Revista de Logopedia, Foniatría y Audiología, XVII/1, (1997), 3-10



RENOVACIÓN EN LA FILOSOFÍA DEL LENGUAJE:
HACIA UNA MEJOR COMPRENSIÓN DE NUESTRAS PRÁCTICAS COMUNICATIVAS


Jaime Nubiola*
jnubiola@unav.es



Desde tiempo inmemorial se sabe que los seres humanos estamos configurados de tal manera que lo más familiar nos resulta transparente y por ello de ordinario no lo advertimos, mientras que sólo lo novedoso llama nuestra atención (Peirce 1936-58, 6.162). "Los aspectos de las cosas que nos son más importantes —anotó Wittgenstein (1953)— nos están ocultos por su simplicidad y familiaridad. (Uno es incapaz de advertir algo porque lo tiene siempre delante de sus ojos)". Pasa esto con muchas cosas de la vida, pero quizá en especial pasa esto con nuestra facultad lingüística. El lenguaje nos resulta tan connatural que cuando alguna de sus sorprendentes características llama nuestra atención todos nos consideramos un poco filósofos.

El objetivo de este trabajo es dar noticia del marco de la discusión filosófica contemporánea en el ámbito angloamericano, de forma que haga posible lograr una mejor comprensión del trabajo multidisciplinar experimental y clínico, que viene desarrollándose intensivamente en los últimos años. De acuerdo con ese objetivo, dividiré mi exposición en tres partes: 1) en primer lugar intentaré ofrecer un breve panorama histórico de la filosofía del lenguaje angloamericana contemporánea; 2) en segundo lugar describiré el horizonte de renovación frente al cientismo dominante que ha surgido con particular fuerza en las dos últimas décadas; y finalmente, 3) trataré de desvelar las claves que —a mi entender— resultan más decisivas en esta renovación y que permiten entrever su desarrollo futuro.

1. Breve panorama histórico de la filosofía del lenguaje

La reflexión sobre el lenguaje, sobre la diversidad de lenguas, sobre las diversas formas de expresión humana, se encuentra presente de una manera u otra en la mayor parte de los testimonios escritos que conservamos de la Antigüedad. Sin embargo, aunque algunos de sus temas y problemas se plantearon ya en la filosofía griega y otros tuvieron un amplio desarrollo en la Edad Media, puede decirse que la Filosofía del Lenguaje en cuanto disciplina filosófica no tiene más de doscientos años o incluso que se limita sólo al siglo XX. Concretamente, el nombre de "Filosofía del Lenguaje" para referirse a un área especializada de la filosofía no se hizo habitual hasta después de la Segunda Guerra Mundial y en España no se incorporó a los planes de estudio hasta los años 70 (Chamizo 1986).

Suele considerarse que uno de los rasgos más característicos del siglo XX ha sido lo que Gustav Bergmann denominó el giro lingüístico de la filosofía (Rorty 1990). Aunque a lo largo de toda la historia quienes se dedicaron a la filosofía siempre prestaron una gran atención a las palabras, asistimos en nuestro siglo a una expansión sin precedentes de la investigación filosófica sobre el lenguaje hasta el punto que el conjunto de problemas constituido por las conexiones entre lenguaje, pensamiento y mundo ha venido a situarse en el centro de la reflexión y el debate filosóficos. El giro lingüístico de la filosofía se caracteriza tanto por la concentración de la atención en el lenguaje como por la tendencia a abordar los problemas filosóficos a partir de la forma en que aparecen en el lenguaje. Se trata ahora no tanto de preguntarse por la posibilidad o legitimidad del conocimiento, por la malicia o bondad de las conductas humanas o por los atributos de Dios, sino más bien de hacerse cargo, de esclarecer, el significado o alcance del lenguaje cognitivo, ético o religioso. Es cierto que el replanteamiento en términos lingüísticos de algunos de los problemas tradicionales de la filosofía con la pretensión de aclararlos o incluso de disolverlos, llevaba implícito en muchos casos la convicción de que buena parte de aquellos problemas eran espejismos o engaños tendidos por las propias palabras. Sin embargo, vale la pena resaltar que los filósofos de nuestro siglo no han creído ingenuamente que los problemas que desde siempre habían preocupado a los seres humanos fueran "problemas de palabras", sino que más bien pensaron que la causa de que hasta entonces no hubieran podido ser resueltos se encontraba en buena medida en que no habían podido ser formulados con exactitud y claridad. Así como la física no avanzó decisivamente hasta el descubrimiento de los métodos matemáticos, pensaron que la filosofía no progresaría hasta que no se esclareciera de una vez por todas la estructura lógica y significativa del lenguaje humano.

