Publicado en J. F. Sellés (ed.): Propuestas antropológicas del siglo XX,
Eunsa, Pamplona, 2007, 39-58.

Antropología pragmatista:
el ser humano como signo en crecimiento


Sara Barrena, Jaime Nubiola
sbarrena@unav.es, jnubiola@unav.es

El filósofo y científico Charles Sanders Peirce (1839-1914) es quizá el pensador americano más importante de todos los tiempos. Su mente profunda y original se enfrentó a una gran variedad de temas y fue capaz de hacer aportaciones de notable interés en casi todos los ámbitos que abordó: química, física, astronomía, geodesia, metrología, cartografía, psicología, filología, historia de la ciencia y, especialmente, matemáticas, fenomenología, lógica y metafísica.

La independencia y creatividad del pensamiento de Peirce está marcada principalmente por una nueva corriente filosófica de la que se le considera fundador: el pragmatismo. Lejos de posteriores interpretaciones erróneas, el pragmatismo constituía para Peirce un método lógico "para averiguar el significado de las palabras brutas y los conceptos abstractos, (…) siguiendo el método experimental por el que todas las ciencias exitosas han logrado los grados de certeza que les son propios" (CP 5.464-5, 1907). Ese método, aclara Peirce, no es sino una aplicación particular de una vieja regla lógica: "por sus frutos los conoceréis" y proclama que para conocer el significado de un concepto debemos conocer, no su utilidad, como a veces se ha malinterpretado, sino sus posibles consecuencias prácticas. El pragmatismo llegó a convertirse en la filosofía americana más importante de finales del siglo XIX y comienzos del XX, y el legado pragmatista posee una sorprendente riqueza que todavía en el siglo XXI puede iluminar nuestras reflexiones sobre diversos aspectos de la realidad y ayudarnos a comprender mejor el mundo que nos rodea.

¿Qué puede decir el pragmatismo acerca del hombre? ¿Puede ayudarnos un método lógico a comprender mejor una idea tan amplia y compleja como la de "ser humano"? En este artículo trataremos de desarrollar una "antropología pragmatista", desentrañando las claves del pensamiento de Peirce que pueden iluminar nuestras reflexiones antropológicas y ayudarnos a comprender qué es el hombre. Nos centraremos en primer lugar en la vida y obra de Peirce, tratando de aclarar qué lugar ocupaba la reflexión sobre el ser humano dentro de su pensamiento y de explicar alguna de las premisas básicas para desarrollar una antropología pragmatista. En segundo lugar, trataremos de la semiótica peirceana y del papel que juega la idea de signo en la comprensión pragmatista del hombre. La semiótica de Peirce es mucho más amplia que una clasificación de los signos: comprende todo cuanto existe en cuanto que todo puede ser signo y sirve de base para una antropología filosófica, pues para Peirce la idea de ser humano, como todo concepto, es en primer lugar un signo. El ser humano como signo aparecerá desde esa perspectiva como abierto e intrínsecamente social, insertado en una red de posibles relaciones sin las cuales no podría comprenderse qué es el hombre.

Siguiendo el método pragmatista de Peirce debemos examinar a continuación las consecuencias posibles a las que daría lugar el concepto de ser humano, esto es, la clase de acciones que originaría. En los apartados tercero y cuarto examinaremos las características de las acciones propiamente humanas: acciones autocontroladas, creativas, dirigidas a un fin y que forman parte y colaboran con la creación del universo.

1. El estudio del ser humano en Peirce

Charles S. Peirce nació en Cambridge (Massachusetts) en 1839. Era el segundo hijo de una de las familias más destacadas del entorno intelectual, social y político de Boston. Su padre —Benjamin Peirce— era profesor de Harvard y un reconocido matemático y astrónomo de su época, y desde muy pequeño inició a Charles en el estudio de la física, de las matemáticas y de la astronomía. La formación académica de Peirce fue eminentemente científica y se graduó en química por la Universidad de Harvard en 1863. Sin embargo, a lo largo de toda su vida demostró una constante fascinación por las cuestiones filosóficas, a las que se introdujo principalmente a través de la filosofía kantiana y de la filosofía escocesa del sentido común. Peirce dominaba la historia de las ideas, así como la historia y la teoría de la ciencia, y a lo largo de los años se mantuvo en constante diálogo con los pensadores que le precedieron.

Durante cinco años (1879-1884) Peirce enseñó lógica en la recién creada Johns Hopkins University, lo que supondría su único contacto prolongado con una Universidad. Entre 1865 y 1891 desarrolló su actividad profesional como científico en la United Coast and Geodetic Survey. Allí trabajó de forma regular y constante como metrólogo y como observador en astronomía y geodesia. Ese trabajo de tipo experimental le permitió viajar por Europa y adquirir un importante prestigio internacional como científico.

En 1887, cuando sólo contaba 48 años, Peirce se trasladó a Milford (Pennsylvania), donde vivió retirado junto a su segunda esposa, Juliette Froissy, durante veintisiete años. En ese tiempo se dedicó a escribir afanosamente acerca de lógica y filosofía, corrigiéndose a sí mismo una y otra vez, con "la persistencia de la avispa dentro de una botella", según sus propias palabras, aunque sus trabajos en muchos casos no llegaran nunca a ser publicados. Durante ese tiempo Peirce escribió la mayor parte de las miles de páginas de manuscritos que dejó a su muerte en 1914 y que su esposa vendió a la Universidad de Harvard.

Charles Peirce fue un pensador extraordinariamente prolífico y dejó una obra que destaca por su amplitud y extensión. Puede decirse que su pensamiento consiste en un conjunto de doctrinas distintas, pero relacionadas entre sí. Su interpretación ha sido difícil y en ocasiones se le ha visto como un pensador contradictorio, pero de modo creciente y particularmente a partir de la edición cronológica de sus escritos, se ha señalado la profunda sistematicidad y coherencia de su pensamiento. Se ha visto con más claridad que Peirce pretendió llevar a cabo una magna obra, una arquitectónica de la razón humana en la que fuera posible analizar los distintos sistemas teóricos en una dependencia jerárquica, en estrecha relación con su tríada de categorías (primeridad, segundidad y terceridad). Para desarrollar ese sistema Peirce conjugó intuiciones brillantes, que a menudo sorprenden por su claridad y acierto —algunas de sus ideas son como decía James "destellos de luz deslumbrante sobre un fondo de oscuridad tenebrosa"1 —, con décadas de trabajo tenaz y persistente.

