EL SENTIMIENTO DE RACIONALIDAD


William James (1897)

Traducción castellana de Santos Rubiano (1922)


Este ensayo, "El sentimiento de racionalidad" forma parte de la obra de William James La voluntad de creer que fue publicada por William James en 1897 con el título original de The Will to Believe and other Essays in Popular Philosophy (Nueva York, Longmans, Green, 1897). Esta obra está constituida por artículos y conferencias que fueron escritos a intervalos desde 1879 hasta 1896. "The Sentiment of Rationality" vio la luz por primera vez en la revista Mind (4, 1879, pp. 317-346).

Este capítulo de "El sentimiento de racionalidad" fue traducido en 1922 por Santos Rubiano (La voluntad de creer y otros ensayos de filosofía popular. Traducción de Santos Rubiano. Madrid, Daniel Jorro, 1922, pp. 67-111). Este ensayo también está recogido en sus obras completas: William James. "The Sentiment of Rationality" (1897),The Will to Believe en F. Burkhardt, F. Bowers e I. Skrupskelis (eds.),The Works of William James, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1979, VI, pp. 57-89.


¿Cuál es el objeto de las investigaciones filosóficas y qué fin persiguen los filósofos? Llegar a una concepción del mundo que, en su conjunto, sea más racional que la visión caótica que cada cual se ha forjado en su caletre. Supongamos adquirida esta concepción racional, ¿por qué indicios logrará el filósofo reconocerla? No se me ocurre más que la siguiente respuesta: la racionalidad se reconoce, como cualquier otra cosa, por ciertos signos subjetivos que afectan al sujeto pensante; y percibir tales signos es reconocer que se está en posesión de la racionalidad.

¿Cuáles son tales signos? Un intenso sentimiento de facilidad, de paz, de tranquilidad, entre otros. El paso de la incertidumbre y la perplejidad a la comprensión racional procura una agradable impresión de consuelo y satisfacción.

Pero ésta ofrece una carácter más negativo que positivo. ¿Ha de deducirse de esto que el sentimiento de racionalidad se reduce sencillamente a la ausencia de todo sentimiento de irracionalidad? A mi ver, hay gran fundamento para defender este modo de considerar la cuestión. De admitirse ciertas teorías psicológicas recientes, la condición física de un sentimiento hallaríase no en la simple descarga de corrientes nerviosas, sino en la provocada por una inhibición, un obstáculo, una resistencia. Al modo que experimentamos un goce particular cuando respiramos libremente, en tanto que la obstrucción de nuestros movimientos respiratorios nos comunica una sensación intensa de malestar, así, toda tendencia a la acción a la que nada se opone, no va acompañada sino débilmente de pensamientos, y todo pensamiento que sigue fácilmente su curso no despierta sino un muy débil sentimiento. Mas desde que el movimiento se inhibe, o en cuanto el pensamiento halla dificultades, comenzamos a experimentar molestias. A partir de este instante, cuando tal turbación nos invade, es sólo cuando podemos ser considerados como seres que luchan, que desean, que aspiran a algo. Mientras gozamos de la plena libertad de movimientos o de pensamientos, hallámonos, en cierto modo, como en un estado de anestesia, que nos haría decir, con Walt Whitman (suponiendo que entonces nos hallemos en el caso de emitir opinión alguna): "Yo me basto tal como soy". Esta sensación de suficiencia del momento presente, que aparece de modo absoluto, sin necesidad alguna de explicarse, de relacionarlo o justificarlo, es el sentimiento que yo denomino de racionalidad. En resumen: siempre que el curso de nuestro pensamiento se desenvuelva con perfecta fluidez, el objeto de nuestro pensamiento parécenos racional, al menos en tal medida.

Todas las concepciones del mundo que favorezcan esta fluidez provocan el sentimiento de racionalidad, el cual puede allegarse de muchas maneras. Señalaré primero la vía teórica.

Los fenómenos del universo aparecen siempre ante nosotros en su diversidad sensible, pero experimentamos una necesidad teórica de concebirlos de tal manera que su multiplicidad hállase reducida a la unidad. El placer que sentimos en descubrir sobre un caos de fenómenos el hecho único del cual constituirían éstos la expresión, parécese a la alegría experimentada por el músico que resuelve una confusa masa de sonidos en un orden melódico y armonioso. El resultado, de tal modo simplificado, es más fácil de manejar, exige menor esfuerzo mental que los hechos originales; una concepción filosófica de la naturaleza conviértese así, en su propio sentido, en un procedimiento de simplificación de trabajo; tal economía del esfuerzo mental constituye la pasión filosófica por excelencia. Cada carácter, cada aspecto del mundo exterior que permita agrupar bajo un mismo principio de unidad la diversidad fenomenal, tiene por objeto satisfacer esta pasión y constituye en la mente del filósofo la esencia de las cosas, quedando sin importancia cualesquiera otras reacciones que consigo lleven.

La tendencia a la generalización, a la extensión, será, pues, el primer carácter que han de poseer las concepciones del filósofo, las cuales no le ocasionarán un sentimiento de bienestar si no se aplican a gran número de casos. El conocimiento de las cosas por sus causas es de escasa importancia para él, a menos que las causas no converjan en un número mínimo, aunque sigan produciendo un máximo de efectos. Cuanto más numerosos son entonces los ejemplos, pasa más fácilmente su espíritu de un objeto a otro. Las transiciones entre fenómenos no son así transiciones reales; cada objeto que se repite es el propio antiguo, aunque con ligero cambio de traje.

¿Quién no advierte el encanto de pensar en que la luna y la manzana son idénticas por su relación con la tierra; que la respiración y la combustión constituyen una misma cosa; que la propia ley en virtud de la cual se eleva un globo en el espacio es la que explica la caída de la piedra; que el calor de la mano frotada con un trozo de lana es una forma del movimiento, frote que disminuye precisamente con la velocidad; que la diferencia entre el mamífero y el pez no es sino de grado, al modo de la que separa a un hombre de su hijo; que la fuerza empleada por nosotros en horadar las montañas o en abatir los árboles es la misma que la de los rayos solares que hacen germinar el trigo del que obtenemos el pan nuestro de cada día?

Paralela a esta pasión por simplificar existe otra pasión hermana, la pasión por el análisis, que para ciertas mentalidades alzase como rival de la primera. Tal es la pasión por distinguir que incita al filósofo a familiarizarse con las partes más que a abarcar el todo. Caracteriza a esta pasión el afán por la claridad e integridad de la percepción, y la aversión por los contornos imprecisos y las vagas identificaciones; plácese en describir los hechos particulares en todos sus detalles y en la acumulación del número. Prefiere un conjunto incoherente, descosido, fragmentario (dejando a salvo los detalles exactos del hecho examinado) que en cuanto las simplifica, destruye su plenitud concreta. La claridad y la simplicidad oponen así sus reivindicaciones ofreciendo al pensador un verdadero dilema.

La actitud filosófica de un ser humano viene determinada por el equilibrio entre estas dos aspiraciones; ningún sistema de filosofía puede aspirar a universal aquiescencia, si viola una u otra de estas necesidades. Lo que resta de Espinosa con su estéril unión de todas las cosas en una sustancia única y de Hume con su igualmente infecunda "looseness and separateness" de todo sobre lo demás (teorías que no han conquistado hasta hoy adepto algún estricto y sistemático y que no han sido para la posteridad sino freno o estímulo), es bastante a hacernos ver que la única filosofía posible ha de ser un compromiso entre la homogeneidad abstracta y la heterogeneidad concreta. Mas el modo mejor de ocupar una posición entre la diversidad y la unidad consiste en considerar los objetos semejantes como derivados de una común esencia descubrible en cada uno de ellos; clasificación en géneros "extensibles" que nos indica el primer paso hacia su unificación filosófica, siendo su última etapa la de clasificar sus relaciones y su manera de ser en leyes "extensibles". Una teoría filosófica completa jamás podrá ser otra cosa que una acabada clasificación de los elementos del universo, y el resultado habrá de ser siempre abstracto porque el fundamento de toda clasificación estriba en sacar a luz la esencia abstracta inmanente en el hecho vivo, dejando en la sombra el resto, al menos, provisionalmente. Esto significa, claro es, que no es completa ninguna de nuestras clasificaciones; todas subordinan los objetos a tipos más amplios o familiares; pero los tipos que en último análisis ligan en conjunto los objetos o sus relaciones no son sino abstracciones, datos que descubrimos en las cosas y que anotamos. Si, por ejemplo, pretendiéramos haber explicado racionalmente la relación del fenómeno A con el fenómeno B clasificando ambos por su común atributo X, es evidente que, en realidad, no habremos hecho sino explicar de estos fenómenos las relaciones que afectan a X. Explicar por la falta de oxígeno la relación que existe entre el aire viciado y el fenómenos de la asfixia es dar de lado las demás particularidades del aire viciado y de la asfixia, tales como las convulsiones y la agonía de una parte, la densidad y la explosibilidad de otra. En una palabra; en tanto que A y B contienen respectivamente a l, m, n y o, p, q, independientemente de X no pueden ser explicados por X. Cada particularidad adicional conserva sus reivindicaciones propias. Una aislada explicación de un hecho no lo explica sino desde un punto de vista aislado. No cabe darse cuenta del hecho global en tanto que no hayan sido sometidos a clasificación cada uno de sus caracteres.

Si aplicamos estos principios al universo, nos percataremos de que una explicación del mundo por movimientos de moléculas carece de valor si no es en la medida en que el mundo es actualmente reducible a tales movimientos. Invocar lo "Desconocido", el "Pensamiento", "Dios", no es sino explicar el respectivo punto de vista. ¿De qué pensamiento, de qué Dios se trata? Para contestar a tal pregunta es preciso aún analizar los datos últimos de la que ha sido obtenido el término general. Aquellos datos que no puedan ser identificados con el atributo invocado como principio universal, permanecerán como especies independientes: asociáranse empíricamente con este atributo pero sin ningún otro lazo de racional parentesco.

De esto procede el que no nos satisfagan ninguna de nuestras especulaciones. De una parte, en tanto que admiten una cierta multiplicidad no logran hacernos salir de un universo empírico edificado sobre arena; de otra, en cuanto eluden esta multiplicidad, su vacua infecundidad provoca el desprecio del hombre práctico. Lo más que pueden afirmar es que los elementos constitutivos del universo poseen tal o cual atributo y que cada uno de ellos es idéntico a sí mismo dondequiera se le encuentre; mas la cuestión es ésta: ¿dónde hallarlos? El hombre práctico queda así reducido a interpretar su simple buen sentido. ¿Cuál de todas estas esencias constitutivas habrá de ser la considerada como tal, con respecto a cosas concretas, en determinados momento y lugar? La filosofía no se atrevería a indicarlo.