El origen de este giro se sitúa comúnmente en los trabajos del matemático alemán Gottlob Frege (1848-1925), quien aspiraba a encontrar un lenguaje conceptual que expresara perfectamente la estructura de los razonamientos de la matemática. Frege estaba convencido de que hay un paralelismo entre pensamiento y lenguaje, de que el lenguaje es, por así decir, la expresión sensible del pensamiento. A Frege le interesaba el pensamiento, no tanto el lenguaje en sí mismo; se preocupó del lenguaje en la medida en que afecta a la expresión del pensamiento para eliminar todos aquellos elementos del lenguaje que resultaban irrelevantes o incluso eran engañosos para la expresión genuina del pensamiento. Su estrategia para analizar el pensamiento fue la de analizar las formas de su expresión lingüística y es aquella estrategia la que finalmente se convirtió en la marca distintiva de la filosofía analítica (Dummett 1991). Quienes creen que la filosofía analítica —que ha sido la filosofía dominante en la cultura angloamericana en el siglo XX— reduce los problemas filosóficos a problemas lingüísticos desconocen la riqueza y complejidad de esta tradición.

En las primeras décadas del siglo XX muchos filósofos y científicos centraron su atención en el análisis lógico del lenguaje en busca de un esclarecimiento de su estructura significativa. El movimiento positivista cuajaría en los años veinte y treinta de nuestro siglo en el Círculo de Viena, alrededor de Moritz Schlick. Al disolverse el Círculo en 1938 tras la anexión de Austria a Alemania por parte de Hitler, sus miembros huyeron a Inglaterra y Estados Unidos, donde a lo largo de los años cuarenta y cincuenta lograrían un extraordinario influjo en el ámbito de la filosofía académica. Los miembros del Círculo estaban persuadidos de que el estudio del significado lingüístico era el punto de partida adecuado para una "filosofía científica". Con este esclarecimiento se lograría de una vez por todas el encaminamiento científico de la filosofía que pondría término a las estériles e inacabables disputas de los filósofos (Schlick 1981).

La filosofía analítica llegó tímidamente a los Estados Unidos a principios de los años cuarenta por mediación de Willard Quine y de Rudolf Carnap, pero a lo largo de la década de los cincuenta, de la mano de los grandes emigrados europeos —Carnap, Hempel, Feigl, Reichenbach, Bergmann, Tarski— se hizo con el control de los más prestigiosos departamentos de filosofía de los Estados Unidos hasta convertirse en los sesenta en la filosofía dominante. El hecho más llamativo en este proceso es que treinta años después aquella filosofía que pretendía resolver todos los problemas genuinamente filosóficos que surgieran en la actividad científica, ya no se define ni por un conjunto de problemas sistemáticamente estudiado ni por unos métodos comunes para abordarlos (Rorty 1982). Aunque la mayor parte de los departamentos de filosofía del área geográfica angloamericana sigan siendo todavía más o menos analíticos, el entusiasmo original del Círculo de Viena ha desaparecido y se ha generalizado en muchos casos una sensación de cansancio, de desorientación o de pérdida de la dirección general (Simons 1991).

En particular, a lo largo de la última década, Richard Rorty, como representante americano de la postmodernidad, ha criticado duramente la filosofía académica, abogando por su disolución en la literatura o en la conversación general de la humanidad. Rorty reprocha a la tradición analítica el no haber tenido en cuenta el carácter conversacional, de práctica social, que todo conocimiento humano tiene (Rorty 1979). En realidad, desde finales de los setenta y principios de los ochenta la filosofía del lenguaje dejó de ser considerada el saber propedéutico para abordar las cuestiones centrales de la filosofía, y pasó a ser considerada más bien como una disciplina metodológica o instrumental de la reflexión filosófica, o en algunos casos como aquel saber filosófico cuya misión es la de articular los mejores resultados de las ciencias particulares del lenguaje. En este sentido se confía en que la filosofía aporte su peculiar naturaleza reflexiva a las diversas ciencias especializadas del lenguaje y la comunicación que han visto un formidable desarrollo en el siglo XX.

