Lecciones de Harvard sobre el pragmatismo

LECCIÓN V: "LOS TRES GÉNEROS DE BONDAD"


Charles S. Peirce (1903)


Traducción castellana de Dalmacio Negro Pavón (1978)


Los editores del Essential Peirce añaden la siguiente introducción a la quinta de las Lecciones sobre el pragmatismo: "MS 312. [Publicado en CP 5.120-150 y en HL 205-220. Dejada sin título por Peirce, esta quinta lección de Harvard fue impartida el 30 de abril de 1903]. Peirce revisa su clasificación de las ciencias, especialmente las ciencias normativas: estética, ética y lógica. Argumenta que el razonamiento es una forma de acción y está sujeto por tanto a consideraciones éticas; en particular, está sujeto a la necesidad de autocontrol. Lo lógicamente bueno, dice Peirce, es una especie de lo moralmente bueno, y lo moralmente bueno es a su vez una especie de lo estéticamente bueno. Ahora bien, lo estéticamente bueno implica la elección de objetivos o propósitos. El pragmatismo vuelve a entrar en este punto, pues pragmatismo implica la concepción de acciones referidas a objetivos. Peirce continúa su lección considerando diferentes tipos de razonamiento o argumentación respecto a su bondad lógica y concluye reclamando que, a pesar de que no tenemos consciencia inmediata ni experiencia directa de la generalidad, con todo, percibimos la generalidad: ella se "vierte" con nuestros juicios perceptuales.

La traducción de Dalmacio Negro Pavón corresponde a CP 5.120-150. El título y los subtítulos fueron introducidos por los editores de los
CP.


§ 1. DIVISIONES DE LA FILOSOFÍA

120... Ya he explicado que entiendo por Filosofía aquel departamento de la Ciencia Positiva, o Ciencia de Hechos, que no se ocupa de recopilar hechos sino sólo de aprender lo que puede aprenderse de esa experiencia que nos apremia a cada uno de nosotros todos los días y a todas horas. No acopia nuevos hechos porque no los necesita, y también porque los nuevos hechos generales no pueden establecerse firmemente sin la adopción de una doctrina metafísica; y esto, a su vez, requiere la cooperación de todas las ramas de la filosofía; de suerte que esos nuevos hechos, por sorprendentes que sean, proporcionan a la filosofía un apoyo mucho más débil que el de la experiencia común, de la cual nadie duda ni puede dudar, y a la que nunca ha fingido nadie siquiera poner en duda, salvo como consecuencia de una creencia en esa experiencia, tan completa y perfecta que deja de ser consciente de sí misma; al igual que un norteamericano que jamás ha estado en el extranjero no percibe las características de los norteamericanos; o como el escritor que no se da cuenta de las peculiaridades de su propio estilo; o como el caso de cualquiera de nosotros, que es incapaz de verse tal cual los demás lo ven.

Voy a hacer ahora una serie de aserciones que parecerán extravagantes; porque no puedo pararme a argumentarlas, aunque no debo omitirlas si quiero sentar las bases del pragmatismo en su verdadera luz.

121. La filosofía tiene tres grandes divisiones. La primera es la Fenomenología, que simplemente contempla el Fenómeno Universal y discierne sus elementos ubicuos, la Primeridad, la Segundidad y la Terceridad, conjuntamente, acaso, con otra serie de categorías. La segunda gran sección es la Ciencia Normativa, que investiga las leyes universales y necesarias de la relación de los Fenómenos con los Fines, es decir, quizás, con la Verdad, la Rectitud y la Belleza. La tercera gran división es la Metafísica, que pretende comprender la Realidad de los Fenómenos. Ahora bien, la Realidad es un asunto de la Terceridad en cuanto Terceridad, o sea, en su mediación entre la Segundidad y la Primeridad. No dudo que la mayoría de ustedes, si no todos, son nominalistas; y les ruego que no se ofendan ante una verdad que es tan palmaria e innegable para mí como lo es la verdad de que los niños no entienden la vida humana.

Ser nominalista consiste en el estado embrionario de la mente en su aprehensión de la Terceridad como Terceridad. El remedio contra ello reside en permitir que las ideas de la vida humana desempeñen un papel más importante en la filosofía de cada cual. La Metafísica es la ciencia de la Realidad. La Realidad consiste en la regularidad. La regularidad real es la ley activa. La ley activa es la razonabilidad eficiente, o, en otras palabras, la razonabilidad auténticamente razonable. La razonabilidad razonable es la Terceridad en cuanto tal.

Así, pues, la división de la Filosofía en estos tres grandes departamentos, cuya neta separación cabe establecer sin detenerse a considerar el contenido de la Fenomenología (esto es, sin preguntar cuáles sean las genuinas categorías), resulta ser una división de acuerdo con la Primeridad, la Segundidad y la Terceridad, y es así uno de los numerosos fenómenos con los que me he topado que confirman esta lista de categorías.

122. La fenomenología trata de las Cualidades universales de los Fenómenos en su carácter fenoménico inmediato, en sí mismas como fenómenos. Se ocupa, pues, de los Fenómenos en su Primeridad.

123. La Ciencia Normativa versa sobre las leyes de la relación de los fenómenos con los fines; es decir, trata de los Fenómenos en su Segundidad.

