Charles Sanders Peirce. Razón e invención del pensamiento pragmatista
Anthropos, nº 212 (2006), pp. 132-139

La semiótica de Peirce


Wenceslao Castañares

 

La cuestión siempre disputada del significado se convirtió tras la revolución lógica y lingüística de finales del siglo XIX y principios del siglo XX en un galimatías. Así lo constatan C. K. Ogden e I. A. Richards en su famosa obra El significado del significado (1923), declarando que, una vez más, "los filósofos son de poco fiar". Sin embargo, la cuestión parece empezar a aclararse cuando, en una definición muy poco precisa, el Wittgenstein de las Investigaciones Filosóficas (1953) acertara a encauzar el problema afirmando que, "para una gran clase de casos, [...] el significado de una palabra es su uso en el lenguaje".

Esta pequeña historia resulta bastante ilustrativa del destino de las grandes aportaciones que C. S. Peirce ha hecho a la filosofía y la ciencia del siglo XX. La solución de Wittgenstein ya había sido enunciada y sistemáticamente desarrollada por Peirce mucho antes de la publicación de las Investigaciones Filosóficas. Sin embargo, para que la solución de Peirce fuera verdaderamente conocida no fueron suficientes intentos como los de Ogden y Richards (que incluyen en su obra un breve resumen de la semiótica peirceana), sino que la semiótica empezara a constituirse como un campo autónomo de investigación y que la obra de Peirce, conocida de forma muy fragmentada, empezara a ser leída sistemáticamente. Pero incluso en ese nuevo contexto, la semiótica de Peirce se ha encontrado con no pocas dificultades, derivadas tanto del modo en que entendió los problemas como de su propia idiosincrasia.

Como en otros muchos aspectos de su extensa obra, Peirce logró aportar a la semiótica ideas muy originales, pero que al mismo tiempo estaban vinculadas a la tradición. Cuando Peirce se ocupa de los problemas derivados de la acción de los signos, otro gran adelantado a su tiempo, Ferdinand de Saussure, cree encontrarse ante una serie de nuevos problemas que afectan, no ya a la lingüística, que es su campo de interés, sino a otro ámbito mucho más amplio de cuya existencia no tiene constancia y para el que propone un nombre: semiología. Peirce es muy consciente de que ese extenso territorio está en gran medida inexplorado, pero no tiene que inventar ninguna expresión que lo designe porque ya existe: semiótica. De la misma manera es sabedor de que otros muchos, desde tiempos muy antiguos, habían llevado a cabo breves incursiones en ese ignoto y difícil territorio. La semiótica de Peirce encuentra fácil acomodo en su arquitectura de la ciencia1 porque se encuentra vinculada a la tradición lógica y retórica que se había ocupado del tema de la significación aunque, generalmente, de forma ocasional y muy poco paciente. Naturalmente que, para ello, hubo de redefinir la lógica y enfocar desde nuevas perspectivas los problemas derivados de la significación.

1. El objeto de la semiótica

Como en tantas otras cuestiones, la teoría semiótica de Peirce fue evolucionando a lo largo de su vida. Aunque las ideas básicas estén ya claras desde los primeros momentos, su obsesión por la precisión le llevará a formular más de setenta definiciones2 de la acción de significar. Todas ellas sin embargo contemplan que en los procesos de significación hay tres elementos que están relacionados entre sí manteniendo una relación triádica que no puede ser reducida a relaciones entre pares. Las definiciones de Peirce suelen pasar por definiciones del signo pero lo cierto es que definen la relación triádica que todo signo implica. Al principio Peirce no usa ningún término específico para esa relación, que tampoco parecía existir en la tradición. Pero, como en otras ocasiones, terminó encontrándolo. Peirce llegaría a conocerlo tras el descubrimiento en Herculano de unos escritos del lógico epicúreo Filodemo de Gadara (s. I a.C.) en los que la palabra "semiosis" es utilizada para designar la inferencia que la interpretación de todo signo implica. Peirce redefine este concepto interpretándolo como una "acción o influencia" que implica la "cooperación" de los tres elementos que intervienen en todo acto significativo (CP 5.484, c.1906).

