REALIDAD, FICCIÓN Y CREATIVIDAD EN PEIRCE1


Jaime Nubiola

jnubiola@unav.es
Universidad de Navarra



El objetivo de mi comunicación2 es doble. Por una parte, pretende mostrar con alguna precisión cómo la filosofía de Peirce ofrece una explicación satisfactoria de la articulación de realidad y ficción en la creatividad humana frente a los dualismos simplistas de cuño saussureano todavía en boga. Como ha afirmado Santaella Braga (1992:54 y 75), la semiótica peirceana no es una "pirotecnia terminológica", sino que consiste cabalmente en una "ética del intelecto", en el anclaje de la reflexión en la complejidad de los fenómenos comunicativos de la vida humana3. Por esta razón, para la semiótica en cuanto disciplina —ha insistido Umberto Eco (1990:11)— "el discurso filosófico no es ni aconsejable ni urgente, sino sencillamente constitutivo". Un segundo objetivo es el denunciar una vez más la insuficiencia del cientismo contemporáneo para dar cuenta efectiva de la creatividad que caracteriza típicamente la actividad de los seres humanos, sus relaciones comunicativas, entre las que la ficcionalidad ocupa un lugar preeminente (Pozuelo Yvancos 1993:65).

De acuerdo con estos objetivos distribuiré mi exposición en dos partes: 1°) La articulación de realidad y ficción en Peirce; y 2°) El estatuto de la creatividad y el cientismo contemporáneo.


1. Articulación de realidad y ficción en Peirce

Peirce era un filósofo en el sentido tradicional del término, pero era un filósofo científico que deseaba que los métodos de las ciencias fueran modelo para la especulación filosófica. Para el fundador del pragmatismo la diferencia entre ciencias y filosofía no estriba en el método sino en la diversa experiencia en que se apoyan: la ciencia en la experiencia especializada, la filosofía en la experiencia común y ordinaria que tan a menudo pasa inadvertida (Haack 1994:213)4. Por su experiencia profesional de años en la medición de la gravedad o de la luminosidad de los astros estaba convencido de que la observación científica tiene dos cualidades esenciales: de una parte su carácter falible y provisional, y de otra su naturaleza interpretativa y social. Una observación es una interpretación de unas sensaciones y de unos registros, que siempre puede ser corregida o revisada por una observación o interpretación ulterior dentro de una comunidad de investigación. La aspiración más radical de Peirce era la generalización de las leyes que presiden la investigación científica y rigen la generación de nuevos conocimientos a todas las áreas del saber humano y en particular a la filosofía5.

En contraste con los filósofos modernos que sostuvieron que tenemos un conocimiento directo e infalible de nuestros propios pensamientos, Peirce rechazó tajantemente desde sus primeros escritos tanto el dualismo cartesiano como la tesis empirista de que el pensamiento es siempre percepción interna de ideas. En este sentido, puede entenderse con Hoopes (1991:7) que la historia intelectual de Occidente se escribe desde mediados del siglo XIX en torno al lento pero progresivo rechazo de aquella creencia moderna de que para el propio conocimiento basta sólo una mirada interior. En ese proceso, la figura de Peirce constituye la piedra miliar de la transformación pragmatista de la filosofía trascendental kantiana (Apel 1981).

El quicio de la reflexión de Peirce se encuentra en la noción de signo como aquella relación lógica de estructura triádica que conforma básicamente nuestro conocimiento, nuestras inferencias cognitivas. Hay una larga tradición de filósofos, entre los que destacan San Agustín y Juan de Santo Tomás, que abordaron el estudio de la naturaleza de los signos, pero muy probablemente fue Peirce el primero en explorar sistemáticamente toda esta área. Su aportación decisiva no fueron las abigarradas clasificaciones de los diversos tipos de signos resultado de aquella exploración, sino en particular su singular comprensión de la interdependencia de pensamiento y realidad, y sobre todo de la riqueza de su articulación en la actividad comunicativa. Frente a quienes afirman la existencia de una brecha abismal entre palabras y realidad, el realismo semiótico peirceano descubre que tanto las palabras como las cosas son signos. La "realidad" concebida como algo independiente de nuestra actividad no es más que una ficción (Sheriff 1989:141), como lo fue la noción ilustrada de la autonomía moral del individuo.