Hemos llegado así a la conclusión de que la simple clasificación de las cosas constituye, de una parte, la mejor filosofía teórica posible, y de otra, que no es sino mísera imagen, inadecuado sucedáneo de la verdad completa. Monstruosa reducción de la vida, que como todas las reducciones, obtiénese por pérdida absoluta y desdén de una materia real. He aquí por qué es tan escaso el número de las personas que sienten afición a la filosofía. Las determinaciones particulares que desconoce constituyen precisamente la materia real que suscita nuestras aspiraciones, materia tan potente e imperiosa como la reconocida por la filosofía. ¿Qué se le dará al hombre, movido por el entusiasmo moral, de la Ética de los filósofos, ni qué de la Estética de cualquier filósofo alemán, al artista que, no verá en ella sino abominable desolación?


Grau, theurer Freund, ist alle Theorie
Un grün des Lebens goldner Baum

"Caro amigo, gris es toda teoría, y fecundo, el dorado árbol de la vida". El hombre completo que va sintiendo sucesivamente todos los deseos, no hallará el equivalente de la vida sino en la plenitud de la vida misma. Como las esencias de las cosas están diseminadas en el dominio del tiempo y del espacio, no podrá saborearlas sino sucesivamente y en el grado de su expansión. Cuando le aturdan las minucias y mezquinerías del mundo concreto, irá a reposar en la frescura de las fuentes eternas, a fortificarse en la contemplación de las regiones inmutables; pero no será sino mero visitante, nunca un ciudadano; sus espaldas no gemirán jamás bajo el yugo filosófico, y en cuanto se sienta importunado por la gris monotonía de los problemas y la gran insipidez de los resultados, terminará por volver a la riqueza fecunda y dramática del mundo concreto. Vuelve así nuestro estudio en este punto a su punto de partida.

Clasificar un objeto es, de todos modos, referirlo a un particular propósito. La idea de "género" es un instrumento teleológico. Ningún concepto abstracto puede sustituir aceptablemente a una realidad concreta si no se adscribe a un interés particular en aquel que lo concibe. El interés de la "racionalidad teórica", el placer de la identificación, no constituye sino un ejemplo entre mil de estos humanos propósitos: en cuanto otro surja desaparecerá el primero, hasta que suene de nuevo su hora. La exagerada dignidad y valor que los filósofos reivindican para sus respectivas soluciones, quedan así sensiblemente reducidas. La única cualidad a que puede aspirar su concepción teórica es la simplicidad, y claro es que una concepción simple no es un equivalente del mundo, sino en la medida en que el mundo es simple. Verdad es que si éste sigue siendo en ciertos respectos prodigiosamente complejo, conserva, sin embargo, suficiente simplicidad, tras de la cual inquiérese ardientemente para justificar una de las más intensas impulsiones humanas. La reducción de las cosas al más pequeño número de elementos posible, es un ideal que perseguirán siempre muchos mientras haya hombres que piensen.

Supongamos logrado el objetivo. Supongamos que hubiéramos en definitiva alcanzado un sistema unificado en el sentido que acaba de ser expuesto. Nuestro mundo puede ahora ser concebido simplemente, con lo que habrá logrado cierta satisfacción nuestro entendimiento. Nuestro concepto universal ha hecho racional el caos concreto. Yo entonces os preguntaré: ¿Se puede llamar propiamente racional lo que doquiera constituye el fundamento de la racionalidad? A primera vista parece que sí; en el momento, se me dirá, en que nuestro deseo de racionalidad hállase apaciguado, mediante la identificación de un objeto con otro, un principio de la identificación que se aplicase a todos los fenómenos sin restricción, debería extender su deseo de modo definitivo y ser racional "en sí". En otros términos: así como la tranquilidad teórica del hombre común se deriva de que no se preocupa de consideración alguna relativa a su universo caótico, igualmente un hecho filosófico cualquiera, con tal que sea siempre claro y definitivo, habrá de disipar el enigma del universo del filósofo aportándole la tranquilidad en el momento en que pone un término a la serie de sus hipótesis. Esta es, de hecho, la opinión de algunos. Así dice el Profesor Bain:

"Tendrase resuelto un problema y explicado un misterio cuanto podáis identificarlo con alguna cosa; considerarlo como un ejemplo de algo ya conocido. El misterio es el problema aislado, la expresión o la contradicción aparente; la resolución del misterio hállase en la asimilación, la identidad, la paternidad. Cuando todas las cosas son asimiladas, en cuanto cabe a la asimilación, la explicación se detiene porque hay un límite en lo que el entendimiento puede realizar, en lo que puede desear razonablemente... La vía de la ciencia moderna dirígese hacia las generalidades siempre más amplias, hasta alcanzar las leyes más vastas y más elevadas de cada orden de cosas; allí termina la explicación, finaliza el misterio, adquirida ya la visión perfecta".

Desgraciadamente esta última respuesta no nos basta. Nuestro entendimiento hállase tan acostumbrado en este punto a buscar "otra cosa" tras de cada elemento de la experiencia, que aun en presencia de un dato aparecido como absoluto no se oculta de presentir algún "más allá", algún nuevo dominio ofrecido así a su contemplación. El pensamiento esfuérzase en concebir una suerte de nadería que rodease al dato tenido como último, y ante la vanidad de su tentativa repliégase de nuevo sobre este propio dato. No es que haya puente alguno entre la nada, la no entidad y el pensamiento; así el pensamiento mantiénese oscilante, maravillado. Indudablemente el razonamiento de Bain es inexacto para los espíritus reflexivos; pues en el momento preciso en que se logra reducir la multiplicidad a la unidad, con éxito, cuando la concepción del universo como hecho único aproxímase a la perfección, es cuando el deseo de una explicación más completa alcanza su forma más aguda. Como ha dicho Schopenhauer "la inquietud que mantiene en perpetuo movimiento el reloj de la metafísica expresa la convicción de que es tan posible la no existencia del mundo como su existencia".

La noción de la nada puede ser así tenida como el origen del deseo filosófico en sus sentido más sutil y hondo. La existencia absoluta es el misterio absoluto, porque sus relaciones con la nada escapan al entendimiento. Sólo un filósofo ha pretendido echar un puente lógico sobre este foso. Al tratar Hegel de reunir por identidades de naturaleza sintética la nada y el ser concreto, asocia en una unidad todas las cosas concebibles, de modo que no hay nada que pudiera perturbar el movimiento circular del espíritu en el ámbito de los límites que se le asignan; en el momento en que este movimiento sin detención logra producir el sentimiento de racionalidad, habrá de ser tenido por eterno y por haber satisfecho absolutamente todas las exigencias racionales.

Mas aquellos que estiman fracasado el esfuerzo heroico de Hegel habrán de confesar que cuando todo hállase unificado en grado extremo, la noción de un "otro" posible opónese aún en nuestra imaginación a la unidad actual echando abajo nuestro sistema. El fundamento del ser persiste tan opaco como una de las cosas ante las cuales condúcenos al azar y que no merecen por nuestra parte sino una brevísima contemplación. Así la tranquilidad lógica del filósofo no se diferencia esencialmente de la del rústico; difiere sólo en el punto desde el cual rehúsa cada uno el proseguir su razonamiento y arriesgarse a ver cómo se desmorona el dato que él admite como absoluto. Para el hombre corriente este momento es siempre inminente por lo que hállase de continuo expuesto a la quiebra de innumerables dudas. El filósofo, por el contrario, en espera de alcanzar la unidad, hállase así defendido prácticamente al menos, si no esencialmente, contra el soplo destructor del último "por qué". De no poder lanzar su exorcismo a este por qué habrá de ignorarlo o esquivarlo, tomar como definitivos los hechos primeros de su sistema y construir sobre ellos una existencia de contemplación o de acción. No es dudoso que esta acción fundada sobre una oscura necesidad vaya acompañada de cierto placer. Véase la veneración que tributa Carlyle al hecho bruto: "Hay, dice una significación infinita en el hecho". "La necesidad, dice Dühring, de otra parte — por la cual entiende la necesidad dada y no la racional— es el punto último y más elevado que nos es dado alcanzar... Constituye un interés del conocimiento definitivo otrosí que del sentimiento el hallar un último reposo y un equilibrio ideal en un hecho extremo del cual sólo se exija, que no pueda ser de otro modo que como es".

Tal es la actitud del teísta corriente que adopta el fiax divino como hecho extremo en Física y en Moral. Tal es también la actitud de los analistas intelectuales rigurosos y Verstnadesmenschen. Lotze, Renouvier y Hodgson deciden fácilmente que no cabe darse cuenta de la experiencia considerada como un todo pero que a nadie le es dado entibiar la rudeza de tal confesión ni reconciliarnos con su impotencia.

Los intentos de conciliación caben por parte de los espíritus místicos. Cuando falta la lógica, la satisfacción referible al sentimiento de racionalidad puede buscarse por la vía del éxtasis. Las personas religiosas, cualquiera que sea la doctrina que profesen, tienen momentos en que el mundo aparéceles coordinado de modo divino, momentos tan cordialmente acompasados que durante ellos los problemas intelectuales se disipan. Además, la propia inteligencia queda como adormecida y según la frase de Wordsworth "thought is not; in enjoyment it expires". Llena el alma la emoción ontológica, al punto que es imposible a la especulación ontológica dominar ni rodear la existencia con puntos interrogantes. El hombre menos religioso, ¿no sentiría con Walt Whitman, en una bella tarde de primavera tendido sobre el césped, extenderse la paz a su alrededor y saber que sobrepasa todos los argumentos terrestres? En tales momentos de vida intensa no es posible dejar de pensar en que hay algo de enfermizo y despreciable en el laborioso esfuerzo de la especulación pura. Comparado éste con el vigor y la sanidad del buen sentido, a lo sumo destácase el filósofo como un imbécil docto.

Si, pues, al corazón cábele así el rechazar la irracionalidad última afirmada por el cerebro, ¿no podrían ser erigidos en método sistemático los métodos que él emplea? He aquí una empresa filosófica de la mayor importancia. Desgraciadamente es sólo privilegio de algunos místicos, faltándole universalidad; asequible a reducido número de personas y a determinados momentos deja subsistir en éstas los accesos de reacción y de tristeza. De convenirse en que el método místico no sea sino subterfugio sin fundamento lógico alguno, medio de aliviar pero no de curar, no pudiéndose exorcisar nunca la idea de nadería, la filosofía última sería el empirismo. Convertiríase entonces la existencia en un hecho bruto al que habría de referirse legítimamente la emoción del misterio ontológico sin que fuese nunca satisfecha. El prodigio y el misterio llenan de atributos esenciales la naturaleza de las cosas, teniendo por principal objetivo la actividad filosófica el hacerlas aparecer y acentuarse. Cada generación daría nacimiento a un Job, a un Hamlet, a un Fausto, a un Sartor Resartus.