La forma que Peirce tiene de definir esas relaciones y los tres elementos implicados varía según los contextos, pero sintéticamente podríamos reducirlas a dos: una de carácter más formal, que sin duda apreciaba más, y otra más intuitiva, que para los no iniciados suele resultar más sugerente. Las definiciones más formales son deudoras de la fenomenología o faneroscopia ya que los tres elementos implicados son definidos en función de las tres categorías (primeridad, segundidad, terceridad). Un buen ejemplo de este tipo de definiciones es la siguiente: "Un signo o representamen es un primero que está en tal relación triádica con un segundo, llamado objeto, como para ser capaz de determinar a un tercero, llamado interpretante, a asumir la misma relación triádica en la que él está con el mismo objeto" (CP 2.274, c. 1902). Pero, si preferimos una definición más intuitiva, en la siguiente encontraremos todo aquello que caracteriza la concepción peircena: "Un signo o representamen, es algo que está en lugar de algo para alguien en algún aspecto o carácter. Se dirige a alguien, esto es, crea en la mente de esa persona un signo equivalente, o, tal vez, un signo aún más desarrollado. Este signo creado es lo que yo llamo interpretante del primer signo. El signo está en lugar de algo, su objeto. Está en lugar de ese objeto, no en todos los aspectos, sino sólo con referencia a una suerte de idea que a veces he llamado el fundamento del representamen" (CP 2.228, c. 1897).

En esta definición, que es una de nuestras preferidas, podemos encontrar lo que, como antes decíamos, es tan característico de la concepción peirceana: la vinculación con la tradición y la originalidad. En ella encontramos una fórmula acuñada en la escolástica medieval3 y que, aunque imperfecta, para muchos era la que mejor definía al signo: aliquid stat pro aliquo (algo que está en lugar de otro). Pero reúne otros elementos indispensables para comprender la teoría de Peirce: las nociones básicas de objeto e interpretante, el hecho de que la semiosis sea otra forma de concebir la comunicación y, el detalle, no siempre apreciado, de que los signos sólo representan a sus objetos en algún aspecto pero no en todos.

La terminología utilizada por Peirce (una cuestión que siempre le preocupó de forma obsesiva) es también una mezcla de respeto a la tradición y de innovación. La combinación de estos dos ingredientes ha producido, en unos casos, estupefacción y, en otros, confusión. El uso de expresiones como "objeto" e "interpretante" exige normalmente una explicación que es, por lo demás, razonable. El "objeto" es para Peirce "lo representado por el signo". Ahora bien, cuál sea su naturaleza o cómo debamos concebirlo es algo que no puede comprenderse si no se conocen los aspectos fundamentales de la ontología y la epistemología peircena. Peirce mantiene que hay dos tipos de objetos o, quizá mejor, dos formas de entender el objeto: el objeto dinámico y el objeto inmediato. Introduce así la necesaria distinción entre lo real, entendido como aquello cuya existencia es independiente del pensamiento de cualquier sujeto, y esa misma realidad, ya conocida, pero dependiente de la representación que hacen los sujetos concretos, sometidos como están a las contingencias históricas y personales. Desde nuestro punto de vista, con esta distinción no sólo se acaba con muchos de los problemas que había suscitado la noción de referente sino que debería acabar también con las reticencias de aquellos que creían que al admitir un "objeto" de la representación se admitía una "entidad" de naturaleza no semiótica y, por tanto, se mezclaban los problemas semióticos con los problemas metafísicos y epistemológicos. El objeto inmediato es ya una realidad representada y, en cuanto tal, depende, al menos en parte, de la representación misma. Dado que el signo representa al objeto sólo en algún aspecto, el problema del conocimiento no es algo dado de una vez para siempre, sino que nos remite a un proceso que, como veremos, no tiene unos límites definidos. Este objeto, en cuanto depende de la representación y la interpretación, debe ser ya conocido en algún sentido y, desde luego, no plantea el problema de qué tipo de realidad presupone. Como dice en unos conocidos párrafos, el objeto puede ser "una cosa singular conocida existente, o que se cree que haya existido, o que se espera que exista, o un conjunto de tales cosas, o una cualidad o relación o hechos conocidos", o "algo de naturaleza general, deseado, requerido, o invariablemente encontrado en ciertas circunstancias generales" (CP 2.232, 1910); en definitiva, "cualquier cosa perceptible, imaginable e, incluso, inimaginable en algún sentido" (CP 2.230, 1910). Es decir, "objeto" tiene para Peirce un sentido más próximo a su origen etimológico (ob-jectum) y al uso que de este término hacen los escolásticos medievales (su querido Duns Escoto entiende objectivum como "el objeto en tanto que pensado"), que al que se ha impuesto a partir de Kant, quien, al concebir al objeto como "lo que no reside en el sujeto", tiende a situarlo fuera de su relación con él.