124. La Metafísica, como acabo de señalar, se interesa por los Fenómenos en su Terceridad.

125. Por tanto, si la Ciencia Normativa no parece quedar suficientemente descrita diciendo que se ocupa de los fenómenos en su segundidad, esto es una indicación de que nuestra concepción de la Ciencia Normativa es demasiado estrecha; y yo había llegado a la conclusión de que eso es cierto incluso de los modos más aceptables de concebir la Ciencia Normativa que han alcanzado cierta fama, muchos años antes de reconocer la división adecuada de la filosofía. Me gustaría poder hablarles durante una hora acerca de la verdadera concepción de la ciencia normativa. Pero sólo podré hacer unas cuantas aserciones negativas que, aun cuando fuesen probadas, no coadyuvarían mucho a dilucidar esa concepción. La Ciencia Normativa no es una habilidad, ni es una indagación llevada a cabo con vistas a la producción de una habilidad. Coriolis escribió un libro sobre la mecánica analítica del juego del billar. Si ese libro no ayuda en manera alguna a la gente a jugar al billar, esto no significa nada en contra suya. El libro sólo pretende ser pura teoría. De igual modo, si la Ciencia Normativa no apunta en absoluto a desarrollar una habilidad, su valor como Ciencia Normativa sigue siendo el mismo. Es puramente teórica. Claro está que hay ciencias prácticas del razonamiento y la investigación, del gobierno de la vida, y de la producción de obras de arte. Se hallan en correspondencia con las Ciencias Normativas, y cabe esperar probablemente que reciban ayuda de ellas. Pero no son partes integrantes de estas ciencias; y la razón de que no lo sean no es, gracias a ustedes, un mero formalismo, sino esto: que, en general, serán hombres muy diferentes -dos núcleos de hombres no aptos para congeniar entre sí- quienes realicen los dos tipos de indagación. Tampoco es la Ciencia Normativa una ciencia especial, a saber, una de esas ciencias que descubren nuevos fenómenos. Ni siquiera es ayudada en un grado apreciable por ninguna de tales ciencias, y permítaseme decir que no lo es más por la psicología que por cualquier otra ciencia especial. Si colocáramos seis montones de siete granos de café cada uno en uno de los platillos de una balanza de brazos iguales, y cuarenta y dos granos de café en el otro platillo, y comprobáramos que los dos pesos se equilibraran aproximadamente, sería lícito considerar que esta observación contribuía en alguna ligerísima medida a la certidumbre de la proposición de que seis veces siete son cuarenta y dos; porque es concebible que esta proposición fuera un error debido a una demencia peculiar que afectara a toda la especie humana, y que el experimento quizás escapara a los efectos de esa demencia, suponiendo que estemos afectados por ella. De análoga guisa, y en el mismo grado, el hecho de que los hombres muestren en su mayoría una disposición natural a aprobar casi los mismos argumentos que aprueba la lógica, casi los mismos actos que la ética aprueba, y casi las mismas obras de arte que aprueba la estética, puede estimarse como una corroboración de las conclusiones de la lógica, la ética y la estética. Pero tal corroboración es perfectamente insignificante; y cuando se llega a un caso particular, alegar que algo es válido y bueno lógica, moral o estéticamente, sin otra razón mejor que la de que los hombres tienen una tendencia natural a pensar así, por muy fuerte e imperiosa que sea esa tendencia, es una falacia tan perniciosa como jamás la hubo. Desde luego, es una cosa muy distinta el que un hombre reconozca que no puede percibir que duda de aquello de lo cual no duda apreciablemente.

126. En una de las direcciones que he indicado, especialmente en la última, la generalidad de los escritores actuales colocan la Ciencia Normativa en un puesto demasiado bajo de la escala de las ciencias. En cambio, algunos estudiosos de la lógica exacta sitúan esa ciencia normativa, cuando menos, en un rango demasiado alto, al tratarla virtualmente a la par con la matemática pura.

Hay tres excelentes razones, cualquiera de las cuales debe librarlos del error de esta opinión. En primer lugar, las hipótesis de las que proceden las deducciones de la ciencia normativa pretenden ajustarse a la verdad positiva de los hechos, y estas deducciones derivan su interés, casi exclusivamente, de esa circunstancia; mientras que las hipótesis de la matemática pura tienen una intención puramente ideal, y su interés es puramente intelectual. Pero en segundo lugar, el método de las ciencias normativas no es puramente deductivo, como el de la matemática, ni siquiera lo es de modo principal. Sus peculiares análisis de los fenómenos familiares, análisis que deben ser guiados por los hechos de la fenomenología de una manera en que no es guiada en absoluto la matemática, separan radicalmente de la matemática a la Ciencia Normativa. En tercer término, hay un elemento muy íntimo y esencial de la Ciencia Normativa que es todavía más propio de ella, a saber, sus apreciaciones peculiares, a las que no corresponde nada en los fenómenos en sí. Estas apreciaciones se refieren a la conformidad de los fenómenos con fines que no son inmanentes a tales fenómenos.

127. Hay otras diversas concepciones erróneas, muy difundidas, acerca de la naturaleza de la Ciencia Normativa. Una de ellas consiste en afirmar que el problema capital, si no el único, de la Ciencia Normativa es el de decir qué es bueno y qué es malo desde el punto de vista lógico, ético y estético; o qué grado de bondad alcanza una descripción dada del fenómeno. Si fuese así, la ciencia normativa sería, en cierto sentido, matemática, puesto que se ocuparía enteramente de una cuestión de cantidad. Pero me inclino a pensar que esta doctrina no resiste el examen crítico. La lógica clasifica los argumentos, y al hacerlo reconoce distintos géneros de verdad. En la ética, también admiten cualidades de bondad la inmensa mayoría de los moralistas.