Paréceme haber examinado aquello que pudiera explicarnos la posibilidad de una racionalidad puramente teórica; y hemos podido advertir desde un principio que "racionalidad" significaría únicamente "función mental no contrariada". Los obstáculos surgidos en el dominio teórico serían evitables acaso, si el curso de la acción mental pudiere abandonar a tiempo la esfera teórica para pasar el dominio práctico. De no poder el pensamiento destacarse de los misterios del universo y de las vías sin salida de la contemplación teórica, veamos cuál sería la concepción del mundo que podría nacer de una impulsión activa suficientemente intensa para operar tal diversión. Una definición del mundo que restituyese al espíritu la libertad de su curso, bloqueado en el camino puramente contemplátivo, podría también dar al mundo una apariencia racional.

De las concepciones igualmente aptas a satisfacer las necesidades lógicas, aquella que consiga despertar más fácilmente las impulsiones activas o que mejor responda a una demanda efectiva, tendrase como más racional y habrá de prevalecer consiguientemente.

Cabe admitir que el análisis de los hechos préstase a numerosas fórmulas diversas, todas, sin embargo, concordantes con los hechos. En la ciencia física fórmulas diferentes pueden explicar un hecho igualmente bien; tal, por ejemplo, en el dominio de la electricidad la teoría del fluido único y la de los dos fluidos. ¿Por qué no ocurriría lo mismo en nuestro caso? ¿Por qué no cabría examinar el universo desde diversos puntos de vista, todos coherentes, de entre los cuales pudiese observar ejercitar libremente su elección, a menos que prefiriese adoptarlos simultáneamente? Un cuarteto de cuerda, de Beethoven, podría tomarse a la verdad, según alguien ha dicho, como el rozamiento de unas cerdas de caballo en unas tripas de gato; pues bien, por completa y exacta que esta descripción parezca, no excluye, en manera alguna, cualquier otra descripción. De igual modo una interpretación mecánica del universo no es incompatible con otra interpretación teleológica, porque aun el propio mecanismo puede implicar la finalidad.

Si imaginamos, pues, que existan muchos sistemas satisfaciendo todos por igual nuestras necesidades lógicas, cabrá el irlos examinando separadamente para ser aprobados o rechazados según las exigencias de nuestra naturaleza práctica y estética. ¿Podemos definir el criterio de racionalidad que estas partes de nuestra naturaleza adoptarían?

Han podido advertir los filósofos, desde hace mucho tiempo, el notable hecho de que la mera familiaridad con las cosas llega a producir en nosotros un sentimiento de su "racionalidad". La escuela empírica tomó tan en cuenta esta observación que tuvo a esta identidad entre el sentimiento de familiaridad y de racionalidad como único género de racionalidad posible. Explicar una cosa sería remontarse fácilmente a sus antecedentes: conocer una cosa sería prever fácilmente a sus antecedentes; conocer una cosa sería prever fácilmente sus consecuencias. El hábito, clave de una y otra vía sería, pues, el origen del sentimiento de racionalidad que un fenómeno pueda suscitar en nosotros.

Tal función del hábito como factor de la racionalidad concuerda perfectamente con la amplia significación que desde el comienzo de este estudio hemos atribuido a esta última palabra. Dijimos que a todo pensamiento fácil y fluido faltaríales el sentimiento de irracionalidad. Por consiguiente, en cuanto al hábito nos familiariza con las diferentes relaciones de un objeto, enséñanos a pasar fácilmente de este objeto a otros, y en esta medida revístelos de un carácter racional.

Hay, empero, una relación particular de preponderante importancia; es, a saber, la relación de una cosa con sus futuras consecuencias. En tanto que un objeto es poco conocido, nuestras previsiones con respecto a él permanecerán en la incertidumbre y adquirirán, por el contrario, gran precisión al hacérsenos familiares. La primera condición práctica que debe satisfacer una concepción filosófica consistirá, pues, en desvanecer, de un modo general al menos, las contingencias de incertidumbre futura. Numerosos han sido los pensadores que han desconocido la presencia permanente en el entendimiento del sentido de futuridad, en tanto que es un hecho que nuestra conciencia, en un momento dado, no se halla libre del sentimiento de expectación. Sabido es que cuando estamos amenazados de un suceso penoso, nos acomete un incierto presentimiento de la desgracia por venir; ahincándose la inquietud en nuestro pensamiento y alterando nuestro humor, aunque no acapare nuestra atención, róbanos la tranquilidad, impidiéndonos el dejarnos ir en la ocupación del momento (sentimiento de inhibición). Lo propio ocurre cuando nos asalta un sentimiento de felicidad. Mas cuando el porvenir es neutral y perfectamente cierto, no nos preocupamos de él, dirigiendo toda nuestra atención al instante actual. Si suponemos que este sentido obsesionante del futuro carece de objeto, nuestro espíritu será presa de la inquietud inmediatamente. Pues esto es precisamente lo que ocurre con motivo de toda experiencia nueva o por clasificar: ignorando lo que está por venir, conviértese la novedad, por sí misma, en principio de irritación mental, como frente a ésta constitúyese el hábito, por sí mismo, en un sedante, sencillamente porque el uno disipa nuestra expectación en tanto que el otro la confirma.

Todo lector puede ver confirmada la verdad que defiende. ¿Qué se da a entender diciendo que nos encontramos en nuestra propia casa al penetrar en un nuevo medio? Sencillamente, que en un principio, al instalarnos en una nueva habitación, no sabemos cuál será el viento que sople por la espalda, qué puertas podrán abrirse, qué personas entrar, qué objetos interesantes podremos descubrir en los armarios o en los rincones. Cuando al cabo de algunos días sabemos a qué carta quedarnos en cada una de estas probabilidades, habrase disipado el sentimiento de extrañeza. Lo propio nos ocurrirá con respecto a las personas en cuanto hayamos llegado al punto en que no podamos esperar ninguna manifestación esencialmente nueva de su carácter.

Es del todo evidente la utilidad de este efecto emotivo de la expectación; de hecho, "la selección natural" habrá de traerlo más o menos tarde. Es de extrema importancia práctica para el animal el que pueda prever las cualidades de los objetos que le rodean y, sobre todo, que no llegue a permanecer inactivo en presencia de circunstancias acaso fecundas en peligros o ventajas, que no se quede durmiendo, por ejemplo, al borde de un precipicio o en las tiendas enemigas, o bien considerar con indiferencia un objeto nuevo, susceptible, de ser cazado, de servir a su nutrición. Preciso es que toda novedad produzca en él una excitación. Hay, pues, en toda curiosidad la génesis de un principio práctico. Recuérdese la expresión del perro o del caballo cuando aparece ante su morada un objeto nuevo; el temor y la fascinación que a un tiempo les acomete, y cómo destácase un elemento de inseguridad consciente o de perplejidad expectante en la raíz de su emoción. La curiosidad que manifiesta el perro ante un movimiento de la mano de su amo o ante cualquier objeto extraño, tiene por límite el momento en que se decida lo que ha de ocurrir; dilucidando este punto, quedará apaciguada su curiosidad. El perro citado por Darwin, que en presencia de un periódico agitado por el viento parecía revelar un "sentimiento de lo sobrenatural", no hacía sino manifestar su asombro ante un "futuro incierto". El ver un diario dotado de movimiento espontáneo, era cosa tan inesperada para el pobre animal, que no podía decidir cuáles fueran los nuevos milagros que surgieran de los momentos siguientes.

Volvamos de nuevo a la filosofía. Si existe un dato último, aunque sea, lógicamente, irracionalizado (logical unrationalized), pero que no deje tras de sí incertidumbre alguna en cuanto a sus consecuencias, el entendimiento le aceptará sin vacilación alguna. Si, por el contrario, entraña duda alguna en cuanto al porvenir, ocasionará en tal medida cierto malestar, cuando no un verdadero disgusto mental. Mas, en las explicaciones definitivas del universo, que la necesidad de racionalidad ha hecho surgir del cerebro humano, ha desempañado papel fundamental la brusquedad de una previsión. Los filósofos jamás han admitido como primordiales sino aquellos datos de los que está excluido lo incalculable. La palabra sustancia, por ejemplo, significa, como ha dicho Kant, "lo que persiste" (das Beharrliche), la cosa que existirá tal como ha existido, porque su existencia es esencial y eterna; y aunque no lleguemos a predecir, en detalle, los fenómenos futuros que ella engendre, nuestro entendimiento, al darle los nombres, de Dios, Perfección, Amor o Razón, conserva siempre la convicción general de que los sucesos que estén por venir no podrán, cualesquiera que fueren, hallarse en desacuerdo con la característica de esta sustancia; de suerte que nuestra actitud, aun con respecto a lo inesperado, pueda quedar definida de modo general. Consideremos de nuevo la noción de inmortalidad que para el común de las gentes parece ser la piedra de toque de toda creencia filosófica o religiosa. ¿Y qué es sino un modo de expresar que la determinación anticipada del objeto de nuestra expectación constituye el esencial factor de racionalidad? La furiosa animadversión de la ciencia contra el milagro; la de ciertos filósofos contra la doctrina del libre albedrío, proceden del propio origen: de la misma repugnancia a admitir en las cosas un factor que, o derrotaría nuestras previsiones, o quebrantaría la estabilidad de nuestros puntos de vista.

Los escritores antisustancialistas desdeñan extrañamente esta función en su doctrina de la sustancia. "Supóngase —dice Mill— que existe en la actualidad tal substratum y que en este instante sea milagrosamente aniquilado, y supongamos, además, que, a pesar de su desaparición continúen las sensaciones su curso habitual: ¿por qué signos nos será posible llegar a descubrir que tal substratum ha dejado de existir? ¿No tendríamos iguales razones que anteriormente para creer en su existencia? Y si nuestra creencia de entonces no se fundaba en garantía alguna, ¿sobre qué se basaría después?". De hecho, cuando hemos agrupado cuidadosamente nuestros fenómenos en un cierto orden, es que se bastan ellos por sí mismos, sin necesidad de ningún otro fundamento. Pero no ocurre lo propio en cuanto a los fenómenos por venir: si la sustancia puede ser excluida de un pasado definitivamente desaparecido, esto no supone que haya que constituir un elemento inútil de nuestras concepciones del futuro; aun cuando la sustancia engendrase un día —lo que está lejos de ser probado— toda una serie de nuevos atributos, la simple operación lógica por la cual se relacionan todas las cosas a una sustancia iría siempre acompañada, con razón o sin ella, de un sentimiento de tranquilidad y confianza en el porvenir. Por esto es por lo que, a despecho del criticismo nihilista más extremado, tendrán los hombres siempre preferencia por las filosofías que explican las cosas per substantiam.

