LA ÉTICA DEL INTELECTO: UN ACERCAMIENTO PEIRCEANO*

Susan Haack



A genuine inquirer seeks the truth; pseudo-inquirers, to make a case for some proposition determined in advance: the sham reasoner, for some proposition his commitment to which is already evident; the fake reasoner, for some proposition to the truth-value of which he is indifferent, but advancing which he believes will benefit himself. Our preposterous environment, in which "everyone shall produce written research in order to live, and it shall be decreed a knowledge explosion" (Barzun) hinders genuine inquiry, encourages the sham and the fake. It has encouraged the factitious despair of the possibility of honest inquiry articulated in much recent philosophy.


"Preposterar [preposterous] es poner lo último en primer lugar y lo primero en último lugar... Al evaluar el conocimiento, preposteramos al decir... todo el mundo ha de producir investigación escrita para vivir y se producirá por decreto una explosión del saber" [Jacques Barzun]1.



Lo que voy a ofrecer aquí son algunos pensamientos acerca del "ambiente de investigación", y de la ética de la investigación en filosofía: un análisis de qué constituye la investigación genuina y de cómo la cosa real puede llegar a corromperse, y otras reflexiones bastante incómodas acerca de la condición actual de la filosofía, sus causas y sus consecuencias.

Como probablemente ya habréis empezado a sospechar, no creo que la filosofía esté en el momento presente en una condición particularmente deseable. Cuando leo las irónicas quejas de Peirce acerca de los filósofos "a quienes evidentemente molestaría un descubrimiento que diese el golpe de gracia a una cuestión molesta, porque acabaría con la diversión de discutir alrededor de ella y sobre ella y por encima de ella", o sus descripciones de la metafísica como "una ciencia débil, raquítica y escrofulosa" y de la filosofía como en "una condición lamentablemente cruda" (CP 1.128, c.1905; 5.520, c.1905; 6.6, c.1903), no me siento movida a replicar: sí, aquello era entonces, pero ahora....

Lo que tengo que decir tiene mucho en común, epistemológicamente, con el diagnóstico de Peirce acerca de la condición de la filosofía de su tiempo. "Para razonar bien", escribió, "es absolutamente necesario poseer virtudes tales como la honestidad intelectual, la sinceridad y un amor real a la verdad"; y la condición lamentable de la filosofía, continuaba, era debido en gran parte a la falta de ese amor real a la verdad, a la falta de "actitud científica", como lo denominó a veces, del "ansia de saber cómo [son] las cosas realmente", del "Deseo de Aprender" (CP 2.82, 1902; 1.43 y ss, 1896; 1.34, 1869; 5.583, 1898).

La razón principal por la que no se ha acometido la filosofía con una actitud científica, según Peirce, era que en su época estaba mayoritariamente en manos de teólogos, motivados no tanto por un amor real a la verdad, como por el deseo de proporcionar un sistema filosófico que apoyara unos principios teológicos cuyo compromiso era establecido y determinado con anterioridad a la investigación. O más bien, con anterioridad a la "investigación", ya que, como Peirce observó, esas personas no están realmente comprometidas en absoluto en una investigación genuina, sino en una "falsa investigación" [sham reasoning] (CP 1.57, c.1896).

Las observaciones de Peirce acerca de la importancia del motivo con el que se acomete el trabajo intelectual no son ahora menos pertinentes de lo que lo eran cuando las escribió. Pero la filosofía ya no está en su mayor parte en manos de teólogos, así que su consideración de la causa de la prevalencia de la falsa investigación en la filosofía de su tiempo no tiene la misma relevancia para la condición actual de la filosofía. Al menos una parte significativa de la explicación de su lamentable condición actual es, más bien, la "preposteración" [preposterism] de la que Barzun se queja, que —como sostendré— al provocar una epidemia de pseudo-investigación, ha sido una influencia casi tan "deplorablemente corrupta" (CP 6.3, 1898) como había sido, según Peirce, la dominación de la filosofía por los teólogos.

1. Pseudo-investigación y la Cosa Real.

La investigación tiende a la verdad. Esto es una tautología (Webster's Dictionary: "Inquiry: Búsqueda de la verdad, información o conocimiento; búsqueda, estudio"). Hay sin embargo un montón de pseudo-investigación; por esto cuando el gobierno instituye una Investigación Oficial acerca de esto o de aquello, alguno de nosotros la ponemos entre comillas. La investigación genuina busca la verdad de un tema o una cuestión, cualquiera que sea el color de esa verdad; la pseudo-investigación busca anticipadamente encontrar argumentos para la verdad de alguna proposición o proposiciones determinadas de antemano.

Un falso pensador se preocupa, no de averiguar cómo son las cosas realmente, sino de encontrar argumentos para una creencia preconcebida que sostiene de modo inamovible. Un pseudo-pensador se preocupa, no de averiguar cómo son las cosas realmente, sino de promoverse a sí mismo encontrando argumentos que apoyen alguna proposición cuyo valor de verdad le resulta indiferente. Aunque el término "pseudo-investigación" [fake reasoning] es mío, los comentarios de Peirce acerca del efecto corruptor de la "vanidad" (CP 1.34, 1860)2 indican que era consciente de los peligros del pseudo-razonamiento tanto como de los peligros del falso razonamiento.

Peirce sugirió al escribir acerca de "esta primera, y en cierto sentido única regla de la razón, que para aprender debes desear aprender" (CP 1.135, 1899), que la actitud desinteresada es necesaria para buscar la verdad, e incluso que es tan suficiente como necesaria, para el descubrimiento de la verdad. Esta es una gran pretensión. Ciertamente, la genuina búsqueda de la verdad tiende a hacer progresar la investigación, mientras que la falsa y la pseudo-investigación tienden a impedirla.