La mente original de Peirce no sólo creó nuevas disciplinas y corrientes filosóficas, como la semiótica o el pragmatismo, sino que también fue capaz de enfrentarse de un modo nuevo y profundo a las cuestiones filosóficas tradicionales, entre ellas a la cuestión del ser humano. Peirce trató de afrontar los problemas filosóficos tradicionales desde su propia perspectiva, ciertamente una perspectiva empírica, ya que —como decían los escolásticos— el conocimiento brota siempre de la experiencia, pero no "empirista" o "positivista".

Aunque Peirce no desarrolló una antropología sistemática, sus reflexiones acerca de qué y cómo es el ser humano permean toda su filosofía. Peirce se acercó a la investigación sobre el hombre desde muy diversas cuestiones: la capacidad de conocer la verdad, de hacer que la ciencia progrese, de comunicarse, de crear, etc. La respuesta a la pregunta por el hombre, al igual que cualquier otra investigación, ha de seguir para Peirce el método científico, el único que según él puede llevarnos al conocimiento verdadero. Peirce, que seguía en esto la mentalidad de su época, afirmaba que la filosofía debía imitar los métodos de las ciencias, procediendo sólo a partir de la experiencia y a partir de premisas tangibles que pudieran someterse a un cuidadoso escrutinio (CP 5.265, 1868). Ese método científico, que ocupó gran parte de sus reflexiones durante muchos años, se alejaba sin embargo de un cientismo materialista y positivista, pues no se reduce a un experimentalismo de laboratorio ni descarta todo aquello que no pueda conocerse por las primeras impresiones de los sentidos. El método científico, anclado en un fuerte realismo, es para Peirce aquel que parte de la experiencia, de una realidad que es como es independientemente de lo que nosotros pensemos sobre ella, pero que puede afectar a todo hombre siguiendo unas leyes regulares y llevarle a las mismas conclusiones verdaderas, tal y como Peirce exponía en su artículo de 1877 "La fijación de la creencia"2. En la etapa final de su vida el método científico quedaba esbozado como un método con tres etapas: una primera en la que meditando libremente a partir de la experiencia surge una hipótesis explicativa, una segunda en la que se tratan de deducir las posibles consecuencias de esa hipótesis y una tercera en la que comprobamos mediante inducción si esas consecuencias se cumplen y corresponden con la realidad.

Por tanto, es necesario enfrentarse a la pregunta por el hombre con ese peculiar espíritu científico, alejado del "cientismo". El novelista americano Walker Percy señalaba en 1989 que en Peirce podemos encontrar las bases para una futura "ciencia del hombre" más coherente y unitaria, que será capaz de superar los dualismos y las divisiones insalvables de la modernidad al tener como característica principal la triadicidad del ser humano, el carácter que posee el hombre en cuanto signo. Percy hablaba de un tercer elemento que conecta el nombre y la cosa en el lenguaje, el sujeto y el predicado, lo material y lo espiritual: el interpretante, el emparejador, la mente o como queramos llamarlo, dice Percy, no es material, y sin embargo, afirma, es tan real como una berza, un rey o una neurona3. En efecto, para Peirce el alma del signo reside en el poder de servir como intermediario entre su objeto y una mente (CP 6.455, 1908), entre lo material y lo espiritual. En el corazón de todas las actividades peculiarmente humanas subyace la triadicidad, un tipo de realidad diferente, un tercer elemento capaz de salvar el abismo moderno entre espíritu y materia y que, como afirmaba Percy, no es explicable según el paradigma científico convencional, sino mediante un espíritu científico más amplio.

La característica clave de una nueva antropología peirceana sería por tanto la idea de que el hombre es un signo, y que como tal tiene carácter triádico. En distintas ocasiones Peirce se planteó directamente la pregunta fundamental de la antropología: "¿qué es el hombre?", y en 1866 respondía a esa cuestión de la siguiente manera:

¿A qué clase real pertenece el ser que piensa, que siente y que quiere? Sabemos que considerado externamente el hombre pertenece al reino animal, a la rama de los vertebrados y a la clase de los mamíferos; pero lo que buscamos es su lugar cuando se considera internamente, sin considerar sus músculos, glándulas y nervios y considerando sólo sus sentimientos, esfuerzos y concepciones. Ya hemos visto que cada estado de la consciencia es una inferencia, de modo que la vida no es sino una secuencia de inferencias o un tren de pensamiento. En cualquier instante entonces el hombre es un pensamiento, y como el pensamiento es una especie de símbolo, la respuesta general a la pregunta qué es el hombre es que es un símbolo. Para encontrar una respuesta más específica, deberíamos comparar al hombre con algún otro símbolo" (CP 7.582-83, 1866).

Desarrollaremos esa comparación más adelante, baste ahora señalar que la investigación antropológica científica que se abre desde Peirce está íntimamente ligada a su semiótica. Antes de entrar en detalle en esa conexión entre el hombre y el signo, queremos desarrollar un poco más la otra característica básica y fundamental de Peirce para dar cuenta de la idea de hombre: su profundo antidualismo.

