II Jornadas "Peirce en Argentina"
7-8 de septiembre del 2006

Antropología pragmatista:
el ser humano como signo en crecimiento


Sara Barrena, Jaime Nubiola
sbarrena@unav.es, jnubiola@unav.es

 

El filósofo y científico Charles Sanders Peirce (1839-1914) es quizá el pensador americano más importante de todos los tiempos. La independencia y creatividad de su pensamiento está marcada principalmente por una nueva corriente filosófica de la que se le considera fundador: el pragmatismo. Lejos de posteriores interpretaciones erróneas, el pragmatismo constituía para Peirce un método lógico "para averiguar el significado de las palabras brutas y los conceptos abstractos, (…) siguiendo el método experimental por el que todas las ciencias exitosas han logrado los grados de certeza que les son propios" (CP 5.464-5, 1907). Ese método, aclara Peirce, no es sino una aplicación particular de una vieja regla lógica: "por sus frutos los conoceréis" y proclama que para conocer el significado de un concepto debemos conocer, no su utilidad, como a veces se ha malinterpretado, sino sus posibles consecuencias prácticas.

¿Qué puede decir el pragmatismo acerca del hombre? ¿Puede ayudarnos un método lógico a comprender mejor una idea tan amplia y compleja como la de "ser humano"? Trataremos aquí de desentrañar las claves del pensamiento de Peirce que pueden ayudarnos a desarrollar una antropología pragmatista. En primer lugar intentaremos aclarar qué lugar ocupaba la reflexión sobre el ser humano dentro del pensamiento de Peirce y explicar alguna de las premisas básicas para su estudio. En segundo lugar, nos ocuparemos del ser humano como signo. La semiótica de Peirce es mucho más amplia que una clasificación de los signos: comprende todo cuanto existe en cuanto que todo puede ser signo y sirve de base para una antropología filosófica, pues para Peirce la idea de ser humano, como todo concepto, es en primer lugar un signo.

Finalmente, siguiendo el método pragmatista de Peirce, examinaremos las consecuencias posibles a las que daría lugar el concepto de ser humano, esto es, la clase de acciones que originaría. Las acciones propiamente humanas aparecerán como acciones autocontroladas, creativas, dirigidas a un fin y que forman parte y colaboran con la creación del universo.

1. El estudio del ser humano en Peirce

Charles Peirce fue un pensador extraordinariamente prolífico y dejó una obra que destaca por su amplitud y extensión. La mente original de Peirce no sólo creó nuevas disciplinas y corrientes filosóficas, como la semiótica o el pragmatismo, sino que también fue capaz de enfrentarse de un modo nuevo y profundo a las cuestiones filosóficas tradicionales, entre ellas a la cuestión del ser humano. Aunque Peirce no desarrolló una antropología sistemática, sus reflexiones acerca de qué y cómo es el ser humano permean toda su filosofía. La respuesta a la pregunta por el hombre, al igual que cualquier otra investigación, ha de seguir para él el método científico. Ese método, el único que puede llevarnos al conocimiento verdadero, está anclado en un fuerte realismo y es para Peirce aquel que parte de la experiencia, de una realidad que es como es independientemente de lo que nosotros pensemos sobre ella, pero que puede afectar a todo hombre siguiendo unas leyes regulares y llevarle a las mismas conclusiones verdaderas1.

