Nuestro Tiempo, 475/476, (1994), 641-654

LA TAREA DE PENSAR*

Jaime Nubiola
jnubiola@unav.es





La difícil articulación del pensar con el vivir ha interesado siempre a quienes se dedican a educar. Pero, en los últimos años, resultan muy llamativos tanto la extraordinaria importancia del sentimiento en la vida de los universitarios como el atractivo que sobre ellos tiene el estilo de vida intelectual. Muchas veces quienes adoptan las más graves decisiones por motivos afectivos aspiran al mismo tiempo a llevar un tenor de vida en el que la inteligencia sea la guía efectiva de su vivir.


La gente de veintitantos

El trabajo universitario es un lugar privilegiado para observar una y otra vez el gran reclamo que para la gente joven tiene el cultivo de la inteligencia. Frente a las simplificaciones rápidas y fácilmente engañosas acerca de la juventud, comienza a tomar cuerpo la idea de que la "gente joven" de ahora, es decir, aquellos que nacieron entre 1964 y 1975 y que por tanto tienen entre dieciocho y veintinueve años, constituyen una nueva generación. Ha comenzado a ser llamada la "generación de los veintitantos", y uno de sus rasgos característicos es que será la primera generación de este siglo —según predice un reciente estudio sociológico del que daba noticia Nuestro Tiempo— que vivirá peor que las generaciones precedentes. Después de décadas de progreso sostenido y de crecimiento general del bienestar, esta nueva generación ha comenzado a advertir que el futuro es mucho más incierto de lo que pensaron sus predecesores. Quizá por eso en los Estados Unidos a este grupo social se le ha llamado también la "generación perdida" o más crudamente "los holgazanes". En aquel país pertenecen a este grupo unos cuarenta y siete millones de personas y en España llegan a los siete millones.

La gente de veintitantos es la primera generación en la historia que ha tenido como su principal maestra a la televisión, puesto que el número de horas que han pasado delante del televisor es sólo ligeramente inferior al de las horas que han escuchado a sus maestros y profesores. Al destacar este dato relativo al consumo de televisión en la configuración del universo cultural de los jóvenes, no deseo hacer un juicio negativo o simplista de su formación. Casi con seguridad la generación de los veintitantos tiene mucha más información que la generación precedente: sabe mucho más, ha saboreado muchas más cosas, aunque quizá, finalmente, haya quedado con un desabrimiento todavía más amargo en la boca. Mientras en agosto del 68 los jóvenes europeos vibraban doloridos al leer las crónicas de prensa de la invasión de Praga por los carros de combate rusos, la gente de veintitantos ha asistido en directo a la madre de las batallas o al genocidio de los Balcanes casi como si del Tour de France se tratara. Comparados con sus mayores, es decir, con la generación del mayo francés, de la llegada a la Luna, de los Beatles y la música ye-ye, o de la sustitución en España de un sistema autoritario por una democracia, los de veintitantos son —según los sociólogos— más pragmáticos, más responsables y más tolerantes, pero a la vez más escépticos, más conservadores y más dubitativos a la hora de tomar decisiones.

La década de los noventa, en la que corresponderá a la generación de los veintitantos buena parte del protagonismo, se presenta como un formidable atasco de coches en una compleja y enrevesada encrucijada sin los postes indicadores de las direcciones, o quizá más exactamente, como herencia fatídica del fracaso de la modernidad, con las señales de tráfico perversamente cambiadas. Quienes se encuentran en el atolladero no solamente desconocen cómo se va sino que ni siquiera saben realmente adónde quieren ir. Ante este panorama, quedarse quieto es sin duda lo más prudente: por eso en las estadísticas esta generación muestra un perfil conservador, escéptico y dubitativo. Hace sólo unos meses George Steiner reconocía el contraste entre sus estudiantes de finales de los sesenta y los de ahora: mientras aquellos tenían abiertas las ventanas a la esperanza porque sabían que había siempre algún lugar en el planeta en el que se estaba luchando por cambiar el mundo, los estudiantes actuales —al menos en su mayor parte— han trocado la utopía por la opción egoísta de una vida privada.