El falso investigador trata de encontrar argumentos para la verdad de una proposición con cuya evidencia y argumentación está comprometido. El pseudo-investigador trata de encontrar argumentos para la verdad de una proposición que él piensa que, al proponerla, realzará su propia reputación, pero cuyo valor de verdad le resulta indiferente. Ambos, pero especialmente el falso pensador, están motivados para evitar examinar con demasiada atención cualquier evidencia o argumento aparentemente contrario, para quitarle importancia o impugnar su relevancia, para dar un giro descartándolo. Ambos, pero especialmente el pseudo-pensador, están motivados para permitirse esa "afectada oscuridad" que Locke reconoció como el principal riesgo del oficio de la filosofía3.

El investigador genuino quiere alcanzar la verdad de la cuestión que le ocupa, tanto si esa verdad concuerda con lo que él creía al principio o no, y tanto si el reconocimiento de esa verdad le va a proporcionar un trabajo estable o no, o a hacerle rico, famoso o popular. Está motivado para buscar y juzgar el valor de la evidencia y de los argumentos de un modo completo e imparcial —su trabajo manifestará lo que en una ocasión Peirce describió de modo encantador como "peirceistencia" y "peirceverancia"4—. Esto no significa sólo que trabajará duro; es una cuestión, más bien, de voluntad de re-pensar, de re-valorar, de emplear tanto tiempo como lleve en un detalle que podría resultar fatal, de dedicar tanto pensamiento al último 1% como al resto. El investigador genuino estará dispuesto a reconocer, tanto ante sí mismo como ante los demás, dónde su evidencia y sus argumentos parecen más débiles, y su articulación del problema o su solución más vaga. Estará deseando llegar con su evidencia incluso a conclusiones poco populares y dar la bienvenida a algún otro que haya encontrado la verdad que él estaba buscando. Y, lejos de tener un motivo para ofuscarse, tratará de ver y de explicar las cosas tan claramente como pueda.

Con esto no niego que los falsos o los pseudo-pensadores puedan dar con la verdad, y que, cuando lo hacen, puedan proporcionar buenas evidencias y argumentos. El compromiso con una causa, el deseo de reputación, son fuerzas motivantes poderosas que pueden promover un enérgico esfuerzo intelectual. Pero la inteligencia y el ingenio que ayudarán a un investigador genuino a comprender las cosas, ayudarán a un falso o pseudo-investigador a suprimir más efectivamente las evidencias menos favorables o los argumentos difíciles, o a formular de modo más impresionante proposiciones oscuras.

Tampoco quiero negar con esto que los investigadores genuinos, desinteresados, no puedan llegar a conclusiones falsas o no puedan ser llevados erróneamente por evidencias o argumentos equivocados. Pero un investigador honesto no suprimirá la evidencia desfavorable o los argumentos malos, no disfrazará su fallo con afectada oscuridad; de este modo, incluso cuando falla, no dificultará los esfuerzos de los demás.

Por supuesto, los seres humanos reales no se ajustan exactamente a los tres tipos que he distinguido; sus motivos están generalmente bastante mezclados, y son capaces de muchos grados y tipos de auto-engaño. El temperamento científico, el Deseo de Aprender de buena fe, es tan raro como frágil. "Pocos", observa Samuel Butler, "se preocupan dos cominos acerca de la verdad, o tienen alguna confianza en que sea más correcto o mejor creer lo que es verdad que lo que no es verdad"5.

Pero aunque el amor a la verdad sea, en expresión de A. E. Housman, "la más tenue pasión"6, el ambiente en que se desarrolla puede ser más o menos acogedor para un buen trabajo intelectual. Un buen ambiente animará a la investigación genuina y desanimará a la falsa y la pseudo-investigación; y el peor daño de la falsa y la pseudo-investigación será mitigado, y las contribuciones al conocimiento que los falsos y los pseudo-pensadores hacen a veces a pesar de su dudosa motivación serán separadas de la escoria, si el ambiente facilita el mutuo escrutinio entre los trabajadores de un campo. El escrutinio honesto es el mejor; pero incluso el escrutinio por parte de otros falsos o pseudo-pensadores con diferentes hachas para demoler puede ser efectivo como un modo de hacer visible el error, la confusión y la ofuscación. Un mal ambiente fomentará la falsa y la pseudo-investigación, y/o impedirá el escrutinio mutuo.

El ambiente será acogedor para el buen trabajo intelectual en tanto que incentive y recompense a aquellos que trabajen en cuestiones significativas, y cuyo trabajo sea creativo, cuidadoso, honesto y completo; en la medida en que las revistas, los congresos, etc., hagan que el trabajo mejor y más significativo resulte fácilmente accesible a los demás que trabajan en esa área; en tanto que los canales de crítica y de escrutinio mutuo estén abiertos y se fomente la construcción con éxito a partir del trabajo de los demás. El ambiente será inhóspito en tanto que los incentivos y las recompensas animen a la gente a elegir cuestiones triviales en las que se obtengan resultados fácilmente, a disfrazar los problemas más que a abordarlos con su trabajo, a ir a por lo deslumbrante, lo de moda y lo impresionantemente oscuro por encima de lo profundo, lo difícil y lo dolorosamente claro; en tanto que la asequibilidad del trabajo mejor y más significativo sea estorbada más que posibilitada por las revistas y los congresos repletos de lo trivial, lo caprichoso y lo descuidada o deliberadamente oscuro; en tanto que el escrutinio mutuo sea dificultado por la novedad, la moda, la ofuscación, y el miedo de ofender a los influyentes.

Mirando esta lista, no veo cómo puede evitarse la conclusión de que el ambiente en que el trabajo académico se desarrolla actualmente es un ambiente inhóspito. Pienso que esto es verdad para todas las disciplinas; pero me centraré, en lo sucesivo, principalmente en la filosofía.