Por lo que toca a la estética, en este campo parecen ser tan preeminentes las diferencias cualitativas que, si se hace abstracción de ellas, es imposible decir que haya una apariencia que no sea estéticamente buena. Incluso la vulgaridad y la presunción pueden resultar plenamente deliciosas en su perfección, si es que somos capaces de vencer nuestros escrúpulos respecto a ellas, escrúpulos que dimanan del hecho de contemplarlas como cualidades posibles de nuestro propio modo de actuar, pero ésta es una manera moral y no estética de considerarlas. No es menester recordarles que la bondad, ya sea estética, moral o lógica, puede ser negativa (consistente en la ausencia de defecto), o cuantitativa (consistente en el grado que alcanza). Pero en una indagación como en la que estamos empeñados ahora, la bondad negativa es lo importante.

128. Una sutil y casi inextirpable estrechez de miras en la concepción de la Ciencia Normativa atraviesa casi toda la filosofía moderna, al relacionarla exclusivamente con la mente humana. Lo bello es concebido por referencia al gusto humano, lo justo y lo injusto únicamente conciernen a la conducta humana, la lógica versa sobre el razonamiento humano.

Ahora bien, en su más auténtico sentido, es cierto que estas ciencias son efectivamente ciencias de la mente. Sólo que la filosofía moderna nunca ha podido sacudirse por completo la idea cartesiana de la mente como algo que "reside" -tal es el término1- en la glándula pineal. Todo el mundo se ríe de esto hoy día, y sin embargo, todos continúan pensando en la mente de esa misma manera general, como algo que está dentro de esta o aquella persona, perteneciente a ella y correlativo con el mundo real. Haría falta todo un curso de lecciones para exponer este error. Sólo puedo sugerir que si reflexionan sobre ello, sin dejarse dominar por ideas preconcebidas, pronto empezarán a percibir que se trata de una noción muy mezquina de la mente. Creo que es así como ha de parecerle a quienquiera que se haya empapado suficientemente en la Crítica de la razón pura.


§ 2. BONDAD ÉTICA Y ESTÉTICA

129. No puedo demorarme más en la concepción general de la Ciencia Normativa. Debo descender a las Ciencias Normativas particulares. En la actualidad, se dice de ordinario que ésta son la lógica, la ética y la estética. Antaño sólo se contaban como tales la lógica y la ética. Algunos lógicos rehúsan reconocer cualquier otra ciencia normativa aparte de la suya. Mis opiniones en torno a la ética y la estética son mucho menos maduras que mis opiniones lógicas. Únicamente a partir de 1883 he incluido la ética entre mis estudios especiales; y hasta hace unos cuatro años, no estuve dispuesto a afirmar que la ética fuese una ciencia normativa2. En cuanto a la estética, aunque el primer año de mis estudios de filosofía estuvo dedicado exclusivamente a esta rama, sin embargo la he descuidado tan por completo desde entonces que no me siento calificado para tener opiniones firmes respecto a ella. Me inclino a pensar que es ciertamente una ciencia normativa; pero ni siquiera estoy seguro de eso.

No obstante, suponiendo que la ciencia normativa se divida en estética, ética y lógica, es fácil advertir, desde mi punto de vista, que esta división está regida por las tres categorías. Pues siendo la Ciencia Normativa en general la ciencia de las leyes de conformidad de las cosas con los fines, la estética considera aquellas cosas cuyos fines estriban en encarnar cualidades de sentimiento, la ética aquellas cosas cuyos fines radican en la acción, y la lógica aquellas cosas cuyo fin es representar algo.

130. Justamente en este trecho empezamos a atisbar el rastro del secreto del pragmatismo, después de una larga batida, aparentemente sin designio. Echemos una ojeada a las relaciones de estas tres ciencias entre sí. Cualquiera que sea la opinión que se sostenga respecto al ámbito de la lógica, en general se estará de acuerdo en que el meollo de ella radica en la clasificación y la crítica de los argumentos. Ahora bien, es peculiar de la naturaleza del argumento el que no pueda existir ningún argumento sin estar referido a alguna clase especial de argumentos. El acto de inferencia consiste en el pensamiento de que la conclusión inferior es verdadera porque, en cualquier caso análogo, sería verdadera una conclusión análoga. Así, pues, la lógica es coetánea con el razonamiento. Quienquiera que razone, ipso facto mantiene virtualmente una doctrina lógica, su logica utens. Esta clasificación no es una mera cualificación del argumento. Entraña esencialmente una aprobación de él, una aprobación cualitativa. Ahora bien, semejante auto-aprobación presupone autocontrol. No es que estimemos nuestra aprobación en sí misma como un acto voluntario, sino que sostenemos que el acto de inferencia, el cual aprobamos, es voluntario. Es decir, si no aprobáramos no inferiríamos. Hay operaciones mentales que están tan completamente fuera de nuestro control como el crecimiento de nuestro pelo. Aprobarlas o desaprobarlas sería ocioso. Pero cuando instituimos un experimento para comprobar una teoría, o cuando imaginamos que una línea adicional se inserta en un diagrama geométrico con objeto de determinar una cuestión de geometría, éstos son actos voluntarios que nuestra lógica, ya sea de tipo natural o científico, aprueba.