El que la semiosis sea necesariamente una relación triádica implica que no pueda entenderse el objeto sin el signo ni sin el interpretante, y a éste, sin su relación con los otros dos. Y puesto que la semiosis es fundamentalmente acción, la mejor forma de definir el interpretante es el de efecto de esa acción. Con ser importantes las otras innovaciones que Peirce introduce, es posiblemente ésta la de mayores consecuencias. La primera de ellas tiene que ver con nuestra referencia a Wittgenstein. Lo que el signo significa está en relación con las condiciones de su producción y su interpretación, en definitiva, con el uso comunicativo que de él se hace.

Otra consecuencia muy importante es que el efecto producido puede ser de muy variada naturaleza. En términos peirceanos deberíamos decir, de primeridad, de segundidad y de terceridad, pero si utilizamos expresiones más cotidianas podríamos decir de naturaleza emocional, física y lógica. Ninguna de las teorías específicas del signo que conocemos, precisamente porque la mayoría se elaboran en contextos muy rígidamente lógicos, habían tenido en cuenta un hecho de experiencia tan banal como el que los signos producen efectos emocionales, fisiológicos y físicos. Es verdad que las retóricas se construyen sobre la constatación de que, para convencer a alguien, los aspectos emocionales del discurso pueden ser más decisivos que los meramente argumentativos o lógicos, pero lo cierto es que no se acaba de vincular explícitamente estos efectos con la significación. Cuando se habla de significado, en general, se está pensando en un aspecto muy restringido del significar: en el de los nombres sustantivos considerados como partes abstractas de la oración. Pero Peirce establece definitivamente que lo que un signo "significa" no es necesariamente un concepto. De ahí su insistencia en que los interpretantes puedan ser inmediatos o emocionales, dinámicos o realmente existentes y finales o lógicos4.

Otra cuestión no menos importante es que el interpretante sea, la mayor parte de las veces, un signo equivalente o quizás más desarrollado que el signo que lo ha producido. Al llamar la atención sobre este aspecto, parece como si Peirce quisiera advertir que la semiosis no es algo que se agote en un acto comunicativo determinado espacio-temporalmente. Los actos comunicativos explícitos, como el que ahora lleva a cabo el lector, no pueden ser concebidos sin otros que le han precedido o sin los que seguramente se producirán a continuación. Semiosis no es sólo la acción de un signo aislado sino la de todos los signos: los que ya han producido efectos y los que seguirán produciéndolos. En este sentido es un proceso indefinido, sin límites, que nos remite hacia atrás en un proceso histórico cuyo inicio ignoramos y cuyo final no podemos prever en sus justos términos. La semiosis real, encarnada, no es otra cosa que la trasmisión social del sentido que realizamos en los actos reales o posibles de comunicación. Es este el principio que nos permite decir que los actos comunicativos no son concebibles sino como actos de significación y estos como actos comunicativos reales o posibles. De ahí que los principios más generales que nos permiten comprender los actos comunicativos sean los de la semiótica.

2. Semiosis e inferencia

La semiosis es, desde el punto de vista social, el flujo comunicativo que pasa de un individuo a otro, de una generación a otra. Es por tanto un fenómeno histórico y cultural. Pero desde el punto de vista del sujeto, es el modo en que se concretan y llevan a término los procesos de pensamiento a través de los cuales se adquiere información del medio y se responde a los retos que el medio plantea. Para Peirce el pensamiento lo constituyen los signos y estos signos no surgen en la mente de forma espontánea, si por tal entendemos una ausencia de vinculación con otra cosa; sino que un signo surge siempre de otro signo. El pensamiento es discurso, es decir, encadenamiento de unos signos con otros siguiendo las "leyes del pensamiento". Dado que el pensamiento sólo es posible por medio de signos, las leyes del pensamiento son las leyes de los signos. De ahí que, si la lógica es la ciencia que estudia las leyes del pensamiento en su intento de descubrir la verdad, la lógica no sea sino otro nombre de la semiótica.