Por tanto, es necesario enfrentarse a la pregunta por el hombre con ese peculiar espíritu científico, alejado del "cientismo". El novelista americano Walker Percy señalaba en 1989 que en Peirce podemos encontrar las bases para una futura "ciencia del hombre" más coherente y unitaria, que será capaz de superar los dualismos y las divisiones insalvables de la modernidad al tener como característica principal la triadicidad del ser humano, el carácter que posee el hombre en cuanto signo. Percy hablaba de un tercer elemento que conecta el nombre y la cosa en el lenguaje, el sujeto y el predicado, lo material y lo espiritual: el interpretante, el emparejador, la mente o como queramos llamarlo, dice Percy, no es material, y sin embargo, afirma, es tan real como una berza, un rey o una neurona2. En efecto, para Peirce el alma del signo reside en el poder de servir como intermediario entre su objeto y una mente (CP 6.455, 1908), entre lo material y lo espiritual. En el corazón de todas las actividades peculiarmente humanas subyace la triadicidad, un tipo de realidad diferente, un tercer elemento capaz de salvar el abismo moderno entre espíritu y materia y que, como afirmaba Percy, no es explicable según el paradigma científico convencional, sino mediante un espíritu científico más amplio.

Antes de entrar en detalle en la conexión entre el hombre y el signo, queremos desarrollar un poco más otra característica básica y fundamental de Peirce para dar cuenta de la idea de hombre: su profundo antidualismo. La filosofía peirceana tiene un innegable carácter anticartesiano. Peirce leyó a Descartes principalmente en la década de los 60 y de los 70 y todo su edificio del conocimiento se levanta en cierto modo contra el entramado de la filosofía cartesiana. Al preguntarnos por el alma o la identidad personal de cada persona, la experiencia nos dice que no está encerrada en el cuerpo tal y como afirmaba la doctrina cartesiana, de la que Peirce afirma que era una respuesta muy estrecha:

¿En qué consiste la identidad del hombre y cuál es el asiento del alma? Me parece que estas cuestiones reciben con frecuencia una respuesta muy estrecha. (...) ¿Estamos encerrados en una caja de carne y hueso? Cuando comunico mi pensamiento y mis sentimientos a un amigo con el que estoy en perfecta sintonía, de modo que mis sentimientos entran en él y yo soy consciente de lo que él siente, ¿no vivo en su cabeza tanto como él en la mía, casi literalmente? Es verdad, mi vida animal no está ahí, pero mi alma, mi pensamiento atento y sintiente lo están. Hay una noción pobremente materialista y bárbara según la cual un hombre no puede estar en dos lugares a la vez; ¡como si fuera una cosa! Una palabra puede estar en diversos lugares a la vez, porque su esencia es espiritual; y yo creo que un hombre no es de ningún modo inferior a la palabra en este aspecto. Cada hombre tiene una identidad que excede con mucho lo meramente animal (CP 7.591, 1866).

Peirce pone de manifiesto que el hombre no es un espíritu encerrado en un cuerpo. Rechaza así la escisión mente y cuerpo que Descartes legó a la modernidad, por la que la razón aparecía como algo abstracto que se consideraba independiente del cuerpo, que dejaba fuera tanto la experiencia como la posibilidad de partir de la vida, y de la que el ser humano se escapaba entre las conexiones lógicas de conceptos y proposiciones. Para Peirce ese es un error del que la filosofía tiene que liberarse (CP 5.128, 1903).

2. El ser humano como signo

Desarrollaremos a continuación las consecuencias que tiene comprender al ser humano como un concepto abstracto y general (aunque realizado por supuesto en personas particulares). El ser humano es una idea general y las personas son una clase particular de una idea general, afirma Peirce en "La esencia cristalina del hombre". Si ser humano es un concepto general que se aplica a muchos casos particulares, debemos comenzar nuestra investigación pragmatista sobre el ser humano intentando aclarar el significado de ese concepto. Lo primero que señala Peirce en su texto "Pragmatismo" de 19073, en el que trata de describir su método, es que todo concepto es un signo: cada concepto y cada pensamiento más allá de la percepción inmediata es un signo y es por tanto la idea de ser humano como signo la que debemos explorar en primer lugar.

La idea de que el hombre es signo es precisamente la respuesta básica de Peirce a la pregunta antropológica. Esa respuesta aparece numerosas veces en sus escritos desde la década de 1860 (CP 7.583, 1866; 5.313-15, 1868; 1.538, 1903; 5.448, 1905; 6.344, 1908). Escribe Peirce: "el hecho de que cada pensamiento es un signo, tomado en conjunción con el hecho de que la vida es una sucesión de pensamiento, prueba que el hombre es un signo" (CP 5.314, 1868).