La filosofía de Peirce tiene un innegable carácter anticartesiano. Peirce leyó a Descartes principalmente en la década de los 60 y de los 70 y todo su edificio del conocimiento se levanta en cierto modo contra el entramado de la filosofía cartesiana. Para Peirce no podemos comenzar a pensar en un vacío aplicando una duda metódica y fingida en busca de unos fundamentos primeros e indubitables, sino que pensamos a partir de nuestros conocimientos anteriores y de las creencias que llenan ya nuestra vida. Al preguntarnos por el alma o la identidad personal de cada persona, la experiencia nos dice que no está encerrada en el cuerpo tal y como afirmaba la doctrina cartesiana, de la que Peirce afirma que era una respuesta muy estrecha:

¿En qué consiste la identidad del hombre y cuál es el asiento del alma? Me parece que estas cuestiones reciben con frecuencia una respuesta muy estrecha. Solíamos leer que el alma reside en un pequeño órgano del cerebro no más grande que la cabeza de un alfiler. La mayor parte de los antropólogos dicen ahora más racionalmente que el alma está o bien extendida por todo el cuerpo o que está toda en todo y toda en cada parte. Pero, ¿estamos encerrados en una caja de carne y hueso? Cuando comunico mi pensamiento y mis sentimientos a un amigo con el que estoy en perfecta sintonía, de modo que mis sentimientos entran en él y yo soy consciente de lo que él siente, ¿no vivo en su cabeza tanto como él en la mía, casi literalmente? Es verdad, mi vida animal no está ahí, pero mi alma, mi pensamiento atento y sintiente lo están. Hay una noción pobremente materialista y bárbara según la cual un hombre no puede estar en dos lugares a la vez; ¡como si fuera una cosa! Una palabra puede estar en diversos lugares a la vez, porque su esencia es espiritual; y yo creo que un hombre no es de ningún modo inferior a la palabra en este aspecto. Cada hombre tiene una identidad que excede con mucho lo meramente animal (CP 7.591, 1866).

Comparando al ser humano con otro tipo de símbolo, tal y como se afirmaba anteriormente, en este caso con la palabra, Peirce pone de manifiesto que el hombre no es un espíritu encerrado en un cuerpo. Rechaza así la escisión mente y cuerpo que Descartes legó a la modernidad, por la que la razón aparecía como algo abstracto que se consideraba independiente del cuerpo, que dejaba fuera tanto la experiencia como la posibilidad de partir de la vida, y de la que el ser humano se escapaba entre las conexiones lógicas de conceptos y proposiciones. Para Peirce ese es un error del que la filosofía tiene que liberarse (CP 5.128, 1903): el yo, el alma, no está encerrado dentro de un cuerpo, sino que puede conocer la realidad tal y como es y entrar en contacto con otras mentes. Podemos decir incluso que llegamos a estar en la mente de otra persona cuando llegamos a comprenderle.

Esa superación del dualismo es posible porque para Peirce materia y mente no son sino dos aspectos de lo misma realidad. Dentro de su peculiar cosmología mente y materia son una continuación una de la otra, y el ser humano, en tanto que forma parte de ese universo, posee esa misma unidad de mente y materia. En un artículo de 1892 titulado "La esencia cristalina del hombre"4, Peirce afirma que la materia es una especialización de la mente y que toda mente participa en mayor o menor medida de la naturaleza de la materia. Sería un error, afirma Peirce en ese texto, concebir los aspectos psíquicos y físicos como dos aspectos absolutamente distintos, pues no son sino dos aspectos de una misma unidad. "Observando una cosa desde fuera, considerando sus relaciones de acción y reacción con otras cosas, aparece como materia. Viéndola desde el interior, mirando su carácter inmediato como el sentimiento, aparece como consciente" (CP 6.268, 1892). La mente no sería por tanto sino un aspecto del ser humano en conexión con todos las demás: la mente es encarnada, tiene en cuenta las circunstancias humanas y particulares.

Aunque esta cuestión no se desarrollará aquí con más detalle es preciso considerar que la pregunta antropológica aparece así formando parte de una cosmología más amplia que considera la unidad de mente y materia y en la que las leyes del universo no son sino hábitos adquiridos de la materia como una clase de mente. La visión del hombre en Peirce tiene un tinte cosmológico, pues la mente es una parte integral del universo. Esa unidad hace que la mente del hombre esté en armonía, dentro de la visión peirceana, con el universo. Esa armonía explica que el hombre posea un instinto racional que le permite averiguar la verdad, y esta espontaneidad instintiva se convertirá para Peirce en cimiento de todo el conocimiento.

2. El ser humano como signo

Desarrollaremos a continuación las consecuencias que tiene comprender al ser humano como un concepto abstracto y general (aunque realizado por supuesto en personas particulares). El ser humano es una idea general y las personas son una clase particular de una idea general, afirma Peirce en "La esencia cristalina del hombre". Si ser humano es un concepto general que se aplica a muchos casos particulares, debemos comenzar nuestra investigación pragmatista sobre el ser humano intentando aclarar el significado de ese concepto. Lo primero que señala Peirce en su texto "Pragmatismo" de 19075, en el que trata de describir su método, es que todo concepto es un signo: cada concepto y cada pensamiento más allá de la percepción inmediata es un signo y es por tanto la idea de ser humano como signo la que debemos explorar en primer lugar.

La idea de que el hombre es signo es precisamente la respuesta básica de Peirce a la pregunta antropológica. Esa respuesta aparece numerosas veces en sus escritos desde la década de 1860 (CP 7.583, 1866; 5.313-15, 1868; 1.538, 1903; 5.448, 1905; 6.344, 1908). Escribe Peirce: "el hecho de que cada pensamiento es un signo, tomado en conjunción con el hecho de que la vida es una sucesión de pensamiento, prueba que el hombre es un signo" (CP 5.314, 1868). Peirce define el signo de la siguiente manera:

Un signo o representamen es algo que está por algo para alguien en algún aspecto o capacidad. Se dirige a alguien, esto es, crea en la mente de esa persona un signo equivalente, o quizás un signo más desarrollado. A ese signo que crea lo denomino interpretante del primer signo. El signo está por algo, su objeto. El signo está por algo, no en todos los aspectos, sino en referencia a un tipo de idea que a veces he llamado ground del representamen (CP 2.228, c.1897).

Peirce añade a la noción clásica de signo la idea de estar por otro para alguien. El signo representa algo y lo hace presente ante una mente produciendo un efecto en esa mente que Peirce denomina interpretante. Un signo es por tanto algo que tiene una capacidad de representación, de mediación y es también, tal y como Peirce afirma en otros textos, un medio de comunicación capaz de transmitir algo desde el objeto al intérprete (EP 2.429, 1907; MS 793, s. f.,1-3).