Cuando Peirce define a la lógica como semiótica no está haciendo algo que no se hubiera hecho ya. Para un mediano conocedor de la historia de la filosofía resultará familiar esta identificación. Un autor tan leído como John Locke (Ensayo sobre el entendimiento humano, IV, XXI) establece explícitamente la equiparación entre lógica y semiótica. Ahora bien, esta identificación tiene en Peirce un sentido diferente que en otros autores. Peirce aclara que entiende la lógica en dos sentidos. En un sentido estricto la lógica es la ciencia que establece "las condiciones necesarias para la consecución de la verdad"; pero desde un punto de vista más amplio, es ya semiótica y, entonces, no se ocupa sólo de la consecución de la verdad sino de las condiciones que hacen posible que un signo surja de otro signo. De ahí que en ocasiones especifique que la lógica es la ciencia "de las leyes de la evolución del pensamiento, lo que coincide con el estudio de las condiciones necesarias de la transmisión del significado por medio de signos de una mente a otra mente, y de un estado de la mente a otro" (CP 1.444, c.1896). El campo de la semiótica de Peirce es, pues, más amplio que el campo de la lógica tal como había sido entendida tradicionalmente. La semiótica, aparte de la lógica en sentido estricto, contiene otras dos ramas: la gramática especulativa o pura, que se ocupa de las condiciones que deben cumplir los signos para que puedan "encarnar algún significado", y la retórica pura, que se ocupa de las leyes que hacen posible que los signos surjan de otros signos (CP 2.229, 1897).

Esta ampliación de la lógica convertida en semiótica aparece de forma nítida cuando se aplica al modo de concebir las inferencias. La lógica tradicional se ocupaba de las inferencias estrictamente demostrativas, en términos aristotélicos, del silogismo científico. Pero la lógica-semiótica de Peirce tiene que ampliarse a todo tipo de inferencias: incluye las dos formas tradicionales de la deducción y la inducción, pero también esa otra forma de inferencia, quizá vislumbrada por Aristóteles pero ignorada por la lógica tradicional, a la que definitivamente Peirce llamará abducción. El descubrimiento de la tercera forma de la inferencia constituye un hecho fundamental para la construcción de toda la teoría peirceana. Él mismo es consciente de ello cuando mantiene que el pragmatismo se basa en la lógica de la abducción (CP 5.196, 1903). La abducción le permite a Peirce dar respuesta al problema gnoseológico de cómo tienen lugar los juicios perceptivos; es también una explicación que permite abordar desde el punto de vista lógico la riqueza de la comunicación y que nos lleva a entender como hecho "normal" la disparidad y el malentendido. Pero cuando la lógica de la abducción adquiere toda su importancia es cuando se presenta como una explicación de la novedad y la invención. Explicar cómo surge en la mente una idea nueva no es una cuestión que afecte sólo a la creatividad y a como esta se manifiesta en la creación artística, sino que se trata de una explicación que da cuenta de la naturaleza misma del hombre, del funcionamiento de una mente que ha sido capaz de afrontar con éxito los innumerables problemas de adaptación al medio. Es explicar también cómo es posible el conocimiento científico y, en definitiva, es el fundamento de la concepción de la ciencia, no como la entendieron los griegos, como una "habilidad" para obtener una definición de la que, a modo de corolarios, se derivan las propiedades (CP 1.232, 1902), sino como algo vivo que crece introduciendo ideas nuevas. El conocimiento acumulado por una cultura nunca puede darse por concluido porque las hipótesis que surgen como respuestas a las interrogaciones que nos suscita el mundo observado sólo pueden ser respondidas de forma aproximada, lo que obliga a mantener abierta la investigación indefinidamente.

