EPISTEMOLOGÍA PARA LA LÓGICA


Christine Ladd-Franklin (1908)

Traducción castellana de Paloma Pérez-Ilzarbe (2022)



Este trabajo, con el título "Epistemology for the Logician", fue presentado en el III Congreso Internacional de Filosofía celebrado en Heidelberg en 1908 y publicado poco después en las actas del congreso. El contexto de sus preocupaciones es el debate entre idealismo y realismo, muy encendido en los Estados Unidos en los primeros años del siglo XX (y que se encenderá aún más a partir de la constitución de la "Plataforma de los Seis Realistas" en 1910). Estas discusiones estaban provocando la sensación de que, en los debates filosóficos, los desacuerdos estériles y paralizantes (tan profundos que impedían la confrontación de ideas) no podrían superarse mientras la filosofía no adoptara el estilo cooperativo de las ciencias y no se basara en algún mínimo acuerdo en los supuestos básicos. La epistemología que propone Ladd en este texto quiere ser un primer paso en esa dirección.



Christine Ladd-Franklin
Johns Hopkins University, Baltimore
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I.
Filosofía entre las ciencias

 

Un viejo reproche hacia la filosofía es que no consigue progresar, que siempre está rehaciéndose de nuevo, que nada permanece como una doctrina establecida, aceptada, para que las generaciones futuras construyan sobre ella, sino que siempre se están haciendo intentos nuevos de construirla de modo distinto desde el principio. La marca distintiva de la ciencia, en cambio, es que sus logros se acumulan de una generación a otra (lo que se ha establecido permanece), su procedimiento consiste en añadir una piedra firme sobre otra (sus resultados reclaman asentimiento y como consecuencia infunden respeto). Este aprieto en el que están los filósofos (un reproche para el que tienen diversos, pero insuficientes, modos de dar excusas) se ha acentuado, casualmente, de modo especial en agosto de este mismo año. Hermann Cohn ha llamado la atención hacia el hecho de que el Congreso Internacional de Ciencias Históricas, que se ha reunido ahora en Berlín, no encontró lugar para la filosofía en su programa, aunque sí cuentan con literatura, arte y ciencias naturales, además de la simple historia de los eventos humanos. Esto es, ciertamente, ir demasiado lejos: si la filosofía no puede (porque efectivamente no tiene derecho a ello) aparecer como ciencia, se podría al menos esperar que tuviera cierto derecho a aparecer como literatura o como arte. Pero que los artífices del Congreso de Berlín la consideren como no-existente entre las ramas del conocimiento es un hecho tan alarmante, pone tan claramente en foco lo que todo el mundo sabe que es la actitud hacia la filosofía de quien tiene una inclinación científica, que muy bien podría dar una base para la reflexión, y quizá para poner en marcha un esfuerzo conjunto hacia un estado de cosas mejor y menos vergonzante.


La marca que distingue a la filosofía, hasta el momento, ha sido que "todo vale". En otras ramas del conocimiento, hipótesis y credos absurdos han sido depurados mediante críticas implacables. Pero en el dominio de la metafísica, parece que hay una ley no escrita según la cual, si algo es un sistema alguna vez, entonces siempre será un sistema (que, sin importar lo débil que sea una doctrina, ninguna cantidad de crítica puede vencerla para siempre, que siempre debe seguir existiendo y ser combatida por nuevos filósofos sin cesar). En la ciencia, las doctrinas equivocadas, una vez que han sido refutadas, quedan refutadas para siempre; no hay "sistemas", excepto temporalmente y en las afueras (listos para pasar la prueba de la discusión aguda y vigorosa). La ciencia consiste en conocimiento (no, es cierto, un tipo de conocimiento que está destinado a no ser nunca derrocado, pero al menos un tipo que representa, en un momento dado, el mejor resultado del esfuerzo combinado de todos los científicos), siempre hipotético, de acuerdo con la opinión actual de los lógicos, pero sin embargo con un alto grado de probabilidad, y que solo debe ser desplazado por una experiencia más amplia y más profunda.