La desbandada de la postmodernidad

Diagnosticar lo que nos pasa, o mejor, comprender con cierta riqueza explicativa la situación de nuestra cultura contemporánea, exigiría muchas precisiones. De modo unánime los más avezados oteadores del momento llevan años extendiendo el acta de defunción de la modernidad, del agotamiento del proyecto ilustrado que en los siglos precedentes aspiró a dar razón del ser humano y de su vivir en sociedad. La última utopía de la modernidad se desmoronó con el muro de Berlín hace apenas cuatro años. Al final todos han venido a reconocer que —como en el viejo cuento del Conde Lucanor— el rey iba desnudo, que la razón científica que pretendía emancipar a los hombres y a las mujeres del siglo XX del oscurantismo religioso y de la represión moral, ha engendrado una vergonzosa esclavitud que, como escoria de su perversa actividad, arroja a la existencia unos seres humanos mutilados y enemigos entre sí. La ciencia, la inteligencia que iba a liberar al hombre, ha resultado a la postre el enemigo mayor de la vida humana. La comercialización masiva de armamentos, la erotización de la comunicación social, la balcanización de la aldea global, la sistemática destrucción de vidas humanas son algunos de los signos más obvios de esta tragedia. La razón ilustrada que en el lugar de Dios quería entronizar al hombre, se ha topado casi como por sorpresa con que nuestra concepción del hombre depende de nuestra concepción de Dios, y que al prescindir de Dios se ha tornado imposible la comprensión del hombre. "Uno de los rasgos más llamativos del siglo XX —escribía Grunwald hace escasos meses— más incluso que el progreso tecnológico y que la violencia física, ha sido la deconstrucción del ser humano".

El ser humano de la post-modernidad es algo así como un amasijo de sensaciones e impulsos nerviosos, que habita temporalmente un cuerpo al que ha de procurar el mayor nivel de bienestar posible. La cultura ha abdicado de su misión de otorgar un sentido a las comunidades y a las vidas singulares de los hombres. La reflexión filosófica postmoderna, llamada ahora pensamiento débil, no intenta ya una crítica en su raíz de la cultura contemporánea, ni mucho menos aspira a refundarla o relanzarla, sino que simplemente —como afirmaba Vattimo, uno de sus más conocidos valedores— se conforma con reunir recuerdos y sugerencias sobre algunas posibilidades interesantes.

Las reacciones contra esta generalizada situación de agotamiento cultural asoman por muchos lados, aunque suelen ser descalificadas con el insulto en boga en estos últimos años: se trata —dicen— de reacciones "fundamentalistas". La última reflexión aireada por los medios de comunicación ha sido la de Samuel Huntington, el politólogo de Harvard que sostiene que en adelante la batalla ideológica entre los países será sustituida por el conflicto cultural entre las civilizaciones. Desde esa perspectiva sesgada, el resurgimiento mundial de la religión que se reconoce por doquier es, por tanto, la amenaza más grave contra la paz.


Los últimos ilustrados

Puede decirse que quienes a estas alturas del siglo XX estamos empeñados con ahínco e ilusión en la enseñanza e investigación de las humanidades, somos en verdad los "últimos ilustrados". Tanto el filósofo alemán Jürgen Habermas como el Papa Juan Pablo II han sido calificados con ese epíteto. No se trata de un insulto, sino del reconocimiento de la pertenencia a la rancia estirpe intelectual en que la cultura griega tuvo su origen y en la que hunde sus raíces la Europa cristiana en la que nacieron las Universidades. Ser un ilustrado quiere decir muchas cosas, entre ellas, la de ser miembro de una tradición de investigadores que a lo largo de los siglos han sostenido la firme convicción de la capacidad de la razón humana para crecer en la comprensión del mundo, de la vida, y de las acciones de los hombres. Ser un ilustrado quiere decir además el reconocer que la razón humana sólo crece en la interacción con los demás, que "la pasión por la verdad —como dice Alejandro Llano— es radicalmente solidaria", y que por tanto la verdad se alcanza y acrecienta en el diálogo con los demás.

Finalmente, ser un ilustrado quiere decir también ser amigo de los ilustres que nos han precedido, puesto que —como escribió Juan de Salisbury en el siglo XII— "somos enanos a hombros de gigantes", y encaramados sobre sus hombros somos capaces de ver más y de ver más lejos. De entre la enorme comunidad de aquellos gigantes predecesores, quiero recordar a dos.