Las palabras y las cosas comparten una estructura relacional. Ser signo no es una propiedad intrínseca, sino que la significatividad —común a cosas y palabras— es una propiedad extrínseca (Debrock 1994:6; Ransdell 1994a). Peirce no niega que haya objetos externos a la mente, sino que niega que haya objetos que no puedan conocerse, que haya pensamientos incognoscibles, esto es, que no sean relativos a la mente. Todo pensamiento se contiene en signos: los signos se definen no sólo porque sustituyan a las cosas, sino porque funcionan como elementos en un proceso de mediación que pone el mundo al alcance de los intérpretes. Los intérpretes, los seres humanos, somos portadores de interpretantes: "El signo crea algo en la mente del intérprete, y ese algo que ha sido así creado por el signo, también ha sido creado, de una manera mediata y relativa, por el objeto del signo" (CP 8.179). Lo creado en la mente del interprete (el "interpretante" en la terminología de Peirce) no es la imagen de la cosa, la reproducción sensorial del objeto, sino que toma el lugar de la cosa "como el embajador toma el lugar de su país, lo representa en un país extranjero" (CP 2.197; Eco 1981:52). En este sentido, los signos son siempre ficciones que están en el lugar de la cosa.

En la carta del 20 de mayo de 1911 Peirce escribe a Lady Welby: "Es totalmente verdad que nunca podemos alcanzar un conocimiento de las cosas tal como son. Podemos conocer sólo su aspecto humano. Pero ése es todo el universo que existe para nosotros" (Hardwick 1977:141). La "realidad" no es algo dado previo a toda comprensión humana, sino que consiste precisamente en esa singular mezcla en grados diversos de elementos y factores naturales y culturales, personales y sociales en que estriba nuestro vivir (Deely 1986:267). En su memoria a la Carnegie Institution de 1902 advertía Peirce que esta doctrina de los grados de realidad "es antigua pero en los tiempos modernos ha sido olvidada", y añadía:

"La raíz cuadrada de menos uno posee un determinado grado de realidad, pues —con excepción sólo de la de ser raíz cuadrada de menos uno— todas sus características (characters) son lo que son lo creamos o no así usted o yo. Cuando Charles Dickens estaba a mitad de una de sus novelas no podía hacer que sus personajes hicieran lo que el antojo de un lector pudiera sugerir sin sentir que aquello era falso; y de hecho el lector a veces siente que la parte final de esta o de aquella novela de Dickens es falsa. Incluso aquí hay un grado de realidad aun extremadamente bajo (...); pero intento demostrar que hay un cierto grado de sobria verdad en ello, y que es importante para la lógica reconocer que la realidad de la Gran Pirámide, o del Océano Atlántico, o del mismo Sol, no es más que un grado más alto de la misma cosa"6.

Esta misma doctrina de los grados de realidad es la que acoge Darío Villanueva en su brillante investigación del realismo literario: "lo real no consiste en algo ontológicamente sólido y unívoco", y —siguiendo a Nelson Goodman— "no cabe admitir un universo real preexistente a la actividad de la mente humana y al lenguaje simbólico del que ésta se sirve para, precisamente, crear mundos" (Villanueva 1992:52). Como toda expresión es en cierto sentido una ficción, las ficciones literarias se convierten en el lugar privilegiado para estudiar el arte de la expresión. En una perspectiva pragmatista la realidad de la ficción, su significatividad, estriba en las efectivas regularidades empíricas con las que las creaciones humanas, entre ellas los textos literarios, se asocian. La verdadera realidad es, pues, el campo de proyección de la experiencia que los miembros de la sociedad comparten mediante sus actividades comunicativas, entre las que "la literatura —ha escrito Francisco Ayala (1992:2)—, cuya materia prima son las palabras, funciona hoy como factor primordial".

La forma de vida más genuinamente humana es esta articulación inseparable de realidad y ficción, semiosis de pensamiento y realidad, "al igual que el arco iris es a la vez manifestación del sol y de la lluvia" (CP 5.283). "El grado más alto de realidad —escribirá Peirce a Lady Welby— sólo se alcanza mediante signos" (Hardwick 1977:23). Esta es —a mi juicio— la aportación capital de Peirce, como han destacado Charles Hardwick o Umberto Eco en estos últimos años. Los procesos de significación son procesos de inferencia, que tienen de ordinario un carácter hipotético ("abductivo" en su terminología) y no deductivo o directo como pretendía el estructuralismo: por eso los signos no están anquilosados en códigos, sino que crecen.

El contraste entre ambas concepciones tiene una importancia decisiva, pues el que las inferencias cognitivas tengan una naturaleza abductiva implica que son siempre una interpretación, sea ésta "instintiva" (o mejor, transparente), sea fruto del esfuerzo reflexivo. Es en este sentido en el que Eco ha insistido con palabras de Peirce en que el signo no es sólo algo que está en lugar de la cosa (que la sustituye, con la que está en relación de "equivalencia" como en un diccionario), sino que sobre todo es "algo mediante cuyo conocimiento conocemos algo más" (Eco 1990:39; CP 8.832). Al reconocer el signo inferimos lo que significa7. El signo amplía así la comprensión, de forma que el proceso de semiosis llega a convertirse en el tiempo en un proceso ilimitado de inferencias en el que los significados se convierten en unidades culturales y las cadenas de signos en el tejido en el que se enraízan los conocimientos que constituyen la "enciclopedia" de cada ser humano.