Pero la aprobación de un acto voluntario es una aprobación moral. La ética es el estudio de los fines de acción que estamos deliberadamente dispuestos a adoptar. O sea, la acción recta que se halla en conformidad con los fines que estamos dispuestos a adoptar deliberadamente. Eso es todo lo que, a mi entender, puede haber en la noción de rectitud. El hombre recto es el hombre que controla sus pasiones, y las hace conformarse con los fines que está dispuesto a adoptar deliberadamente como últimos. Si perteneciese a la naturaleza de un hombre satisfacerse plenamente en hacer de su comodidad personal su meta última, no merecería más reproche por obrar así que el que merece un cerdo por comportarse de la misma manera. Un razonador lógico es el razonador que ejerce un gran autocontrol en sus operaciones intelectuales; y por ende, lo lógicamente bueno no es más que una especie particular de lo moralmente bueno. La ética -la genuina ciencia normativa de la ética, en contraposición a esa rama de la antropología que en nuestros días pasa a menudo bajo el nombre de ética-, esta ética genuina es la ciencia normativa par excellence, porque un fin -el objeto esencial de la ciencia normativa- está vinculado a un acto voluntario de un modo tan primordial como no lo está a ninguna otra cosa. Por esta razón, subsiste en mí la duda de que haya una verdadera ciencia normativa de lo bello. Por otro lado, un fin último de la acción, deliberadamente adoptado -es decir, razonablemente adoptado- debe ser un estado de cosas que sea razonablemente recomendable en sí mismo, aparte de cualquier consideración ulterior. Ha de ser un ideal admirable, en posesión del único tipo de bondad que un ideal así puede tener; a saber, la bondad estética. Desde esta perspectiva, lo moralmente bueno aparece como una especie particular de lo estéticamente bueno.

131. Si es sólida esta línea de pensamiento, lo moralmente bueno será lo estéticamente bueno determinado de una manera especial por un peculiar elemento sobreañadido; y lo lógicamente bueno será lo moralmente bueno determinado especialmente por un elemento especial sobreañadido. Se admitirá ahora, al menos como muy probable, que con objeto de corregir o vindicar la máxima del pragmatismo, debemos averiguar con precisión en qué consiste lo lógicamente bueno; y de lo dicho se desprende que, con vistas al análisis de la naturaleza de lo lógicamente bueno, hemos de obtener previamente una clara aprehensión de la naturaleza de lo estéticamente bueno y, en particular, de lo moralmente bueno.

132. Así, pues, pese a mi incompetencia, me topo con que se me impone la tarea de definir lo estéticamente bueno, una labor que tantos artistas filosóficos han intentado ejecutar.

A la luz de la doctrina de las categorías, yo diría que un objeto, para ser estéticamente bueno, debe tener una multitud de partes relacionadas entre sí de tal modo que impriman a su totalidad una cualidad positiva simple e inmediata; y en la medida en que ocurra esto, el objeto será estéticamente bueno, cualquiera que sea la cualidad particular del total.

Si esa cualidad nos produce asco, nos asusta, o nos perturba de alguna otra manera hasta el punto de despojarnos del temple de ánimo del goce estético, de esa actitud de contemplar simplemente la cualidad encarnada -justamente como, por ejemplo, afectaban los Alpes a la gente de otros tiempos, en que el estado de civilización era tal que una impresión de grandioso poder iba inseparablemente acompañada de viva aprensión y de terror-, entonces el objeto sigue siendo, a pesar de todo, estéticamente bueno, aunque la gente de nuestra condición esté incapacitada para captarlo en una serena contemplación estética.

Esta sugerencia debe seguirse en lo que pueda tener de valiosa, y me atrevo a decir que quizás tenga muy poco. Si es correcta, se deducirá de ella que no existe una cosa tal como la maldad estética positiva; y puesto que por bondad entendemos primordialmente en esta discusión la mera ausencia de maldad o de defecto, no habrá tampoco bondad estética. A lo sumo habrá diversas cualidades estéticas; o sea, cualidades simples de totalidades no susceptibles de encarnación plena en las partes, cualidades que pueden ser más definidas y fuertes en un caso que en otro. Pero la reducción misma de la intensidad puede ser una cualidad estética; o mejor dicho, lo es; y me siento seriamente inclinado a dudar que haya distinción alguna entre la melioridad y la peyoridad puramente estéticas. Mi opinión tal vez sería que hay innumerables variedades de cualidad estética, pero no grados puramente estéticos de excelencia.

133. Pero en el instante en que un ideal estético es propuesto como fin último de la acción, en ese mismo instante un imperativo categórico se declara en pro o en contra de él. Kant, como ustedes saben, pretende afirmar que ese imperativo categórico permanece irrecusable, que es una declaración eterna. Su posición se halla en la actualidad desacreditada en extremo. Sin embargo, no puedo pensar muy favorablemente de la lógica de los intentos ordinarios de refutarla. Toda la cuestión estriba en saber si este imperativo categórico está o no está fuera de control.