2. Un ambiente prepóstero.

"Todo el mundo ha de producir investigación escrita para vivir"; Barzun exagera, pero no mucho. Todo el que aspire a un puesto con posibilidad de permanencia, promoción, ascenso, mejor trabajo, o, por supuesto, al estrellato académico, tiene que haber producido investigación escrita y publicada. "Y se producirá por decreto una explosión del saber"; de nuevo, Barzun exagera, pero, de nuevo, no mucho. Se toma por cierto que esa explosión de publicaciones es una buena cosa, que representa una contribución significativa al conocimiento.

Sin embargo, mucho de lo que se publica es, en el mejor caso, materia trivial, acordándome de aquella observación: "La basura es basura, pero la historia de la basura es erudición"7. Aunque, en serio: pocos, si alguno, de nosotros tendrán una idea verdaderamente original cada pocos años, y mucho menos cada pocos meses; el trabajo filosófico genuinamente importante lleva normalmente años de frustración y fracaso, y un gran filósofo puede no producir su mejor obra hasta la mitad de su vida o más tarde. Sin embargo no sólo medio fingimos que esa investigación escrita que todo el mundo debe producir para vivir es en su mayor parte valiosa; respiramos una atmósfera irrespirable, de anuncio de artículo tras artículo, de libro tras libro, en los que se dice que todo el trabajo previo en el área ha estado irremisiblemente equivocado, y que aquí hay un descubrimiento radicalmente nuevo que revolucionará todo el campo. ¿Cómo se ha llegado a esta atmósfera de prepóstera exageración?

No se puede ya llevar a cabo un importante trabajo científico con una vela y un cabo de cuerda. Se necesita un equipamiento cada vez más complejo y sofisticado para llevar a cabo observaciones cada vez más recherché. La investigación en las ciencias ha llegado a ser muy cara; ha surgido una cultura de ayudas-y-proyectos de investigación; y la ciencia ha llegado a ser, inter alia, un gran negocio. Las consecuencias para la ciencia no son todas saludables: piénsese en el tiempo gastado "pidiendo ayudas", por no mencionar la asistencia a seminarios sobre "cómo pedir ayudas", en la tentación de oscurecer la verdad acerca del éxito o importancia del propio proyecto, o en el precio pagado en términos del progreso de la ciencia cuando una condición de esta o aquella corporación que respalda la investigación es que los resultados sean ocultados al resto de la comunidad científica. Pero cuando disciplinas como la filosofía, donde el trabajo serio requiere, no un equipamiento fantástico, sino sólo (¡sólo!) tiempo y paz mental, imitan la organización de las ciencias, cuando el entero aparato de ayudas-y-proyectos de investigación llega a ser tan común que apenas nos damos cuenta de cuán extraordinario es, cuando nos adaptamos a un ethos de negocios, las consecuencias son todavía peores.

¿Por qué peores? En parte porque en la filosofía la presión de los hechos, de la evidencia, es menos directa; en parte porque no hay un análogo real del tipo de trabajo rutinario, competente, poco emocionante, del que está lleno el detalle científico; en parte porque en filosofía los mecanismos del escrutinio mutuo están quizá más embozados y son más corruptos.

¿Cómo se produjo esta adaptación de la filosofía a formas y estructuras organizativas más apropiadas para las ciencias? En parte porque es muy impresionante intelectualmente, en parte porque es muy útil, y en parte, sin duda, porque es muy cara, la ciencia disfruta de un enorme prestigio que al resto de nosotros nos gustaría muchísimo compartir. Y, quizás inevitablemente, como consecuencia de que las universidades se han convertido en empresas tan grandes, muchos administradores universitarios se han enamorado de un ethos de la dirección empresarial que valora "las habilidades emprendedoras", es decir, la habilidad para obtener cuantiosas sumas de dinero para emprender grandes proyectos de investigación, por encima de la originalidad o de la profundidad, y que fomenta unas concepciones de "eficiencia" y "productividad" más apropiadas para una planta de fabricación que para la búsqueda de la verdad.

En disciplinas como la filosofía, al sentirnos los parientes pobres de esa cultura, nos hemos adaptado lo mejor que hemos podido. Nuestra adaptación ha fomentado un tipo de iniciativas filosóficas que a menudo quitan tiempo y esfuerzo del trabajo real, y que a veces no es, hablando claramente, nada más que venta ambulante filosófica: Centros para esto y aquello, nuevas revistas para la legitimación y promoción de la última novedad, proyectos que requieren secretarias, ayudantes de investigación, o, mejor aun, ordenadores más caros y con más capacidad o, lo mejor de todo, un laboratorio.

Nuestra adaptación ha sido una adaptación pobre, que ha tendido a bajar el motivo por el que se hace el trabajo filosófico; ha favorecido un ambiente acogedor para la falsa y la pseudo-investigación, inhóspito para la frágil integridad intelectual requerida por el deseo genuino de averiguar cómo son las cosas. Es parte del significado de la palabra "investigación" el que tú no sepas cómo saldrán las cosas. Todo el aparato de ayudas-y-proyectos de investigación, y la concepción de productividad y eficiencia que fomenta, desaconseja el franco reconocimiento de que uno puede trabajar durante años en algo que puede no tener salida, y constituye un constante estímulo para la exageración, la media verdad y la completa falta de honradez acerca de lo que uno ha logrado. En principio, podrías rellenar la solicitud explicando qué importantes avances va a lograr tu trabajo, y después rellenar el informe final explicando los importantes logros que tu trabajo efectivamente alcanzó, sin que se vea afectada tu estimación personal del valor de tu trabajo. En la práctica, inevitablemente, la integridad intelectual se erosiona.

Ha sido una pobre adaptación que afecta significativamente al tipo de trabajo que se realiza. La verdadera eficiencia debería esforzarse por abordar aquellas cuestiones más susceptibles de solución en una etapa dada de la investigación; el ambiente actual tiende a encauzar el esfuerzo hacia aquellas cuestiones más susceptibles de atraer fondos. Esta es seguramente parte de la explicación de la popularidad del trabajo interdisciplinar, especialmente el trabajo que alía a la filosofía con las disciplinas más prestigiosas tales como la psicología cognitiva, la inteligencia artificial, la medicina, etc.