De hecho en las dos últimas décadas el centro del escenario del debate filosófico ha pasado a estar ocupado por la filosofía de lo mental y en los años más recientes por las llamadas ciencias cognitivas, que confían —con una cierta dosis de cientismo taumatúrgico— en que la integración de las aportaciones de neurólogos y psicólogos, junto con las herramientas y los conceptos desarrollados por los informáticos y los teóricos de la comunicación, darán luz definitiva sobre qué son la información y comunicación humanas, cómo se almacena la información en las estructuras cerebrales, cómo se recupera luego y se transmite lingüísticamente. Anuncian que van solucionar pronto y de una vez por todas la mayor parte de los problemas que han venido ocupando a los filósofos y a los lingüistas durante tantos años. Sin duda, en este proceso han intervenido muchos factores; entre ellos, el extraordinario desarrollo de la computación en las últimas décadas y los reproches a filósofos y lingüistas —frecuentemente justificados— por su estéril academicismo o su desconocimiento de las prácticas efectivas de comunicación humana.

2. El horizonte de la renovación

La imagen rortyana del final de la filosofía no es la única descripción posible en nuestra cultura de la postmodernidad, pero sí ha de tenerse en cuenta. En estos últimos años es posible advertir una inflexión de la filosofía analítica capaz de hacer frente a aquellas acusaciones de escolasticismo, pues recupera tanto la humana aspiración a una visión integral de la realidad como la comprensión del carácter esencialmente comunicativo y conversacional del lenguaje. Desde los años del Círculo de Viena, el análisis filosófico aspiraba a un esclarecimiento de la lógica de la actividad lingüística, sin ocuparse para nada del estudio empírico de los hábitos lingüísticos de la gente. Consideraban esta tarea como el trabajo propio de la lingüística, y si una idea tenían clara filósofos y lingüistas era que sus respectivos trabajos no tenían nada que ver entre sí. Como explicaba Burge (1992), es un hecho muy llamativo que la filosofía del lenguaje y la lingüística generativa que florecieron en el ámbito académico angloamericano durante los años sesenta, apenas tuvieran influencia mutua. El énfasis de Chomsky en la pureza de la sintaxis cuadraba poco con la preocupación de los filósofos por los aspectos del lenguaje más semánticos y pragmáticos. Conforme la lingüística comenzó a tomar mayor interés en la semántica y en la pragmática al principio de los setenta, pareció que ambas disciplinas podrían quizá trabajar más al unísono, pero todo hace pensar que la brecha entre ambas incluso ha aumentado (Dennett 1994).

En los últimos años se está produciendo una notable reacción contra la lingüística generativa de tradición chomskyana y en general contra los intentos de interpretar lógicamente el lenguaje. No sólo se reitera la tradicional objeción de que al traducir o reducir el lenguaje natural a un sistema lógico se pierden sus rasgos más característicos —como la ambigüedad o la vaguedad— que son precisamente los que hacen posible la comunicación y la apertura del lenguaje en los contextos habituales de la vida humana (Fodor y Katz 1964). Ahora la nueva ciencia cognitiva cuestiona la metáfora básica en la que se apoyaba la lingüística generativa, esto es, el que la gramática sea realmente un sistema formal que no requiera para nada de las capacidades cognitivas. Si una gramática generativa —argumenta Lakoff (1987)— es un sistema formal, entonces por definición podría ser caracterizada matemáticamente como un sistema algorítmico de modo tal que en ninguna regla gramatical pudiera hacerse uso de la interpretación de los símbolos, de su significado y de su comprensión. Con Lakoff puede afirmarse que la lingüística generativa está basada en un supuesto tan fuerte de autonomía —de la sintaxis respecto de la semántica y de la facultad lingüística respecto de toda influencia cognitiva externa— que en algo tan básico como es la categorización del mundo concluye, contra buena parte de la evidencia empírica disponible, que el lenguaje es un sistema formal independiente del aparato cognitivo humano.