Si esa voz de la conciencia no está respaldada por ulteriores razones, ¿no es acaso simplemente un aullido insistente e irracional, el ulular de un búho al que podemos desatender si queremos? ¿Por qué habríamos de prestarle más atención que la que prestaríamos al ladrido de un perro de mala ralea? Si no podemos desoír la conciencia, son perfectamente vanas todas las homilías y máximas morales. Pero si es posible desdeñarla, entonces, en cierto sentido, no está fuera de control. Nos deja libres de controlarnos a nosotros mismos. Así, pues, me parece que cualquier meta que puede perseguirse de modo consecuente escapa, desde el momento en que se adopta resueltamente, a toda posible crítica, salvo a la crítica impertinente de los profanos. Una meta que no pueda ser adoptada y perseguida consecuentemente es una meta sin fundamento. En manera alguna cabe calificarla con propiedad de fin último. El único mal moral es el no tener un fin último.

134. Por tanto, el problema de la ética consiste en averiguar qué fin es posible. Cabría suponer irreflexivamente que una ciencia especial pudiera ayudar en esta averiguación. Pero eso descansaría en una concepción equivocada de la naturaleza de una meta absoluta, que es aquella que sería perseguida bajo todas las circunstancias posibles, es decir, aun en el caso de que los hechos contingentes averiguados por las ciencias especiales fuesen enteramente diferentes de lo que son. Por otro lado, tampoco debe reducirse a un mero formalismo la definición de semejante meta.

135. La importancia del asunto para el pragmatismo es obvia. Porque si el significado de un símbolo consiste en cómo nos haría actuar, está claro que este "cómo" no puede referirse a la descripción de los movimientos mecánicos que provocaría, sino que debe pretender referirse a una descripción de la acción en tanto que poseedora de esta o aquella meta. Así, pues, con objeto de comprender el pragmatismo lo bastante bien como para someterlo a una crítica inteligente, es menester que indaguemos qué puede ser una meta última, susceptible de ser perseguida en una línea de acción indefinidamente prolongada.

136. La deducción de esto es algo intrincada, a causa del número de consideraciones que han de tenerse en cuenta; y, desde luego, no puedo entrar en detalles. Para que la meta sea imputable bajo todas las circunstancias, sin lo cual no será una meta última, se requiere que esté de acuerdo con el libre desarrollo de la cualidad estética del propio agente. Es también un requisito indispensable que, en última instancia, no esté expuesta a ser perturbada por las reacciones sobre el agente de ese mundo exterior que va implícito en la idea misma de acción. Es palmario que estas dos condiciones sólo pueden cumplirse a la vez si ocurre que la cualidad estética hacia la que tiende el desarrollo libre del agente y la de la acción última de la experiencia sobre él son partes de una misma totalidad estética. El que esto suceda o no suceda realmente así es una cuestión metafísica cuya respuesta no cae dentro del alcance de la Ciencia Normativa. Si no acontece así, la meta es esencialmente inalcanzable.

Pero al igual que al jugar una mano de whist, cuando sólo quedan por jugar tres bazas, la regla es suponer que las cartas están distribuidas de tal manera que puede ganarse la baza extra, del mismo modo la regla de la ética será adherirse a la única meta absoluta posible, y esperar que resulta alcanzable. Entretanto, es consolador saber que toda la experiencia es favorable a esa suposición.


§ 3. BONDAD LÓGICA

137. Está ya desbrozado el terreno para el análisis de la bondad lógica o bondad de la representación. Hay una variedad especial de bondad estética que puede pertenecer a un representamen, a saber, la expresividad. Hay también una bondad moral especial de las representaciones, a saber, la veracidad. Pero aparte de éstas, hay un modo peculiar de bondad que es lógico. En qué consiste es lo que hemos de indagar.

138. El modo de ser de un representamen es tal que siempre es susceptible de repetición. Tomemos, verbigracia, cualquier proverbio. "Las malas compañías corrompen las buenas costumbres". Cada vez que se dice o escribe esto en inglés, en griego, o en cualquier otro idioma, y cada vez que se piensa en ello, se trata de un solo e idéntico representamen. Igual ocurre con un diagrama o un cuadro. E igual sucede con un signo o síntoma físico. Si dos veletas son signos diferentes, lo son tan sólo en la medida en que se refieren a partes diferentes del aire.

Un representamen que tuviese una concreción única, no susceptible de repetición, no sería un representamen, sino una parte del hecho mismo representado. Este carácter repetitivo del representamen comporta como una consecuencia el que sea esencial al representamen contribuir a la determinación de otro representamen distinto de él. Pues ¿en qué sentido sería verdad que un representamen era repetido si no fuese capaz de determinar a algún representamen diferente? "Las malas compañías corrompen las buenas costumbres" y qeirousin hqh crhsq omidiai kkai son uno y el mismo representamen. Pero sólo lo son en tanto que son representados como siéndolo; y una cosa es decir que "las malas compañías corrompen las buenas costumbres", y otra muy distinta decir que "las malas compañías corrompen las buenas costumbres" y fqeirousin hqh crpsq dmigiai kakai son dos expresiones del mismo proverbio. Así, todo representamen debe ser capaz de contribuir a la determinación de un representamen diferente de él. Toda conclusión a partir de premisas es un ejemplo adecuado; ¿y qué sería un representamen que no fuese capaz de contribuir a una conclusión ulterior? A un representamen que es determinado por otro representamen lo llamo el interpretante del segundo. Todo representamen está relacionado o es susceptible de estar relacionado con una cosa reaccionante, con su objeto, y todo representamen encarna y da forma concreta, en cierto sentido, a alguna cualidad, a la que cabe denominar su significación y que, en el caso de un nombre común, es llamada connotación por J. S. Mill, expresión ésta particularmente desafortunada.