Tampoco es excesivamente cínico sospechar que nuestra adaptación a la cultura de ayudas-y-proyectos de investigación afecta también significativamente al tipo de conclusiones que se alcanzan. Donde el esfuerzo está dirigido por la esperanza de cuantiosas ayudas en, digamos, el territorio fronterizo de la epistemología y la ciencia cognitiva, surge la probabilidad de que la conclusión que se alcance sea el que las cuestiones epistemológicas planteadas hace mucho tiempo puedan ser resueltas rápidamente o disueltas igual de rápidamente apelando a este o aquel trabajo de ciencia cognitiva; donde el esfuerzo está dirigido por la esperanza de ayudas cuantiosas en, digamos, la relevancia del feminismo para la filosofía de la ciencia, surge la probabilidad de que la conclusión que se alcance sea que el feminismo nos exige, como Sandra Harding establece preposteramente, "reinventar la ciencia y el teorizar". (Desafiada, casi una década más tarde, por los escépticos que querían saber qué avances había realizado la ciencia feminista, Harding respondió que, gracias a las científicas feministas, sabemos ahora que la menopausia no es una enfermedad)8. Nadie es tan ingenuo como para imaginar que las ayudas cuantiosas puedan estar disponibles para mostrar que la ciencia cognitiva no tiene nada que ver con aquellas antiguas cuestiones epistemológicas, o incluso que su relación es (como yo creo), aunque suficientemente real, indirecta y nada importante9; o para mostrar que (como yo creo) el feminismo no tiene relevancia alguna para la teoría del conocimiento científico10.

Los mecanismos psicológicos son aquí bastante sutiles. La falta de honradez simple y manifiesta es la excepción. Algún grado u otro de auto-engaño es la regla. Y es probable que esto, naturalmente, deje un residuo de ambivalencia, tal y como uno puede oír en esta defensa de la psicologización de la epistemología: "[una] vuelta [a la concepción psicologista de la epistemología] es especialmente oportuna ahora, cuando la psicología cognitiva ha renovado el prestigio y las promesas de mejorar nuestra concepción del proceso cognitivo"11. La relevancia por otra parte de la psicología para la epistemología es una difícil cuestión meta-epistemológica: en la que, no es necesario decirlo, el prestigio de la psicología cognitiva no tiene nada que ver.

Más aún, todos los intentos de promoverse uno a sí mismo o de promover la propia área o línea de investigación, lo que comencé considerando como un empujón académico, podía ser sólo una pérdida de tiempo si, finalmente, saliera todo a la luz en la crítica y el escrutinio mutuo. La pérdida de tiempo, talento y energía es significativa; ¿qué trabajo real podrían haber hecho aquellos que se sienten obligados, en cambio, a señalar los absurdos de la última novedad? Pero, en lugar de los mecanismos eficientes de comunicación y escrutinio mutuo, lo que tenemos es un clamor entorpecedor para la mente de publicaciones, congresos, encuentros, de "libros vacíos y suposiciones desconcertantes" (CP 1.645, 1898), un clamor que hace casi imposible oír lo que vale la pena.

El director de la Rutgers University Press escribe que "nosotros somos... parte del sistema universitario de personal y... a menudo publicamos libros cuya razón primaria para la existencia es el progreso académico del autor, no el progreso del conocimiento"12. Gary Gutting, el nuevo editor de American Philosophical Quarterly, escribe que publicar en las revistas ha llegado a ser menos un modo de comunicar ideas significativas que una forma de certificación profesional, y que estar adecuadamente informado en el propio campo no requiere ya que uno lea efectivamente todo ese material13. Incluso más asombroso que la franqueza de sus observaciones acerca del papel real de las revistas, es lo suave de su presunción de que la publicación-como-certificación-profesional es perfectamente correcta. Pero no es perfectamente correcta; se mete en camino —que es más urgentemente necesario que nunca en una cultura que fomenta positivamente el falso y el pseudo-razonamiento— del escrutinio mutuo que podría mitigar algunos de los peores daños y separar lo valioso de la escoria.

Entre 1900 y 1960, se fundaron cerca de 45 nuevas revistas de filosofía en Estados Unidos, Canadá y Gran Bretaña; entre 1960 y 1990, cerca de 16414. Inevitablemente, se ha convertido en imposible, excepto por pura suerte, encontrar el material bueno; inevitablemente, la competición por una idea simple, sorprendente, incluso, o quizás especialmente, por una idea impresionantemente oscura o enormemente falsa, ha llegado a ser una buena ruta para la reputación y el dinero —como lo ha llegado a ser la variación auto-servida dentro de una línea partidista de moda—. Inevitablemente, también, encontrar árbitros [referees] con la necesaria experiencia, tiempo, paciencia e integridad ha llegado a ser muy difícil, ha crecido el poder de los editores para hacer o arruinar carreras y los que una vez fueron jóvenes filósofos idealistas comienzan a decirse a sí mismos, "de todos modos, como van a pedir que lo revise, no importa que lo pula", o "les gusta la controversia en su revista, así que ¿por qué molestarse en atender todas las observaciones?", etc., etc.

E, inevitablemente, como se hace difícil hacerse oír en las revistas, uno ha de publicar un libro; y, como ese libro-publicado-por-una-editorial-académica-acreditada llega a ser un requisito para el puesto con posibilidad de permanencia, nos enfrentamos a los catálogos cada vez más hinchados de los editores llenos de descripciones y avales cada vez más exagerados. E, inevitablemente, una vez más, llega a ser imposible, excepto por pura suerte, encontrar el material bueno, y... ¡Pero no os aburriré escribiendo todo el párrafo anterior otra vez!