En reacción natural contra las presunciones teosofizantes del optimismo vulgar y contra la inquebrantable confianza en el fin de las cosas, hase constituido uno de los factores del escepticismo empiricista, filosofía que jamás ha cesado de recordarnos cómo el universo puede contener posibilidades extrañas a nuestra habitual experiencia y cómo éstas pueden hacer fracasar las más fundadas previsiones. El sustancialismo agnóstico de Spencer danos un ejemplo: su Inconocible, interpretado de modo coherente, no es sólo lo impenetrable, sino lo irracional absoluto con lo que no se podría contar: tiene por oficio poner en guardia a los filisteos contra cierta inercia y cierta coquetería en la que basan la seguridad de su creencia. Mas si se quiere ver otra cosa que una reacción contra un exceso opuesto, hácese inaceptable esta filosofía de la incertidumbre; el entendimiento general no hallará satisfacción y buscará una solución más afirmadora.

Podemos, pues, a mi ver, con toda confianza presentar como conclusión primera de nuestras investigaciones que uno de los hechos primordiales de la necesidad filosófica es el deseo de definir el objeto de nuestra expectación; el sistema que niegue la posibilidad de satisfacerle no podrá triunfar de modo definitivo.

Expuesto lo cual, pasaremos ahora a la segunda división de nuestro objeto. No basta para nuestra satisfacción el saber simplemente que está determinado el futuro, porque tal determinación pueda afectar muchos modos agradables y desagradables. Toda filosofía que pretenda la universalidad debe preveer un futuro concordante con nuestras fuerzas espontáneas. Una filosofía puede parecer indispensable en otros respectos y contener, sin embargo, uno u otro defecto por los que resulte debilitada su general aceptación. Primeramente su principio primordial habrá de ser tal que no disuene de nuestros más caros deseos y más preciadas facultades: un principio pesimista irremediablemente vicioso tal como la voluntad de Schopenhauer, o malhechos de todos modos como lo Inconsciente de Hartmann, jamás podrá ser la base de un sistema definitivo. La incompatibilidad del porvenir con deseos y tendencias activas aporta de hecho a muchos hombres una más duradera inquietud que la propia incertidumbre. Prueba de ello los esfuerzos intentados por resolver el "problema del mal", "el misterio del dolor"; en tanto que no se presenta "el problema del bien".

Otro defecto de ciertas filosofías aún más grave que el de la contradicción de nuestras propensiones activas, es el de no dar objeto alguno a estas tendencias. Una filosofía que no deje lugar alguno a nuestras más íntimas fuerzas, que no las permita tomar parte en los sucesos del universo, que aniquile sus móviles de un solo golpe, aún será más impopular que el pesimismo. Vale más hallar frente a sí un enemigo, que el vacío eterno. He aquí por qué nunca llegará a ser universal el materialismo, cualquier que fuese la perfección que aporte en referir todas las cosas a la unidad atómica, por claras que aparezcan sus predicciones relativas a la eternidad futura. Porque el materialismo niega la realidad de la mayoría de los objetos de nuestras más caras impulsiones. Dícenos que la verdadera significación de estas impulsiones no ofrece para nosotros interés alguno emotivo. A lo cual respondo yo que "la exterioridad" caracteriza nuestras emociones otro tanto que nuestras sensaciones; unas y otras asignan una causa exterior a la impresión experimentada. ¡Con qué intensidad no se concreta la objetividad del dolor! Asimismo, el hombre alegre o triste no se contenta con tener conciencia de su estado objetivo, porque entonces se disiparía la propia fuerza de su sentimiento, sino que atribuye su alegría o su tristeza a una fuerza que la trasciende, impregnando el universo de alegría o de dolor.

Toda filosofía que ahogue en nosotros el derecho de relacionar nuestras impulsiones con causas exteriores, que pretenda suprimir el objeto de nuestras impresiones o traducirlas en términos desprovistos de todo elemento emocional, no dejará al espíritu sino un exiguo margen de ocasiones para obrar o interesarse en algo. Engendrará un estado opuesto exactamente a la pesadilla, comunicando, sin embargo, a quien de él tenga conciencia, un error análogo al de aquél. En la pesadilla poseemos motivos de acción, pero fáltanos el poder para obrar; en este caso poseemos este último, faltándonos, empero, los motivos. Invádenos un malestar (unheimlichkeit) sin nombre ante la idea de que no hay nada de eterno en nuestros propósitos últimos, en el objeto de las afecciones y aspiraciones que constituyen nuestras más profundas energías. La monstruosa desigualdad existente entre la facultad de conocer y el universo total, objeto del conocimiento ideal, es paralela a la tan monstruosa desigualdad que separa del universo la facultad de obrar. Exigimos del universo cualidades con las que puedan medirse nuestras emociones y deseos. Por insignificantes que seamos, por imperceptible que sea nuestro punto de contacto con el cosmos, cada uno de nosotros quisiera poder imaginar que su propia reacción satisfacía por completo sus instancias al vasto todo. Mas como nuestras aptitudes para la acción no trascienden de los límites de nuestras naturales tendencias; como nos complacemos en reobrar por emociones tales como la fortaleza, la esperanza, el ensueño (rapture), la admiración, el entusiasmo, en tanto que sentimos verdadera repugnancia a reacciones por el temor, el disgusto, la desesperación o la duda, toda filosofía que no legitime las emociones de esta última categoría, hará necesariamente al espíritu presa del descontento y la desesperanza.

Poco se sabe en cuanto al grado en que dependa la edificación intelectual de los intereses prácticos. La teoría de la evolución comienza a prestar excelentes servicios refiriendo todos los estados mentales al tipo de la acción refleja. Según este punto de vista el conocimiento no sería más que un momento fugitivo, un punto de intersección de lo que constituye en conjunto un fenómeno motor. Para las formas inferiores de la existencia todos estamos conformes en que el conocimiento no juega otro papel que el de ganar la acción haciéndola apropiada a su objeto. Cuando aparece una cosa nueva en el campo de la conciencia, no suscita la cuestión teórica de "¿qué es esto?", sino la cuestión práctica de "¿quién va allá?", o aun mejor con la expresión de Horwicz: "¿qué hacer?", "¿Was fang'ich an?". En toda discusión sobre la inteligencia de los animales inferiores, la única prueba invocada es el acto que el animal parece ejecutar con un propósito. Resumiendo: el conocimiento es incompleto en cuanto no termina en acto; y aunque el desarrollo del cerebro que alcanza su máximum en el hombre, constituye el origen de copiosa actividad teórica muy superior a la puesta al servicio inmediato de la práctica, la utilización de esta actividad no se desvanece, sino que queda pospuesta y toda la naturaleza activa persevera en sus derechos hasta el fin.

Cuando el objeto que se ofrece al conocimiento es el cosmos en su totalidad, es análoga la reacción que él provoca. Un profundo instinto indujo a Schopenhauer a reforzar sus argumentos pesimistas mediante un juego de invectivas contra el hombre práctico y sus exigencias; el pesimismo nada puede esperar hasta que no haya desaparecido el hombre práctico.

La inmortal obra del Helmholtz sobre la visión y la audición, más que nada es un comentario de la ley según la cual la utilidad práctica determinaría enteramente las sensaciones de las que tenemos conciencia y las que debemos desconocer. No advertimos ni distinguimos un elemento afectico sino en la medida en que sirve para modificar nuestra acción. Aprehendemos una cosa cuando la reunimos mediante una síntesis a una cosa idéntica. Mas, la segunda de las dos grandes divisiones de la facultad de comprender es, a saber, el conocimiento (divisiones admitidas en todas las lenguas por la antítesis de las dos palabras como wissen y kennen, scire et noscere, etc.), no es otra cosa que una síntesis, la de una percepción pasiva con una cierta tendencia a la reacción. Conocemos una cosa en cuanto aprendemos a conocer cómo comportarnos a su respecto o cómo responder a la conducta que de ella esperamos. Hasta entonces será aún "extraña" a nosotros.

Dando por admitido este punto de vista, una definición filosófica, aunque vaga, del hecho primitivo universal, implicará siempre algún conocimiento de su objeto desde el instante en que habrá de precisar en un grado cualquiera la naturaleza de nuestra actitud emotiva o activa frente a este hecho primitivo. Quienquiera proclame que la vida es seria, que la vida es grave, o bien que intente expresar el misterio fundamental de las cosas, dará una definición distinta de este misterio asignándole el derecho de reivindicar de nosotros esta particular actitud que se denomina "gravedad", a saber, la voluntad de vivir con energía aunque la energía engendra el dolor. Lo propio diríase de quien afirmase que todo es vanidad; porque, por indefinible que en sí mismo sea el predicado "vanidad" representa claramente nuestro deseo de tomar como regla de vida la anestesia, el medio de eludir el dolor. No cabría concebir mayor incongruencia que la que consiste para un discípulo de Spencer en proclamar, primero, que la sustancia es inconcebible y en seguida que la idea de sustancia debe inspirarnos el temor, el respeto y la voluntad de coordinar nuestros esfuerzos en el propio sentido en que parece dirigir sus manifestaciones. Lo inconocible puede ser insondable, mas si se dirige de modo tan distinto a nuestra actividad, no desconocemos ciertamente su cualidad esencial.