Un signo es algo que tiene una capacidad de representación, de mediación y es también, tal y como Peirce afirma en otros textos, un medio de comunicación capaz de transmitir algo desde el objeto al intérprete (EP 2.429, 1907; MS 793, s. f.,1-3). Para Peirce todo conocimiento de nosotros mismos tiene carácter inferencial, es decir, sólo podemos conocer el yo en tanto que, como signo, se manifiesta hacia fuera. El yo es abierto y comunicable. La mente no es algo interno, encerrado en cada persona, sino que es esencialmente un fenómeno externo:

Se ve que la sensación no es sino el aspecto interior de las cosas, mientras que la mente por el contrario es un fenómeno esencialmente externo. El error [de considerar la mente como algo interno] es muy parecido a aquel que prevaleció durante mucho tiempo de que la corriente eléctrica se movía a través del cable metálico: mientras que ahora se sabe que ese es justo el único lugar del que está desconectada, siendo completamente externa al cable. De nuevo, los psicólogos intentan localizar varios poderes mentales en el cerebro; y sobre todo consideran como bastante cierto que la facultad del lenguaje reside en un cierto lóbulo; pero yo creo que decididamente se acerca más a la verdad (aunque no sea realmente verdadero) que el lenguaje reside en la lengua. En mi opinión es mucho más verdadero que los pensamientos de un escritor vivo están en cualquier copia impresa de su libro que decir que están en su cerebro (CP 7.364, c.1902).

El sujeto es un conjunto de posibles relaciones que se van actualizando en el tiempo y que requieren para su expresión de un organismo que tiene una existencia temporal. El sujeto-signo es un ser histórico y encarnado, culturalmente determinado, embebido de su tiempo y lugar4.

Al mismo tiempo, es preciso aclarar que el sujeto no se diluye en esa infinitud de posibles relaciones, sino que la personalidad para Peirce viene marcada precisamente por la continuidad en el tiempo, por la radical incompletitud del presente y la correspondiente orientación hacia el futuro: "La personalidad, como cualquier idea general, no es una cosa que pueda ser aprehendida en un instante. Tiene que ser vivida en el tiempo" (CP 6.155, 1892). La continuidad de los actos que conforman la subjetividad es lo que permite precisamente la unidad del individuo. "La identidad de un hombre consiste en la consistencia de lo que hace y piensa, y consistencia es el carácter intelectual de una cosa, esto es, su expresar algo" (CP 5.314, 1868).

Estas características de la persona humana, su apertura, temporalidad, incompletitud y continuidad hacen que el hombre pueda siempre crecer (CP 1.175, c.1897). El hombre, como signo, está inmerso en un proceso de semiosis universal e infinito por el que ese signo va dando lugar a otros nuevos indefinidamente. Los signos crecen, necesitan de algo previo y están abiertos hacia el futuro. Como ha señalado Sheriff la perspectiva peirceana conduce a la posibilidad de un crecimiento moral e intelectual ilimitado5.

Pero para continuar con el método pragmatista, no basta, si queremos comprender mejor la idea de ser humano, con considerar que éste es un signo, sino que además hemos de examinar las posibles consecuencias a las que ese concepto daría lugar, esto es, a las posibles acciones. El ser humano "sólo puede ser conocido como hombre a través del componente humano de sus acciones", ha escrito John Deely, "aunque esas acciones impliquen muchos otros componentes y dimensiones"6. Por ello en el siguiente apartado nos detendremos en averiguar qué se entiende propiamente por "acción humana", cuáles son las características que definen el modo de obrar del hombre, sus condiciones y motivos. ¿De qué otra manera puede describirse un concepto si no es "a través de una descripción de la clase de acción a la que da lugar, con la especificación de las condiciones y del motivo?", se pregunta Peirce (EP 2.418, 1908) ¿Qué consecuencias tiene para nuestras acciones que seamos humanos?