No es inaudito encontrarse con que el libro del que acaba de aparecer una reseña, tras haber vendido los pocos cientos de ejemplares que, hoy en día, típicamente venden los libros de filosofía, está ya, la edición agotada un par de años después de su publicación. Es mejor, entonces, desde el punto de vista de la pura auto-conservación, y no digamos para impresionar a los Decanos, etc., con la propia "productividad académica", no gastar demasiado tiempo escribiendo un libro. Qué absurdo, después de todo, gastar diez años escribiendo un libro que, si tienes suerte, podrían leer 500 personas, y cuya vida, si tienes suerte, podría ser de cuatro o cinco años.

Solía ser un papel importante de las editoriales académicas publicar libros significativos demasiado especializados para ser rentables. De modo creciente, sin embargo, como las subvenciones de las universidades han disminuido, las editoriales universitarias buscan publicar libros que creen que ganarán dinero15. Esto es también desalentador, por decirlo suavemente, para la inversión de esfuerzo en problemas difíciles. Es mejor, desde el punto de vista de hacerse uno oír, escribir el tipo de libro que puede interesar a un editor comercial, o al menos el tipo de libro que sería reseñado en la prensa no académica. Y esto también, inevitablemente, favorece la idea llamativa, simple, incluso, o quizás especialmente, la idea impresionantemente oscura o llamativamente falsa... pero ¡prometí no aburrirles escribiendo otra vez ese párrafo entero!

Como los libros y las revistas, los congresos pueden ser, y ocasionalmente son, cauces importantes de comunicación. Pero todos estamos familiarizados con la realidad de que la institución de origen pagará los gastos si presentas un paper; con los anuncios de los congresos, que discretamente hacen saber que, en tanto que pagues la cuantiosa cuota de registro, tu paper será aceptado; con los pasmosos programas de tantísimas sesiones paralelas un día tras otro; con la exposición de veinte minutos, de doce minutos, incluso, últimamente de diez minutos; hasta el punto de que los congresos han llegado a ser menos una cuestión de comunicación que de "contactos", de "exposición", y, por supuesto, de viajes a lugares agradables con los gastos pagados.

Esta fue la negativa de William James a unirse a la entonces recién formada American Philosophical Association: "no preveo mucho bien para una sociedad filosófica. La discusión filosófica sólo tiene lugar propiamente entre íntimos que han aprendido cómo conversar después de meses de reiterado intento y fracaso. El filósofo es una bestia solitaria que habita en su madriguera individual. ¡No contéis conmigo!"16. Se puede progresar como resultado de esa discusión esforzada y real que James describe, pero, sin embargo, a menudo es tan provechosa si no más, cuando se sostiene con algún filósofo muerto hace tiempo que con un contemporáneo. Pero seguramente sobrevaloramos la utilidad de lo que nos gusta llamar "estímulo"; y seguramente minusvaloramos la necesidad de tiempo, paz mental y reflexión madura.

Pensad en el esbozo que hace Santayana del carácter de Royce: "una máquina académica, con exceso de trabajo, estandarizado, chirriando y aporreando ante la llamada del deber o del hábito, sin ningún pensamiento para entretenerse a sí mismo o a otros"17. La preposteración puede muy fácilmente convertir a los mejores de nosotros en tales máquinas académicas, con exceso de trabajo, estandarizados —y puede muy fácilmente convertir a los peores de nosotros en proveedores del aceite de reptiles filosófico—.

3. Los peligros de la preposteración [preposterism].

Hasta aquí puede parecer que los peligros de aquella preposteración son en gran parte los mismos para la filosofía que para las otras disciplinas humanísticas. Pero la filosofía es la disciplina a la que le corresponde investigar la investigación misma, el modo apropiado de dirigirla y sus presuposiciones necesarias. Y esa responsabilidad nos expone a un peligro especial.

La filosofía reciente manifiesta dos tendencias, radicalmente opuestas entre sí a primera vista, que resultan en parte de nuestra adaptación a una "ética de investigación" más apropiada a las ciencias que a las humanidades: el cientismo, es decir, la vinculación demasiado estrecha, o inapropiada, de la filosofía a las ciencias; y la crítica radical de las ciencias como nada más que ideología enmascarada por una retórica intimidatoria que apela a la "racionalidad", la "objetividad" y demás. La primera es efecto de la envidia, la última del resentimiento por el éxito de las ciencias.

Dada mi caracterización, es una verdad trivial que el cientismo está equivocado, pero es una cuestión importante determinar qué concepciones pueden calificarse como cientistas, es decir, que vinculan la filosofía demasiado estrechamente a la ciencia, o de un modo equivocado. A diferencia de otros, veo la filosofía como una clase de investigación, de búsqueda de la verdad, y por lo tanto en ese sentido semejante a las ciencias; y que aspira, como hacen las ciencias, a toda la precisión que sea posible. Pero no creo que las cuestiones filosóficas estén mal concebidas y que deban ser abandonadas en favor de cuestiones que las ciencias puedan resolver; o que sea realista esperar que las cuestiones filosóficas puedan traspasarse a esta o aquella ciencia para que las resuelvan; o incluso que la escritura filosófica pueda o deba someterse propiamente a los mismas normas de matematización y rigor que, por ejemplo, la física teórica. Estas son las tres formas principales de cientismo.

El pseudo-rigor matemático o lógico es una clase de oscuridad afectada. No es que el recurso a los lenguajes de las matemáticas o de la lógica nunca ayude a hacer más clara una tesis o argumento filosófico; por supuesto que lo hace. ("Para ser profundo es requisito ser aburrido", observó Peirce (CP 5.17, 1903), teniendo en mente los áridos detalles de su lógica de relativos, de la que, inter alia, dependía su crítica a las categorías de Kant). Pero el recurso a los lenguajes de las matemáticas o de la lógica pueden entorpecer el camino de la claridad real al ocultar el fracaso de pensar lo suficiente profunda o críticamente los conceptos al ser manipulados con una sofisticación lógica impresionante.