Como consecuencia de todo ello, la lógica-semiótica, ya no es una ciencia meramente formal. La fuerza de un razonamiento no depende exclusivamente de la necesidad que vincula la conclusión con las premisas de las que se ha partido, es decir, de su validez. En el argumento deductivo no hay diferencia entre su fuerza y su validez. Pero no siempre ocurre así: un argumento débil, como es la abducción, no deja de ser lógico. Dejará de ser lógico si aspira a tener una fuerza que no tiene. Su "lógica", su razonabilidad, proviene de si alcanza o no sus objetivos prácticos (CP 5.192, 1903). Y es que sin la eficacia, tan extraña, tan inexplicable, de esos argumentos débiles que son las abducciones no hay posibilidad de introducir ideas nuevas y, por tanto, de avanzar en el camino hacia la verdad. La lógica, en definitiva, se ocupa de cómo somos capaces de crear reglas y de los distintos modos en que podemos ponerlas en práctica.

3. Los signos y sus clases

Otra de las cuestiones más citadas de la semiótica de Peirce es la clasificación de los signos. Desvinculada de las ideas basilares de su semiótica, la clasificación de los signos no deja de ser una cuestión formal, surgida del ejercicio combinatorio de las tres categorías fenomenológicas y de las diversas modalidades en que se manifiesta el objeto y el interpretante de los signos. Entendidas de esta manera, las clases de los signos se convierten en una especie de estantes o casilleros en los que pueden introducirse los signos. Justamente de la forma en que Peirce no quería que se usaran las clasificaciones.

Es verdad que, combinando los modos de ser de un signo con los tipos de objetos y de interpretantes, podemos obtener una clasificación de 66 clases válidas de signos de las cuales, las 10 que describe en CP 2.254 y siguientes (c.1903) serían las fundamentales. Pero cuando esta clasificación adquiere su verdadero interés es cuando consideramos el uso que hacemos de los signos. En la descripción de este uso quizá no lleguemos a ubicar un signo con toda exactitud en la clasificación, pero, como dice Peirce, una aproximación resultará suficiente para nuestro propósito (CP 2.265), que debe ser el de comprender qué representan y qué efectos pueden producir. Es desde luego indispensable conocer las definiciones de esas tres clases de signos (tan citadas pero no siempre bien entendidas) que son los iconos, los índices y los símbolos. Pero lo es mucho más determinar las condiciones que hacen de un signo un icono, un índice o un símbolo o, quizá mejor, qué es lo que un signo usado en un contexto determinado tiene de icono, de índice y de símbolo. Lo que ocurrirá más frecuentemente es que nuestro signo no se corresponda únicamente con alguna de esas categorías, entre otras razones porque no hay iconos puros, como tampoco símbolos puros, así como en aquellos que consideramos índices pueden hallarse dosis más o menos elevadas de iconicidad y simbolismo. Es el análisis concreto de los signos, como el que, por ejemplo, hace Peirce a propósito de la fotografía, de las formas de andar de un jinete o un marinero, de las letras que utilizan los matemáticos, de los barómetros, las veletas o las plomadas5, el que permite comprender su verdadera utilidad. Comprendemos también entonces que la semiosis es pensamiento y que en toda inferencia, no sólo en la científica, tenemos que usar una mezcla de iconos, índices y símbolos (MS 404, 9), de tal manera que las diversas formas en que se expresan los signos se corresponden con las diferentes formas que adopta la inferencia. Es entonces cuando queda meridianamente claro que "el arte de razonar es el arte de ordenar" los signos propiamente humanos, los símbolos, para conseguir la verdad. Se ve también con claridad cómo los símbolos "crecen", gracias al uso que las gentes hacen de ellos y gracias también a la experiencia del mundo que les rodea. La clasificación de los signos deber tener, esta utilidad y no la mera operación taxonómica que, desvinculada del uso, no tiene ningún interés.