A Tomás de Aquino por muchos motivos, pero sobre todo por su método generoso y fecundo de buscar la verdad, que me gusta llamar —siguiendo una sugerencia de Jesús Longares— el método de la circumspectio, de la circunspección, de mirar alrededor y de escuchar respetuosamente a todos los que tengan algo que decir, sabiendo que en cierto modo en la mente humana en grados diversos y de modo limitado se refleja la Verdad con mayúscula: "Todas las opiniones en cierto modo dicen algo verdadero". No sólo en la profundidad de las noches estrelladas o en la hondura de los corazones humanos, sino que, en cierto sentido y sobre todo, la Verdad se descubre al comprender a la vez la limitación y la extraordinaria complejidad de los pensamientos. "Con sensibilidad vivamente actual —escribía el Gran Canciller de nuestra Universidad a propósito del comentario de Juan Pablo II de este texto de Tomás de Aquino— el Papa encuentra una aplicación siempre válida y hoy día tanto más necesaria en la investigación científica, afirmando que 'esa presencia de la verdad, aunque sea parcial e imperfecta y a veces distorsionada, es un puente que une a unos hombres con los otros y hace posible el entendimiento cuando hay buena voluntad'". Santo Tomás ni era un concordista que buscaba la solución intermedia, el compromiso entre posturas divergentes, ni esquivaba las dificultades. "¿Qué hacía Tomás? —ha escrito con manifiesta admiración Umberto Eco— listaba las opiniones divergentes, clarificaba el sentido de cada una, se cuestionaba todo incluso el dato revelado, enumeraba las posibles objeciones y redactaba la mediación final. Todo debía hacerse en público, tal como en su tiempo, la disputatio era pública. Quien resolvía era el tribunal de la razón".

Pero como el estilo de Tomás pudiera parecer obsoleto por los siete siglos que han pasado desde entonces, quiero hacer mención de Ludwig Wittgenstein, a quien muchos consideran el pensador más profundo de este siglo. Su estilo socrático de hacer filosofía con preguntas y respuestas se caracteriza esencialmente por la progresión en la comprensión de los problemas mediante la discusión dialógica de las diversas formas de expresarlos. Por supuesto que a fin de cuentas los problemas filosóficos son insolubles, pero como decía Stanley Cavell, "hay maneras mejores y peores de pensar acerca de ellos". Para Wittgenstein la filosofía es el nombre de esa inevitable forma de enredo racional que es síntoma natural del pulso de nuestro intelecto, pero al mismo tiempo es el nombre de nuestro afán —también natural— de claridad intelectual, de alcanzar una comprensión general. Los problemas que aparecen en la filosofía están enraizados en aspectos básicos de nuestro pensamiento que determinan el modo en que miramos a las cosas. Por esta razón, "resolver" un problema filosófico no es anular nuestro pensamiento, sino llegar a comprenderlo más plenamente.

La mención de Tomás y de Wittgenstein, miembros notables de aquella comunidad de investigadores convencidos de la capacidad de la razón humana, esclarece bien el sentido en el que somos "ilustrados" quienes nos dedicamos hoy en día a las humanidades, pero no todavía el añadido de los "últimos". Wittgenstein en su denodada inquisición sobre el porqué último de las cosas, advertía que la búsqueda de una justificación racional para nuestras acciones no puede ser infinita: llega un momento en el que la pala de nuestra pregunta topa con la roca y se dobla, y entonces sólo nos cabe responder: "Pues esto es lo que yo hago". El límite de nuestra investigación racional es al final nuestra práctica, nuestra vida, nuestra manera humana de ser. Ser un ilustrado es elegir un estilo de vida que fía a la razón la toma de decisiones, un estilo de vida guiado por la inteligencia. Pero, en los años finales de nuestro siglo, puede decirse que somos "los últimos", porque tenemos dolorosamente experimentada la perversa tendencia de la razón humana a traicionar su propia humanidad suplantando a Dios y en última instancia eliminando al hombre mismo.

Juan Pablo II, filósofo de formación, experto en humanidad y en dolor, sucesor de Pedro, merece justamente ese honroso calificativo. Las proféticas palabras iniciales de su pontificado "Non abbiate paura! ¡No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo!" revisten una permanente actualidad. Ahora para la generación de los veintitantos adoptan la forma sugerente, atractiva, incitadora: ¡No tengáis miedo a pensar, abrid las puertas a Cristo!


La tarea de pensar

La palabra castellana "tarea" procede etimológicamente del árabe tari ha, que es el encargo de alguna obra o trabajo que ha de hacerse en cierto tiempo, en un tiempo limitado. Este significado etimológico refleja bien la razón de la elección del término "tarea" para calificar la actividad de pensar que corresponde a los intelectuales. El tiempo para pensar es limitado, pues sólo pensamos, sólo discurrimos y razonamos los pocos o muchos años que Dios nos dé de vida. En la otra vida no se piensa discursivamente. Esta limitación en el tiempo de nuestra capacidad de pensar es quizá un estímulo para tomársela todavía más en serio.