139. Un representamen [en cuanto símbolo] o es una rema, o una proposición, o un argumento. Un argumento es un representamen que muestra separadamente qué interpretante se pretende determinar. Una proposición es un representamen que no es un argumento, pero que indica separadamente qué objeto se pretende representar. Un rema es una representación simple sin tales partes separadas.

140. La bondad estética o expresividad puede ser poseída, y en cierto grado debe ser poseída, por cualquier tipo de representamen: rema, proposición o argumento.

141. La bondad moral o veracidad puede ser poseída por una proposición o por un argumento, pero no puede ser poseída por un rema. Un juicio mental o una inferencia deben poseer algún grado de veracidad.

142. En cuanto a la bondad lógica o verdad, son defectuosas las exposiciones de los libros; y es muy importante para nuestra indagación el corregirlas. Distinguen los libros entre la verdad lógica, que algunos de ellos restringen con justeza a los argumentos que no prometen más de lo que cumplen, y la verdad material, que pertenece a las proposiciones, y es aquello que la veracidad aspira a ser; y ésta es concebida como una verdad de rango superior a la mera verdad lógica. Yo corregiría esta concepción del modo siguiente. En primer lugar, todo nuestro conocimiento descansa en los juicios perceptuales. Estos son necesariamente veraces en mayor o menor medida según el esfuerzo efectuado, pero carece de sentido decir que tienen otra verdad aparte de la veracidad, pues un juicio perceptual nunca puede ser repetido. A lo sumo, nos es lícito decir de un juicio perceptual que su relación con otros juicios perceptuales es tal que permite una teoría simple de los hechos. Así, yo puedo juzgar que veo una limpia superficie blanca. Pero un momento después, acaso me pregunte si la superficie estaba realmente limpia, y la mire de nuevo con mayor atención. Si este segundo juicio más veraz sigue afirmando que veo una superficie limpia, la teoría de los hechos será más simple que si, en mi segunda ojeada, advierto que la superficie está sucia. Pero ni siquiera en este último caso tengo derecho a decir que mi primer percepto era el de una superficie sucia. Yo no tengo absolutamente ningún testimonio respecto a él, excepto mi juicio perceptual; y aunque éste fuese irreflexivo y no tuviera un alto grado de veracidad, he de aceptar la única evidencia que poseo. Consideremos ahora cualquier otro juicio que yo pueda hacer. Será una conclusión de inferencias basadas, en última instancia, en juicios perceptuales, y puesto que éstos son incontrovertibles, toda la verdad que pueda tener mi juicio deberá consistir en la corrección lógica de esas inferencias. O expresando el asunto de otra manera: decir que una proposición es falsa no es veraz a menos que el hablante haya comprobado que es falsa. Limitándonos, por tanto, a las proposiciones veraces, decir que una proposición es falsa es equivalente a decir que se ha comprobado que es falsa, en el sentido de que ambas aserciones son a la vez verdaderas o a la vez falsas. En consecuencia, decir que una proposición es quizás falsa es lo mismo que decir que quizás se compruebe que es falsa. De aquí que negar una de estas cosas sea negar la otra. Decir que una proposición es con certeza verdadera significa sencillamente que jamás podrá comprobarse que es falsa, o, en otras palabras, que tal aserción se deriva, mediante argumentos lógicamente correctos, de juicios perceptuales veraces. Por consiguiente, la única diferencia entre la verdad material y la corrección lógica de una argumentación radica en que la segunda se refiere a una sola línea de argumentos y la primera se refiere a todos los argumentos que podrían tener como conclusión una proposición dada o su negación.

Permítanme decirles que este razonamiento ha de ser escudriñado con la más rigurosa y minuciosa crítica lógica, porque el pragmatismo depende de él en buena parte.

143. Parece, por ende, que la bondad lógica es simplemente la excelencia del argumento, siendo su bondad negativa, y más fundamental, su solidez y peso, el tener realmente la fuerza que pretende tener y el que esa fuerza sea grande, mientras que su bondad cuantitativa consiste en el grado en que hace avanzar nuestro conocimiento. ¿En qué consiste, pues, la solidez del argumento?

144. Para responder a esa pregunta es menester reconocer tres tipos radicalmente diferentes de argumentos que ya señalé en 1867 y que habían sido admitidos por los lógicos del siglo XVIII, aunque [los citados] lógicos no aceptaban -lo cual es muy perdonable- el carácter inferencial de uno de ellos. A decir verdad, supongo que los tres fueron indicados por Aristóteles en los Primeros Analíticos, si bien la infortunada ilegibilidad de una palabra de su manuscrito y su sustitución por un término equivocado efectuada por su primer editor, el estúpido [Apelicón], ha alterado completamente el sentido del capítulo sobre la Abducción. De cualquier manera, aun cuando mi conjetura sea errónea y el texto deba quedar tal como está, incluso en ese caso, es evidente que Aristóteles, en dicho capítulo sobre la abducción, anduvo buscando a tientas ese modo de inferencia que yo designo con el nombre, por lo demás inútil, de abducción, vocablo que sólo se emplea en lógica para traducir la [apagwgh] del mencionado capítulo.