En el fondo, como reconocía Searle (1974), se trata de un conflicto entre dos concepciones radicalmente opuestas acerca del lenguaje. Una, la de Chomsky, considera el lenguaje como un sistema formal autónomo que se usa más o menos ocasionalmente para la comunicación; la opuesta considera que el lenguaje es esencialmente un sistema de comunicación. En la medida en que buscamos una explicación del significado y de la competencia semántica se advierte de inmediato que una aproximación sintáctica o formalista fracasa porque la competencia semántica es esencialmente cuestión de aprender a realizar actos de habla. Como ha escrito Aguado (1995), puede aceptarse la existencia de mecanismos innatos "para explicar la presencia de reglas lingüísticas muy abstractas, pero el estudio del lenguaje se ve abocado a consideraciones acerca de la interacción para la explicación del uso de dichas reglas, y del lenguaje, en general" .

Como describió bellamente Walker Percy (1989), cuando Hellen Keller —la niña americana sordomuda y ciega— descubre que los toques que hace Ana Sullivan en su mano izquierda son señales, son el nombre del agua de la fuente en la que le introduce el brazo derecho, en ese instante comienza su vida como persona. Cuando el niño de dos años coge una flor y balbucea mirando hacia su madre "a flo" o algo parecido, en su conducta aúna un sonido, una flor y a su madre, siendo él mismo el autor de la unificación de los otros tres elementos. Esta extraña capacidad de aunar, de relacionar elementos dispares, es exclusiva del Homo sapiens, y es esa exclusividad lo que quizá resulta más incomprensible para muchos cientistas. Los intentos denodados de enseñar el lenguaje de los sordomudos a chimpancés y otros primates superiores muestran con claridad que en su máximo desarrollo su actividad comunicativa no llega a alcanzar esa estructura triádica (objeto/flor, signo/"a flo", y agente consciente de su articulación), sino que no pasan del estadio de los balbuceos pre-lingüísticos del niño de pocos meses reclamando la leche materna. ¿Pero de dónde le sale el lenguaje al niño de dos años que al ver una flor mira a su madre y dice "a flo"? En nuestra cultura se pasa de la biología a la lingüística, sin explicar ese salto, que incluso en términos evolucionistas resulta tan extraordinario. Los seres humanos aparecen así a finales del siglo XX como unas criaturas divididas entre biología y lingüística sin que se ofrezca una explicación global suficientemente comprensiva: la adquisición del lenguaje es mucho más que el poner etiquetas a las cosas.

La discusión acerca del lenguaje en primates tiene un llamativo paralelismo con la discusión entre filósofos, psicólogos e informáticos acerca de las posibilidades de la inteligencia artificial (Wallman 1992). Quienes defienden la homogeneidad de los seres humanos con los demás primates o la homogeneidad de la inteligencia humana con la artificial, aspiran los primeros a resolver todas las diferencias como una mera cuestión de grado atribuyéndolas a la evolución, y los segundos a reducir las diferencias a unas leyes más básicas y generales: en ambos casos aspiran a otorgar una explicación satisfactoria de la actividad humana en términos naturalistas, que excluyan cualquier apelación a una dimensión no estrictamente material del ser humano.

Por lo que respecta a la computación, el ordenador es realmente la máquina diádica perfecta. Como contraste, la frase de ese niño de dos años que señala y dice "a flo" no se explica en absoluto si se la interpreta como un complejo de eventos diádicos (ondas luminosas, excitación nerviosa, impulsos eléctricos, contracciones musculares y demás). La conducta comunicativa es triádica por la entidad que está en el vértice del triangulo y aúna a las otras dos. Ese tercer elemento no es un ordenador supersofisticado, sino que se trata de un ser humano, de un elemento que hace un acto de habla que no es reductible a algo que meramente le pasa, como cuando le sale un grano o incluso cuando al tropezar y caerse rompe a llorar. Ese elemento agente está íntimamente relacionado con sus iguales, realmente no puede funcionar sin los otros, es social por naturaleza; en cierto sentido es fruto de sus relaciones con los otros y lo que de verdad le llena, aquello con lo que disfruta, es el comunicarse con los demás.