2. El estatuto de la creatividad y la insuficiencia del cientismo contemporáneo

Como ha escrito Francisco Vicente, la arquitectura del sistema semiótico de Charles S. Peirce constituye "un horizonte epistemológico —y también metodológico— muy apropiado para referir a él la globalidad del acto crítico literario" (Vicente 1994:261). De una parte, la definición peirceana de "reality" como lo independiente de que alguien lo piense garantiza el anclaje realista de su semiótica (CP 5.503, 5.405); pero por otra, el lenguaje, la acción humana y el mundo se encuentran inseparablemente imbricados en los signos: El lenguaje es esencialmente cognitivo, inferencial, es un proceso intencional que se desnaturaliza al tratar de explicarlo en sólo dos dimensiones (Nesher 1985:200; Sheriff 1989:92). La estructura triádica de los signos —"algo que está para alguien en lugar de algo bajo algún respecto" (CP 2.228)— motiva que su resolución analítica en las dos dimensiones de significante y significado, en relaciones diádicas (CP 1.346), sea incapaz de apresar el dinamismo esencial que constituye su razón de ser.

"Toda relación triádica genuina encierra pensamiento o significado" (CP 1.345). Las creaciones humanas tienen su origen en la espontaneidad, en la libre actuación de los seres humanos que, basándose en la experiencia, introduce en el mundo una significatividad irreductible a las determinaciones físicas. Para Peirce —ha señalado certeramente Anderson (1987:6)— la espontaneidad es la esencia de la actividad intelectual; proporciona la discontinuidad entre pasado y futuro en la que algo nuevo puede surgir. Por el contrario, la pretensión de reducir el lenguaje a una estructura diádica produce la eliminación del sujeto, la desaparición del autor de la semiosis, y la consiguiente aniquilación de la novedad. La espontaneidad del sujeto, la subjetividad, es la que hace vivir a los signos, les confiere la vida que en el análisis saussureano se escurre como el agua entre las manos. La superioridad de la teoría peirceana sobre la teoría estructuralista se muestra bien en que mientras para Peirce los seres humanos somos liberados por el lenguaje, para el estructuralismo —como ha escrito John Sheriff (1989:140)— estamos más bien esclavizados por él.

El análisis de la ficción y de la libre actividad espontánea de la razón humana (el "musement") iluminan el estatuto de la creatividad8. La actividad de la razón es crecimiento y en ese crecimiento tiene un papel central la imaginación. "Cada símbolo es una cosa viva, en un sentido muy estricto y no como mera metáfora. El cuerpo del símbolo cambia lentamente, pero su significado crece de modo inevitable, incorporando nuevos elementos y desechando otros viejos" (CP 2.222).

La experiencia humana es más amplia que los signos lingüísticos, pero no lo es la humana racionalidad: no hay palabras ni textos independientes de su comprensión (Sheriff 1989:89-90). La racionalidad no es una compleja maquinaria reducible a piezas elementales, sino que la imaginación es la matriz de su capacidad creativa (Ransdell 1994b). La pretensión cientista de comprender la racionalidad o la inteligencia humana mediante el estudio computacional de las neuronas cerebrales puede ser asemejada al estéril intento de averiguar qué es una tarjeta de crédito estudiándola al microscopio electrónico. A mi modo de ver, sólo mediante la superación de ese prejuicio ideológico cientista puede lograrse un decidido avance en la comprensión de la actividad creativa humana que se expresa paradigmáticamente en las ficciones literarias.

La sutura de la brecha existente entre biología y gramática se encuentra —afirmaba el novelista Walker Percy en su Jefferson Lecture— en la comprensión de la articulación de pensamiento y realidad que acontece en el lenguaje. Cuando el niño de dos años mira una flor y vuelve los ojos a su madre balbuceando "a flo", en su conducta se aúnan la flor, el sonido y él mismo como artífice de la unión. En nuestra cultura se pasa de la biología a la lingüística sin explicar ese salto, que incluso en términos evolucionistas resulta tan extraordinario. Los seres humanos resultan así unas criaturas divididas sin que se ofrezca una explicación global comprensiva (Percy 1988:82-87). Esta división se reproduce en esas simplistas dicotomías al uso como ficción y no-ficción, subjetividad y objetividad, lo mental y lo material, lo privado y lo público todavía en boga en la cultura dominante.