3. La acción humana desde el pragmatismo

  Siguiendo a Peirce, quizá lo primero que caracteriza al ser humano, racional, es que está sujeto a control. Escribe Peirce: "el autocontrol parece ser la capacidad para elevarse hasta una visión ampliada de un asunto práctico en lugar de ver sólo la urgencia temporal. Ésta es la única libertad de la que el hombre tiene alguna razón para estar orgulloso" (CP 5.339 n., 1868).

El hombre, a diferencia de los animales, puede controlar su comportamiento y la manera de controlarlo es a través de los hábitos. Los hábitos son para Peirce leyes generales de acción tales que en una clase general de ocasiones un hombre será más o menos apto para actuar de una cierta manera general (CP 2.148, c.1902). Los hábitos se generan a partir de la propia conducta, pues unos sentimientos críticos respecto de los resultados de las acciones precedentes estimulan los esfuerzos para repetir o modificar esos efectos (EP 2.431-2, 1907), pero también, afirma Peirce, los hábitos pueden originarse a partir de la experimentación en el mundo interno de la imaginación (EP 2.413, 1907).

Mediante los hábitos, el hombre es capaz de controlar y modificar su conducta futura. Los hábitos representan la suma del pasado, porque son fruto de procesos semióticos anteriores y determinan a su vez cómo nos comportaremos en el futuro o cómo nos comportaríamos en determinadas circunstancias. Así el hombre en cuanto signo aparecería como un conjunto de hábitos a través de los cuales crece: el hombre es un "manojo de hábitos", afirma Peirce (CP 6.228, 1898) y el intelecto consiste en la plasticidad del hábito (CP 6.86, 1898). La idea de ser humano descansa por tanto en la capacidad de ejercer control sobre uno mismo, de integrar todo bajo la razón a través del desarrollo de hábitos, y ese autocontrol sólo puede ejercerse para Peirce en referencia a una idea, comparando nuestras acciones con un ideal (CP 1.574, 1906).

Aquí aparece por tanto la segunda característica de las acciones humanas: tienen un fin, persiguen un ideal que de alguna manera toma posesión de nosotros, nos atrae, pues comparamos nuestras acciones con ese ideal para modificar las acciones futuras. Pero, ¿cuál es ese ideal?

Curiosamente para Peirce es la estética la que ha de determinar cuál es el ideal último que ha de orientar todas las acciones humanas. Las estética es para él una de las tres ciencias normativas, junto con la ética y la lógica. A partir de 1900 Peirce llegó a considerar la estética como el fundamento de las otras dos, pues no podemos saber cómo debemos pensar (lógica) o cómo debemos actuar (ética) para obtener el summum bonum en nuestros pensamientos o en nuestras acciones si no sabemos primero cuál es ese summum bonum. La estética, afirma Peirce, se pregunta qué es lo que mueve a actuar al hombre y debe comenzar con la búsqueda del fin: se ocupa por tanto de mostrarnos cuál es ese ideal, qué es aquello que es deseable por sí mismo, el summum bonum.

Para Peirce, la belleza en este peculiar sentido, el bien estético, aquello que es admirable por sí mismo, no puede ser otra cosa que la evolución de la "razonabilidad concreta" (CP 5.3 1901; 2.34 n. 2, c.1902). Para Peirce la idea de razón conlleva crecimiento y ese es precisamente el ideal: el crecimiento inagotable de la razonabilidad en el universo. Escribe Peirce:

Considerad por un momento qué es realmente la Razón, tal y como podemos hoy concebirla. (...) En primer lugar es algo que nunca puede ser completamente encarnado. La más insignificante de las ideas generales envuelve siempre predicciones condicionales, o requiere para su realización que los eventos lleguen a suceder, y todo lo que alguna vez puede llegar a pasar debe quedarse corto para satisfacer completamente sus requerimientos. (...) La esencia de la Razón es tal que su propio ser nunca puede ser completamente perfeccionado. Debe estar siempre en un estado de incipiencia, de crecimiento. (...) Éste desarrollo de la Razón consiste, observarán, en encarnarse, esto es, en manifestación. (...) No veo cómo alguien puede tener un ideal de lo admirable más satisfactorio que el desarrollo de la Razón así entendida. La única cosa cuya admirabilidad no es debida a una razón ulterior es la Razón en sí misma comprendida en toda su plenitud, en tanto que nosotros podemos abarcarla (CP 1.615, 1903).

El ideal es por tanto la razón entendida en este sentido, la razonabilidad que a través de nuestras acciones va encarnándose en aspectos concretos. La acción individual del ser humano es un medio para ese fin, para el desarrollo de la idea general de razón que se va encarnando y haciendo que crezca la razonabilidad del universo. "El proceso crecimiento es el summum bonum" (MS 478, 1903), escribe Peirce, "la encarnación continua de la idea potencial" (MS 283, 1905), un ideal cuya riquísima indeterminación no llega nunca a agotarse7. La razonabilidad constituye para Peirce el fin para el que cielo y tierra han sido creados (CP 2.122, c.1902). Ese ideal es según Peirce el fin y la verdadera libertad del ser humano, la posibilidad de comprenderse a sí mismo y a lo que le rodea. Si no se buscara lo admirable la vida se convertiría en esclavitud: "El hombre puede, o si prefieres está obligado a, hacer su vida más razonable. ¿Qué otra idea distinta a esa, me gustaría saber, puede ser atribuida a la palabra libertad?" (CP 1.602, 1903).

Esa "razonabilidad" de la que habla Peirce no es la razón excluyente y aislada de la modernidad, sino una idea de razón ampliada que incluye también a los sentimientos y a las cualidades individuales: "El desarrollo de la Razón requiere como una parte de él la ocurrencia de más eventos individuales de los que alguna vez pueden ocurrir. Requiere también de todo el colorido, de todas las cualidades de sentimiento" (CP 1.615, 1903). Frente a la razón de la modernidad la razonabilidad, como fin, muestra a un ser humano capaz de introducir nueva inteligibilidad en el universo, de dar sentido y tratar de hacer razonable su propia vida y lo que le rodea. La razón como fin no es una facultad cerrada sino algo que sólo en cierto sentido es presente y que en otro sentido es futuro, un ideal que ha de hacerse crecer, que puede orientar nuestra vida y nuestras acciones futuras.

De esta manera aparece la tercera característica de las acciones más propiamente humanas: son creativas, pues buscan de distintas maneras encarnar ese fin. Como decíamos anteriormente, el autocontrol supone una revisión continua y constante del curso de acción que se sigue a la luz del ideal. El hombre entendido desde el pragmatismo es esencialmente creativo: ser racional significa ser creativo, estar siempre generando de forma constructiva nuevos cursos de acción, inventar nuevas posibilidades para proseguir la semiosis, para crecer y crear nuevas formas de encarnar la razonabilidad en todos los ámbitos de acción humana, en la vida personal, en las ciencias y en las artes. Lo contrario no haría sino empequeñecer nuestra racionalidad, empobrecernos.

El ser humano es por tanto esencialmente creativo y a la hora de mencionar esta nueva característica de una antropología pragmatista es preciso mencionar la abducción. ¿Cómo brotan las ideas creativas, esas nuevas maneras de proseguir la semiosis, de encarnar el ideal? La respuesta para Peirce es que lo hacen a través de la abducción. La abducción es una peculiar operación de la mente por la que surge una conjetura. Consiste en "examinar una masa de hechos y en permitir que esos hechos sugieran una teoría" (CP 8.209, 1905). La abducción es un razonamiento mediante hipótesis, un fogonazo, una intuición [insight] (CP 5.181, 1903), una manera de razonar que combina la lógica con el instinto y que entraña una novedad. Aunque no sería posible sin conocimientos previos, Peirce le otorga un carácter originario (CP 5.181, 1903) y afirma que es la única manera en que puede entrar algo nuevo en nuestro conocimiento.