Los problemas que solían ser competencia de la filosofía a veces han llegado gradualmente a ser formulados de un modo que los hace susceptibles de que los investiguen las ciencias: por ejemplo, "¿de qué está hecho el mundo?". Y hay cuestiones que, de distinto modo, pueden interesar tanto a filósofos como a científicos: por ejemplo, "¿es la percepción una relación directa con objetos externos o es un proceso de inferencia a partir de los datos de los sentidos?". Pero las apelaciones a las ciencias hechas por el segundo tipo de cientismo son inapropiadas, al cambiar encubiertamente el asunto que tratan: por ejemplo, de "¿qué predicados son tales que las inducciones que implican esos predicados son correctas?" a "¿por qué los humanos tienden, a fin de cuentas, a hacer los tipos de inferencia inductiva que son correctos?", o de "¿qué procesos de formación de creencias son fiables?" a "¿en qué circunstancias tiende la gente a usar procesos fiables, y en cuáles procesos no fiables?"18.

No es imposible en principio que los resultados de las ciencias puedan mostrar que este o aquel problema filosófico estén, después de todo, mal comprendidos; podrían hacerlo, al revelar que una presuposición crucial del problema era falsa. Pero no puede esperarse que una buena parte de la investigación en ciencias responda a cuestiones característicamente filosóficas como: ¿es la ciencia epistemológicamente especial, y si lo es, por qué? ¿es su producción de predicciones verdaderas un indicativo de la verdad de una teoría, y si es así, por qué?, etc., etc.; y, a menos que éstas no fueran sólo cuestiones legítimas sino también cuestiones legítimas con respuestas menos-que escépticas, es incomprensible por qué podría justificarse, como propone el cientismo de estilo más ambicioso, el hacer ciencia en lugar de filosofía.

Esto es quizá por lo que el cientismo revolucionario que se encuentra en la filosofía contemporánea manifiesta a menudo una peculiar afinidad con las actitudes anticientíficas que, como conjeturo, son incitadas por el resentimiento, del mismo modo que el cientismo es incitado por la envidia hacia las ciencias. Uno oye de Paul Churchland que, como la verdad no es el objetivo primario de la incesante actividad cognitiva de los ganglios del gusano de mar, debería dejar de ser un objetivo primario de la ciencia, y que incluso el hablar de la verdad puede no tener sentido; de Richard Rorty, que la verdad es sólo lo que puede sobrevivir a todas las objeciones de la conversación, y que el único sentido en el que la ciencia es ejemplar es como un modelo de solidaridad humana. Uno oye de Patricia Churchland que "la verdad, sea lo que fuere, ocupa claramente el último lugar"; de Sandra Harding, que "la verdad —¡sea lo que fuere!— no te hará libre". Uno oye de Steven Stich que la verdad no es valiosa ni intrínseca ni instrumentalmente, y que una creencia justificada es la que, cuando se mantiene, conduce a quien la cree a cualquier cosa que valore; de Steve Fuller, que no hay distinción entre el "buen estudio académico" y la relevancia política, y que todo depende de "a quien estés tratando de cortejar en tu trabajo"19.

Aquí está lo que Peirce dice acerca de lo que pasará si el falso razonamiento llega a hacerse común: "Los hombres llegan a mirar el razonamiento como principalmente decorativo. […] El resultado de este estado de cosas es, por supuesto, un rápido deterioro del vigor intelectual. […] El hombre pierde sus concepciones de la verdad y de la razón. Si ve a un hombre afirmar lo que otro niega elegirá, si le interesa, su lado para trabajar... para silenciar a sus adversarios. La verdad para él es aquello por lo que lucha" (CP 1.57-59, 1896).

No puedo igualar ni la presciencia de Peirce ni su elocuencia. Pero quizás puedo añadir algún pequeño detalle circunstancial a su diagnóstico. La preposteración fomenta el falso y el pseudo-razonamiento. En lo que concierne a la filosofía, también fomenta la envidia de la ciencia, y por tanto el cientismo y un cierto tipo de irracionalismo, y el resentimiento hacia la ciencia, y por tanto un tipo sólo ligeramente diferente de irracionalismo. Dentro de la filosofía además, como disciplina a la que le toca la tarea de articular el carácter y los objetivos de la investigación, la ubicuidad del falso y del pseudo-razonamiento ha ocasionado una desesperanza artificial respecto de la posibilidad de que la investigación alcance la verdad, la desesperanza que se revela en la asombrosa epidemia de comillas despreciativas con las que mucha de la escritura filosófica reciente expresa su desconfianza hacia "la verdad", "la realidad", "los hechos", "la razón", "la objetividad", etc.

Cuando el falso y el pseudo-razonamiento son ubicuos, la gente llega a ser incómodamente consciente, o medio-consciente, de que las reputaciones están montadas tan a menudo sobre una hábil defensa de lo indefendible o incomprensible como sobre un trabajo intelectual serio, tan a menudo sobre la mutua promoción como sobre el mérito. Sabiendo, o medio sabiendo, esto, se tornan cada vez más escépticos respecto de lo que leen y oyen. Su confianza en lo que pasa por verdadero decae, y con ellas su voluntad de usar las palabras "verdad", "racionalidad", etc., sin la precaución de las comillas. Y cuando esas comillas llegan a ser ubicuas, la confianza de la gente en los conceptos de verdad y de razón se empaña y uno comienza a oír (de Richard Rorty): "No uso mucho nociones como 'verdad objetiva'", "'verdadero' [es] una palabra que se aplica a aquellas creencias con las que podemos estar de acuerdo" o (de Bruno Latour y Steve Woolgar): "Un hecho no es otra cosa sino un enunciado sin modalidad... y sin ningún rastro de su autor", o (de Steve Fuller): "No veo ninguna distinción clara entre el 'buen estudio académico' y la "relevancia política'"20.

