Signos en Rotación, Año III, n° 181




CHARLES PEIRCE Y SUS SIGNOS

Floyd Merrell
fmerrell@purdue.edu
Purdue University, Indiana





Quisiera ofrecer en este artículo un panorama del signo según Charles S. Peirce. Mi propósito no es gratuito, pues soy peirceanófilo hasta los huesos, y saussureanófobo desde que descubrí las ventajas del triadismo y el dialogismo peirceano sobre el binarismo saussureano. Ese es el núcleo de la diferencia principal entre Peirce y Ferdinand de Saussure: triadismo contra binarismo. Es la diferencia entre proceso y sistema, entre cambio vital y combinatoria mecánica, y entre el universo de todos los signos, sean lingüísticos o extralingüísticos, y la obsesión saussureana, estructuralista, y pos-estructuralista, por los signos exclusivamente lingüísticos. Vamos, entonces, al grano.


EL SIGNO Y LAS CATEGORÍAS

El signo peirceano es signo de proceso continuo, de flujo, de incesante cambio. Su naturaleza triádica le confiere esa característica. El signo se compone de un 'representamen' (lo que de ordinario denominaríamos el 'signo'), un 'objeto semiótico' (con el cual está interrelacionado el representamen), y un 'interpretante' (el significado o interpretación del representamen a través de su correlación con el 'objeto semiótico').

La interrelación entre el representamen y el objeto queda implícita, si e no hay un interpretante y una correlación que corresponde al interpretante y al objeto establecido por la persona que lo está interpretando, el intérprete. La función del intérprete, en colaboración con su respectivo interpretante, es precisamente la de demarcar, y hacer explícita hasta dónde sea posible, la correlación entre representamen y objeto, lo que pone en marcha el proceso de la significación del signo. La correlación mediadora tiene que ser entonces netamente triádica (CP 2.274, c.1902)1. Nótese que el modelo no tiene forma triangular. Es, más bien, un trípode, de modo que el punto axial crea una interrelación entre un componente y otro componente del signo de la misma manera en que se crea la misma interrelación entre estos dos componentes y el tercer componente. Y así, se completa el signo triádico.

La correlación triádica consta de tres categorías que Peirce denomina Primeridad (Firstness), Segundidad (Secondness) y Terceridad (Thirdness). Peirce mismo concede que sus categorías son 'ideas tan generales que pueden considerarse como algo semejante a inclinaciones o tendencias hacia las cuales se dirigen los pensamientos' (CP 1.356, c.1890). Las categorías fluyen por todos los rincones de la mente de Peirce, impregnando sus reflexiones sobre los signos. Estas categorías yacen detrás de todo pensamiento humano, y de hecho, detrás de todos los procesos del universo, tanto inorgánicos como orgánicos (CP 1.354, c.1890).

Resumo brevemente las categorías de la siguiente manera:

Puede decirse que la Primeridad es cualidad, la Segundidad es efecto, y la Terceridad es producto, y que la Primeridad es posibilidad (un quizás 'pueda ser'), la Segundidad es actualidad (lo que 'es, aquí-ahora'), y la Terceridad es probabilidad o necesidad (lo que debería ser, según las circunstancias que existen 'aquí-ahora').

La Primeridad de por sí no es una cualidad concreta (como, por ejemplo, la sensación del color y la forma de una manzana que quizás estuviéramos percibiendo en este momento). No es más que una mera posibilidad, sin partes definibles, sin antecedentes ni consecuencias. Es simplemente lo que es, sin que alguien sea plenamente consciente de la cualidad que es. Peirce se refiere a la Primeridad como pura libertad, espontaneidad, originalidad, la posibilidad de que acontezca algo nuevo. Es, por ejemplo, cuando en el instante en que alcanzo a percibir un libro azul sobre la mesa, lo que veo, aún (todavía) sin consciencia de lo que veo, es sencillamente una mancha de cierto color antes de que la haya clasificado como una forma rectangular de color azul, y sin que la haya denominado 'libro'. Es nada más una cualidad, sin conexión con todo lo demás que hay a su alrededor. Es sólo una posibilidad que, en algún momento futuro, quizás pueda formar parte de una clasificación determinada de manera que entre en interrelación semiótica con otros signos posibles.