145. Estos tres géneros de razonamiento son la Abducción, la Inducción y la Deducción. La deducción es el único razonamiento necesario. Es el razonamiento de la matemática. Parte de una hipótesis, cuya verdad o falsedad nada tiene que ver con el razonamiento; y, desde luego, sus conclusiones son igualmente ideales. El uso ordinario de la doctrina de las probabilidades es un razonamiento necesario, aunque sea un razonamiento acerca de las probabilidades. La inducción es la comprobación experimental de una teoría. La justificación de ella radica en que, aun cuando la conclusión en cualquier etapa de la investigación pueda ser más o menos errónea, sin embargo la aplicación ulterior del mismo método debe corregir el error.

Lo único que consigue la inducción es determinar el valor de una cantidad. Comienza con una teoría y mide el grado de concordancia de esa teoría con los hechos. Jamás puede originar una idea. Como tampoco puede hacerlo la deducción. Todas las ideas de la ciencia advienen a ésta por el camino de la abducción. La abducción consiste en estudiar los hechos e inventar una teoría que los explique. Su única justificación estriba en que, si por ventura queremos entender las cosas, ha de ser por esa vía.

146. Por lo que atañe a las relaciones de estos tres modos de inferencia con las categorías, y respecto a otros ciertos detalles, confieso que mis opiniones han fluctuado. Estos puntos son de tal naturaleza que sólo los estudiosos más familiarizados con lo que yo he escrito notarían las discrepancias. Esos eruditos tal vez llegaran a la conclusión de que me he permitido expresarme sin la debida consideración; pero, en puridad, en ningún escrito filosófico -excluyendo algunas colaboraciones anónimas para los periódicos- he hecho nunca una declaración que no se basara, por lo menos, en media docena de intentos, por escrito, de someter la cuestión entera a un examen mucho más minucioso y crítico de lo que cabría pretender en forma impresa, habiendo sido hechos los citados intentos con absoluta independencia uno de otro, a intervalos de varios meses, pero posteriormente comparados entre sí con la crítica más cuidadosa, y basándose a su vez, cuando menos, en dos resúmenes del estado de la cuestión que abarcaran toda la bibliografía pertinente, hasta donde era conocida por mí, y llevando la crítica en la forma lógica más estricta hasta sus mismos comienzos, sin dejar la menor abertura que me fuese dable discernir con el máximo esfuerzo, y efectuando esos dos resúmenes con un intervalo de un año o más y de la manera más independiente posible, aun cuando más tarde fuesen meticulosamente cotejados, corregidos y refundidos en uno solo. Mis fluctuaciones, por ende, jamás han tenido por causa el apresuramiento. Acaso se deban a estupidez. Pero al menos puedo envanecerme de que atestiguan una cualidad en mi favor. La de que, lejos de aferrarme a mis opiniones por el hecho de ser mías, siempre he mostrado una decidida desconfianza hacia cualquier opinión por la que he abogado. Esto quizás aporte un leve peso adicional a aquellas opiniones de las que nunca he vacilado, aunque no necesito decir que la idea de prestar el peso de la autoridad a las opiniones en la filosofía o en la ciencia es totalmente ilógica y acientífica. Entre las opiniones que he mantenido constantemente está la de que, si bien el razonamiento abductivo y el inductivo son por completo irreductibles, tanto el uno al otro o a la deducción, como la deducción a cualquiera de ellos, sin embargo la única justificación de estos métodos es lo esencialmente deductivo o necesario. Por tanto, si podemos dilucidar en dónde reside la validez del razonamiento deductivo, habremos definido el fundamento de la bondad lógica de cualquier jaez.

147. Ahora bien, todo razonamiento necesario, sea bueno o malo, posee la naturaleza del razonamiento matemático. Los filósofos son amigos de jactarse del carácter conceptual puro de su razonamiento. Cuanto más conceptual es, tanto más se acerca a la verborrea. No estoy hablando sobre conjeturas. Mis análisis del razonamiento sobrepasan en profundidad a todo lo publicado hasta ahora, ya sea en palabras o en símbolos -a todo lo que jamás han hecho De Morgan, Dedekind, Schröder, Peano, Russell y otros- hasta el punto de hacernos pensar en la diferencia entre un bosquejo a lápiz de un paisaje y una fotografía del mismo. Decir que yo analizo el paso de las premisas a la conclusión de un silogismo en Barbara en siete u ocho etapas inferenciales distintas da sólo una idea muy inadecuada de la perfección de mi análisis. Si alguna persona responsable se compromete a examinar en detalle el asunto y a desentrañarlo punto por punto, le entregaré el manuscrito.

148. Sobre la base de tal análisis, declaro que todo razonamiento necesario, aunque sea la mera palabrería de los teólogos, si hay en ella una leve apariencia de necesidad, es un razonamiento matemático. Ahora bien, el razonamiento matemático es diagramático. Esto es tan verdad del álgebra como de la geometría. Mas para discernir los rasgos del razonamiento diagramático, es menester empezar con ejemplos que no sean demasiado sencillos. En los casos simples, los rasgos esenciales están tan desvaídos que sólo cabe descubrirlos cuando uno sabe lo que busca. Pero al comenzar por ejemplos apropiados y pasar luego a otros, se advierte que el diagrama mismo, en su individualidad, no es aquello de lo que se ocupa el razonamiento. Tomaré un ejemplo cuyo mérito radica en que su consideración sólo requiere un momento. Sea una recta que toca en un punto cualquiera a otra recta formando dos ángulos. Que la suma de esos ángulos es igual a la suma de dos ángulos rectos lo probó Legendre levantando una perpendicular a la segunda recta en el plano de las dos y a través del punto de contacto. Esta perpendicular debe estar en un ángulo o en el otro. Se supone que el alumno ve esto. Lo ve únicamente en un caso especial, pero se supone que lo percibirá en cualquier caso.