La inferencia a partir de la premisa verdadera de que lo que pasa por verdad, hecho objetivo, argumento racional, etc., a menudo no es tal cosa, hasta la falsa conclusión de que las nociones de verdad, hecho objetivo, racionalidad, etc., son unos disparates, es manifiestamente inválida. Pero ha llegado a ser tan ubicua que merece un nombre; yo la llamo "la falacia del 'pasar por'"21. No sólo es engañosa, sino auto-defraudante; ya que si la conclusión fuera verdadera, uno nunca podría tener motivos para aceptar la premisa de la que supuestamente se deriva. No debería sorprender, por tanto, leer (a Stephen Cole): "dado que los hechos pueden fácilmente convertirse en errores, ¿qué sentido tiene considerar lo que es un "hecho" en el tiempo 1 y un "error" en el tiempo 2 como siendo determinado por naturaleza?", y después, unas pocas páginas más adelante, "la evidencia más importante a favor de mi posición es el hecho de que...", o (en Ruth Bleier): "[critiqué varios estudios] por sus métodos inconsistentes, sus hallazgos inconcluyentes, y sus interpretaciones injustificadas", y después, unas pocas páginas más adelante, "debe haber una irreducible […] deformación o sesgo en la producción de conocimiento simplemente porque la ciencia es una actividad social llevada a cabo por seres humanos en un contexto […] cultural específico"22.

Es triste decir, que esta última cita es bastante típica de gran parte de los recientes "estudios feministas". La amplia literatura reciente de las aproximaciones feministas a esta o aquella área de la filosofía —ética, epistemología, filosofía de la ciencia, filosofía del lenguaje, últimamente incluso lógica— es una manifestación particularmente chocante de algunas consecuencias de la preposteración. Al leer esta amplia literatura, uno no puede apenas dejar de advertir cómo se repite una y otra vez que el feminismo tiene consecuencias radicales para esta o aquella área, y con qué frecuencia esas consecuencias radicales llegan a ser triviales, u obviamente derivadas de algún filósofo varón, o manifiestamente falsas; cómo los que la ejercen apartan su atención determinadamente de las críticas serias, y cómo elogian profusamente el trabajo de otros con su misma persuasión23. Ponderando cómo sucedió esto, uno no puede apenas evitar pensar cuántas reputaciones y carreras, cuántos centros, programas, congresos, revistas, dependen de la legitimidad de apelar a la perspectiva feminista sobre esto o sobre aquello. Y las más oscuras sospechas de uno se confirman cuando, en un momento de notable franqueza, Sandra Harding nos dice que "los hombres que quieran estar en 'el feminismo' […] pueden enseñar y escribir acerca del pensamiento de las mujeres, de sus escritos, de sus conclusiones. […] Pueden criticar a sus colegas masculinos. Pueden conseguir recursos materiales para las mujeres […]"24.

Espero no haber dado la impresión de que lo que quiero decir es que la última moda de filosofía feminista es particularmente horrible; no sé si es particularmente horrible, y en todo caso hay otros dos puntos distintos que me interesan. En primer lugar, la percepción entre esas filósofas feministas radicales de que su profesión está profundamente corrompida es, en el peor caso, exagerada; es muy común en su profesión la pseudo-investigación, y la publicación, la promoción, el estrellato, etc., están separados del mérito. Sin ningún género de dudas no comparto la opinión feminista de que la respuesta apropiada es desarrollar una profesión oscura que sea no menos corrupta, pero en la que la corrupción les favorezca a ellas; pero dejemos esto. En segundo lugar, es precisamente esa percepción de la ubicuidad de la pseudo-investigación la que ha ocasionado la desesperanza respecto de la posibilidad de una investigación honrada, un tema casi obligatorio ahora en la filosofía feminista.

Y en mucha otra filosofía contemporánea también; la cuestión, repito, no es criticar a las feministas, sino articular cómo la epidemia de falso y pseudo-razonamiento fomentada por la preposteración ha debilitado nuestra conexión con los conceptos de verdad e investigación.

La "desesperanza artificial" respecto de la posibilidad de una investigación honrada que ha comenzado a oírse en tantos lugares de la filosofía contemporánea "cortará —como Francis Bacon escribió elocuentemente hace tiempo— los recursos y estímulos de la laboriosidad". ("Todo —continúa— por la miserable vanagloria de haber creído que lo que no ha sido descubierto y comprendido hasta ahora no podrá ser comprendido nunca en el futuro"25). Y —aquí, finalmente, está la tesis ética que mi título prometía— es completamente indecente ganarse la vida como académico si uno no reconoce, como no pueden reconocer aquellos que desesperan respecto de la posibilidad de una investigación honrada, aquello que C. I. Lewis describió una vez como nuestro "juramento profesional tácito de nunca subordinar el motivo de la búsqueda objetiva de la verdad a ninguna preferencia o inclinación subjetiva, ni a ninguna consideración oportunista o interesada"26.

Ya que esto ha resultado de la naturaleza de un sermón laico —y a pesar de la certeza de que Rorty me clasificará como uno de esos "pedantes pasados de moda" que "solemnemente te dirán que ellos están buscando la verdad"— quizás sea apropiado terminar, como hacen los sermones, con un texto. El mío es el lema del capítulo 11 de Felix Holt, el radical de George Eliot:

"La verdad es la mies más preciada de la tierra.
Pero una vez, cuando la mies ondeaba sobre la tierra,
el maloliente gusano y la oruga,
las langostas, y todas las sucias plagas en tropel,
se agarraron a ella con garras ávidas, veloces,
y convirtieron la mies en pestilencia,
hasta que los hombres dijeron, ¿de qué sirve sembrar?"

(Traducción de Sara F. Barrena)

Susan Haack
Department of Philosophy
University of Miami
P. O. Box 248054
Coral Gables, Florida 33124-4670 U.S.A.

Notas

* Este trabajo fue expuesto por la autora en Pamplona el 22 de enero de 1996. El texto original inglés —más extenso— ha sido publicado en Social Philosophy & Policy Foundation (13), 1996, 296-315.