Si estudiamos el campo de la historia e investigamos los caracteres comunes de las grandes épocas de renacimiento y de expansión de la humana inteligencia, en todas y cada una de ellas, el ser humano creerá haber sabido que "la oculta naturaleza de la realidad es congénita con la fuerza que posee". ¿Qué anunciaba la buena nueva libertadora del primitivo cristianismo sino que Dios reconocía los delicados y tiernos impulsos tan rudamente desdeñados por el paganismo? Asi, en el arrepentimiento, al hombre que no puede obrar rectamente cábele al menos el arrepentirse de sus faltas. Para el paganismo tal facultad es meramente supernumeraria, como si se tratara del invitado a una fiesta. El cristianismo, por el contrario, adóptala instituyéndola en la unión de nuestras fuerzas íntimas capaz por ella de llegar directamente al corazón divino. Y cuando el inspirado renacimiento platónico hubo de imperar con su sursum corda sobre las tinieblas de la Edad Media, opresora hasta de las más generosas impulsiones de la carne no concibiendo de la realidad sino una imagen digna de naturalezas serviles, ¿qué es lo que intentaba proclamar sino que verdad extendía sus dominios a la actividad emocional de todo nuestro ser? ¿Qué era en el fondo la misión de Lutero y de Wesley sino una invocación a las energías que lleva dentro de sí el más humilde de los hombres, la fe o la desesperanza, consideradas como personales sin que exijan para declararse intervención alguna sacerdotal y que conducen a su posesor frente a Dios? ¿De dónde pudo obtener Rousseau su brillante influencia si no hubiere defendido que la naturaleza humana armonizaba con la naturaleza de las cosas y que únicamente por corrupción de las costumbres podría paralizarse la armonía? Y Carlyle con su evangelio del trabajo de la realidad y de verdad, ¿llegaría a emocionarnos si no proclamase que el universo no nos impone mayores empresas que las que el ser más humilde es capaz de realizar?

Y cuando Emerson afirma que el presente en que vivimos contiene todo el pasado y todo el porvenir; que el hombre no ha de obedecer sino a sí mismo; que "quien quiera basarse en lo que es, constituye una parte de su destino", ¿hace otra cosa que eludir todo escepticismo con respecto a nuestras facultades naturales y sus aptitudes?

¡Hijo del hombre, levántate, y mi verbo descenderá hasta ti! He aquí en suma la única verdad revelada que en el curso de los tiempos haya podido servir a un discípulo, y que ha bastado a satisfacer sus necesidades racionales. Todas las fórmulas con que se ha pretendido definir en sí y por sí la esencial universal, son tan impropias como la x agnóstica; pero la simple seguridad de que las fuerzas que están en mí no son tan extrañas a tal esencia y de que esta esencia pueda comunicar con mis fuerzas y ser sensible a su acción porque tengo condiciones para ello, basta para consagrar ante mis ojos su racionalidad, en el sentido que la definí anteriormente. Nada más absurdo que expresar el triunfo definitivo de una filosofía que rehúse reconocer y legitimar la más potente de nuestras tendencias emotivas y prácticas. El fatalismo que pretenda resolver todas las crisis proclamando la vanidad del esfuerzo, no predominará jamás porque la impulsión que nos incita a considerar la excelencia como un combate es inherente a la especie. Los credos morales que hubieren de responder a tal impulsión tienen asegurado el éxito a despecho de su inconsistencia, de la vaguedad de su carácter y de la incertidumbre que aportaren en la determinación del porvenir. El hombre tiene necesidad de una regla para su voluntad y si no se le da tendrá que inventarla.

Advirtamos ahora, una importante consecuencia. Las impulsiones activas hállanse mezcladas en cada uno de nosotros de modo tan diverso que una filosofía hecha para Bismarck puede no convenir a un poeta valetudinario. En otros términos, mientras se puede predecir el fracaso de toda filosofía que rechace todo fundamento al esfuerzo y a la esperanza, que tuviere a la naturaleza de las cosas como radicalmente extraña a la naturaleza humana, no cabrá calcular por adelantado la dosis especial de esperanza o de comunión con la naturaleza que habrá de determinar el éxito de la filosofía definitiva. Es casi cierto que en esta materia se hará sentir el temperamento personal, y si todos los hombres pueden sostener que han oído la voz del universo, pocos serán los que hayan percibido las mismas palabras. Hallámonos aquí, en suma, según la frase de M. Arnold, dentro del dominio de la superstición, Aberglaube dominio legítimo e inexpugnable pero expuesto a las variaciones y a las disputas eternas.

Tomemos como ejemplos el idealismo y el materialismo y supongamos por un instante que en uno y otro de estos dos sistemas apreciamos teóricamente una concepción del porvenir tan clara como coherente. La elección entre uno y otro sistema dependerá de la constitución afectiva del individuo. Hoy, todas las naturalezas sentimentales amantes de la armonía y la intimidad tienden hacia la fe idealista. ¿Por qué? Porque el idealismo comunica a la naturaleza exterior un verdadero parentesco con nuestro yo personal. Nuestros propios pensamientos constituyen lo que nos es más familiar, lo que menos teníamos; decir, consiguientemente, que el universo es esencialmente pensamiento, es afirmar que yo mismo, al menos en potencia, soy todo. No advierto recoveco alguno que me sea radicalmente extraño sino una intimidad en todas partes que invade todas las cosas. Por el contrario, para ciertas naturalezas de sensibilidad egoísta tal concepción de la realidad puede crear una fe estrecha y hermética; fortalecerá el sentimiento personal y el amor propio. Es, de otra parte, un elemento de la realidad que halla su eco en fuerzas inherentes a la humana naturaleza y que todo hombre de sentido vigoroso percibirá claramente; este elemento rudo y áspero semejante a las olas del mar y al soplo de viento norte, este principio de democratización y de negación del individuo es eliminado por el idealista en razón a que se opone vivamente a su deseo de comunión. Luego es precisamente el atractivo de este elemento lo que lanza a tantas personas hacia el materialismo o hacia la hipótesis agnóstica, como, por una especie de reacción belicosa, contra el exceso contrario. Estos tales son los fatigados de una vida compuesta toda de intimidad; por momentos sienten indominable deseo de rehuir su personalidad, de abandonarse a la acción de las fuerzas que no consideran nuestro yo en modo alguno, de dejar subir la marea aunque en ella nos sumerjamos.

Yo entiendo que la lucha entre dos diversos temperamentos persistirá siempre en filosofía. Apoyaránse unos sobre la razón, sobre la armonía advertida en la intimidad de las cosas, y de acuerdo con las cuales podremos obrar; preferirán otros el hecho bruto y oscuro contra el cual habremos de reaccionar.

Hay un elemento de nuestra naturaleza activa que la religión cristiana ha reconocido y magnificado, pero que los filósofos, con verdadera falta de sinceridad, han perdido la vista, con tácito acuerdo, en su pretensión de fundar sistemas de certidumbre absoluta: refiérome a la fe.

Por fe se entiende la creencia en una cosa con respecto a la cual permanece en pie la duda teórica; y como el criterio de creencia reside en una disposición a la acción, puede decirse que la fe consiste en hallarse pronto a obrar por causa cuyo éxito no se haya establecido previamente. De hecho, es la propia cualidad moral que llamamos valor en el orden práctico; y los hombres de naturaleza vigorosa inclínanse frecuentemente a acoger algo de incertidumbre en su creencia filosófica, al modo que el riesgo comunica cierto interés a la actividad desplegada en los negocios terrestres. Los sistemas absolutamente ciertos, con vistas al inconcussum, emanan de ciertos espíritus en los que la pasión de la identidad (que no constituye, según hemos visto, sino un solo factor de la sed racional) goza un papel anormalmente exclusivo. En el hombre medio, por el contrario, el poder de creer, de admitir un ligero riesgo más allá de la evidencia literal, es función esencial. Toda especie de concepción del universo hallará numerosos ecos si apela a este poder generoso, si muestra en el hombre el esfuerzo cumplido para actualizar una verdad de la cual cree admitir la realidad metafísica.

Los filósofos científicos del día insisten mucho en la necesidad de la fe como elemento de nuestra actitud mental; mas, por capricho singular y arbitrario, restringen el legítimo uso de la fe a esta proposición única: "el curso de la naturaleza es uniforme". Decir que la naturaleza habrá de obedecer mañana a las leyes que hoy la rigen, constituye, según ellos, una verdad indemostrable; mas, por interés del conocimiento como de la acción, debemos postularla o adoptarla. Así dice Helmholtz: "Hier gielt nur der eine Rath: vertraue und handle". (Aquí no vale sino un solo consejo: cree y obra). Y el profesor Bain afirma "que nuestro único error es el pretender explicar o justificar este postulado tratándolo como si no fuese presupuesto desde un principio".

Sin embargo, en cuanto a todas las demás verdades posibles, no pocos de nuestros más influyentes contemporáneos estiman la actitud de la fe no sólo ilógica, sino hasta vergonzosa. La fe en un dogma religioso, sin prueba exterior alguna, pero que postulamos por nuestros intereses emocionales al modo exacto que postulamos la uniformidad de la naturaleza para nuestros intereses intelectuales, es vituperada por el profesor Huxley como el triunfo de la inmoralidad. Podrían multiplicarse casi al infinito las citas de esta suerte acotadas de los jefes de la moderna cultura (Aufklärung). Así, en el artículo del profesor Clifford sobre la "Ética de la creencia" considera "pecado" y llama criminoso al hecho de creer la verdad aun cuando ésta no vaya acompañada de la "evidencia científica". Mas ¿en qué consistiría el genio, si no fuera en lograr la mayor suma de verdad, partiendo de la propia evidencia científica que los demás hombres? ¿Por qué Clifford proclama sin temor su fe en la teoría del autómata consciente, aunque no disponga sino de las mismas pruebas que incitan a rechazarlo a M. Lewes? ¿Por qué descompone la "materia mental" en unidades elementales, con una evidencia que habrá de parecer insuficiente a los ojos del profesor Bain? Sencillamente, porque toda inteligencia que lleva el sello de la originalidad es peculiarmente sensible a cierta evidencia que tiende hacia determinada dirección. No habría por qué vituperar esta suerte de sensibilidad, apelando al factor subjetivo y motejándolo como una especie de oprobio peligroso. Porque de serlo para alguien, es para el que define las concepciones; y si, por el contrario, allegase en favor de cuantos, según la frase de Cicerón, vim naturae magis sentiunt, será un bien antes que un mal.

Sea lo que fuere lo que alegar pudiéramos, todo nuestro ser entero entra en juego cuando elaboramos nuestras opiniones filosóficas. La inteligencia, la voluntad, el gusto, la pasión, cooperan aquí exactamente como en los negocios prácticos; y es preciso tenerse por dichoso cuando tal pasión no va a referirse a algo tan mezquino como el amor de una victoria personal sobre un filósofo adversario. La concepción de una inteligencia que expresara la evidencia en meras palabras y las probabilidades por fracciones, sería tan inepta idealmente como imposible en la actualidad. Es casi increíble que filósofos profesionales lleguen a pretender que una filosofía cualquiera pueda haber sido ideada sin la mediación de una preferencia, de una creencia, de una personal intuición. ¿Cómo es que han conseguido que se oculten a sus propios ojos las vivas manifestaciones de la humana naturaleza e ignorar que todo filósofo, todo hombre de ciencia, cuya iniciativa tenga algún valor en la evolución del pensamiento, no haya adoptado una posición y no haya conquistado algún éxito sino con la muda convicción de que iba a hallar la verdad en tal determinada vía con la seguridad previa de que su hipótesis podría encarrilarse? Estos instintos mentales de cada hombre constituyen las variaciones espontáneas sobre las cuales fúndase la lucha intelectual por la existencia. Sobreviven las concepciones mejor adaptadas y transmiten a la posteridad el nombre de sus campeones.

