EL FONDO DE LA ACTUALIDAD
La Gaceta de los Negocios
,
28 y 29 de agosto de 2004, Opinión, p. 31

 





La soledad del hipermercado


Jaime Nubiola
(jnubiola@unav.es)




Hace unos pocos días me escribía una alumna en su examen final: "Creo que no hay nada más solitario que un hipermercado. Hoy en día se fomenta la relación con las cosas, sobre todo con las cosas que nos hacen estar solos: el ordenador, la videoconsola, etc.". Mis estudiantes, además de responder a dos preguntas del temario, tenían que comentar libremente aquella letrilla de Machado en sus Proverbios y cantares de 1919: "En mi soledad/ he visto cosas muy claras,/ que no son verdad". Como a menudo el problema que más aflige a la gente joven —y muchas veces también a la gente mayor— es el de una dolorosa sensación de soledad, invitaba a mis alumnos a reflexionar a partir de ese breve poema para ayudarles a descubrir el valor de la comunicación afectuosa con los demás. Escribir sobre aquellas cosas que nos afectan personalmente es quizá la mejor manera de aprender a articular de modo razonable el pensamiento y la propia vida, tal como exige una reflexión filosófica responsable.

Aquella alumna inteligente apuntaba con su comentario a una realidad que está en la base de buena parte de la cultura consumista dominante: compramos cosas para no estar solos, compramos cosas para paliar una angustiosa sensación de soledad. Cuántas personas, quizás en particular mujeres, después de un día malo, se lanzan a la calle a comprar alguna cosa que compense o haga olvidar los disgustos del día. ¡Por lo menos —se dirán con más o menos convicción— he hecho una buena compra en las rebajas!

Vale la pena pararse un momento en el hipermercado a observar discretamente a los demás compradores, muchos de ellos solitarios, que van al híper o al centro comercial como quien va a la feria "a ver lo que cae". Muchas veces están aburridos y buscan algo que les divierta, que les llene su tiempo, ya sea un instrumento de bricolaje, un nuevo electrodoméstico, un DVD o lo que sea. Me dicen que hay personas que van sólo a escuchar música agarradas al carro y buscando lo que no encuentran, otras —¡las menos!— van con una lista para no ceder al capricho comprando lo que no necesitan, otras están mucho tiempo decidiéndose por un producto y lo pasan fatal a causa de su indecisión, y otras finalmente van con su lista y corriendo, sin perder tiempo, pero se olvidan casi siempre de lo que más necesitaban. Al parecer los estudiosos de marketing han comprobado que cerca del 50% de lo que se compra en las grandes superficies no lo tenían previsto los consumidores antes de entrar en el centro comercial.

En la estupenda película Tierras de penumbra hay una escena en la que un estudiante pobre es descubierto por su tutor robando un libro en Blackwell's, la famosa librería de Oxford. Como explicación de su robo, el estudiante sin recursos explica a su tutor, el escritor C. S. Lewis —magníficamente interpretado por Anthony Hopkins—, que había aprendido de su padre, un modesto maestro de escuela, que "leemos para comprobar que no estamos solos". Quizá esto fuera así en la época de C. S. Lewis, pero me parece que hoy en día sería probablemente más exacto decir que compramos para comprobar que no estamos solos.

Me han contado que en la versión española de esta película no está bien traducida la frase que cierra la última escena. En la versión original la última frase es un eco mucho más profundo de las palabras pronunciadas por el estudiante ladronzuelo: "Amamos para comprobar que no estamos solos". Tal como ha destacado con acierto la filosofía personalista del siglo XX, me parece que efectivamente esto es así. Los seres humanos estamos configurados de tal manera que sólo somos felices mediante la donación y comunicación personales, y no mediante la acumulación de cosas, la colección de emociones o el consumo de sensaciones. La búsqueda ansiosa de cosas es muchas veces un mero anestésico contra el sufrimiento —tantas veces intolerable— de la soledad, de la falta de amor, de la falta de cariño, del aburrimiento. Como no podemos, sabemos o queremos abrirnos a las personas, nos llenamos de cosas. Esto es realmente dramático, porque —como todos sabemos en el fondo de nuestro corazón— para abrirnos de verdad a las personas que nos rodean lo que de ordinario necesitamos es precisamente liberarnos de las cosas.

Cuántos van por la calle o en el metro con el walkman o encienden la tele nada más llegar a casa para no sentirse solos: tienen miedo al silencio porque hace más patente esa lacerante soledad. "Toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa —escribió Pascal en sus Pensamientos—: el no saber quedarse solos en su habitación". Como no sabemos estar solos, llenamos la habitación de cachivaches, convertimos nuestra habitación en un trastero atestado de cosas inútiles. Efectivamente es preciso aprender a estar solo, pero quizá es todavía más importante persuadirse de que la soledad nunca es buena. Hay aislamientos temporales fecundos, como el de quien se encierra unas horas todos los días para trabajar, o unos días para hacer un trabajo concreto, pero la soledad habitual resulta del todo esterilizante: "No es fácil en soledad estar continuamente activo; en cambio es más fácil con otros y respecto a otros". De Aristóteles viene esta experta recomendación en favor del trabajo cooperativo y la comunicación afectuosa con los demás.

Hace años en un grupo de trabajo con estudiantes argumentaba yo una tarde que el problema de la juventud era su falta de formas culturales de comunicación. De pronto tomó la palabra un estudiante tímido, desgarbado y más bien silencioso, y nos espetó que la comunicación no era el problema, que el problema era la soledad. Los siete u ocho que asistíamos a la reunión quedamos persuadidos de que ese era realmente el problema de buena parte de la gente joven —y no sólo el domingo por la tarde—, y también de muchos adultos. Cuántas personas se sienten solas en su trabajo, en su familia, en sus relaciones sociales, sin que apenas nada pueda paliar su dolorosa sensación de soledad. Se sienten incapaces de establecer puentes, de romper barreras, de compartir espacios, se sienten incapaces de querer cuando no hay cosa que más anhelen que sentirse comprendidos y queridos.

Para ensanchar nuestra forma de vida es preciso abrirse a las personas, y para ello hay que liberarse de las cosas, hay que liberarse del hábito social de comprar ansiosamente como remedio de la soledad. La acumulación de cosas, el coleccionismo de sensaciones y emociones no enriquece, sino que realmente empobrece nuestro horizonte vital. Liberarse de las cosas: sólo así podremos decidirnos a querer, a cambiar el mundo a base de cariño, de comunicación afectuosa, de reconocimiento mutuo. Sólo así será posible transformar nuestra vida, que echaríamos a perder, en cambio, si nos lleváramos a casa todo el hipermercado, tal como detectaba certeramente aquella sabia alumna.




Fecha del documento: 15 de junio 2006
Última actualización: 15 de junio 2006

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