Para Peirce, tal como deja claro en su texto de 1868 "Cuestiones acerca de ciertas facultades atribuidas al hombre"6, no existe una capacidad de introspección o un conocimiento intuitivo directo e inmediato del yo, sino que sólo podemos conocer el yo en cuanto signo. Todas las modificaciones de la consciencia son inferencias (CP 7.585, 1866); las emociones, voliciones y otros fenómenos de la consciencia son en realidad predicados derivados de cogniciones previas. Todo conocimiento de nosotros mismos tiene carácter inferencial, es decir, sólo podemos conocer el yo en tanto que, como signo, se manifiesta hacia fuera.

Peirce afirma que el pensamiento es una variedad de signo muy especial y en ocasiones pone de manifiesto el carácter dialógico del pensamiento (CP 5.421, 1905; 5.29, 1903): una clase de diálogo entre el yo de un momento y el yo del futuro inmediato y general7. El yo es un signo y todo lo que podamos decir de él tendrá naturaleza semiótica. Colapietro ha señalado que esta manera de enfocar el estudio de la subjetividad y lo mental, y en definitiva el ser humano, supone una revolución, pues los signos, considerados con frecuencia como meras expresiones de lo mental, como algo externo a la mente, se sitúan ahora en su mismo centro8.

De esta manera de considerar el yo se derivan importantes consecuencias9: si el ser humano es signo, y el signo se caracteriza por la mediación y por la comunicación, esto quiere decir que el sujeto posee una radical apertura, una capacidad de relación y de estar en comunicación con otros que es inherente a su modo de ser. El sujeto humano no es algo clausurado en sí mismo. Frente a otras visiones de la mente como algo privado, para Peirce las posibles relaciones del sujeto son constitutivas de su identidad. Ser un yo supone formar parte, al menos como posibilidad, de una comunidad. El yo es abierto y comunicable. La mente no es algo interno, encerrado en cada persona, sino que es esencialmente un fenómeno externo:

Se ve que la sensación no es sino el aspecto interior de las cosas, mientras que la mente por el contrario es un fenómeno esencialmente externo. El error [de considerar la mente como algo interno] es muy parecido a aquel que prevaleció durante mucho tiempo de que la corriente eléctrica se movía a través del cable metálico: mientras que ahora se sabe que ese es justo el único lugar del que está desconectada, siendo completamente externa al cable. De nuevo, los psicólogos intentan localizar varios poderes mentales en el cerebro; y sobre todo consideran como bastante cierto que la facultad del lenguaje reside en un cierto lóbulo; pero yo creo que decididamente se acerca más a la verdad (aunque no sea realmente verdadero) que el lenguaje reside en la lengua. En mi opinión es mucho más verdadero que los pensamientos de un escritor vivo están en cualquier copia impresa de su libro que decir que están en su cerebro (CP 7.364, c.1902).

Peirce niega la existencia de algo interior incognoscible. No hay nada que no pueda ser expresado: "mi lenguaje es la suma total de mí mismo, ya que el hombre es el pensamiento" (CP 5.314, 1868). El sujeto es por tanto un conjunto de posibles relaciones que se van actualizando en el tiempo y que requieren para su expresión de un organismo que tiene una existencia temporal. El sujeto-signo es un ser histórico y encarnado, culturalmente determinado, embebido de su tiempo y lugar.

Al mismo tiempo, es preciso aclarar que el sujeto no se diluye en esa infinitud de posibles relaciones, sino que la personalidad para Peirce viene marcada precisamente por la continuidad en el tiempo, por la radical incompletitud del presente y la correspondiente orientación hacia el futuro: "La personalidad, como cualquier idea general, no es una cosa que pueda ser aprehendida en un instante. Tiene que ser vivida en el tiempo" (CP 6.155, 1892). La continuidad de los actos que conforman la subjetividad es lo que permite precisamente la unidad del individuo. "La identidad de un hombre consiste en la consistencia de lo que hace y piensa, y consistencia es el carácter intelectual de una cosa, esto es, su expresar algo" (CP 5.314, 1868). El ser humano se caracteriza por una "sucesión del pensamiento" en la que los fenómenos mentales se suceden y se afectan unos a otros (CP 6.104, 1892).

Estas características de la persona humana, su apertura, temporalidad, incompletitud y continuidad hacen que el hombre pueda siempre crecer: "una vez que se ha abrazado el principio de continuidad, ninguna clase de explicación de las cosas será satisfactoria excepto que crecen" (CP 1.175, c.1897) y añade Peirce en otro texto: "el carácter de un hombre, consiste en las ideas que concebirá y en los esfuerzos que realizará, y que sólo desarrolla cuando las ocasiones surgen actualmente. Todavía ningún hijo de Adán ha manifestado completamente a lo largo de toda su vida lo que había en él" (CP 1.615, 1903). El hombre, como signo, está inmerso en un proceso de semiosis universal e infinito, por el que ese signo va dando lugar a otros nuevos indefinidamente. Los signos crecen, necesitan de algo previo y están abiertos hacia el futuro. Como ha señalado Sheriff la perspectiva peirceana conduce a la posibilidad de un crecimiento moral e intelectual ilimitado10.

Pero para continuar con el método pragmatista, no basta, si queremos comprender mejor la idea de ser humano, con considerar que éste es un signo, sino que además hemos de examinar las posibles consecuencias a las que ese concepto daría lugar, esto es, a las posibles acciones. El ser humano "sólo puede ser conocido como hombre a través del componente humano de sus acciones", ha escrito John Deely, "aunque esas acciones impliquen muchos otros componentes y dimensiones"11. Por ello en el siguiente apartado nos detendremos en averiguar qué se entiende propiamente por "acción humana", cuáles son las características que definen el modo de obrar del hombre, sus condiciones y motivos. ¿De qué otra manera puede describirse un concepto si no es "a través de una descripción de la clase de acción a la que da lugar, con la especificación de las condiciones y del motivo"?, se pregunta Peirce (EP 2.418, 1908) ¿Qué consecuencias tiene para nuestras acciones que seamos humanos?