La Segundidad trata precisamente de algo actualizado. Ese algo existe 'aquí', en 'este' momento. Es una singularidad, una particularidad. Es lo que tuvimos delante de nosotros como Primeridad, sin que (todavía) hubiéramos sido plenamente conscientes de ello. Pero ahora sí. Ya nos dimos cuenta más o menos de lo que esa singularidad es, como Segundidad, y nos enfrentamos con el hecho de lo que es, queramos o no. Es para nosotros un mero 'hecho bruto', como parte de nuestro mundo físico, o es una imaginación o un pensamiento en la mente. A esta altura de nuestra consciencia, sabemos que la singularidad es algo aparte de nosotros. Es algún otro, sin que (todavía) lo hayamos podido clasificar o describir. Es decir, como pura Segundidad, queda fuera de la conceptualización, que pertenece propiamente a la Terceridad. En otras palabras, la Segundidad es la otredad en el sentido más primitivo de la palabra. Goza de autonomía respecto a nosotros; es un pleno producto del mundo físico o del mundo mental. Si la Primeridad es afirmación, la Segundidad es negación en el sentido de que implica la existencia de algún 'otro'.

La Terceridad se define a través de un conjunto de tres términos: (1) mediación, (2) transformación, y (3) evolución o crecimiento vital. En el acto de mediación, dos entidades se interrelacionan por medio de una tercera entidad mediadora. Por ejemplo, un signo de interrelacionalidad, media entre un objeto al que está entretejido y un interpretante, e incorpora también a quien esté interpretando el signo: todos quedan íntimamente entrelazados en un abrazo líquido que fluye por el río de la semiosis. Como vimos en la Figura 1, el signo es un eje de intersección interdependiente y interrelacionado que entra en interacción con el organismo que lo interpreta, de modo que todos, incluso el mismo organismo, componen un signo complejo. La Terceridad lleva a cabo una transformación en tanto que su función es la de traducir (interpretar) una entidad semiótica en otra.

Por lo tanto, la Terceridad marca el desarrollo vital de los signos. Es un proceso creador por medio del cual el caos se hace orden, y la confusión se hace claridad (CP 6.97, 1903; 6.298, 1891). Es el proceso de la semiosis, la producción de interpretantes que engendran otros signos que a su vez engendran otros interpretantes, ad infinitum. En cuanto al aspecto temporal de la semiosis, el presente -huidizo, efímero, esquivo- del que el intérprete de un signo (todavía) no tiene consciencia plena, es propio de la Primeridad; el pasado, que ya es un hecho permanente y estático -aunque accesible a múltiples interpretaciones- es propio de la Segundidad; y la futuridad, foco de esperanzas, deseos, anticipación, y hábito, es de la Terceridad.

Prosigamos, pues, con una consideración de la triada básica de los signos peirceanos.


ÍCONOS, ÍNDICES Y SÍMBOLOS

Los íconos son sobre todo de la categoría Primera. Brevemente, (1) un ícono es un signo que se exhibe en lugar de su objeto en virtud de alguna semejanza entre este signo y su objeto, (2) los íconos manifiestan la posibilidad de revelar la estructura, función, y/o interrelaciones inherentes en sus respectivos objetos, (3) no hay íconos puros en la mente consciente, sin cualidades que no estén (todavía) incorporadas en alguna interrelación dentro de algún contexto, y (4) para que un ícono sea signo, la semejanza debe existir como una idea o imagen en la mente de algún intérprete. Un ícono representa su objeto en virtud de las características que posee, exista o no alguna interrelación con su 'objeto semiótico' (CP 2.247, 1903). Figuras, diagramas y mapas son íconos típicos.