La experimentación sistemática con primates, el paulatino avance en la comprensión de cómo funcionan los ordenadores, el estudio del aprendizaje lingüístico y de la comunicación entre los seres humanos, en particular entre los más discapacitados, ponen de manifiesto la insuficiencia explicativa del materialismo cientista y sugieren decididamente la irreductibilidad de las acciones humanas —en particular, sus dimensiones comunicativas— a los elementos físicos mediante los que se llevan a cabo. En este sentido, la pretensión cientista de comprender reductivamente el lenguaje o la inteligencia humanos podría ser asimilada al intento de averiguar qué es una tarjeta de crédito mediante su riguroso estudio en el microscopio electrónico o al de entender lo que pasa en nuestra sociedad destripando el televisor. Sólo mediante la superación de aquel prejuicio ideológico cientista puede lograrse un decidido avance en la comprensión de la actividad creativa humana que se expresa paradigmáticamente en el lenguaje.

3. Claves decisivas en la renovación de la filosofía del lenguaje

El reto de la investigación contemporánea es el progreso en la comprensión de cómo se articulan en nuestro lenguaje las dimensiones de la vida e inteligencia humanas "computables" —aquellas que en la jerga al uso pueden "correr en ordenador"— con aquellas otras dimensiones "no computables", y al mismo tiempo, en lograr una mejor comprensión de cómo se ensamblan las dimensiones sociales del lenguaje con aquellas otras como la creatividad más personales. La equilibrada integración de ambas articulaciones en un discurso unitario es quizá la necesidad intelectual más acuciante en nuestra cultura de finales del siglo XX.

Tanto el resurgimiento en los Estados Unidos del pragmatismo como el progresivo acercamiento de la investigación académica a las industrias del lenguaje, muestran con claridad la insuficiencia del relato cientista dominante en las últimas décadas, así como su paulatina sustitución por una aproximación más comprensiva de la multidimensionalidad humana y de la complejidad de nuestras prácticas comunicativas. Esta transformación pragmatista de la filosofía analítica es deudora en especial del trabajo de Hilary Putnam, quien ha intentado esbozar en los últimos años las líneas principales de un realismo de rostro humano, de un pluralismo no relativista que reconoce en el filósofo y científico Charles S. Peirce (1839-1914) su fuente más original de inspiración. Uno de los atractivos de este modo de hacer filosofía es que aspira a aunar en un campo único de actividad intelectual tanto el rigor lógico como la relevancia humana, que durante décadas constituyeron los rasgos distintivos de dos modos opuestos de concebir la filosofía.

En esta línea pueden detectarse —quizá un tanto simplificadamente— cuatro claves decisivas en esta renovación de la filosofía del lenguaje:

1. La primera de estas claves puede ser denominada multidisciplinariedad. Es la búsqueda de una comprensión general, equilibrada, que tenga en cuenta los mejores resultados del trabajo experimental y las teorías de mayor alcance explicativo que proporcionan los diversos saberes particulares. Una de las causas del declive de la filosofía analítica se encuentra con toda seguridad en el hecho de que siempre se concibió a sí misma como una filosofía fragmentaria, renunciando al sueño de una concepción integrada, que era precisamente lo más característico de la llamada filosofía continental. Los intentos actuales de adoptar una perspectiva más amplia entroncan de modo natural con el deseo de integración que ha sido siempre central en la reflexión filosófica. Sin embargo —como escribió Putnam (1983)— conviene tener en cuenta que los intentos de integración demasiado ambiciosos o que han pretendido ir demasiado deprisa —el "realismo científico" en la cultura norteamericana y el de la dialéctica marxista en el continente europeo— han sufrido un clamoroso fracaso. Por eso, puede afirmarse que lo que nuestro tiempo necesita es teorías articuladas con la vida, esto es, necesita una reflexión modesta acerca del lenguaje, consciente de sus limitaciones, pero conocedora al mismo tiempo de la formidable riqueza que encierran las diversas tradiciones de investigación científica y de la imprevisible potencia de un trabajo investigador realmente multidisciplinar.