 


La ciencia misma, es cierto, no siempre ha ocupado este honroso lugar, en el que el progreso es continuo y las teorías no han nacido sino para ser destruidas. Desde sus remotos comienzos en tiempos de Hammurabi hasta los tiempos relativamente tan recientes de Bacon y Galileo, la ciencia tuvo poco más de lo que presumir, en cuanto a conquista segura, que la filosofía misma. Es el descubrimiento de unos principios metódicos estrictos (es, en otras palabras, la ayuda del lógico en cuanto tal, aunque podría casualmente ser también científico) lo que colocó a la ciencia de pronto en una posición tal que su progreso ha sido, durante los dos últimos siglos, a pasos de gigante. ¿No tiene la filosofía nada que aprender de esto? Bien podría ser que fuera la falta total de método científico la responsable de la condición en la que la filosofía se encuentra actualmente. Bien podría ser que un cuidadoso estudio de las doctrinas acerca de la verdad que predominan (más o menos conscientemente) entre los hombres con inclinación científica pudiera hacer más de lo que ahora creen posible para poner a los filósofos en un camino más seguro.

Sin ir más lejos en la cuestión del método, podría insistirse (como ya he indicado) en que hay un criterio que la ciencia considera indispensable y del que la filosofía, con gran pérdida, hasta el momento ha estado satisfecha de prescindir: a saber, la habilidad de asegurar el asentimiento compartido entre aquellas personas (pueden ser pocas) que están en condiciones de formar juicios bien fundados en un dominio dado, para obtener (usando la feliz frase que merece convertirse en clásica) "el consenso de las personas competentes". Es en esto en lo que la filosofía es notablemente deficiente, y por cierto en mucho mayor grado (debido a la continua ambigüedad en la expresión) de lo que siempre aparece en la superficie. Puede ser que en filosofía no se pueda alcanzar un suelo común, por pequeño que sea, pero el darse cuenta de este hecho ya sería una ganancia de conocimiento. Pero si hay una base común entre sistemas filosóficos, con pretensiones de verdad, convendría que se estableciera lo antes posible.

O, ¿quizá estaremos obligados a admitir, después de todo, que la filosofía no es una rama del conocimiento, que toda la filosofía es, como la presunta filosofía de Nietzsche, una mera parte de la literatura, o del arte, que no pretende ninguna aceptación sino solamente disfrute (que la metafísica, en una palabra, es poesía)? Lotze, de hecho, confiesa claramente no solo que fueron sus necesidades artísticas y éticas las que le condujeron a la filosofía, sino también que ellas forman la base de su sistema; y hay filósofos hoy en día que se dedican a la filosofía no por amor a la verdad, sino con una clara decisión tomada [parti pris]: lo hacen porque se sienten movidos por la necesidad de construir un sistema especulativo del que puedan deducir la posibilidad, por ejemplo, de una religión puramente revelada. Pero, puesto que nos fiamos menos de nuestros enemigos cuanto más importante es el regalo que nos traen, por eso una solución feliz para una filosofía (incluso una solución tan amplia como esta) le da, si es que le da algo, una probabilidad antecedente en contra (o, al menos, es algo que nos hace estar más en guardia, intelectualmente); todas estas consideraciones dejan a la filosofía fuera del ámbito de la verdad pura y dura.

Esta es una crisis que demanda acción; pero, a la vez, el momento actual la permite. Ya que otros congresos designan sus comisiones para el estudio prolongado de cuestiones de dificultad especial, me atrevo a sugerir que este congreso debería nombrar una comisión cuya tarea fuera simplemente proponer algunos nuevos principios fundamentales tan bien fundados que se pudieran ofrecer a quien viene de fuera como al menos un programa (una plataforma) que pudiera tener alguna oportunidad de atraer el consenso de quienes sean competentes en filosofía, y pasar las pruebas serias de validez que son rutinarias en la lógica y en las ciencias. Las "personas competentes" las tenemos aquí delante: si alguna vez puede hacerse un esfuerzo hacia la edificación de una doctrina filosófica científica, no podría encontrarse un mejor momento para comenzar que el presente.



Los miembros de esta comisión deberían elegirse no tanto por su fecundidad como filósofos (puesto que su tarea sería, al menos en parte, de selección) como por sus capacidades de perspicacia lógica, por su agudo olfato en la detección de falacias. Habría que excluir a toda persona que, por ejemplo, no tuviera enraizada, en la sangre, la incapacidad de cometer una falsa conversión (un error que es más común de lo que podría suponerse), a quienes crean que el silogismo se puede demostrar mediante las leyes del pensamiento, o que todo razonamiento es silogístico; a todos los que no saben que la consistencia, aunque es indispensable, no es un criterio suficiente para la verdad. En cambio, debería estar ampliamente provisto con miembros de ese grupo agudo de lógicos matemáticos que recientemente han estado haciendo el trabajo tan heroico de excavar los cimientos de la lógica y las matemáticas. Con una comisión construida con este cuidado, creo que todavía sería posible tener una "filosofía entre las ciencias".



