del orden de las pulsiones1 –parciales-, esto es, algo bien diferenciado de las representaciones psíquicas y de lo enunciable en general.

Respecto de dicho objeto indecible afirmó: "Es en el discurso sobre la función de la renuncia al goce donde se introduce el término del objeto a. El plus de gozar como función de esta renuncia bajo el efecto del discurso; he allí lo que da su lugar al objeto a en el mercado, a saber en lo que define algún objeto del trabajo humano como mercadería, así cada objeto lleva en sí mismo algo de la plusvalía, así el plus de gozar es lo que permite el aislamiento de la función del objeto a.” (LACAN, 1968, clase 1). Aquí se manifiesta lo que se ha dado en llamar la introducción de lo simbólico en lo real, puesto que lo simbólico (la palabra) afecta a lo real del cuerpo (el goce) como el arado deja un surco en la tierra. Es decir, lo simbólico organiza el ejercicio pulsional, sin embargo, no todo en él es organizable. Esto significa que todo objeto psíquico tiene un doble aspecto: uno representacional y otro pulsional. Así, la palabra adquiere sentido justamente cuando sustituye el contenido representacional del objeto psíquico y a ella se adosa algo del costado pulsional, una soldadura de dos elementos heterogéneos.

Por ende, lo verbal funciona como representamen, esto es, forma perceptual del signo (ruido fónico organizado, texto escrito) de diversos objetos psíquicos (imágenes mentales), si bien la experiencia analítica demuestra que siempre queda un excedente innombrable. Dicho excedente es el objeto a que supone un plus de goce. Siguiendo con la metáfora del arado, este "plus de goce" es precisamente el terreno donde no penetraron los discos del arado; es un "plus" pues está más allá de la pretensión de la palabra para sustituirlo. Este concepto se inspira en la idea marxista de la plusvalía, es decir, aquella ganancia que no se invierte en el circuito de la producción, de ahí que Lacan destaque que el objeto de goce no tiene valor de uso. Sin embargo, puede afirmarse que tal remanente tiene un valor de cambio, de tal forma que el sujeto elabora diferentes signos para dar sentido a esa cosa amorfa, que intenta ser sustituida al modo de una transacción: el dinero vale por una docena de manzanas, la palabra vale por aquello insustituible que se pretende nombrar2.

Al igual que el propietario de una fábrica obtiene un plusvalor, es decir, el rédito que no emplea en el aparato de la producción de mercancías (salarios, materias primas, maquinaria), si bien puede cambiarlo por diferentes bienes en el mercado; el sujeto de la enunciación obtiene un saldo, o sea, el excedente que no puede invertir en el mecanismo de producción de palabras (límite del lenguaje), aunque ha de trocarlo en el orden de representaciones alternativas que apenas si bordean al objeto.

Y estamos aquí en el punto de conjunción de la teoría lacaniana con la de Charles Sanders Peirce. Mientras que para Lacan el objeto a es el límite de todos los significantes que pretenden sustituirlo y solamente queda como un resto, una singularidad insustituible; para la semiótica de Peirce el objeto de sustitución es siempre inagotable puesto que el representamen "capta" algún aspecto del mismo, pero jamás lo representa por completo. La propuesta lacaniana, entonces, constituiría un coto a la cadena de semiosis infinita de Peirce.

En virtud de esta afirmación, se hace necesario definir a la tríada peirceana: "un signo, o representamen, es algo que está para alguien, por algo, en algún aspecto o disposición" (PEIRCE, 1986: 22). Juan Magariños destaca sobre esta definición: "es un enunciado que Jacobson calificaría de afásico, ya que los lugares sintácticos que deberían estar ocupados por conceptos sustanciales, están meramente señalados por esos pronombres: 'algo', 'alguien' y, de nuevo 'algo', así como por el adjetivo tan propenso a pronominalizarse 'algún'" (MAGARIÑOS DE MORENTIN, 1983: 82).

Pese a la supuesta indeterminación conceptual, hallamos que esta forma de definir al signo es de una riqueza incalculable, que se ha de comprender una vez que procedamos a explicarla. Algo que está en alguna relación: alude a la categoría de la primeridad, es decir, a la forma singular del signo (sea la tinta sobre el papel, en el caso de lo verbal escrito; la forma o accidentes de una existencia concreta, en el caso de lo indicial; una mácula en la hoja de un cuaderno, en el caso de lo cualitativo), susceptible de ser aprehendida por vía sensible, en tanto primer contacto con una sintaxis determinada.