Pero, ¿pensar qué?, ¿pensar cómo?, o incluso más filosóficamente ¿qué es eso de pensar? El verbo castellano "pensar" viene del latín pensare, que es pensar, calcular, pesar. ¿Qué es lo que hemos de pensar, y por tanto al pensarlo, al sopesarlo, ganar peso y crecer? Lo primero que hemos de pensar es nuestra vida, la de cada uno, cada uno la suya. Es un lugar común recordar el dicho de Sócrates de que una vida sin examen, sin reflexión, no merece ser vivida por un hombre. Apoyada en la tradición griega, la cultura cristiana reconoció desde sus comienzos el valor de la razón para conocerse a sí mismo el ser humano y sobre todo para conocer a Dios. Pero no ha sido hasta hace escasos meses cuando la Iglesia Católica en su nuevo Catecismo ha elegido, en sustitución de la descripción tradicional del pecado como transgresión de la ley, su identificación como "una falta contra la razón". Al destacar esta dimensión contra la razón, la Iglesia —experta en humanidad— reconoce tanto la primacía del entendimiento en nuestra vida personal, como el permanente atractivo sobre nuestra imaginación que desde Adán ejerce lo prohibido.

Lo segundo que hemos de pensar es la fe, las convicciones religiosas, aprendidas de ordinario de padres y educadores. El descubrimiento de la riqueza intelectual de la fe, de su fuste explicativo, de su capacidad de dar sentido a la vida humana otorga una consistencia permanente, una coherencia, crea un auténtico estilo de vida que el beato Josemaría Escrivá caracterizó felizmente con su expresión "unidad de vida".

Lo tercero que hay que pensar es la cultura en la que cada uno vive. Pensar la cultura es comprenderla históricamente, en su génesis y desarrollo en las diversas áreas de la propia actividad, pero sobre todo es repensarla y aportar, mediante la palabra y la escritura, pensamiento propio y personal, el que cada uno pueda añadir para ganar en la comprensión que de sí y de su historia tiene la humanidad.

Esta triple enumeración es deudora de aquel memorable discurso de Juan Pablo II ante la UNESCO que recordaba en diciembre de 1982 a los profesores universitarios españoles en la Facultad de Derecho de la Complutense: "Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida". Se trata de articular fe y cultura en la vida de cada uno, en nuestra reflexión vital, sabedores de que no puede haber oposición efectiva entre las realidades profanas y las realidades de fe pues tienen todas su origen común en Dios" (Gaudium et spes). Se trata de integrar la verdad en la propia vida y de vivir de acuerdo con ella. "Es la verdad la que encarga la tarea; y la inteligencia —el nous, dice Leonardo Polo— se pone en marcha con el encargo de articular el vivir de acuerdo con la verdad".


¿Cómo pensar?

La segunda pregunta que antes anunciaba es la de cómo llevar a cabo esa actividad del pensar, o cómo encarnar a los veintitantos un estilo de vida inteligente, novedoso y realmente fecundo. Tomando prestado el título de un maravilloso libro del maestro Azorín, me gustaría responder diciendo: Cavilad y contad. Es preciso dar vueltas a las cosas, a todas esas antes enumeradas, y además es preciso compartir las cavilaciones, las dudas, las reflexiones con quienes están a nuestro lado. El lenguaje juvenil de hace unos años empleaba desenfadadamente el término "rollo" también en este sentido: el intelectual tiene siempre su "rollo", un relato, una historia que da razón de su vida, que muestra bien a las claras quién es porque cuenta de dónde viene y hacia adónde va. Como señaló MacIntyre en Tras la virtud lo que los hombres de final del siglo XX anhelan es encontrar un relato, una historia, o incluso un mito que otorgue un sentido a su vivir diario. La misión de quienes en la hora presente se dedican a las humanidades es cabalmente la de ayudar a quienes están a su lado, a la entera sociedad, a forjar el relato, el verso heroico en que se torna la prosa diaria cuando la luz de la fe y la inteligencia confieren un horizonte de eternidad.