El lógico, más cuidadoso, puede demostrar que la perpendicular debe caer en un ángulo o en el otro; pero esta demostración solamente consistirá en sustituir la figura de Legendre por un diagrama diferente. Sin embargo, en cualquier caso, ya sea en el nuevo diagrama o en el anterior, y, con más frecuencia, al pasar de un diagrama al otro, se supondrá que el intérprete de la argumentación ve algo, lo cual presentará esta pequeña dificultad respecto a la teoría de la visión, la de que es de naturaleza general.

149. Los discípulos del Sr. Mill dirán que esto prueba que el razonamiento geométrico es inductivo. No deseo hablar despreciativamente del tratamiento que hace Mill del Pons Asinorum porque penetra más en la lógica del tema de lo que nadie había penetrado antes. Sólo que no llega enteramente al fondo del asunto. En cuanto a que sean inductivas tales percepciones generales, yo podría tratar la cuestión desde una perspectiva técnica y mostrar que faltan los caracteres esenciales de la inducción. Pero, aparte de que sería interminablemente largo, este modo de abordar el problema no alcanzaría el punto clave. Es preferible señalar que no se discute la "uniformidad de la naturaleza", y que no hay manera alguna de aplicar ese principio para apoyar el razonamiento matemático que no me permita dar un ejemplo exactamente análogo en todos los detalles esenciales, salvo que será una falacia que ningún buen matemático podría pasar por alto. Si se admite el principio de que la lógica se detiene allí donde se detiene el autocontrol, nos veremos obligados a admitir que un hecho perceptual, un origen lógico, puede comportar generalidad. Esto es fácil de observar en lo que atañe a la generalidad ordinaria. Pero si ya estamos convencidos de que la continuidad es generalidad, mostrar que un hecho perceptual puede entrañar continuidad será bastante más fácil que mostrar que puede entrañar generalidad no-relativa.

150. Si se objeta que no puede haber conciencia inmediata de la generalidad, lo concedo. Si se añade que no es posible tener experiencia directa de lo general, convengo también en ello. La generalidad, la Terceridad, afluye sobre nosotros en nuestros mismos juicios perceptuales, y todo razonamiento, en la medida en que depende del razonamiento necesario, es decir, del razonamiento matemático, remite a cada paso a la percepción de la generalidad y la continuidad.



NOTAS

1. Vid. Oeuvres de Descartes, t. III, lettre 183, A. et P. Tannery, París (1897-1910). [Nota de CP]

2. "En la medida en que se reconoce que la [ciencia] ética no constituye un asunto de importancia vital o que afecta de alguna manera a la conciencia del estudiante, para una mente normal y sana -escribe irónicamente Peirce- se trata de un estudio civilizador y respetable (valuable)". CP 1.669. No obstante, en Elements of Logic dirá: "lo que he hallado que es verdadero de la ética, estoy empezando a ver que del mismo modo es verdadero respecto a la estética. Esa ciencia ha sido tarada por la definición de la misma como una teoría de la belleza. Pero la concepción de belleza no es sino el producto de esa ciencia, de modo que constituye un intento muy inadecuado captar lo que la estética busca aclarar. La ética pregunta hacia qué debe dirigirse todo esfuerzo, cuestión que depende, obviamente, de la cuestión de qué sería lo que, con independencia del esfuerzo, nos gustaría experimentar. Mas, en orden a establecer la cuestión de la estética en su puridad, eliminaríamos de ella, no meramente toda consideración de esfuerzo, sino toda consideración del placer que recibimos, todo lo que, en resumen, pertenece a la oposición del ego y el non-ego. Carecemos en nuestro idioma de una palabra de la generalidad adecuada". La cuestión se traduce, pues, en la de un término que designe la cualidad estética con su presencia inmediata. "En torno a esta cuestión la ética tiene que ser dependiente, exactamente igual que la lógica tiene que depender de la ética. Por eso, pues, la estética, pese a que lo he negado de manera terrible, parece constituir posiblemente la primera propedéutica indispensable para la lógica; de modo que la lógica de la estética es una parte distinta de la ciencia de la lógica que no debe ser omitida. Constituye éste un punto en relación con el cual no es deseable apresurarse a tener una opinión firme". CP 2.199. [Nota del T.]






Fin de "Los tres géneros de bondad" (Lecciones de Harvard sobre el pragmatismo, Lección V), C. S. Peirce (1903). Traducción castellana de Dalmacio Negro Pavón (1978), publicada en: Negro Pavón, Dalmacio (trad., intr. y notas), Peirce. Lecciones sobre el pragmatismo, Aguilar, Buenos Aires 1978, pp. 163-188. Original en CP 5.120-150.

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Fecha del documento: 1de junio 2004
Ultima actualización: 21 de febrero 2011

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