Algo que está por algo: se refiere a la categoría de la segundidad y da cuenta de la sustitución o semantización del objeto semiótico, en la medida en que se ponen en juego dos sintaxis, anteriormente captadas. Así, un algo está en lugar de otro algo y Peirce entiende que "estar en lugar de otro es estar en tal relación con otro que, para ciertos propósitos, sea tratado por ciertas mentes como si fuera ese otro" (PEIRCE, 1986: 43). Es lo que Magariños ha denominado el "dilema semiótico", es decir, "es necesario que una semiosis sustituyente deje de ser lo que es "en sí" (el juicio perceptual: un fenómeno de lengua) para que otra semiosis sustituida sea, no lo que es "en sí" (la percepción, un fenómeno sensorial), sino aquello en lo que la primera la constituye (el referente: un fenómeno semiótico y, en cuanto tal, significativo)" (MAGARIÑOS, 1996: 26).

Algo que está para alguien: da cuenta de la tercera categoría y supone que un signo siempre está dirigido a un interpretante, entendido como el hábito lógico que hace inteligible la asociación entre un representamen y su objeto, sustitución que ya cobró forma o se hizo presente en la anterior categoría. Con respecto a esto Peirce escribe: "(un signo o representamen) se dirige a alguien, esto es, crea en la mente de esa persona un signo equivalente, o, tal vez, un signo aún más desarrollado. Este signo creado es lo que yo llamo el interpretante del primer signo" (PEIRCE, 1986: 22).

Y es justamente en el enlace de estas tres categorías donde aparece el análisis del objeto a. Peirce entiende que todo objeto ya ha sido sustituido en alguna disposición, de ahí su propiedad de signo y la consecuente cadena de interpretantes que dan sentido a la relación de sustitución. De este modo, el conocimiento sobre determinado objeto siempre refiere a otro conocimiento sobre el mismo y "nunca a la realidad en su pretendida pureza de no modificada todavía por el pensamiento" (MAGARIÑOS, 1983: 86). En consecuencia, el objeto es necesariamente objeto semiótico. En este sentido, Magariños explica: "de aquí, por ejemplo, surge la posibilidad de afirmar que el signo único es incognocible como límite a las pretensiones, multivariadas y más o menos implícitas, de las formas actuales de sustancialismo y nominalismo (ya que ninguno de los tres componentes del signo, ni el fundamento, ni el representamen, ni el interpretante, tienen sentido por sí solos)" (MAGARIÑOS, 1983: 86).

Tanto Lacan como Peirce entienden que existe algo del orden de lo no sustituido: el objeto a según el psicoanalista francés, o la realidad según el lógico norteamericano. Sin embargo, en la teoría lacaniana el objeto a constituye la piedra angular del análisis discursivo, en tanto es su causa. En cambio, en la teoría peirceana la realidad es una gran interrogación, en la medida en que sólo importan los fenómenos semióticos capaces de producir significados.

La experiencia psicoanalítica muestra una regularidad en la ligazón entre el psicoanalista y el analizante: la llamada transferencia. El concepto psicoanalítico de transferencia en relación con la dirección de la cura presenta, según lo señalado por Freud, un doble cariz: por un lado, es obstáculo en tanto se pone al servicio de la resistencia, al no permitir la elaboración y al organizar una vinculación en torno a la repetición del pasado olvidado (en detrimento del recuerdo del mismo). Por otro lado, es motor de la cura, es decir, su mayor instrumento. La puesta en funcionamiento de este segundo aspecto es efecto de las maniobras de quien dirige la cura, que ha de interpretar poniendo en juego el deseo del analista, permitiendo así que el sujeto alcance algo de la verdad acerca su deseo.

Sigmund Freud introduce este concepto en el texto "Sobre la dinámica de la transferencia" (1912), cuando indica que la misma aparece necesariamente en todo tratamiento psicoanalítico y que cumple una función. Señala que las condiciones eróticas del individuo se han constituido a lo largo de su historia. El paciente es consciente de algunas de esas condiciones, otras en cambio han sido rechazadas y permanecen en el nivel de la fantasía o bien inconscientes. Tales condiciones operan como un estereotipo, un cliché que organiza el modo de la relación amorosa, y la figura del psicoanalista no quedará por fuera de este.