3. La acción humana desde el pragmatismo

Siguiendo a Peirce, quizá lo primero que caracteriza al ser humano, racional, es que está sujeto a control. La primera característica de la acción humana, de la acción del yo en cuanto signo, es que es autocontrolada. Así no se considerarían propiamente humanas aquellas acciones que están por completo más allá de nuestro control, al igual que lo está el crecimiento del pelo, y que por tanto no podemos aprobar ni desaprobar (CP 5.130, 1903). Escribe Peirce: "el autocontrol parece ser la capacidad para elevarse hasta una visión ampliada de un asunto práctico en lugar de ver sólo la urgencia temporal. Ésta es la única libertad de la que el hombre tiene alguna razón para estar orgulloso" (CP 5.339 n., 1868).

El hombre, a diferencia de los animales, puede controlar su comportamiento y la manera de controlarlo es a través de los hábitos. Los hábitos son para Peirce leyes generales de acción tales que en una clase general de ocasiones un hombre será más o menos apto para actuar de una cierta manera general (CP 2.148, c.1902). Los hábitos se generan a partir de la propia conducta, pues unos sentimientos críticos respecto de los resultados de las acciones precedentes estimulan los esfuerzos para repetir o modificar esos efectos (EP 2.431-2, 1907), pero también, afirma Peirce, los hábitos pueden originarse a partir de la experimentación en el mundo interno de la imaginación:

Cada hombre ejerce más o menos control sobre sí mismo modificando sus propios hábitos, y la forma en la que trabaja para producir ese efecto en los casos en los que las circunstancias no le permiten practicar en el mundo exterior repeticiones de la clase de conducta deseada, muestra que virtualmente conoce bien el importante principio de que las repeticiones en el mundo interno —repeticiones imaginadas—, si son bien intensificadas por el esfuerzo directo, producen hábitos, del mismo modo que lo hacen las repeticiones en el mundo externo; y esos hábitos tendrán el poder de influir en el comportamiento real en el mundo externo, especialmente si cada repetición va acompañada de un fuerte esfuerzo peculiar que se compara normalmente a dar una orden al propio yo futuro (EP 2.413, 1907)12.

Mediante los hábitos, el hombre es capaz de controlar y modificar su conducta futura. Los hábitos representan la suma del pasado, porque son fruto de procesos semióticos anteriores y determinan a su vez cómo nos comportaremos en el futuro o cómo nos comportaríamos en determinadas circunstancias. Así el hombre en cuanto signo aparecería como un conjunto de hábitos a través de los cuales crece: el hombre es un "manojo de hábitos", afirma Peirce (CP 6.228, 1898) y el intelecto consiste en la plasticidad del hábito (CP 6.86, 1898). La mente nunca alcanza algo más allá de lo cual no pueda progresar (CP 7.381, c.1902), pues sin sitio para la formación de nuevos hábitos la vida intelectual llegaría a un rápido final (CP 6.148, 1892). La idea de ser humano descansa por tanto en la capacidad de ejercer control sobre uno mismo, de integrar todo bajo la razón a través del desarrollo de hábitos.

Ese autocontrol sólo puede ejercerse para Peirce en referencia a una idea, comparando nuestras acciones con un ideal. Tal y como escribe en 1906:

Decir que una conducta es deliberada implica que cada acción, o cada acción importante, es revisada por el actor y que su juicio es ejercido sobre ella, respecto a si desea que su conducta futura sea de esa forma o no. Su ideal es la clase de conducta que le atrae en la revisión. Su auto-criticismo, seguido de una resolución más o menos consciente que a su vez provoca una determinación de su hábito, modificará, con ayuda de las secuelas, una acción futura (CP 1.574, 1906).

Aquí aparece por tanto la segunda característica de las acciones humanas: tienen un fin, persiguen un ideal que de alguna manera toma posesión de nosotros, nos atrae, pues comparamos nuestras acciones con ese ideal para modificar las acciones futuras. Pero, ¿cuál es ese ideal?

Curiosamente para Peirce es la estética la que ha de determinar cuál es el ideal último que ha de orientar todas las acciones humanas. Las estética es para él una de las tres ciencias normativas, junto con la ética y la lógica. Las tres ciencias normativas son aquellas que tratan de lo autocontrolable o deliberado, de los fenómenos que tienen que ver con fines, bien sea en el ámbito del sentimiento, del comportamiento o del pensamiento (CP 1.174, c.1897; 1.574, 1905). A partir de 1900 Peirce llegó a considerar la estética como el fundamento de las otras dos ciencias normativas, pues no podemos saber cómo debemos pensar (lógica) o cómo debemos actuar (ética) para obtener el summum bonum en nuestros pensamientos o en nuestras acciones si no sabemos primero cuál es ese summum bonum. La estética, afirma Peirce, contiene el corazón, el alma y el espíritu de la ciencia normativa (CP 5.551, 1906) y es entendida como algo más que una teoría de la belleza o una ciencia del conocimiento sensible. La estética se pregunta qué es lo que mueve a actuar al hombre y debe comenzar con la búsqueda del fin: se ocupa por tanto de mostrarnos cuál es ese ideal, qué es aquello que es deseable por sí mismo, el summum bonum.

Para Peirce, la belleza en este peculiar sentido, el bien estético, aquello que es admirable por sí mismo, no puede ser un mero sentimiento, pues los sentimientos no tienen poder en sí mismos para producir ningún efecto (CP 1601, 1903). Lo bello requiere reflexión. Tampoco puede ser la mera satisfacción momentánea de un instinto o un impulso (CP 1.582, c.1902) pues placer y dolor, afirma Peirce, son sólo sentimientos secundarios que acompañan a otra cosa. El fin último tampoco puede ser la acción ni un motivo para la acción (CP 1.574, 1905). Para Peirce el ideal y la acción o su motivo pertenecen a dos categorías diferentes: la acción es particular mientras que el fin debería tener una descripción general (CP 5.3, 1901). Debe tener además unidad y una naturaleza precisa (CP 1613, 1903), debe ser inmutable y resultar alcanzable (CP 5.136, 1903). Además, añade Peirce, no puede ser de naturaleza estática sino evolutiva (CP 5.4, 1901) y provocar cierta simpatía intelectual (CP 5.113, 1903). El fin último, que posee esas características, no es otro para Peirce que la evolución de la "razonabilidad concreta" (CP 5.3 1901; 2.34 n. 2, c.1902). Para Peirce la idea de razón conlleva crecimiento y ese es precisamente el ideal: el crecimiento inagotable de la razonabilidad en el universo. Escribe Peirce:

Considerad por un momento qué es realmente la Razón, tal y como podemos hoy concebirla. No me refiero a la facultad del hombre que es así llamada por encarnar en alguna medida la Razón o {Nous}, como algo que se manifiesta a sí mismo en la mente, en la historia del desarrollo de la mente, y en la naturaleza. ¿Qué es esta Razón? En primer lugar es algo que nunca puede ser completamente encarnado. La más insignificante de las ideas generales envuelve siempre predicciones condicionales, o requiere para su realización que los eventos lleguen a suceder, y todo lo que alguna vez puede llegar a pasar debe quedarse corto para satisfacer completamente sus requerimientos. (…) Al mismo tiempo, el mismo ser de lo General, de la Razón, es de tal modo que este ser consiste en que la Razón gobierna realmente eventos. (…) Por lo tanto, la esencia de la Razón es tal que su propio ser nunca puede ser completamente perfeccionado. Debe estar siempre en un estado de incipiencia, de crecimiento. (…) Éste desarrollo de la Razón consiste, observarán, en encarnarse, esto es, en manifestación. (…) No veo cómo alguien puede tener un ideal de lo admirable más satisfactorio que el desarrollo de la Razón así entendida. La única cosa cuya admirabilidad no es debida a una razón ulterior es la Razón en sí misma comprendida en toda su plenitud, en tanto que nosotros podemos abarcarla (CP 1.615, 1903).

El ideal es por tanto la razón entendida en este sentido, la razonabilidad que a través de nuestras acciones va encarnándose en aspectos concretos. La acción individual del ser humano es un medio para ese fin, para el desarrollo de la idea general de razón que se va encarnando y haciendo que crezca la razonabilidad del universo. "El proceso de crecimiento es el summum bonum" (MS 478, 1903), escribe Peirce, "la encarnación continua de la idea potencial" (MS 283, 1905), un ideal cuya riquísima indeterminación no llega nunca a agotarse13. La razonabilidad constituye para Peirce el fin para el que cielo y tierra han sido creados (CP 2.122, c.1902).

Ese ideal es según Peirce el fin y la verdadera libertad del ser humano, la posibilidad de comprenderse a sí mismo y a lo que le rodea. Si no se buscara lo admirable la vida se convertiría en esclavitud: "El hombre puede, o si prefieres está obligado a, hacer su vida más razonable. ¿Qué otra idea distinta a esa, me gustaría saber, puede ser atribuida a la palabra libertad? (CP 1.602, 1903). La razonabilidad no es una legalidad que se imponga en el universo, sino algo que el hombre trata de encarnar libremente a través de sus acciones, un ideal que se ama y que a través del amor se va encarnando porque las ideas tienden a expandirse (CP 6.104, 1891). Como ha escrito Fontrodona: "El ideal estético no se presenta como algo que se obtiene al final del proceso, sino que se va haciendo presente a lo largo de toda la acción y toda la vida humana, dando de esta forma continuidad a la conducta y a la historia personal del individuo"14.

Esa "razonabilidad" no es la razón excluyente y aislada de la modernidad, sino una idea de razón ampliada que incluye también a los sentimientos y a las cualidades individuales: "El desarrollo de la Razón requiere como una parte de él la ocurrencia de más eventos individuales de los que alguna vez pueden ocurrir. Requiere también de todo el colorido, de todas las cualidades de sentimiento" (CP 1.615, 1903). Frente a la razón de la modernidad la razonabilidad, como fin, muestra a un ser humano capaz de introducir nueva inteligibilidad en el universo, de dar sentido y tratar de hacer razonable su propia vida y lo que le rodea. La razón como fin no es una facultad cerrada sino algo que sólo en cierto sentido es presente y que en otro sentido es futuro, un ideal que ha de hacerse crecer, que puede orientar nuestra vida y nuestras acciones futuras.

De esta manera aparece la tercera característica de las acciones más propiamente humanas: son creativas, pues buscan de distintas maneras encarnar ese fin. Como decíamos anteriormente, el autocontrol supone una revisión continua y constante del curso de acción que se sigue a la luz del ideal. El hombre entendido desde el pragmatismo es esencialmente creativo: ser racional significa ser creativo, estar siempre generando de forma constructiva nuevos cursos de acción, inventar nuevas posibilidades para proseguir la semiosis, para crecer y crear nuevas formas de encarnar la razonabilidad en todos los ámbitos de acción humana, en la vida personal, en las ciencias y en las artes. Lo contrario no haría sino empequeñecer nuestra racionalidad, empobrecernos.

El ser humano es por tanto esencialmente creativo y a la hora de mencionar esta nueva característica de una antropología pragmatista es preciso mencionar la abducción. ¿Cómo brotan las ideas creativas, esas nuevas maneras de proseguir la semiosis, de encarnar el ideal? La respuesta para Peirce es que lo hacen a través de la abducción. La abducción es una peculiar operación de la mente por la que surge una conjetura. Consiste en "examinar una masa de hechos y en permitir que esos hechos sugieran una teoría" (CP 8.209, 1905). La abducción es un razonamiento mediante hipótesis, un fogonazo, una intuición [insight] (CP 5.181, 1903), una manera de razonar que combina la lógica con el instinto y que entraña una novedad. La abducción es la clase más alta de síntesis, aquella que se hace no por ninguna clase de necesidad sino sólo en interés de la inteligibilidad (CP 1.383, c.1890). Aunque no sería posible sin conocimientos previos, Peirce le otorga un carácter originario (CP 5.181, 1903) y afirma que es la única manera en que puede entrar algo nuevo en nuestro conocimiento. Aunque es una forma de razonar muy falible y sus sugerencias han de ser probadas a través de deducción e inducción, proporciona una gran riqueza: es el argumento más débil e inseguro, pero el más fecundo (CP 8.385-388, 1913).