A diferencia del ícono, el índice goza de interrelación con algún objeto semiótico en virtud de una conexión natural que existe entre los dos (CP 2.248, 1903). Y el símbolo está interrelacionado con su respectivo 'objeto semiótico' por medio de una convención social que requiere una interpretación en cuanto a su papel como signo general (signo que tiene implicaciones para toda una clase de signos del mismo tipo) (CP 2.249, 1903). Los índices son más bien signos de Segundidad. Ellos (1) se definen como signos en interrelación existencial (física, natural, o intencional si el signo es imaginario) con su objeto, (2) esta interrelación le dota al signo de la capacidad para llamar la atención sobre la existencia del objeto de alguna forma u otra, y (3) una vez que el objeto de la significación cumpla con su función de llamar la atención, entonces se le puede dar un valor (nombre), lo que es un paso esencial para que se reemplace al índice con un símbolo. Un índice es por tanto un signo cuyo carácter representativo consiste en su condición de Segundidad. Por ejemplo, un termómetro es un índice en el sentido de que indica -lo que es la función indexical- el nivel de calor en el ambiente. Señala a otra cosa distinta de sí mismo, y por lo tanto no es una entidad auto-contenida y auto-suficiente, como el ícono. Además, ya que la interrelación entre el termómetro como índice y su otro, el aire, es una interrelación natural o física, existe en contradistinción a la interrelación de semejanza que existe entre un ícono y su otro.

Un signo indexical existe en espera de un intérprete y un interpretante, que pueden emerger en el momento en que se establezca alguna interrelación causal o natural, gracias a alguna mente (intérprete). Entonces el signo sale a la luz como si hubiera también obligado al intérprete a fijarse en cierta conexión y no en otras. En las palabras de Peirce, el índice es 'como un pronombre demostrativo o relativo, que forzosamente dirige la atención hacia un objeto particular sin que se describa' (CP 1.369, c.1885). De este modo, cualquier cosa 'que enfoque la atención hacia algo es un índice' (CP 2.285, 1893). Al hacer hincapié en la función del índice, trasladamos el punto de enfoque de la atención desde el signo como posibilidad (Primeridad), la mera sensación de algo sin que haya consciencia de alguna propiedad de este algo, hacia el signo como actualidad (Segundidad), ya que el intérprete ha alcanzado la consciencia del signo como algo con ciertos atributos específicos.

En contraste con los íconos e índices, los símbolos tienen interrelaciones con sus objetos principalmente en virtud de hábitos o convenciones sociales: un símbolo 'es una … regularidad del futuro indefinido' (CP 2.293, 1903). De esta manera, un símbolo (1) es un signo cuya aptitud para representar su objeto depende de un hábito mental, no de alguna cualidad que se encuentre en el signo mismo o de una interrelación necesaria o física con el objeto, (2) es general, ya que se aplica a un número indefinido de casos en cuanto a signos contextualizados y los objetos con los que se interrelacionan, (3) Obtiene significación por medio de una mente que debe realizar una asociación entre un ícono (posibilidad de significar, cualidad, Primeridad), junto con un elemento indexical (de actualización, relación binaria entre signo o mente y otra entidad, Segundidad), y por fin, repito, (4) es un mediador, por excelencia, característica indispensable del proceso semiótico.

El ejemplo máximo de un símbolo es un signo de una lengua natural o artificial. El mundo de por sí, como signo de pura posibilidad, es un ícono. La palabra 'mundo' como algo que indica el mundo, tiene función indexical. Pero la palabra no es mero índice como en el caso del termómetro. El termómetro tiene interrelación con su otro, el aire, exista un intérprete o no. En cambio, 'mundo' no tiene ninguna interrelación con nada aparte de una convención social y lingüística en base a la lengua española según la cual la palabra 'mundo' goza de alguna referencia con la entidad mundo. Y, a base de la interrelación entre la palabra 'mundo' y la entidad mundo, emerge la función mediadora del símbolo, que ofrece el significado de la palabra.