La paradoja de la transferencia (por un lado, simplemente detiene el curso de la asociación libre o fija las ideas del paciente a la persona del médico y, por otro lado, es la palanca más poderosa del éxito del tratamiento) resulta zanjada por Freud cuando procede a desdoblarla en: 1) transferencia positiva y 2) transferencia negativa (que opera francamente en contra del tratamiento).

A su vez, el médico austriaco discrimina en el primer tipo de transferencia el conjunto de sentimientos tiernos o amistosos (de meta sexual inhibida), de aquellos que son eróticos.

Cuando la transferencia es positiva, el paciente asocia libremente haciendo uso de la palabra, motor de la cura. Al presentarse el fenómeno de la llamada transferencia negativa, cesan las asociaciones del paciente y aparece el silencio, lo que detiene la cura. Entonces, cuando el analizante se queda sin palabras puede deberse a: 1) que sus ocurrencias están centradas en la persona del analista, por lo que el silencio es efecto de la represión secundaria; 2) o que ha llegado al límite de la rememoración, se ha topado con algo imposible de decir.

Ante el mutismo, Lacan se interroga por el límite, sus características y sus efectos. El paciente habla hasta que llega a la imposibilidad del decir, esto es, cuanto más se aliena en la palabra, más se refugia en las fantasías que exceden la posibilidad de enunciación. Emerge la angustia frente al agotamiento de todos los signos sustituyentes que orillan al objeto a. Demás está aclarar que son conocidos los efectos pacificadores de la palabra y, cuando el arado que se introduce en lo real se detiene, el paciente queda a merced de una experiencia intolerable.

Lacan concibe que no todo en el ser humano es lenguaje, ¿Cómo localizar eso que hace tope al discurso? Lo imposible de decir, que tiene efectos y en torno a lo cual las asociaciones del paciente se organizan sesión tras sesión, a lo largo de un tiempo que no cuenta por el reloj sino por la lógica de su despliegue. El psicoanalista francés entiende que el sujeto parte de los numerosos significantes, que lo constituyen en modalidad enunciativa y que conforman los eslabones de una cadena regresiva hacia ese objeto innombrable que antecede todo discurso.

Según la teoría peirceana, todo signo sustituyente representa en algún sentido a su objeto, aunque esto sólo es posible en la medida en que existe un hábito de vinculación entre ambos, provisto por el interpretante dinámico. Es decir, toda sustitución suscita una concatenación interminable de interpretantes que refieren a un objeto, el cual es y no es el mismo, a partir de la superación3 que introduce cada una de las nuevas interpretaciones

Vemos que Peirce establece la posibilidad de una cadena progresiva de interpretantes lógicos que se alejan del primer objeto representado, si bien cada sustitución origina un juego de alteridades que lo hace ser otro y en algún punto aquel objeto semiótico. Esto sucede porque el representamen nunca está en lugar de su objeto en toda su vastedad, sino respecto de algún tipo de posibilidad sustitutiva, llamada "fundamento" o "ground". Peirce escribe: "el signo está en lugar de ese objeto, no en todos los aspectos, sino con referencia a una suerte de idea, que a veces he llamado el fundamento del representamen. 'Idea' debe entenderse aquí en cierto sentido platónico, muy familiar en el habla cotidiana; quiero decir, en el mismo sentido en que decimos que un hombre capta la idea de otro hombre, en que decimos que cuando un hombre recuerda lo que estaba pensando anteriormente, recuerda la misma idea, y en que, cuando el hombre continúa pensando en algo, aún cuando sea por un décimo de segundo, en la medida en que el pensamiento concuerda consigo mismo durante ese lapso, o sea, continúa teniendo un contenido similar, es la 'misma idea', y no es, en cada instante del intervalo, una nueva idea" (PEIRCE, 1986: 22).

Ahora bien, este ejemplo arroja luz acerca de dicha "idea", la cual capta algo del objeto, no inherente a este; sino como modo del pensamiento capaz de seleccionar cierta parte en una proposición, toda vez que el acto de intelección tiende más allá de sí a un mundo significado.

Queda claro, entonces, que mientras Peirce se preocupa por la presencia de los significantes que son capaces de representar algo en ausencia, Lacan se centra justamente en la ausencia de significantes que no son capaces de traer nada a la presencia, esto es, el dominio de lo no representable, de lo no sustituible, de lo no verbalizable, llamado objeto a.