La abducción parte de la experiencia, entendida no como las impresiones de los sentidos sino en un sentido amplio como la producción mental completa (CP 6.492, 1908). Esa experiencia es posible a partir de lo que Peirce, en su texto de 1908 "Un argumento olvidado en favor de la realidad de Dios"15, denomina musement, un peculiar estado de la mente que va, libremente y sin seguir regla alguna excepto la misma ley de la libertad, de una cosa a otra (CP 6.458, 1908).

El razonamiento abductivo permite explicar el salto que la mente da en el vacío. El descubrimiento posee para Peirce una lógica: lo que a primera vista puede parecer misterioso tiene, si se analiza detenidamente a posteriori, una explicación y unos pasos que nos han guiado hasta la conclusión; pero la abducción supone también admitir algo que no es estrictamente racional: el entrelazamiento de la razón con otros elementos que el racionalismo había excluido, particularmente con la imaginación, esa facultad que hace que podamos salirnos de lo predeterminado y proseguir de modos diferentes. La imaginación está para Peirce en la base de toda interpretación, juega un importante papel en la formación de nuevos hábitos y es una capacidad esencial para comprender la experiencia: "en ausencia de imaginación los fenómenos no pueden conectarse de manera racional" (CP 1.46, c.1896). Peirce llega a decir que todo el pensamiento tiene lugar en la imaginación (CP 3.160, 1880).

La abducción es la forma del razonamiento más cercana a lo sensible, que enfatiza la categoría que Peirce denomina "primeridad" y que conlleva también la continuidad de la razón con otros elementos como el instinto o los sentimientos. "Los sistemas racionales tienen en el instinto su primer germen" escribe Peirce (CP 7.381, c.1902) y afirma que el hombre posee un instinto que le permite averiguar la verdad prodigiosamente pronto, sin el cual podríamos tardar millones de años en descubrir la solución acertada entre la infinidad de hipótesis posibles. Por otra parte, la lógica misma necesita de los sentimientos (CP 2.655, 1878). En un significativo texto afirma Peirce: "son los instintos, los sentimientos los que hacen la sustancia del alma. El conocimiento es sólo su superficie, su lugar de contacto con lo que es externo a ella" (CP 1.628, 1898). La razón requiere, como se decía anteriormente de todo el colorido de las cualidades del sentimiento (CP 1.615, 1903) y también de otros elementos subconscientes que forman parte de la mente (CP 7.553, s. f.). La realización de la razonabilidad, el surgimiento de las hipótesis razonables que contribuyen a aumentar la razonabilidad en el universo a través de la abducción (CP 7.36, c.1907), viene caracterizada para Peirce por la unidad de todas las dimensiones del ser humano.

Nos enfrentamos ahora a la cuarta y última característica de la acción humana: al hacer que crezca la razonabilidad en el universo de distintas maneras estamos siendo parte de la tarea de la creación. Escribe Peirce: "Estamos todos poniendo nuestros hombros en la rueda para un fin que ninguno de nosotros puede más que vislumbrar —ese en el que las generaciones están trabajando. Pero podemos ver que el desarrollo de las ideas encarnadas es en lo que consistirá" (CP 5.402, 1878). La antropología de Peirce adquiere aquí tintes religiosos16:

En cuanto al propósito último del pensamiento, que debe ser el propósito de todo, está más allá de la comprensión humana; pero de acuerdo al grado de aproximación que mi pensamiento ha logrado de él, (…) por la acción, a través del pensamiento, hace crecer un ideal estético, no sólo por su propia pobre cabeza, sino por la parte que Dios le permite tener en la obra de la creación (CP 5.402, n. 3, 1906).

Perseguir ese ideal a través de sus acciones permite al hombre participar en la creación y le confiere la capacidad de transformar la faz de la tierra (MS 283, 1905). El ser humano se convierte a través de la conducta deliberada en uno de los agentes naturales de la evolución, forma parte del universo, que Peirce ve como una manifestación del poder creador de Dios, como una gran obra de arte, un poema, "un gran símbolo del propósito de Dios" (CP 5.119, 1903), y que interactúa con él:

La creación del universo, que no tuvo lugar durante una cierta semana atareada, en el año 4004 A. C., sino que está sucediendo hoy y nunca se acabará, es este mismo desarrollo de la Razón. (…) Bajo esta concepción, el ideal de conducta será ejecutar nuestra pequeña función en la operación de la creación echando una mano para volver el mundo más razonable en cualquier momento, como se dice vulgarmente, 'depende de nosotros' hacerlo (CP 1.615, 1903).

Cada persona, como señalaba Potter, puede elegir entonces promover lo mejor que pueda el crecimiento de la razonabilidad concreta en el mundo y así completarse a sí misma, o puede decidir actuar perversamente y tener éxito en destruirse a sí misma, haciendo que sus acciones sean cada vez menos "humanas"17.

Conclusión

Desde una perspectiva pragmatista el yo aparece como un signo externo y comunicable, no como algo separado y clausurado en sí mismo. La persona humana se caracteriza por la continuidad y la permanencia, por la actualización de posibilidades dentro de su carácter temporal e inacabado, en definitiva, por el crecimiento. Los seres humanos son seres creativos, que buscan siempre expandir las ideas, encarnar la razonabilidad, proseguir el proceso infinito de la semiosis; son seres que buscan la verdad a través de la ciencia y que tratan de desarrollar hábitos que les ayuden a vivir y a comunicarse mejor. La persona aparece como un sistema orgánico de hábitos que proporcionan unidad a sus distintas instancias, y la ruptura de esa unidad, de la consistencia de lo que hace, siente y piensa, supone la pérdida de su personalidad (CP 6.585, c.1905). El ser humano ya no es una razón separada, un espíritu encerrado en un cuerpo, sino algo que busca un fin, y esa perspectiva permite superar las limitaciones y escisiones del racionalismo. El fin, la búsqueda de la razonabilidad, necesita de las distintas dimensiones de la persona para realizarse y les proporciona unidad. En 1900 Peirce lo explicaba del siguiente modo:

La experiencia de la vida me ha enseñado que la única cosa que es realmente deseable sin una razón para serlo es hacer las ideas y las cosas razonables. No se puede pedir una razón para la razonabilidad misma. El análisis lógico muestra que la razonabilidad consiste en asociación, asimilación, generalización, en juntar en un todo orgánico, que son tantas formas de considerar lo que es esencialmente la misma cosa. En la esfera emocional esa tendencia hacia la unión aparece como Amor; de modo que la ley del Amor y la ley de la Razón son una y la misma18.