4. Peirce y la semiótica contemporánea

La forma en que Peirce ha sido entendido por los especialistas en semiótica no puede desvincularse de los acontecimientos y avatares sufridos por la disciplina misma. Cuando en los años sesenta se despierta de forma singularmente vigorosa el interés por una disciplina que no había encontrado acomodo histórico que le permitiera autonomía, aún se la considera como ciencia de los signos. Este interés se suscita, sobre todo, entre los estructuralistas franceses y, consecuentemente, la atención se dirige entonces a la semiología de Saussure, inevitablemente vinculada a la Lingüística, que es la fuente de la que bebe el estructuralismo. Peirce aparece entonces como un autor por descubrir, más bien enigmático y poco sistemático. Pero pronto se advertiría que el signo, tal como era entendido por Saussure, ofrecía a la semiótica más limitaciones que posibilidades de desarrollo. Surge entonces como un lema la proscripción del signo, de todo signo, y la entronización de la reflexión en torno al texto y al discurso como la única forma de avanzar en la construcción de la semiótica. No quiere repararse en que el término "signo" es utilizado de forma muy diferente por Saussure y por Peirce. En la obra de este último se advierten otros inconvenientes. Peirce apenas habla de lingüística o de texto. La perspectiva lógica y filosófica es un inconveniente más. Su insistencia en hablar de "objeto" del signo se considera poco menos que una provocación, porque si algo permanece de Saussure es su idea de que el objeto queda fuera de toda consideración semiológica. Para los semiólogos de raíz estructuralista o post-estructuralista la obra de Peirce tiene un interés más bien secundario.

No todos los que se interesaron por la semiótica adoptaron esta actitud. Por la época en que la semiótica comienza a desarrollarse, la filosofía de Peirce empieza a ser tenida en cuenta en Europa y autores tan significativos como Habermas y, sobre todo, Apel, le prestan gran atención. Dentro del ámbito de la semiótica, U. Eco y otros autores italianos son sensibles a algunos de los planteamientos peirceanos. Pero más allá de estos apoyos, es el desarrollo mismo de las teorías lo que va colocando a Peirce en el lugar que le corresponde. Poco a poco se entiende que el objeto de su teoría semiótica es la semiosis y que lo que denomina "signo" bien puede denominarse "texto" o "discurso" porque, en definitiva, de lo que se trata es de explicar las leyes de construcción del sentido que tiene lugar en las prácticas sociales. Desde muy pronto es admitido que los procesos de producción e interpretación son procesos inferenciales. Que el sentido no se reduce a los efectos de carácter lógico y que los efectos emocionales no pueden ser ignorados, sobre todo si se trata de analizar el amplio contexto de la "comunicación masiva". Más tiempo ha llevado aceptar que los signos, los textos, los discursos, representan y nos remiten a una realidad que si bien no puede comprenderse al margen de las representaciones, su existencia no depende totalmente de esas representaciones. Su clasificación de los signos podrá ser calificada de abstracta, pero lo cierto es que nadie puede ignorar categorías como "icono", "índice" o "signo", y mucho menos si nos referimos a los textos que permiten las nuevas tecnologías. Su teoría de la abducción no es sólo una "curiosidad" lógica o un instrumento para analizar algunos textos "peculiares" como los de tema detectivesco; resulta imprescindible para explicar desde el acto de percibir a la creatividad artística o científica pasando por la interpretación de todo signo.

Es verdad que Peirce no se ocupa de la lingüística, ni utiliza la noción de texto o discurso en el sentido en que hoy los entendemos; nada dice acerca de la narratividad, ni desarrolla, aunque la enuncie, una semiótica de las pasiones, y lo mismo podríamos decir de otras muchas cuestiones relevantes para la semiótica actual. Lo que Peirce ofrece se sitúa en un nivel de abstracción superior al de los sistemas semióticos particulares. Los principios que enuncia pertenecen a lo que hoy podríamos considerar una semiótica general, el nivel de análisis más abstracto en que nos podemos situar. Esos principios pretenden explicar el funcionamiento de cualquier entidad semiótica y su conocimiento resulta esencial para comprender los sistemas concretos, ya sea el lenguaje, los sistemas icónicos o los sistemas mixtos utilizados por los medios audiovisuales. El análisis de los textos, entendidos como el resultado de prácticas sociales, necesita desarrollar procedimientos en los que se utilicen nociones menos generales pero que o bien se derivan de esos principios o no entran en contradicción con ellos. Son muchos, aparte de los ya citados, los ejemplos que podríamos poner, pero valgan algunos más como muestra. La noción de intertextualidad y sus modalidades, aunque ambigua y necesitada de un análisis minucioso no puede ser entendida sino desde la naturaleza inferencial de la semiosis. Dentro de ese contexto la noción de hipertexto y la forma en que construye y entra en acción no es otra cosa que la encarnación de la semiosis tal como fue entendida y descrita por Peirce. La descripción de los procesos interpretativos, tan dinámicos y creativos que sólo pueden entenderse como procesos de negociación, tampoco pueden entenderse ni describirse sino desde la concepción peirceana de semiosis. En definitiva, lo que Peirce ofrece al que pretende ocuparse de los procesos de significación y comunicación es una serie de principios generales que, cuando se han comprendido, iluminan cualquier acto comunicativo, se realice por el procedimiento que se realice. Ningún otro autor ha ofrecido hasta la fecha una alternativa más vigorosa que esta.