El único modo de eludir la fe es la nulidad mental. Lo que más admiramos en Huxley o en Clifford no es el profesor y su enseñanza, sino la humana personalidad, pronta a alistarse para seguir el que considera camino recto, a pesar de las apariencias. El hombre concreto no tiene sino un interés: el camino recto. El arte supremo consiste en saber descubrirlo, para lo cual todos los hechos son buenos. El hombre ha venido al mundo en completo desamparo, y entre él y la Naturaleza no existen las leyes de la guerra civilizada. Las reglas del juego científico, el peso de la prueba, las presunciones, los experimentos cruciales (experimenta crucis), las inducciones completas, carecen de fuerza de ley sino para los que toman parte en el juego. De hecho, todos tomamos una parte mayor o menor, porque contribuye a conducirnos a nuestros fines. Pero si los medios de la ciencia no nos allegan sino un auxilio muy lento, y si nos adelantamos a ellos con nuestras hipótesis o de cualquier otro modo, ¿qué pensar de su valor? De olvidarse todas las obras de Clifford, la ética de la creencia subsistiría entre los futuros tratados de psicología, al modo de aquel avaro que, por asociación de ideas, llegó a preferir su oro a todos los bienes que con él pudiese adquirir.

En suma: si me hallo constituido de manera que reacciono mejor que nadie a la evidencia; que puedo adivinar lo conveniente y obrar, de acuerdo con ello, con las consiguientes ventajas, mientras mi vecino, menos dotado (paralizado por sus escrúpulos, y en espera siempre de una anhelada evidencia suplementaria, que no osa anticipar), trémulo ante la expectación, ¿qué ley me impedirá cosechar las ventajas de una sensibilidad nativa superior? Con seguridad, en semejante caso aferraríame a mi creencia o desconfiaré de ella a mi riesgo y peligro, como lo hubiese hecho en todas las grandes decisiones prácticas de mi vida. De ser buenas mis facultades innatas, habré sido un profeta; si al contrario, un paria que ha lanzado de su seno la Naturaleza y que cesa de existir. Toda nuestra vida es un juego, en el que arriesgamos nuestra persona, debiendo arriesgarla en lo que tiene de especulativo, si la parte teórica de nuestro ser pudiera favorecer nuestros propósitos1.

Pero, ¿no sería repetir e insistir en un lugar común, el disertar sobre una cuestión en la que están conformes cuantos poseen el más pequeño sentido de la realidad? De ningún modo podemos vivir ni pensar sin un cierto grado de fe. Fe es sinónimo de hipótesis en función (working hipothesis). La única diferencia que yo advierto es que, mientras ciertas hipótesis se refutan en unos minutos, otras desafían el tiempo. Un químico supone la existencia de arsénico en tal papel, lo somete a la acción del hidrógeno, e inmediatamente sabe a qué atenerse. Pero una teoría como la de Darwin puede agotar la labor de muchas sucesivas generaciones dedicadas a comparar entre sí los resultados adquiridos; cada experimentador obra como si fuese cierta la hipótesis, esperando que los hechos vengan a desmentirla, y cuanto más tarde llegue este mentís, más tiende a consolidarse su fe en la verdad de la teoría.

La fe que se relaciona con el problema de Dios, de la inmortalidad, de la moralidad absoluta, del libre albedrío, no ofrece con la indicada, al menos para los no católicos, diferencia esencial; el creyente puede siempre dudar de su fe, bien que se halle íntimamente convencido de que las probabilidades a su favor son los bastante sólidas para obrar sin riesgo como si poseyese la verdad. La confirmación o el mentir del mundo exterior pueden quedar postergados hasta el día del juicio. A lo sumo se podrá traducir así su pensamiento: "Espero triunfar entonces gloriosamente; mas si ocurre que haya expuesto mi vida en un paraíso quimérico, más me habrá valido el haber vivido engañado en tal país de ensueño, que haber adivinado hábilmente el mundo que se me diera enmascarado". En suma, marchamos contra el materialismo como hubiéramos marchado, de haberse presentado la ocasión, contra el segundo imperio francés, contra la Iglesia de Roma o contra cualquiera otro sistema con respecto al cual hubiese sido nuestra repugnancia lo bastante intensa para determinar una acción enérgica, aunque muy vaga, para resolverse en una acción precisa. Nuestras razones son ridículamente desproporcionadas al volumen de nuestros sentimientos; pero éstos bastan para que obremos sin vacilación.

Voy ahora a exponer lo que, según mis luces, jamás ha sido esclarecido debidamente, a saber, que no sólo la creencia, tal como es medida por la acción, se adelante y debe adelantarse continuamente a la verdad científica, sino que existe un cierto orden de verdades que la creencia, como efecto de su acción, crea y descubre; con respecto a ellas, la fe no sólo es lenta y apropiada, sino esencial e indispensable. Estas verdades no pueden llegar a ser tales hasta tanto que nuestra fe las selle.

Supongamos, por ejemplo, que estoy escalando los Alpes, y que me hallo en un momento dado en situación tal, que mi única esperanza de salvación estriba en un salto peligroso. A falta de experiencia, mi capacidad para llevar a cabo el peligroso acto no me aparece con evidencia; pero la esperanza y la confianza en mí mismo comunican a mis músculos el necesario impulso para llevar a cabo lo que a falta de emociones subjetivas hubiese sido imposible. Mas supongamos, por el contrario, que preponderase la emoción del miedo y de la desconfianza, o que habiendo leído precisamente Ética de la creencia, considerase pecaminoso el obrar sin una hipótesis revalidada por previa experiencia: duraré entonces tanto tiempo, que al fin, agotado y trémulo, habré de lanzarme, en un momento de desesperación, faltándome el aliento y cayendo al abismo. En caso semejante —y los ejemplos como éste forman una clase inmensa— la discreción incítame claramente a creer lo que se desea, porque la creencia es condición preliminar indispensable a la realización de su objeto. Existen, pues, casos en que la creencia crea su propia sanción. Creeréis y tendréis razón; dudad y también tendréis razón, porque pereceréis. La única diferencia entre ambas estriba en la gran ventaja que tenéis en creer.

Los futuros movimientos de los astros o los sucesos históricos están determinados por fuera siempre, quiéralo yo o no; son estos hechos independientes de mis deseos, verdades sobre las cuales carecen de acción mis preferencias subjetivas y que no pueden hacer sino oscurecer mi juicio. Pero cuando se trata de un hecho que implica un elemento de personal contribución, y cuando ésta exige cierto grado de energía subjetiva, y necesitada de cierta dosis de fe en el resultado esperado —por lo que, en definitiva, el hecho por venir hállase condicionado por mi creencia actual—, sería preciso cerrar los ojos para no hacerse cargo del resplandor con que se nos aparece el método subjetivo, el método de la creencia basada sobre el deseo.

Toda proposición de universal comprensión (así son las proposiciones filosóficas) habrá de englobar los actos del individuo y sus consecuencias a través de la eternidad. Si M representa el universo entero, menos la reacción del verdadero pensante; y si M+x representa la materia absolutamente completa de las proposiciones filosóficas (considerando a x como la reacción del individuo pensante y los resultados que ello implica), una verdad, que sería universal si el término x y el término M fuesen de igual naturaleza, puede llegar a ser un insigne error si x es susceptible de alterar M. No se me objete que el elemento x es demasiado insignificante para modificar el carácter del inmenso todo en el cual hállase embebido; por mezquino que sea el punto de vista del observador, de él es de quien dependen las más diversas interpretaciones. Definiendo el universo desde el punto de vista de la sensibilidad, el reino animal, poco importante cuantitativamente, nos dará la materia para nuestro juicio crítico. Una definición moral del mundo se puede basar en fenómenos aún más restringidos. Más de una larga frase puede aparecer con significación invertida, sólo con que se la añada una negación; más de una enorme masa puede ser destruida en su equilibrio por la mera adición de un peso insignificante.

Aclaremos esto mediante algunos ejemplos. La filosofía de la evolución ofrécenos hoy una nueva regla moral para distinguir el bien del mal. Dícenos que todo criterio anterior a los hechos, por ser subjetivo, expónenos siempre a los cambios de opinión, a una suerte de status belli. He aquí un criterio que es objetivo y fijo: se entenderá por bien lo que esté destinado a vencer o a sobrevivir. Pero échase de ver inmediatamente que el criterio propuesto no puede persistir como objetivo, sino con previa abstracción de mi persona y mi conducta. Si es necesaria mi intervención, y aun indispensable, para que una cosa triunfe y sobreviva; si me consta que la línea de conducta que he de elegir ejercerá su acción sobre el curso de los sucesos, ¿cómo he de poder subordinar a éstos mi propia conducta? Si lo sucesos han de seguir la ruta que yo les trace, es evidente que yo no he de hacer sino esperar a su aparición para tomar una decisión. El único medio posible para un evolucionista de utilizar su criterio, consistirá en suputar previamente la ruta por la que la sociedad habrá de orientarse fuera de él, y extinguir al propio tiempo, en sí mismo, todas las idiosincrasias personales del deseo y del interés, siguiendo, en última instancia, el trazado camino, conteniendo la respiración y andando a paso de lobo. Algunos piadosos sujetos hallarían en esto un cierto placer; pero esta actitud es contradictoria del natural deseo que poseemos de dirigir y no de seguir (deseo que nada tiene de inmoral si sabemos ir rectamente); además, de generalizarse en la práctica, como conviene a todo principio de ética, se refutaría por sí mismo, por terminar en un círculo vicioso. Si cada hombre moral que quedase atrás esperando órdenes de otro, produciríase una estancación absoluta, y entonces hasta sería de desear que apareciese un ser inmoral que restituyera al universo su movimiento.