El razonamiento abductivo permite explicar el salto que la mente da en el vacío. El descubrimiento posee para Peirce una lógica: lo que a primera vista puede parecer misterioso tiene, si se analiza detenidamente a posteriori, una explicación y unos pasos que nos han guiado hasta la conclusión; pero la abducción supone también admitir algo que no es estrictamente racional: el entrelazamiento de la razón con otros elementos que el racionalismo había excluido, particularmente con la imaginación, esa facultad que hace que podamos salirnos de lo predeterminado y proseguir de modos diferentes. La imaginación está para Peirce en la base de toda interpretación, juega un importante papel en la formación de nuevos hábitos y es una capacidad esencial para comprender la experiencia (CP 1.46, c.1896; CP 3.160, 1880).

Nos enfrentamos ahora a la cuarta y última característica de la acción humana: al hacer que crezca la razonabilidad en el universo de distintas maneras estamos siendo parte de la tarea de la creación. Escribe Peirce: "Estamos todos poniendo nuestros hombros en la rueda para un fin que ninguno de nosotros puede más que vislumbrar —ese en el que las generaciones están trabajando. Pero podemos ver que el desarrollo de las ideas encarnadas es en lo que consistirá" (CP 5.402, 1878). La antropología de Peirce adquiere aquí tintes religiosos8. Perseguir el ideal a través de sus acciones permite al hombre participar en la creación y le confiere la capacidad de transformar la faz de la tierra (MS 283, 1905). El ser humano se convierte a través de la conducta deliberada en uno de los agentes naturales de la evolución, forma parte del universo, que Peirce ve como una manifestación del poder creador de Dios, como una gran obra de arte, un poema, "un gran símbolo del propósito de Dios" (CP 5.119, 1903), y que interactúa con él:

La creación del universo, que no tuvo lugar durante una cierta semana atareada, en el año 4004 A. C., sino que está sucediendo hoy y nunca se acabará, es este mismo desarrollo de la Razón. (...) Bajo esta concepción, el ideal de conducta será ejecutar nuestra pequeña función en la operación de la creación echando una mano para volver el mundo más razonable siempre que, como se dice vulgarmente, esté en nuestra mano hacerlo (CP 1.615, 1903).

Cada persona, como señalaba Potter, puede elegir entonces promover lo mejor que pueda el crecimiento de la razonabilidad concreta en el mundo y así completarse a sí misma, o puede decidir actuar perversamente y tener éxito en destruirse a sí misma, haciendo que sus acciones sean cada vez menos "humanas"9.

Conclusión

Desde una perspectiva pragmatista el yo aparece como un signo externo y comunicable, no como algo separado y clausurado en sí mismo. La persona humana se caracteriza por la continuidad y la permanencia, por la actualización de posibilidades dentro de su carácter temporal e inacabado, en definitiva, por el crecimiento. Los seres humanos son seres creativos, que buscan siempre expandir las ideas, encarnar la razonabilidad, proseguir el proceso infinito de la semiosis; son seres que buscan la verdad a través de la ciencia y que tratan de desarrollar hábitos que les ayuden a vivir y a comunicarse mejor. La persona aparece como un sistema orgánico de hábitos que proporcionan unidad a sus distintas instancias, y la ruptura de esa unidad, de la consistencia de lo que hace, siente y piensa, supone la pérdida de su personalidad (CP 6.585, c.1905). El ser humano ya no es una razón separada, un espíritu encerrado en un cuerpo, sino algo que busca un fin, y esa perspectiva permite superar las limitaciones y escisiones del racionalismo. El fin, la búsqueda de la razonabilidad, necesita de las distintas dimensiones de la persona para realizarse y les proporciona unidad.