II.
La doctrina de la Histurgia

A falta de algo mejor [faute de mieux], me atrevo a ofrecer un esbozo mínimo de aquello en lo que pienso que debería consistir esa doctrina común. Y, para darle unidad y, en particular, para separarla del pragmatismo (su rival más cercano) le doy un nombre (cuya razón se verá en seguida): el nombre "Histurgia".

Ese esqueleto de filosofía que tengo en la cabeza (todo lo que el lógico y el científico tendrían que digerir) debería consistir, me parece, en las siguientes doctrinas:

 

1. Una teoría de la realidad: la teoría (ya extendida entre todos los filósofos posteriores a Kant) de que la existencia de un mundo externo es solamente hipotética; una hipótesis de inmensa conveniencia y de gran probabilidad, ciertamente, pero que debe estar con las creencias cuyo grado de realidad es mucho menor que el que le corresponde a la experiencia inmediata.

2. Una psicología reformada. Puesto que la filosofía está necesariamente basada en la naturaleza de los constituyentes de la conciencia que no pueden analizarse más, es de la mayor importancia que esos constituyentes se vislumbren correctamente. A este fin contribuirán mucho los métodos de la lógica genética, entre otros.

Necesitamos una teoría de la verdad; y, puesto que la verdad se expresa en forma de juicios, necesitamos (como preámbulo necesario):

3. Una teoría del juicio. Esta última (un tema sobre el que creo que la opinión contemporánea va muy desencaminada) tomará esta forma:

Entre los constituyentes de la conciencia que se integran en la relación un-tiempo-un-lugar, algunos se dan juntos de manera tan universal que su coincidencia no llama la atención (o que se da por sentada): tal agregado recibe el nombre de concepto. Otros son de alguna manera sorprendentes, inesperados, necesitados de énfasis: este tipo de relación entre conceptos aseverada, enfatizada, es un juicio.

 

 

4. ¿Cuándo son verdaderas las proposiciones y cuándo no? Quienes han discutido esta cuestión no han advertido la inmensa diferencia, en relación con esto, entre la declaración de verdad particular y la universal. La particular es una experiencia inmediata, que no se puede analizar más, de la que no cabe explicación: uno de los datos de conciencia originales. Cuando digo "algún a es b" digo, por ejemplo (si a y b están por ácido y azul) que la experiencia de ácido es, al menos una vez, concurrente con la experiencia de azul. Esta experiencia de concurrencia es tan inmediata, tan inanalizable (y también tan independiente de la existencia de un mundo externo y en consecuencia no-representativa de lo externo o lo objetivo) como la experiencia de ácido o la experiencia de azul. La relación un-tiempo-un-lugar es, esto es verdad, una relación espaciotemporal (o solamente temporal, si los términos son "subjetivos"), pero esto no le da derecho a ser tratada de modo místico, metafísico. Las verdades particulares no necesitan ser, ni pueden ser, probadas o establecidas: son simplemente experimentadas.

Con la proposición universal entramos en un terreno distinto. La proposición universal es una cosa con doble alcance: por un lado, es un simple resumen de la experiencia pasada, una simple enumeración de particulares; y muchas de nuestras verdades más fundamentales no tienen otro significado que este; "lo que tiene forma tiene color, lo que tiene color tiene forma": esto está basado en una simple enumeración de casos, con la mala fama que este método de llegar a la verdad tiene entre los lógicos más viejos. Pero las verdades de este tipo nunca merecerían que nos hubiéramos tomado la molestia de preservarlas: no tienen interés ni valor. Lo que da significación y valor a las verdades es que permiten la predicción interesante. También aquí ocurren concurrencias, y son tales que, dado el primer término de la relación, el segundo queda asegurado. Para poner a prueba la validez de tal proposición, tomamos al azar cualquier número de casos de la ocurrencia de a y nos fijamos en si b también ocurre; pero es esencial que los casos se elijan al azar. (Esta es la teoría peirceana de la inducción probable, una contribución mucho más valiosa, creo, a la teoría del conocimiento que su doctrina del pragmatismo). Cualquier principio de selección invalida el proceso, porque la base sobre la que se hace la selección podría ella misma ser una parte esencial del antecedente, e invalidar así la generalidad de la proposición. De modo que los casos ya experimentados no tienen la misma fuerza que aquellos que están todavía por ser producidos o descubiertos, porque podrían tener algún elemento común inadvertido que interfiere en su supuesta generalidad. De ahí el valor del experimento en la puesta a prueba de la verdad.