La semiótica actual constituye un campo inabarcable para un solo investigador y la razón es fácilmente comprensible: la comunicación y la capacidad de comprensión de fenómenos naturales como hechos "significativos" son constitutivas de las acciones humanas. Sin estos factores no hay explicación posible para la cultura. Siendo tan amplio el campo y siendo la semiótica aún tan joven, es mucho lo que queda por hacer. Dentro de ese enorme campo, las ciencias del lenguaje y de la literatura tienen tras sí una rica tradición que ha desarrollado de forma muy amplia recursos que pueden usarse en los análisis que hoy hacemos de los discursos sociales. Su importancia es aún mayor si tenemos en cuenta que el lenguaje es el sistema comunicativo específicamente humano. En términos peirceanos, aunque queden muchas cosas por hacer, podríamos decir que hemos desarrollado, sobre todo, la reflexión sobre los aspectos simbólicos de la cultura. Pero como el mismo Peirce nos ha mostrado, las representaciones simbólicas están hibridadas con otras de naturaleza icónica e indicial, y estas no nos son tan conocidas en el ámbito teórico. Es necesario, por tanto, el desarrollo de una reflexión que se centre de forma específica en la indicialidad y la iconicidad. Esta necesidad es aún mayor en una situación como la actual en la que el uso de nuevas tecnologías nos permite la construcción de discursos sociales con signos de naturaleza diferente a los usados por las tecnologías tradicionales. Contrariamente a lo que algunos piensan, la importancia del lenguaje no ha disminuido, ni la imagen es una forma de representación menos humana que otras. Frecuentemente se oyen y leen afirmaciones sobre estas nuevas formas de expresión que son erróneas porque desconocen principios semióticos básicos. En cualquier caso, tenemos que seguir trabajando para ofrecer consideraciones teóricas e instrumentos de análisis que sean adecuados para las nuevas formas de expresión.

Muy relacionadas con estas cuestiones están otras que requieren nuestra atención y, entre ellas, de forma eminente, las de la creatividad. Los resultados de la creatividad humana no siempre son, de forma inmediata, "representaciones". La técnica (uno de los más espectaculares resultados de la creatividad) es, antes que nada, una "realidad" cuya finalidad es operativa, transformadora. Pero antes de adquirir esa naturaleza "resistente" característica de lo real, ha pasado por una etapa de "ideación" que es representacional. Como antes hemos comentado, en la creatividad está implicada la inferencia abductiva. La profundización en el conocimiento de los procesos abductivos es una vía aún poco explorada que requiere nuestra atención.

 


Notas

1. Según la clasificación de las ciencias que hace Peirce, la lógica o semiótica es una de las tres ciencias normativas que, junto a la fenomenología y la metafísica, conforman la filosofía. La filosofía constituye con las matemáticas y la idioscopia o ciencias especiales, el ámbito de las ciencias del descubrimiento.

2. Para un examen exhaustivo de estas definiciones véase R. Marty, L'Algèbre des Signes: Essai de Sèmiotique Scientifique d'après Charles Sanders Peirce. Amsterdam: Benjamins, 1990.

3. Véase W. Castañares, "Signo y representación en las teorías semióticas", Estudios de Psicología, 23 (3), 2002: 354.

4. Véase CP 4.536 (1906), 5.475 ss. (c. 1906) o en la carta a Lady Welby de 14 de marzo de 1909. No podemos detenernos en una explicación que para ser más exacta debería ser más amplia. Nos remitimos a las explicaciones que hemos dado en W. Castañares, De la interpretación a la lectura. Madrid, Iberediciones, 1994: 137-138.

5. Véase el MS 404 (1894), disponible en castellano en http://www.unav.es/gep/Signo.html. También en CP 2.281, 2.285-287, etc.

 



Fecha de la página: 14 de noviembre 2007
Última actualización: 14 de noviembre 2007

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