La segunda clave es el experiencialismo, el trabajo experimental. En la última década los mayores avances en la comprensión de los fenómenos lingüísticos han tenido su origen no tanto en las teorías o intuiciones de personas singulares excepcionalmente capacitadas, sino sobre todo en el riguroso trabajo experimental, en el concienzudo estudio de las diversas patologías lingüísticas causadas por lesiones cerebrales o de los procesos de adquisición de lenguaje en circunstancias extraordinarias (sordomudos, discapacitados), llevado a cabo en muy diversos laboratorios (Gavarró 1993). Los datos disponibles son cada vez más coincidentes en todas las investigaciones y permiten entrever una efectiva unificación de las investigaciones de lingüistas, neurólogos, psicólogos y filósofos. Por ejemplo, es bien conocido el caso de Christopher: se trata de un varón de alrededor de 30 años que tiene un coeficiente de inteligencia muy limitado, hasta el punto de que no es capaz de atarse los zapatos y ha de vivir permanentemente en una institución, pero que al mismo tiempo habla otras quince lenguas además del inglés (Davies 1995).

Por otra parte, lo que llama más la atención es que algunos de los que han dedicado mucho tiempo a la investigación empírica reclaman la re-introducción de la noción de naturaleza humana para poder dar cuenta legítimamente de la universalidad de los resultados experimentales. Así lo hace Steven Pinker en el último capítulo de El instinto lingüístico (1995), o Mehler y Dupoux en Nacer sabiendo (1992): "Lo que este libro intenta demostrar —afirman estos autores— es que la idea de naturaleza humana tendría que ser el hilo conductor de la investigación en las ciencias cognitivas". Y añaden poco más adelante: "sostener la existencia de una naturaleza humana no es empobrecer al hombre ni reducir los individuos a una estepa seca y aburrida. Constituye más bien una oportunidad de determinar por fin lo que somos".

Afirmaciones de este tipo ponen en primer plano la necesidad de una comprensión genuinamente filosófica de lo que el ser humano es. La naturaleza del ser humano se muestra específicamente en su cultura, en sus actividades comunicativas e inteligentes. Su subjetividad, su consciencia, su intencionalidad, tienen una base biológica, pero sobre todo es construida culturalmente, en su interacción con los demás. De ahí que, frente al modo "científico" o "lógico" de estudiar el ser humano, ha crecido en los últimos años el interés por el modo narrativo y literario de su comprensión. La aproximación antropológica y literaria en la línea de Clifford Geertz o Paul Ricoeur no sólo interesa a escritores y artistas, sino sobre todo nos interesa a cada uno de nosotros que aspiramos a dar sentido a nuestras experiencias de cada día (Gardner 1995). Por esta razón —tomando prestado el término de Lakoff— puede denominarse "experiencialismo" a esta segunda clave y no simplemente "experimentalismo". Así como la racionalidad humana no es una compleja maquinaria computacional que pueda ser reducida a sus piezas elementales, sino que su corazón —la matriz de su capacidad creativa— es la imaginación y ésta se desarrolla en la interacción con los demás, de modo semejante la experiencia humana es mucho más amplia y rica que la observación de laboratorio.

3. La tercera clave es más difícil de describir con brevedad. Su nombre técnico es el de externalismo o anti-convencionalismo. Frente a la creencia popular todavía muy difundida de que cada lengua, cada cultura, conforma o construye la realidad de formas diferentes, la mejor herencia de Chomsky —consistente además con la aproximación pragmatista y con la noción de verbum mentis de la Escolástica medieval— estriba en reconocer una conexión fuerte entre la palabra "a flo" que pronuncia el niño y la flor. La culminación del acto de conocer humano que se expresa en el nombrar no es un acto arbitrario, que dependa de nuestro capricho. El significar de las palabras no estriba en el sonido o en las letras sino en la representación mental, en el hacerse intencionalmente el objeto, que acontece de modo uniforme en todos los seres humanos, salvo anómalas excepciones. Las palabras castellanas, inglesas o bantúes son los recursos acuñados en cada tradición para almacenar, comunicar, enseñar y evocar esas experiencias; pero esas experiencias ni son privadas ni son de ordinario relativas a una cultura determinada. Al contrario, las percepciones son transculturalmente uniformes y en muchos casos universales. En este sentido, la percepción humana es relativamente inmune al lenguaje, aunque quizá no lo sea la memoria, pues muchas experiencias se almacenan lingüísticamente (Hunt y Agnoli 1991, Gellatly 1995).