Las verdades aisladas se ponen a prueba mediante casos de su ocurrencia. Pero la mayoría de las verdades no están aisladas. El conocimiento es una red; las verdades se apoyan mutuamente. Los dos términos de una relación aseverada pueden entrar separadamente en muchas otras relaciones y algunos de tales pares-de-relación podrían llegar a constituir las premisas de algún silogismo válido. Es decir, pueden permitirnos eliminar el término común y enunciar directamente la relación que ya ha sido afirmada (que es en lo que consiste el silogismo). La conclusión así obtenida puede ella misma someterse al test de los casos, y de este modo se pueden obtener pruebas confirmatorias probables a favor de las dos premisas (o pruebas condenatorias absolutas de una de ellas si ocurre lo contradictorio). El pragmatismo se equivoca al decir que las consecuencias son el test de la verdad, y esto por dos razones. En primer lugar, ¿qué nos convencerá de que la consecuencia misma es "verdadera"? Para ello solamente podremos aplicar el test de los casos, a menos que el proceso de poner a prueba las consecuencias vaya a seguir ad infinitum, y en la gran mayoría de los casos es tan fácil conseguir casos de la proposición misma como conseguir casos de sus consecuencias. El pragmatismo, al proponer su test de verdad, tiene a la vista solamente una clase muy limitada de verdades (tales, por ejemplo, como que Dios existe), y no ese gran cuerpo de verdad que constituye el conocimiento. Tomemos la más cierta de todas las verdades, "hay gravitación terrestre": no es por sus consecuencias por lo que la juzgamos (por muy verdaderas que puedas ser todas ellas), sino por sus inmediatos e innumerables casos.

En segundo lugar, la verdad de sus consecuencias, al tiempo que es (como acabo de decir) no-necesaria (o prescindible) para un gran número de proposiciones, es insuficiente para todas. Hay en efecto ciertas verdades (o lo que pensamos que es tal) en relación con las cuales los casos son inaccesibles para nosotros: para esas solamente podemos contar con el apoyo de las consecuencias. Pero tenemos un nombre especial para verdades de este tipo: las llamamos hipótesis, y si se hacen más probables, teorías; erigir esta clase limitada de nuestras creencias para convertirla en el tipo de verdad en general es desviarse demasiado de los métodos de la ciencia, es decir, de aquellos métodos que están destinados a suscitar el asentimiento.

Concluyo entonces que el pragmatismo no solamente es inmoral sino también falto de verdad. Lo que usaría para sustituirlo es la idea de que el conocimiento es una red, que las verdades se apoyan mutuamente, y que es la confirmación (por casos particulares) de las incontables interconexiones (conclusiones de silogismos) que existen entre nuestras "piezas de conocimiento" la que nos da la inmensa confianza que sentimos en su validez como un todo —una confianza mucho más grande de la que la inducción a partir de casos aislados (nuestro único otro método) podría jamás darnos—. La imagen es la de una higuera de Bengala: mediante un enorme entrelazamiento de ramas y al lanzar frecuentemente apoyos que se hincan en el suelo firme de los hechos, toda la vasta estructura se mantiene estable. Llamo a esto la doctrina de la Histurgia, con lo que quiero significar una obra hecha tejiendo —una tela entretejida—.

(Esta doctrina se desarrollará más en otro lugar).


Higuera de Bengala
[Fuente: The Plant Attraction]




Fin de "Epistemología para la lógica" (1908). Fuente textual en Sonderabdruck aus den Verhandlungen des III. Internationalen kongresses für philosophie, Heidelberg, 1908, 664-670; también en T. Elsenhans (ed.), Bericht über den III. Internationalen Kongress für Philosophie zu Heidelberg 1.bis 5. September 1908664-670; Kraus reprint, Neldeln/Liechtenstein 1974.


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Fecha del documento: 14 de marzo 2022
Ultima actualización: 16 de marzo 2022

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