El Pulso Argentino, nº 3, 2009, Tucumán

La lucidez del loco

Jaime Nubiola
jnubiola@unav.es


Lo que más suele impresionarme de los locos es su lucidez. Mientras los demás caminamos por la vida con incertidumbres e inquietudes, con errores lamentables y algún que otro acierto, muchos enfermos mentales lo hacen siempre con certezas claras y precisas.

Un conocido mío dice haber descubierto unas fórmulas lógica tan prodigiosas, que logran transformar en oro cualquier materia a la que  se apliquen. Me llama por teléfono casi todos los días para que le proponga para el premio Nobel o para que le consiga un doctorado honoris causa de alguna universidad. Procuro atenderlo con amabilidad y le pido casi siempre que haga caso a sus médicos para su pronta recuperación. Suelo decirle que tiene que restablecerse como John F. Nash, el genio matemático de Princeton, encarnado en el cine magníficamente por Russell Crowe en Una mente brillante. Mi amigo, diagnosticado desde hace años también de esquizofrenia, dice siempre cosas bastante coherentes, con una lógica interna clara y con una contundencia que contagia convicción a quien le escucha, si no se sabe que mi amigo vive en un mundo distinto, de lucidez intermitente y de periódicas alucinaciones.

En estos días he leído la emocionante memoria autobiográfica del filósofo australiano Raymond Gaita, Romulus, My Father, que según me dicen ha sido llevada también recientemente al cine. Tanto su madre como su padre pasaron años no solo de depresiones, sino de alucinaciones visuales y, sobre todo, acústicas: voces, ruidos, ... La madre y su segundo esposo se suicidaron, pero el padre, todo un hombre de carácter, llegó al término natural de su vida tras innumerables sufrimientos y heridas tanto físicas como morales. Una parte importante de sus sufrimientos tenía su origen muy probablemente en su incapacidad para ver las cosas de otra manera. Algo así como lo que escribía Franz Kafka en la famosa carta a su padre de noviembre de 1919: "A todo ello correspondía además tu superioridad espiritual. Sólo con tu esfuerzo, habías conseguido llegar tan alto, que tenías una confianza ilimitada en tu opinión. (...) Desde tu butaca gobernabas el mundo. Tu opinión era justa; cualquier otra era disparatada, extravagante, absurda. La confianza que tenías en ti mismo era tan grande, que no necesitabas ser consecuente para seguir teniendo siempre la razón".

Efectivamente, hay personas que están del todo convencidas de que siempre tienen razón, de que siempre actúan de la mejor manera posible, de que no se equivocan nunca. Como en aquel conocido chiste del que se mete en la autopista en dirección contraria y oye la alerta por la radio que avisa de que un conductor enloquecido circula por la autopista en sentido opuesto: "¡No uno, sino todos!", se grita a sí mismo, apagando bruscamente la radio. De un maestro de espiritualidad aprendí que cuando en alguna ocasión piense que tengo toda la razón del mundo, es que no tengo razón ninguna. Y ese sabio consejo me ha ayudado a menudo a intentar ponderar las razones de los demás en cualquier asunto disputado o en todos aquellos asuntos de alguna importancia en los que sostengan opiniones diferentes a la mía.

Lamentablemente, en el espacio político —al menos en el español, que es el que conozco más de cerca— parece imposible el diálogo racional entre sus protagonistas principales. Cada partido se presenta como poseedor de la solución de todos los problemas. Quienes no nos dedicamos a la política pensamos casi siempre que lo más razonable sería en muchos casos intentar encontrar entre todos las soluciones a los problemas, tomando quizá lo mejor de cada parte. Si un político pensara que son razonables las posiciones de los demás partidos e intentara lograr un consenso, descubriría casi siempre que los partidos, haciendo honor a su nombre, están hechos para la confrontación y no para el consenso racional. Son estructuras para lograr el poder parlamentario, pero difícilmente sirven para gobernar un país.

A este respecto viene a mi memoria el fino análisis que el antiguo comunista polaco Leszek Kolakowski lleva a cabo en su ensayo "Partido-religión y partido instrumento" sobre las dos maneras opuestas de concebir los partidos políticos. Mientras que un concepto "religioso" de partido lleva a pensar que el propio partido está en posesión de la verdad, de toda la verdad y de nada más que la verdad, que dispone de la mejor receta para organizar la sociedad y que los miembros de los demás partidos son ignorantes estúpidos que responden a perversos intereses particulares, Kolakowski defiende un concepto instrumental del partido, pues "la unanimidad —el partido único— no es deseable en absoluto a causa de la irremediable limitación de los conocimientos humanos". Esto es esencial para la vitalidad democrática. "No hay ninguna inconsecuencia —añade— en apoyar a un partido y, al mismo tiempo, no desear que arramble con todo y pueda ejercer el poder sin ninguna oposición, crítica ni control externos. Quienes se creen propietarios exclusivos de la verdad y sólo como mal menor toleran a los que no piensan igual que ellos son discípulos de la escuela leninista-estalinista, sea cual fuere la verdad que enarbolan". En esta dirección podríamos decir quizá que no somos nosotros quienes poseemos la verdad, sino que más bien es la verdad la que nos posee a nosotros. Cuando alguien se presenta como dueño de la verdad es de ordinario una señal infalible de que todavía la verdad ni siquiera ha comenzado a llenarle.

En nuestras vidas —y también en la vida de las naciones— lo razonable se abre paso siempre de puntillas, con titubeos. La verdad atrae por su luminosidad, por su intrínseca claridad, y no por la contundencia con la que se la afirma. Como escribió G. K. Chesterton, "loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo, todo menos su razón". Por eso, la aparente lucidez de quienes se creen dueños de la verdad es siempre engañosa.

 




Fecha del documento: 6 de agosto 2009
Última actualización: 6 de agosto 2009
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