No se crea que lo dicho sea desproporcionado. Ningún sabio evolucionista debe poner en duda que el curso del destino puede ser modificado por los individuos: todo procede de un punto ínfimo de partida, de un germen que la menor fuerza puede destruir; las razas humanas, como las tendencias, obedecerían a cierta ley y han empezado también oscuramente; el evolucionista adscribe lo superior a los estados finales y no al estado inicial. Ahora bien, si hombres educados en la filosofía de la evolución y capaces de suputar el porvenir, creyesen existir en una joven tribu de su vecindad el germen de una supremacía futura y adivinasen en los recién conocidos, los señores ante los cuales habrían de desaparecer algún día, tales sabios del presente tendrían que elegir entre dos partidos, ambos conformes con el criterio evolucionista: o estrangular a la nueva raza para que sobreviviera la antigua, o ponerse en contacto con sus rivales para asegurar a éstos el triunfo. Justipreciadas las dos acciones según los principios evolucionistas, serán igualmente buenas, pues que ambas favorecen al vencedor.

Así, el fundamento de la ética es puramente objetivo, sólo para el rebaño de nulidades cuyos votos carecen de valor en la marcha de los acontecimientos. Mas para los directores de la opinión o los potentados, en general para cuantos con sus actos ejercen cierta influencia en razón de su situación social o de su inteligencia, y, en fin, para todos cuantos en su medida, cuando quiera que nos desposamos con una causa cualquiera, contribuimos a fijar el criterio evolucionista del bien. El discípulo verdaderamente discreto de esta escuela admitirá entonces la fe como un último factor ético. Toda filosofía que presente cuestiones como éstas: ¿Cuál es el tipo ideal de la humanidad? ¿Qué es lo que debe reconocerse como virtud? ¿Cuál es la conducta buena?, equivaldría a decir: ¿Qué es lo que va a suceder?; todo lo cual viene necesariamente a recaer sobre la creencia personal como una de las condiciones últimas de la verdad. Porque entonces y siempre el éxito depende de la energía desplegada en el acto; la energía, a su vez, hállase subordinada a la certidumbre íntima de triunfar, y esta fe fúndase en la convicción que posee el individuo de encontrarse en el camino adecuado; así la fe se sanciona a sí misma.

Tomemos como ejemplo la cuestión del optimismo, o del pesimismo que tanto ruido hace ahora en Alemania. Todo ser humano suele ser llamado a decidir por sí mismo si la vida vale la pena de soportarse. Supongamos que el espectáculo de las miserias del mundo, de la vejez, la malignidad del dolor, de la inseguridad del porvenir, me conduzca a una conclusión pesimista, implante en mí el disgusto, la aversión a la lucha y la idea de suicidio. Añado así a la masa M de los fenómenos terrestres independientes de mi naturaleza subjetiva el complemento subjetivo x, y el conjunto revestirá un negro conjunto, al que no llegará rayo alguno del bien. El pesimismo completado así, sancionado por su reacción moral y por un hecho al que aboca éste, es ciertamente posible; M+x expresa un estado de cosas totalmente malas. La creencia del hombre ha allegado a este estado de cosas todos los elementos que le faltaban, y ahora que está completa, la creencia tiénese por justa.

Pero supongamos que partiendo de los propios males designados por M, la reacción x del hombre sea exactamente inversa; supongamos que en vez de dar libre curso al mal, lo desafía, y que al triunfar del dolor y desafiar al miedo experimenta una más austera, más rara alegría, y que la implicada en un placer pasivo; supongamos que acierte, y que su indomable yo, dé cuenta de la muchedumbre inmensa de males. ¿Cómo negar que los malos elementos de la masa M sean aquí la condición sine qua non del optimismo de x? ¿Y no declarará inmediatamente cada uno que un mundo que no se adapta sino a seres accesibles, a las alegrías pasivas, pero desprovistas de independencia, de valor, de grandeza de alma, es, desde el punto de vista moral, inconmensurablemente inferior a un mundo que puede hacer brotar en el hombre todas las fuerzas del sufrimiento triunfante y la energía moral victoriosa? Como dice Jaime Hinton:

"En las aflicciones, en los esfuerzos, en los pequeños dolores, es donde sentimos verdaderamente la vida; sin ellos, carecería de valor la existencia, y la victoria que consistiese en repudiarlos sería fatal al vencedor. Así, los hombres que se entregan a los deportes atléticos, o a escalar montañas en tiempo de vacaciones, no descubren otra alegría que la de poner a prueba su resistencia y su energía. Así somos; será un misterio o una paradoja, pero el hecho es así. Mas este placer inherente a la resistencia es proporcional a la intensidad de la vida, aumenta en razón directa del vigor y del equilibrio físicos; un enfermo no lo experimentaría. El limite de este sufrimiento que engendra la alegría no es fijo, varía con el grado de perfección de la vida. Porque un dolor parezca intolerable, atroz, atenazante, aplastante, no se debe deducir que sea muy grande, sino que estamos demasiado debilitados, que no vivimos nuestra propia vida. Adviértase así que el dolor no es necesariamente un mal, sino un elemento esencial del bien supremo"2.

No podemos, pues, esperar al soberano bien sino viviendo nuestra propia vida, para lo cual no poseemos otros recursos que apelar a nuestra energía moral; ésta aparecerá por sí misma si creemos firmemente en la eficacia de nuestros esfuerzos. Hemos de repetir que este mundo es bueno, desde el momento en que es según lo hacemos, y bueno debemos hacerlo. ¿Cómo excluir del conocimiento de la verdad una creencia inherente a la creación de esta verdad? M posee un carácter indeterminado susceptible de formar parte constitutriz de un pesimismo absoluto, tanto como de un meliorismo, o, dicho de otro modo, de un optimismo moral (al que se debe distinguir del optimismo sensual). Todo dependerá del carácter de x, que representa la contribución del sujeto; dondequiera que esta contribución aparezca es un hecho dado, podemos, lógicamente, legítimamente y sin discusión, creer lo que deseemos. La fe crea su propia sanción. El pensamiento engendra literalmente el hecho, como el deseo ha engendrado el pensamiento3.

Volvamos ahora a la cuestión radical de la vida —la de saber si, en el fondo, nuestro universo es moral o inmoral—, y examinemos si el método de la fe puede hallar aquí explicación legítima. Trátase, en realidad, del problema del materialismo. ¿El mundo se reduce, simplemente, a un conjunto de hecho brutos y actuales, a una existencia de facto, de la que no se puede afirmar sino la propia existencia, o bien, por el contrario, los predicados bueno, malo, y la idea de deber aplícanse tan íntimamente a los fenómenos como el simple juicio de existencia o de no existencia? Los materialistas refieren los propios juicios de valor a simples materias de hecho; las palabras bueno y malo no conservarían así sentido alguno, fuera de nuestros intereses subjetivos. Si yo entiendo, por ejemplo, que debo soportar una gran aflicción antes que faltar a mi palabra, es que, sencillamente, asocio mis intereses sociales a la posibilidad de guardar mi fe; y una vez admitidos estos intereses, hácese preferible para mí el guardar mi promesa a despecho de todo. Pero los intereses en sí mismos no son buenos ni malos, sino acaso por relación a otros órdenes de intereses que constituyen en sí mismos simples hechos subjetivos.

Para los moralistas, al contrario, la razón de ser de los intereses no consiste solamente en ser percibidos: debemos creer en ellos y obedecerlos. No sólo es preferible para mis intereses sociales que me atenga yo a mi promesa, sino, para mí, el que esté yo dispuesto para ellos y para el mundo, el poseer un yo que les contenga. Así como la antigua leyenda suponía que el mundo estaría sostenido por una roca, ésta, a su vez, por otra, y así sucesivamente hasta el infinito, quien crea en la moralidad de nuestro universo, debe asignar como fundamento al orden moral, ya un debe último y absoluto, o bien una serie infinita de deberes4.

Entre este moralista, por decirlo así, objetivo, y el que precede, es inmensa la diferencia. El subjetivista, cuando sus sentimientos morales están en lucha con los hechos del ambiente, siempre puede intentar el restablecer la armonía, atenuando algún poco el grado de sus sentimientos; redúcense éstos a simples hechos, que no son, en sí mismos, buenos ni malos, pudiendo condenarlos al sueño o despertarlos por los medios que tiene a su disposición. Compromisos, oportunidades, capitulaciones de conciencia (nombres a los que se adscribe un desprecio convencional), designan para el subjetivismo los medios más fáciles y adecuados —si sabe emplearlos— de hacer revivir esta armonía entre su pensamiento y el mundo exterior, en la que se resume su concepción del bien. Por otra parte, el moralista absoluto, cuando sus intereses hurtasen al mundo exterior, no es libre de sacrificar su ideal a la brusquedad de una armonía; el interés ideal permanece inmutable en este respecto. La resistencia, la pobreza, el propio martirio, la tragedia, en una palabra, son las solemnes fiestas a las que le convida su fe íntima. No quiero decir con esto que se encuentre a cada momento esta oposición entre dos tipos de hombres; en las cuestiones corrientes hállanse de acuerdo todas las escuelas. En las circunstancias críticas de la vida es donde pónese a prueba nuestra fe; entonces fáltannos las máximas rutinarias y volvemos la cara a nuestros dioses. En tales momentos no es posible decir que la cuestión de si hay un mundo moral esté vacía de sentido, so pretexto de que su objeto es independiente del mundo fenomenal. Todas las cuestiones poseen una profunda significación, desde el momento en que su solución ha de determinar nuestra actitud. Para responder debidamente a ésta, parece que procediéramos al modo que el físico al contrastar el valor de una hipótesis. Deduce él de ésta un hecho experimental x; añade a este acto a la masa M de los hechos ya existentes; si la hipótesis es cierta, x concordará con M; si no, estará en desacuerdo. Los resultados del acto corroborarán o refutarán la idea que la ha dado origen. Lo propio ocurre en nuestro caso; para demostrar la teoría relativa al carácter moral objetivo del mundo, nos contentaremos con obrar conforme a esta teoría; deberá ser tenida por válida si la acción no da por resultado el invertirla, si armoniza, en suma, con la experiencia, de manera tal que el campo de ésta se amplíe, pero sin alterarse la esencia. Si este universo es objetivamente moral, todos los actos, todas las expectativas que funde sobre esta afirmación, tenderán a asimilarme, cada vez más, completamente a los fenómenos ya existentes: M+x concordarán. Cuanto más viva, es decir, cuanto más sean los frutos de mi actividad, más completo será el acuerdo. Mientras que si, por el contrario, a despecho de mi opinión, no es el universo un universo moral, el curso de la experiencia proyectará siempre, de nuevo, obstáculos sobre la ruta de mi creencia, y ésta no será con respecto a aquélla sino una traducción más o menos fiel; acumularanse las hipótesis subsidiarias para dar apariencia temporal de cohesión a términos que se oponen; pero a la larga faltará este recurso.