La tarea de pensar puede parecer excesiva o incluso penosa, pero no es así, o al menos no es así siempre. No es algo que nos supere, sino que en cuanto uno se mete, "engancha", hace crecer en hondura y en capacidad de saborear: "todos los hombres por naturaleza anhelan saber", escribía el viejo Aristóteles en el arranque de la Metafísica. Pero pensar requiere no sólo ganas, sino también aprendizaje, entrenamiento y tiempo. Como dejó anotado Wittgenstein, "en filosofía el ganador de la carrera es aquél que sabe correr más lentamente; o aquél que llega allí el último". El peligro para el pensamiento es siempre la precipitación, el sacar conclusiones demasiado deprisa, por no estar bien advertidos del carácter provisional, parcial, revisable siempre de la verdad alcanzada con esfuerzo.

Un rasgo define esencialmente el pensar cristiano, destacado muy vivamente por el beato Josemaría Escrivá. Me refiero al amor a la libertad que se muestra en el respeto a la pluralidad de opiniones en todas aquellas vastas áreas dejadas al libre ejercicio de la inteligencia humana. Con extraordinario sentido común, mostrando la mano ligeramente torcida preguntaba a su interlocutor si la mano era cóncava o convexa: "Los asuntos humanos no tienen soluciones unívocas; los demás ven la misma cuestión que tú pero desde distinto punto de vista, con otra luz, con otra sombra, con otro contorno: la confrontación de esos puntos de vista es enriquecedora". Por esta razón, es preciso siempre escuchar a todos, examinar sus razones —como hacía Tomás— para intentar entenderlas, tratar de esclarecer en ese diálogo también las razones nuestras para ganar así en comprensión de la posición personal y de las posiciones de los demás.


Una búsqueda solidaria

La defensa del pluralismo guarda íntima relación con una concepción solidaria y multilateral del conocimiento humano de una fecundidad extraordinaria. Nada más lejos del relativismo culturalista postmoderno ni del escepticismo egoísta de la generación de los veintitantos. O dicho positivamente, la esencia de un estilo universitario de vida es precisamente el empeño de todos cuantos componen esa comunidad —que trasciende el espacio y el tiempo— por comprenderse los unos a los otros, por hacerse cargo de las razones que asisten a la razón de cada uno. Si hay confrontación dialógica —venía a decir Alejandro Llano en la pasada apertura de curso— es porque se comparte el convencimiento de que hay una verdad objetiva y la esperanza de que puede alcanzarse mediante el ejercicio de la inteligencia. Con Hilary Putnam me gusta distinguir entre la Verdad con mayúscula y las verdades que los hombres forjamos. Estas últimas, las verdades que los hombres laboriosamente han conquistado mediante su pensar son resultado de la historia: Veritas filia temporis, repetían los escolásticos recordando al romano Aulo Gelio. Que la verdad sea hija del tiempo significa también que la verdad futura depende de nuestro pensar, de lo que cada uno contribuyamos con nuestra actividad intelectual personal al crecimiento de la humanidad.

El pensamiento humano no es en modo alguno una tarea privada, intimista, como pudieran sugerir "El pensador" de Rodin o la imagen del Descartes solitario junto a la estufa. No es tampoco algo aburrido, frío, rígido o mecánico. El pensamiento —como el lenguaje— no es algo privado, sino una laboriosa construcción de todo el género humano mediante el que nos adentramos en la comprensión de Dios, del mundo, de nosotros mismos y de nuestras creaciones. Como enfatizaba Eugenio d'Ors, el pensamiento es siempre diálogo, "pensar es siempre 'pensar con alguien'"; "no es sólo que el pensamiento necesite del diálogo, sino que es, en esencia, el mismo diálogo". El diálogo con los demás, con los que nos precedieron, incluso el diálogo con nosotros mismos, es la fuente por excelencia del pensamiento. Que la tarea de pensar es —¡puede ser!— algo divertido, cálido, flexible y libre es testimonio unánime de cuantos estamos comprometidos en la enseñanza y la investigación. Descubrir con gozo el futuro en las inteligencias de los alumnos nos hace sentirnos más humanos y nos lleva a reconocernos orgullosamente como miembros de una gigantesca epopeya intelectual.





* Estas páginas tienen su origen en el discurso de apertura de un Curso de Verano al que acudí con una viva preocupación acerca de la conjunción de sentimiento y razón en la formación universitaria. Ahora llegado el otoño y podadas aquellas páginas de aderezos estivales y demás recursos retóricos, pueden servir de estímulo a la reflexión en un ámbito mayor. Su título es quizá deudor del ensayo de Heidegger de 1964, aunque temáticamente la distancia sea grande.



Fecha del documento: 13 de noviembre 2001
Última actualización: 12 de septiembre 2007


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