1. J. Barzun, The American University, Harper & Row, Nueva York, 1968, 221. Traduzco preposterism o preposterous por las expresiones castellanas (poco usadas) "preposteración" y "preposterar": ésta última es definida por el DRAE como "trastocar el orden de algunas cosas, poniendo después lo que debía estar antes" (N. de la T.).

2. Véanse también las observaciones que hace Peirce sobre Paul Carus en The New Elements of Mathematics, C. Eisele (ed), Mouton, La Haya, 1976, IV, 977.

3. J. Locke, An Essay Concerning Human Understanding, 1690, III, x, 6.

4. Citado en J. Brent, Charles Sanders Peirce: A Life, Indiana University Press, Bloomington, 1991, 16.

5. S. Butler, The Way of All Flesh, Signet Books, The New American Library of World Classics, 1960, 259.

6. A. E. Housman, M. Manilii, Astronomicum I, Londres, 1903, xliii; véase H. Frankfurt, "The Faintest Passion", Proceedings and Addresses of the American Philosophical Association, (66, 3) 1992, 5-16.

7. Cuando oí esta observación fue atribuida a Burton Dreben; sin embargo, Israel Scheffler me ha contado que su recuerdo es que la fuente original fue el estudioso del Talmud Saul Lieberman y su formulación original: "el sinsentido es sinsentido, pero la historia del sinsentido es ciencia".

8. S. Harding, The Science Question in Feminism, Cornell University Press, Ithaca, 1986, 251; Chronicle of Higher Education, 1994 (27 de abril), A15.

9. S. Haack, Evidence and Inquiry: Towards Reconstruction in Epistemology, Blackwell, Oxford, 1993, caps. 6-8.

10. S. Haack, "Science as Social?, Yes and No", en preparación, J. Nelson / L. Hankinson Nelson (eds), Feminism, Science and Philosophy of Science, Kluwer, Dordrecht.

11. A. Goldman, "Epistemics: The Regulative Theory of Cognition", Journal of Philosophy, 1978 (10), 523.

12. K. Arnold, "University Presses Could Still Become the Cultural Force for Change and Enlightenment They Were Meant to Be", Chronicle of Higher Education, 1987 (29 de julio); citado en C. Sykes, Profscam, Regnery Gateway, Washington, 1989, 129.

13. G. Gutting, "The Editor's Page", American Philosophical Quarterly, (31.1), 1994, 87.

14. Mis cálculos se basan en el Directory of American Philosophers y el International Directory of Philosophy.

15. Véase M. Charlier, "Seeking Profits, College Presses Publish Novels", Wall Street Journal, 1994 (20 de septiembre), B1-B8; R.S. Boynton, "Routledge Revolution", Lingua Franca, 1995 (marzo/ abril), 25-32.

16. Mi fuente es B. Wilshire, The Moral Collapse of the University, SUNY Press, Albania, 1990, 106-107.

17. G. Santayana, Character and Opinion in the United States: With Reminiscences of William James and Josiah Royce and Academic Life in America, Charles Scribner's Sons, Nueva York, 1920, 98.

18. Quine —en cuya obra aparece un naturalismo admisible al lado de un cientismo inadmisible— realiza la primera de estas maniobras de desviación; Alvin Goldman realiza la segunda. Véase mi Evidence and Inquiry, 130-135, en relación a la primera transformación del problema, y 152-157 en relación a la segunda.

19. P.M. Churchland, "The Ontological Status of Observables", A Neurocomputational Perspective: The Nature of Mind and the Structure of Science, Bradford Books, MIT Press, Cambridge, 1989, 150-151; R. Rorty, Consequences of Pragmatism, Harvester Press, Hassocks, 1982, 165 y "Science as Solidarity", The Rhetoric of The Human Sciences, J. S. Nelson, A. Megill y D. McCloskey (eds), University of Wisconsin Press, Madison, 1987, 46; P. Smith Churchland, "Epistemology in the Age of Neuroscience", Journal of Philosophy, 1987 (75, 10), 549; S. Harding, Whose Science? Whose Knowledge?, Cornell University Press, Ithaca, 1991, xi; S.P. Stich, The Fragmentation of Reason, Bradford Books, MIT Press, Cambridge, 1992, 118 y ss; S. Fuller, mensaje electrónico, 4 de mayo, 1994.

20. R. Rorty, "Trotsky and the Wild Orchids", Common Knowledge, 1992 (1, 3), 141, y "Science as Solidarity", 45; B. Latour y S. Woolgar, Laboratory Life: The Social Construction of Scientific Facts, Sage, Londres, 1979, 82; S. Fuller, mensage electrónico, 4 de mayo, 1994.

21. Una expresión que di a conocer en "Knowledge and Propaganda: Reflections of an Old Feminist", Partisan Review, 1993 (otoño), 556-564, reimpreso en Our Country, Our Culture, E. Kurzweil y W. Phillips (eds), Partisan Review Press, Boston, 1995, 56-65.

22. S. Cole, Making Science: Between Nature and Society, Harvard University Press, Cambridge, 1990, 12, 50; R. Bleier, "Science and the Construction of Meanings in the Neurosciences", S.V. Rosser (ed), Feminism Within the Science and Healthcare Professions: Overcoming Resistance, Pergamon Press, Oxford, 1988, 92-101.

23. Véase también M. Levin, "Caring New World: Feminism and Science", American Scholar, 1988 (57), 100-106.

24. S. Harding, "Who Knows? Identities and Feminist Epistemology", J. E. Hartman y E. Messer-Davidow (eds), Engendering Knowledge, University of Tennessee Press, Knoxville, 1991, 109.

25. F. Bacon, El Nuevo Organon, 1620, libro I, aforismo LXXXVIII.

26. C.I. Lewis, The Ground and Nature of the Right, Columbia University Press, Nueva York, 1955, 34.