De esta manera, el símbolo pertenece principalmente a la Terceridad. De hecho, el símbolo la considera como su propio dominio, ya que está tan acostumbrado a las vías que conducen hacia ella. Una Terceridad, es decir, un símbolo, es el nombre o la descripción que se interrelaciona con su objeto por medio de 'una asociación de ideas o conexiones habituales [acostumbradas] entre el nombre [signo simbólico] y lo que significa' (CP 1.369, c.1885). No hay necesariamente ningún vínculo natural o existencial respecto al símbolo que le da legitimación para funcionar como signo significando el objeto que en particular significa. La interrelación bien puede ser en principio puramente arbitraria, y ya que sigue la corriente de las convenciones sociales, el signo se une con su objeto por un acto mental, acto ya habitualizado por alguna convención. De esta manera, el símbolo, como portero más apropiado de la Terceridad, pasa de signo arbitrario a signo necesario dentro de un contexto cultural determinado.

Debido a la participación central de la mente en el proceso semiótico que conduce al engendramiento de los símbolos, ellos tienen la potencialidad de constituir, según Peirce, la clase de signos más 'genuinos', porque son los signos más 'acabados'. Es por eso que los símbolos crean interrelaciones triádicas por excelencia. Los íconos se definen por la cualidad, los índices por la individualidad, y los símbolos sobre todo por la mediación. El engendramiento de símbolos por habitualización es muy diferente de la generación de signos de Segundidad. Aquéllos exigen la colaboración activa del intérprete mientras éstos pueden ser producto de la existencia bruta del mundo físico.

Es preciso distinguir, además, entre símbolos e índices en cuanto a sus ejemplificaciones como 'tipos' (types) y sus 'muestras' (tokens) como individuos. Aquellos tienen su encarnación como símbolos, y éstas como réplicas individuales que pueden acercarse, en mayor o menor grado, al tipo de simbolismo más cabal. Peirce escribe, a este respecto, que podemos referirnos a la palabra 'hombre', sea escrita o enunciada, y como tal 'es sólo una réplica, o un caso de una palabra enunciada o escrita. La palabra misma [como tipo] no tiene existencia, aunque sí tiene su modo de ser, que consiste en el hecho de que esta existencia estará más o menos conforme con el tipo' (CP 2.292, 1903). De esta manera, si borramos la palabra 'hombre' de una página escrita, no estamos en el acto destruyendo el símbolo, sino solamente un caso de él. Podemos luego volver a escribir la misma palabra en el mismo lugar, y será otra réplica del símbolo como tipo. Pero, conscientes de que había una palabra allí que fue tachada y luego re-escrita, la nueva palabra constituye una diferencia de la que somos por algún tiempo conscientes, y por eso la réplica no puede ser idéntica al signo -también una réplica- que la antecedió. Nunca hay identidad absoluta de un caso de un signo con otro, de un momento con otro.

Ésta es, entonces, la función del símbolo como tipo. El lazo entre lo que es el signo simbólico y la manera en que funciona se debe a una convención social, lo que le da a los símbolos su característica de generalidad, de abstracción, 'porque los hábitos son reglas generales a que el organismo se ha sujetado' (CP 3.360, 1885). La función del símbolo, en fin, servirá para darle un toque de generalidad al proceso de la significación. En vista de que el signo simbólico pertenece a la Terceridad, es el más apropiado para cubrirse con el atributo de la generalidad (véase Figura 3 para las interrelaciones entre los tres tipos de signos, en comparación con las Figuras 1 y 2).

En fin, categorías, íconos, índices, y símbolos: todo es cuestión de signos, o en una palabra, es semiosis, los signos en movimiento perpetuo. Es la vida, es el universo inorgánico tanto como orgánico.



Notas

1. C. S. Peirce (1931-58), Collected Papers of Charles Sanders Peirce, 8 vols., C. Hartshorne, P. Weiss y A. W. Burks (eds.). Cambridge: Harvard University Press. En adelante CP, con indicación de número de volumen y parágrafo, y año al que corresponde el texto que se cita).



Fin de: Floyd Merrell, "Charles Peirce y sus signos", en Signos en Rotación, Año III, n° 181



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