De ahí la importancia de la cita que encabeza este trabajo, puesto que es justamente el psicoanalista el que se propone, en un artificio clínico, como representamen ante la falta de palabras del paciente. En este sentido, la relación sustitutiva entre /representamen – objeto/ se homologa a la de /analista - objeto a/, pero siempre como semblante o apariencia. O sea, quien dirige la cura se ofrece como posibilidad representativa del objeto a, como soporte mediante un dispositivo ficcional de aquello que está por fuera del discurso.

El analista sabe que no puede sustituir lo insustituible, aunque debe generar este mecanismo de apariencia para promover modificaciones en la posición subjetiva del analizante. El interrogante que surge, pues, es el siguiente: ¿cómo hace quien dirige la cura para semblantear al objeto a? Primero debe estar presente en cuerpo y, si realmente se lo puede considerar un psicoanalista, tiene que abstenerse de inducir al paciente, reservándose sus juicios y valores más íntimos. Así se da lugar a la aparición de los significantes propios de la singularidad más radical del analizante.

A modo de cierre, hemos de concluir que tanto el lógico norteamericano como el psicoanalista francés se abocan al análisis de la sustitución. El primero adentrándose en un mundo semiotizado que en las sucesivas representaciones encuentra su propia historicidad, es decir, "la historia de sus precedentes estados como otro referente distinto del actual, siendo sobre estos otros referentes (o sobre el último) sobre los que recae la interpretación modificadora" (MAGARIÑOS, 1996: 19). De esta manera, todo objeto del mundo es objeto semiótico, pues ya ha sido referido de algún modo y seguramente está siéndolo de algún otro. Peirce concede una dinámica propia al signo, independiente de cada uno de los sujetos que se valen de los significantes sociales para entrar en el juego de las significaciones. Recordemos que el interpretante no es anclable en ningún sujeto particular, sino que es parte de la tríada y a la vez signo, con autonomía respecto de cada mente particular que procede a anudar significados. Por el contrario, Lacan explora los significantes sociales que constituyen la subjetividad, de modo tal que su análisis recala en las significaciones individuales que, a modo de capas arqueológicas, van dejando al descubierto algo. A saber, no se trata de ningún objeto semiótico, pues no se ofrece como material disponible para la sustitución, si bien tiene efectos semióticos cada vez que se impone como causa de un discurso incapaz de tomarlo en tanto referente.

Como envite final, diremos que tan sólo hemos querido problematizar ciertos puntos concomitantes y diferentes de dos enfoques particulares, uno de la semiótica y otro del psicoanálisis, con el propósito de poner en juego el conglomerado de signos privativos de cada una de tales disciplinas. Si esto está en función de algún bosquejo de superación interdisciplinaria, sólo podrán evaluarlo los intérpretes de este trabajo.




Notas

1. El concepto de pulsión fue desarrollado por S. Freud, a lo largo de su obra, para resolver ciertas dificultades teóricas y explicar diferentes manifestaciones de la clínica psicoanalítica. Se trata de un montaje específico de las formas de relación con el objeto (representante psíquico) y de la búsqueda de la satisfacción. Según Freud, constituye un concepto límite entre lo psíquico y lo somático, bien diferenciable de lo que se entiende por instinto, esto es, una tendencia de los animales que implica la puesta en acto de una serie de conductas (la misma para todos los de su especie) y que se agota una vez alcanzado el objeto específico de la necesidad. En los seres humanos el objeto pulsional no es ningún objeto del mundo, sino una representación psíquica, por lo que la satisfacción total se torna imposible. El funcionamiento pulsional (empuje) perdura independientemente de la orientación (objeto no específico) y de la meta (satisfacción).

2. Marx entiende que en la sociedad capitalista importa más el valor de cambio que el valor de uso de determinado bien. Esto significa que no interesa demasiado la utilidad del producto, sino ante todo la posibilidad de que pueda ser vendido o trocado en el mercado. Por lo tanto, la plusvalía o ganancia (aquello que el capitalista le quita en salario a las horas laboradas por el trabajador) se mide en términos de valor de cambio. (Cfr. MARX, 1997: 131 y ss.)

3. "Superación" en tanto historicidad del objeto semiótico (Cfr. MAGARINOS, 1996: 31).


Bibliografía



Fecha del documento: 5 mayo 2005
Ultima actualización: 5 mayo 2005

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