Si, por otro lado, sostengo, con razón, que el universo no es moral, ¿en qué consistirá mi demostración? Estribará en tratar a la ligera mis intereses morales, en dudar de que exista un deber hacia ellos (puesto que el deber no aparece sino entre ellos y otros fenómenos), en rechazarlos en cuanto me moleste algo su cumplimiento, en rehusar, finalmente, toda actitud trágica; con todo lo cual acomodaría, a la larga, mucho mejor la existencia. "Todo es vanidad", es entonces la última palabra de la sabiduría. Aunque ciertas series presenten apariencia de gravedad, quienquiera que trate de las cosas, en general, con cierto grado de ligereza y de sano escepticismo, podrá llegar a ver que los resultados prácticos de su hipótesis epicúrea sanciónanla más y más, y no sólo la libran de aflicción, sino que hacen honor a la sagacidad del sujeto pensante. En tanto que, por otra pare, quien persista en creer, contrariamente a la realidad, que ciertas cosas han de ser manera absoluta, desdeñando la verdad de que, en el fondo, todos los sucesos son equivalentes, hallárase cada día más embarazado y perplejo ante los fenómenos del universo, alejándole cada vez más su trágica desesperación, a medida que se acumulen las experiencias, de esta reconciliación final, a la que van a terminar a menudo ciertos dramas.

La palabra anestesia es el término divisa del objetivo último del escéptico moral; energía, es la divisa del moralista. Obrad según mis creencias, grita éste último, y los resultados de vuestra acción demostrarán la justicia de mis ideas, como asimismo, que hoy la naturaleza de las cosas lleva el sello de una infinita gravedad. Obrad según las mías, nos dice el epicúreo, y las consecuencias de vuestro acto os harán ver que bajo esta aparente superficial gravedad hay un mundo sin valor real. Vosotros, vuestros actos, y aun la misma naturaleza de las cosas, seguirán envueltas en la propia fórmula, en la universal vanitas vanitatum.

Con objeto de simplificar mi exposición, he discutido como si el proceso de demostración apareciese en la vida de un solo filósofo, lo que es evidentemente falso, ya que ambas teorías opónense siempre y que hallan ambas su contraste en los hechos del universo. Valdría más esperar en presencia de un problema de tal importancia a que toda la experiencia de la especie humana hubiese de hacer la demostración; la evidencia total no podría ser adquirida antes que la sucesión de los fenómenos se dé integralmente, antes que el último hombre haya dicho su última palabra y aportado su parte contributiva a la x, aun incompleta. Entonces es cuando habrá de ser completa la prueba, y conocerase indudablemente si la x moral llena el vacío que por sí solo impedía a la masa M del mundo el formar una unidad legal y armoniosa, o si la x amoral ha dado los definitivos argumentos destinados a mostrar cómo la masa M es tan vana exterior como interiormente.

Si esto fuese así, ¿no se advierte claramente que los hechos M tomados en sí son incapaces para justificar una conclusión que, de un modo u otro, se adelantaría a nuestra acción? Mi acción es el complemento que por su acuerdo o desacuerdo con la masa, a la cual se aplica, revela la naturaleza oculta de ésta. El mundo puede ser comparado con una cerradura, cuya naturaleza interior, moral o no, jamás se revelará por sí misma a nuestra mirada. Los positivistas, al prohibirnos toda hipótesis respecto al particular, nos condenan a la ignorancia eterna, porque la evidencia que ellos esperan no llegará jamás, en tanto que permanezcamos pasivos. Mas la naturaleza ha puesto en nuestras manos dos llaves que nos permiten probar la cerradura. Si ensayamos la llave moral, y se adapta, es que la cerradura es moral. Si ensayamos la cerradura amoral, y se adapta, será una cerradura inmoral. No se me alcanza otra evidencia ni otra "prueba" que ésta. Es perfectamente exacto que es necesaria la cooperación de las generaciones para esclarecer el problema. Pero, en estas materias, lo que se ha convenido en llamar la solidaridad de la especie humana es un hecho patente. Lo esencial es que entren legítimamente en juego nuestras preferencias activas; que nuestra función como hombres incítenos a ensayar una de las dos llaves, y precisamente la que nos inspira más confianza. Si, pues, la prueba hállase subordinada a mi acción, y si al obrar necesito correr el riesgo de equivocarme, ¿cómo pueden reprochar con sello infamante los profesores una "credulidad" convocada por la estricta lógica de la situación? Si este universo es realmente moral; si mis actos hacen de mí uno de los factores de sus destinos; si el hecho de creer cuando se duda es posible que constituya por sí mismo un acto moral análogo al que se verifica cuando se vota, sin tener la certeza de ganar, ¿con qué derecho se renegará deliberadamente de la función más honda de un ser imponiéndole el absurdo mandato de no mover manos ni pies, sino permanecer presa de duda eterna e insoluble? ¿Pero es que la duda misma no es por sí una decisión de amplios límites prácticos bastante a hacernos perder los bienes que hubiéremos podido ganar adhiriéndonos a la otra opinión? Es más; yo digo que es, a menudo, imposible en la práctica distinguir la duda de la negación dogmática. Si yo rehúso impedir un homicidio, porque dudo de que este homicidio sea justificado, virtualmente yo estimulo al crimen. Si rehúso achicar el agua que ha anegado un bote, en la duda de que mis esfuerzos no sean suficientes a vaciarle, ayudo en realidad a que se vaya a fondo. Si dudo de mi derecho a evitar un precipicio, contribuyo activamente a mi aniquilamiento. Quien se ordena a sí mismo a no creer en Dios, en el deber, en la libertad, en la inmortalidad, podría ser tomado por el que practica la negación dogmática. El escepticismo en material moral es un olvido de la inmoralidad. Quien no está conmigo está contra mí. El universo no admite la neutralidad en estas cuestiones. En teoría, como en práctica, aunque se quiera esquivar los problemas, hablando como nos plazca de un sabio escepticismo, en realidad estaremos siempre militando por un bando u otro.

Sin embargo, por evidente que en la práctica sea esta necesidad, miles de lectores de revistas y diarios quedarán cogidos en las redes de fútiles negaciones sugestivas establecidas por los directores de opinión. No habría quien dejase de hallar su camino de poder libertarse de tales vetos lanzados contra el libre ejercicio de los respectivos derechos. El corazón humano no exige sino que le dejen elegir; y renunciará de buen grado a la certidumbre en materias universales, con sólo que se le permita ejercitar el inalienable derecho de correr un riesgo, derecho que en los negocios más insignificantes nadie osa disputarnos. Si yo hubiere podido, en el curso de mi elucubración, como el ratón de la fábula, roer algunos hilos de la red sofística, tendría mi trabajo como suficientemente recompensado.

Para resumir: no podrá tenerse como racional, universal y definitivamente, la filosofía que sólo afronte las necesidades lógicas, sino la que además se proponga determinar en cierta medida el objeto de nuestra expectación, y, aun más ampliamente, hacer directa apelación a aquellas de nuestras fuerzas íntimas que en más estima tenemos. La fe, que es una de estas fuerzas, persistirá siempre en el número de los factores imposibles de eliminar de las construcciones filosóficas, tanto más, cuanto que en muchos respectos engendra por sí misma su propia sanción. En tales puntos es, pues, preciso renunciar a exigir unanimidad en las opiniones humanas.

Por lo tanto, hemos de admitir como conclusión que la filosofía última debe hallarse de tal modo tejida que no haya una separación estricta entre la herejía y la ortodoxia; por encima y más allá de las proposiciones que nos invite a suscribir ubique, semper et ab omnibus, habrá de dejar paso a otro reino en el que el alma pueda hallar un abrigo contra los prejuicios de escuela que la ahogan, dejando que su fe corra sus propios riesgos. Al presente nuestra función reduciase a señalar distintamente las cuestiones que caen dentro de su campo.

 


 

Notas

 

1. La orden que la ciencia nos da de no creer nada que no esté demostrado por los sentidos, es, a lo sumo, una regla de prudencia destinada, a la larga, a aumentar nuestras posibilidades de ver con presteza y a reducir al mínimo las posibilidades de error. De obedecerse esta regla en cada caso particular, la verdad se nos iría con frecuencia; pero, en conjunto, vale más conformarse regularmente, porque se tiene la seguridad de equilibrar las pérdidas con las ganancias. Hay aquí algo de los principios del juego y del seguro, basados sobre probabilidades que nos garantizan contra tal pérdida de detalle para salvarnos de una total ruina. Pero esta amenazante ruina filosófica no es posible sino en un gran transcurso de tiempo, por lo cual es inaplicable a la cuestión de la fe religiosa, según se da al individuo. Este no se lanza al juego de la vida para evitar una pérdida, puesto que nada tiene que perder, sino por adquirir una ganancia, debiendo decidirse ahora o nunca, porque el infinito curso del tiempo que para la humanidad se desenvuelve, no existe para él. Que dude, crea o niegue, corre siempre un riesgo: al menos habrá que reconocerle el derecho a elegir en la Naturaleza.

2. Life of James Hinton, págs. 172 y 173. —Véase también el excelente capítulo sobre la fe y la visión, en Mistery of Matter, por J. Allanson Picton. El Misterio del dolor, de Hinton, será siempre una exposición clásica sobre el asunto.

3. Adviértase que en todo esto para nada entra el libre albedrío; el argumento tiene aplicación, tanto a un mundo determinado como a un universo indeterminado. Si se fija previamente M+x la creencia que conduce a x y el deseo que suscita la creencia, son igualmente fijos. Pero fijados o no, estos estados subjetivos forman una condición fenomenal que precede necesariamente a los hechos y que constituye a fortiori, por consecuencia, la verdad M+x. Si, sin embargo, son posibles los actos libres, la fe en su posibilidad al aumentar la energía moral que les da origen, acrecerá se frecuencia en un individuo dado.

4. En ambos casos, según he hecho ver en otro ensayo, el deber al que considérase ligado el moralista personalmente, ha de tener sus raíces en un sentimiento experimentado por otro pensador o por una serie de pensadores a cuyas demandas satisfaría individualmente.

 

Una de las ventajas de los textos en formato electrónico respecto de los textos impresos es que pueden corregirse con gran facilidad mediante la colaboración activa de los lectores que adviertan erratas, errores o simplemente mejores traducciones. En este sentido agradeceríamos que se enviaran todas las sugerencias y correcciones a sbarrena@unav.es

Fecha del documento: 13 de abril 2009
Ultima actualización: 30 de marzo 2022

[Página Principal] [Sugerencias]