No tendremos éxito en lo que hagamos, afirma Peirce, si no ponemos todo el alma y el corazón (CP 1.642, 1898), si no hacemos descansar la razón en los instintos, la imaginación y los sentimientos, si no consideramos la unidad esencial del hombre que el cientismo moderno no ha sabido explicar. Solo así podemos superar nuestras personales limitaciones y formar parte de un todo general, de una continuidad que nos permite ser con y en los otros llegando a una idea de "mente común", que Peirce alguna vez llegó a denominar commens, en la que la mente del que usa los signos y la del que los interpreta se tienen que fundir para que pueda tener lugar la comunicación19. Ningún signo puede ser interpretado aisladamente y el hombre como signo no está confinado al organismo individual, sino que puede extenderse más allá para incluir identidades sociales y colectivas20.

Como señalaba el novelista americano Walker Percy en 1989, hay en Peirce "una promesa de contribuir a una nueva y más coherente antropología, es decir, a una teoría del hombre". Es posible elaborar desde su pensamiento una antropología pragmática y social. Peirce no da lugar a una única y definitiva lectura final, pero proporciona instrumentos para tratar de responder a los problemas que nos sorprenden. En sus teorías hay ideas cargadas de profunda significación que nos ayudan a comprender al ser humano. Esas ideas, quizá, se corresponden con nuestra propia experiencia y, como propugna el pragmatismo, pueden tener un efecto en nuestra propia vida.



Notas

1. W. James, Pragmatism, Harvard University Press, Cambridge, 1907, 10.

2. C. S. Peirce, "The Fixation of Belief", CP 5.358-387, 1887. Traducción castellana en <http://www.unav.es/gep/FixationBelief.html>

3. W. Percy, "La criatura dividida", The Wilson Quarterly, 1989 (13), 77-87; traducción castellana en Anuario Filosófico XXIX/3, (1996), 1135-1157.

4. C. S. Peirce, "Man's Glassy Essence", CP 6.238-271, 1892. Traducción castellana en <http://www.unav.es/gep/MansGlassyEssence.html>

5. C. S. Peirce, "Pragmatism", EP 2.398-433, 1907. Traducción castellana en <http://www.unav.es/gep/PragmatismoPeirce.html>

6. C. S. Peirce, "Questions Concerning Certain Faculties Claimed for Man", CP 5.213-263, 1868; Traducción castellana en <http://www.unav.es/gep/QuestionsConcerning.html>

7. C. Hardwick (ed.), Semiotic and Significs: The Correspondence between Charles S. Peirce and Victoria Lady Welby, Indiana University Press, Bloomington, 1977, 195.

8. V. Colapietro, Peirce's Approach to the Self: A Semiotic Perspective on Human Subjectivity, State University of New York Press, Nueva York, 1989, xx.

9. Para un estudio más extenso de las consecuencias de comprender al ser humano como un signo véase V. Colapietro, Peirce's Approach to the Self: A Semiotic Perspective on Human Subjectivity y S. Barrena, La creatividad en Charles S. Peirce: Abducción y razonabilidad, Tesis doctoral, Universidad de Navarra, 2003, capítulo 2, <http://www.unav.es/gep/TesisDoctorales/TesisBarrena.pdf>

10. J. K. Sheriff, Charles Peirce's Guess at the Riddle. Grounds for Human Significance, Indiana University Press, Bloomington, 1994, xvi.

11. J. Deely, The Human Use of Signs: Elements of Antroposemiosis, Rowman & Littlefield, Lanham, 1994, 5

12. Este texto va acompañado de una nota de Peirce donde describe el siguiente ejemplo: "Recuerdo bien que un día cuando era un niño y mi hermano Herbert, ahora nuestro ministro en Christiania, era apenas algo más que un niño, cuando toda la familia estaba a la mesa goteó algo de alcohol del "fuego" o del "calienta-platos" sobre el vestido de muselina de una de las señoras, y que se prendió, y cómo saltó instantáneamente e hizo lo correcto, y con qué habilidad cada movimiento se ajustaba a ese propósito. Le pregunté después sobre ello, y me dijo que desde la muerte de la señora Longfellow a menudo había repasado en su imaginación todos los detalles de lo que debería hacerse en una emergencia así. Fue un ejemplo impresionante de un hábito real producido mediante ejercicios en la imaginación".

13. Cf. F. Zalamea, En el signo de Jonás, texto mecanografiado, 46

14. J. Fontrodona, Ciencia y práctica en la acción directiva, Rialp, Madrid, 1999, 274.

15. C. S. Peirce, "A Neglected Argument for the Reality of God", CP 6.452-485, 1908. Traducción castellana en <http://www.unav.es/gep/Argument.html>

16. Para saber más acerca de Peirce y la religión véase: S. Barrena, Un argumento olvidado en favor de la realidad de Dios. Introducción, traducción y notas, Cuadernos de Anuario Filosófico, 1996 y J. Nubiola, "C. S. Peirce y la abducción de Dios", Tópicos XVII (2004).

17. V. Potter, Charles S. Peirce: On Norms and Ideals, University of Massachusetts Press, Amherst, 1967, 202

18. C. S. Peirce, "Review of Clark University 1889-1899. Decennial Celebration", Science XI, 20 abril 1900, 621.

19. C. S. Peirce, Carta a Lady Welby, L 463, 1906, 196-197.

20. M. Singer, Man's Glassy Essence. Explorations in Semiotic Anthropology, Hindustan, Delhi, 1985, 159.


Bibliografía


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Fecha del documento: 7 de agosto 2007
Ultima actualización: 1 de diciembre 2011

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