El sujeto aúna realmente en su actividad lingüística lo que el modelo dualista cartesiano tendió irremisiblemente a separar (Hall 1995). La relación entre las palabras y los objetos no es mágica ni inmediata, sino que está mediada por la forma de vida de los seres humanos. La relación entre el signo o representación mental y su referente no es caprichosa o convencional. Como los signos —"algo que está para alguien en lugar de algo bajo algún respecto" (Peirce 1936-58, 2.228)— tienen una estructura triádica, su análisis tradicional en dos dimensiones, en significante y significado, en relaciones diádicas, es incapaz de apresar el dinamismo esencial que constituye su razón de ser. Mientras el modelo convencionalista en boga está anclado en una concepción dualista del ser humano, una aproximación más unitaria reconocerá abiertamente el carácter esencialmente cognitivo, interpretativo, inferencial del lenguaje. La actividad lingüística humana es siempre un proceso intencional que se desnaturaliza al tratar de explicarlo mecánicamente en sólo dos dimensiones, sin dejar lugar a la interpretación (Nesher 1986, Sheriff 1989).

Las creaciones humanas tienen su origen en la espontaneidad, en la libre actuación de los seres humanos que, basados en su experiencia, introducen en el mundo una significatividad irreductible a sus determinaciones físicas. La pretensión de reducir el lenguaje a una estructura diádica produce la eliminación del sujeto, la desaparición del autor de la semiosis y la cascada subsiguiente de interpretaciones, así como la efectiva aniquilación de la creatividad. La espontaneidad del sujeto, la subjetividad, es la que hace vivir los signos, la que les confiere la vida que en el análisis cientista se escurre como el agua entre las manos.

4. La cuarta y última clave es la dimensión lingüística de la verdad, articulada con el carácter esencialmente comunitario y comunicativo del lenguaje. Afirmar que la verdad está maclada con nuestro lenguaje no es degradarla o rebajarla, sino que es destacar su humanidad, su efectivo enraizamiento en nuestras prácticas y objetivos vitales.

Como ha señalado Donald Davidson (1991), Wittgenstein nos puso en el camino real para encontrar en la comunicación interpersonal el origen de la noción de verdad objetiva. Si el lenguaje es esencial al pensamiento y si estamos de acuerdo con Wittgenstein en que no puede haber lenguaje privado y en que sólo la comunicación con los demás nos proporciona el uso correcto de las palabras, entonces, de la misma manera y con la misma rotundidad, ha de afirmarse que no puede haber pensamiento privado y que la comunicación interpersonal es la que proporciona la pauta de objetividad en el ámbito cognoscitivo. La objetividad de la verdad está maclada con el carácter público del pensamiento, con el carácter solidario, social, del lenguaje y con el carácter racional de la realidad. No hay verdades privadas. Los tres elementos —pensamiento, lenguaje y realidad— que intervienen en la discusión filosófica acerca de la verdad se confieren sentido respectivamente en su interrelación. La imbricación de esos elementos mediante la que se establece esa constelación de sentido es la comunicación interpersonal. Dicho de otra forma, la concepción individualista de los seres humanos como agentes privados, puesta en boga por Descartes y el racionalismo moderno, distorsiona tanto lo que somos que torna imposible la efectiva comprensión de nuestras relaciones comunicativas.





Notas

* Debo gratitud a G. Aguado, R. T. Caldera, J. M. Gurpegui, M. C. Llamas y M. Polanco por sus observaciones al borrador de este trabajo. Una versión precedente en catalán fue presentada en febrero de 1996 en las VIII Jornadas Pedagógicas "La lengua en la enseñanza obligatoria", organizadas por la Fundación Pineda en Hospitalet de Llobregat, Barcelona.





BIBLIOGRAFÍA






Última actualización: 27 de agosto 2009


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