No tendremos éxito en lo que hagamos, afirma Peirce, si no ponemos todo el alma y el corazón (CP 1.642, 1898), si no hacemos descansar la razón en los instintos, la imaginación y los sentimientos, si no consideramos la unidad esencial del hombre que el cientismo moderno no ha sabido explicar. Solo así podemos superar nuestras personales limitaciones y formar parte de un todo general, de una continuidad que nos permite ser con y en los otros llegando a una idea de “mente común”, que Peirce alguna vez llegó a denominar commens, en la que la mente del que usa los signos y la del que los interpreta se tienen que fundir para que pueda tener lugar la comunicación10 . Ningún signo puede ser interpretado aisladamente y el hombre como signo no está confinado al organismo individual, sino que puede extenderse más allá para incluir identidades sociales y colectivas11.

Como señalaba el novelista americano Walker Percy en 1989, hay en Peirce "una promesa de contribuir a una nueva y más coherente antropología, es decir, a una teoría del hombre". Es posible elaborar desde su pensamiento una antropología pragmática y social. Peirce no da lugar a una única y definitiva lectura final, pero proporciona instrumentos para tratar de responder a los problemas que nos sorprenden. En sus teorías hay ideas cargadas de profunda significación que nos ayudan a comprender al ser humano. Esas ideas, quizá, se corresponden con nuestra propia experiencia y, como propugna el pragmatismo, pueden tener un efecto en nuestra propia vida.



Notas

1. C. S. Peirce, "The Fixation of Belief", CP 5.358-387, 1887. Traducción castellana en http://www.unav.es/gep/FixationBelief.html

2. W. Percy, "La criatura dividida", The Wilson Quarterly, 1989 (13), 77-87; traducción castellana en Anuario Filosófico XXIX/3, (1996), 1135-1157.

3. C. S. Peirce, "Pragmatism", EP 2.398-433, 1907. Traducción castellana en http://www.unav.es/gep/PragmatismoPeirce.html

4. Para un estudio más extenso de las consecuencias de comprender al ser humano como un signo véase V. Colapietro, Peirce’s Approach to the Self: A Semiotic Perspective on Human Subjectivity, State University of New York Press, Nueva York, 1989 y S. Barrena, La creatividad en Charles S. Peirce: Abducción y razonabilidad, Tesis doctoral, Universidad de Navarra, 2003, capítulo 2, http://www.unav.es/gep/TesisDoctorales/TesisBarrena.pdf

5. J. K. Sheriff, Charles Peirce’s Guess at the Riddle. Grounds for Human Significance, Indiana University Press, Bloomington, 1994, xvi.

6. J. Deely, The Human Use of Signs: Elements of Antroposemiosis, Rowman & Littlefield, Lanham, 1994, 5.

7. Cf. F. Zalamea, En el signo de Jonás, texto mecanografiado, 46.

8. Para saber más acerca de Peirce y la religión véase: S. Barrena, Un argumento olvidado en favor de la realidad de Dios. Introducción, traducción y notas, Cuadernos de Anuario Filosófico, 1996, http://www.unav.es/gep/sbarrena.html y J. Nubiola, "C. S. Peirce y la abducción de Dios", Tópicos XVII (2004), http://www.unav.es/users/PeirceAbduccionDios.html

9. V. Potter, Charles S. Peirce: On Norms and Ideals, University of Massachusetts Press, Amherst, 1967, 202.

10. C. S. Peirce, Carta a Lady Welby, L 463, 1906, 196-197.

11. M. Singer, Man’s Glassy Essence. Explorations in Semiotic Anthropology, Hindustan, Delhi, 1985, 159.


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Fecha del documento: 22 de septiembre 2006
Ultima actualización: 19 de enero 2016

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