En la humana capacidad de aunar, de dotar de significado a un objeto, se encuentra el origen mismo de toda creación científica y literaria. La creatividad humana, la capacidad de los seres humanos de nuevas semiosis, resulta de imposible explicación desde un cientismo reduccionista. Los más recientes desarrollos en inteligencia artificial muestran también la insuficiencia de las explicaciones computacionales para dar cuenta de las actuaciones más típicamente humanas que reconocemos como caracterizadas siempre por este rasgo distintivo (Boden 1994). En contraste, la semiótica literaria —el estudio filosófico de la actividad literaria— constituye un camino real para ganar una mejor comprensión, más rica y con mayor potencia explicativa, de la articulación creativa de pensar y vivir que acontece en nuestro lenguaje. Frente al deconstruccionismo postmoderno escéptico que arrumba cualquier idea de objetividad, lo que necesitamos es —ha afirmado Deely (1986:23-24)— una nueva comprensión de la objetividad como rasgo irreductible de la relación comunicativa. Es en este sentido en el que la semiótica de cuño peirceano puede constituirse en el marco transdisciplinar capaz de conferir unidad a la vida intelectual, capaz de reconocer la importancia de la tradición —del desarrollo histórico del pensamiento— incluso en el ámbito de los saberes más especializados y de dar cuenta así del efectivo progreso de la razón cuando es ejercida solidariamente.

3. Conclusión

El pensamiento de Peirce, proseguido con su rigor y hondura originarios, proporciona un marco conceptual capaz de aunar la razón teórica y la razón práctica (Debrock 1992:11-12), radicalmente escindidas tanto en el formalismo y positivismo de la ciencia contemporánea como en los deconstructivismos literarios de las últimas décadas (Sheriff 1989:142). En particular, estimo que el estudio de la creatividad humana en sus diversos órdenes temáticos (científico, artístico, literario) resulta un campo privilegiado para progresar en la comprensión de la dimensión esencialmente comunicativa de la vida humana.





Notas

1. Presentado en el VI Congreso Internacional Asociación Española de Semiótica, Murcia, 21-24 noviembre 1994, y publicado en J. M. Pozuelo y F. Vicente, eds. Mundos de ficción, Servicio de Publicaciones Universidad de Murcia, Murcia, 1996, vol. II, pp. 1139-1145.

2. Agradezco vivamente las valiosas sugerencias de Sara Barrena, Jesús Daroca, Mª Carmen Marqués y Antonio Vilarnovo al borrador de esta comunicación.

3. En los últimos años de su vida Charles Peirce consideraba muy difícil decir cuál era la verdadera definición del pragmatismo: "para mí es una especie de atracción instintiva por los hechos vivientes" (living facts) (1903 CP 5.64). Como es habitual, emplearé la sigla CP seguida del numero de volumen y de parágrafo para referirme a los Collected Papers of Charles Sanders Peirce (1936-58), editados por C. Hartshorne, P. Weiss y A. Burks. Cambridge: Harvard University Press.

4. "La filosofía es la ciencia que se limita a averiguar lo que puede de la experiencia ordinaria de cada día, sin hacer observaciones especializadas". Peirce, C. S., "Reason's Conscience", 1904 (Eisele 1985: 825; CP 5.522, CP 6.2).

5. Peirce con su característico énfasis escribe acerca de la necesidad de "rescatar de las manos de los piratas ilegales del mar de la literatura el buen barco Filosofía para el servicio de la Ciencia" (CP 5.449). El creciente interés en nuestro país por la aportación de Peirce a la teoría literaria quedó bien reflejado en el I Seminario Internacional de Literatura y Semiótica "C. S. Peirce y la literatura", celebrado en Segovia en julio de 1991 y compilado en el primer número de Signa (1992).

6. Peirce Manuscript L75: "Memoir 4 of the Application to the Carnegie Institution", 15 julio 1902, "Draft C (90-102)", reconstrucción analítica de Joseph Ransdell, Peirce Telecommunity Project, 1994.

7. "La función esencial de un signo es (...) establecer un hábito o regla general por la que actuamos en la ocasión concreta" (Hardwick 1977: 31-32).

8. Peirce caracteriza el musement como un puro juego, que no tiene objetivos, "no envuelve otro propósito fuera del de mantenerse apartado de todo propósito serio". Tampoco posee ninguna regla, "excepto la pura ley de la libertad". El musement es un dejar libre a la mente, que va de una cosa a otra: "Sube en el bote del musement, empújalo en el lago del pensamiento y deja que la brisa del cielo empuje tu navegación. Con los ojos abiertos, despierta a lo que está a tu alrededor o dentro de ti y entabla conversación contigo mismo; para eso es toda meditación" (CP 6.461). Sara Barrena (1994) ha estudiado certeramente esta noción peirceana en su trabajo Un argumento olvidado en favor de la realidad de Dios. Estudio de C. S. Peirce (1839-1914), 17-19.




Referencias biliográficas






Fecha del documento: 15 de enero 2002
Última actualización: 27 de agosto 2009

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