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La Gaceta de los Negocios
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9, 10 y 11 de abril de 2004, Fin de Semana, Opinión/37

 



La fuerza de la verdad

Jaime Nubiola
jnubiola@unav.es





"La gente quiere políticos que les digan la verdad". Así venía a explicar José Luis Rodríguez Zapatero su sorprendente triunfo en los días siguientes a las elecciones generales. Me parece que con estas palabras daba en la diana de una cuestión central para la convivencia democrática. "La democracia —escribía Jean-François Revel en su Diario de fin de siglo— no habrá ganado del todo mientras mentir siga pareciendo un comportamiento natural, tanto en el ámbito de la política como en el del pensamiento". En este sentido, decir la verdad ha de ser la norma primera para quienes se ocupan de la política hoy en día. A estas alturas del siglo XXI los ciudadanos de los países occidentales nos sentimos plenamente capacitados para aceptar la verdad, por dura o penosa que pueda resultar en ocasiones. No queremos que se nos engañe como a veces puede hacerse con los niños para que no sufran. Ya somos adultos, y no queremos que nuestros gobernantes se consideren ayos o institutrices que nos escamoteen o edulcoren la realidad.

En mi adolescencia, cuando por primera vez me acerqué a la filosofía, me impresionaron profundamente aquellos títulos de los grandes filósofos modernos La recherche de la vérité par la lumière naturelle de Descartes o De la recherche de la vérité de Malebranche. En años más recientes llamó mi atención el libro de Popper En busca de un mundo mejor no sólo por su título, sino porque destacaba que nuestro empeño por alcanzar la verdad era uno de los elementos decisivos para construir un mundo mejor. Buscamos la verdad para lograr un mundo mejor, un mundo más humano. Decimos la verdad —al menos, procuramos decirla— porque la amamos, y sobre todo porque amamos y respetamos a los demás que buscan con nosotros ese mundo mejor. Si no decimos la verdad, si ni siquiera la buscamos, el mundo se deteriora hasta convertirse en un infierno porque se entroniza entonces el más burdo poder.

Con el filósofo de Harvard, Hilary Putnam, y con una gran tradición de pensadores antes que él, me gusta distinguir entre la Verdad con mayúscula y las verdades que los hombres forjamos. Estas últimas, las verdades que los seres humanos han conquistado laboriosamente mediante su pensar son resultado de la historia: Veritas filia temporis, repetían los escolásticos citando al historiador romano Aulo Gelio (125-175). Que la verdad sea hija del tiempo significa también que la verdad futura depende de nuestra libre actividad, de lo que cada uno contribuya personalmente al crecimiento de la humanidad, al desarrollo y expansión de la verdad. La verdad con minúscula no ha sido descubierta de una vez por todas, sino que es un cuerpo vivo que crece y que está abierto a la aportación de todos. Más aún, la verdad no es una sola, sino que son muchas las verdades que los hombres alcanzamos y que mediante nuestra cooperación en el espacio y en el tiempo podemos hacer crecer. Con el dicho medieval, somos enanos a hombros de gigantes: construyendo unos sobre los esfuerzos de los otros llegamos a ver más lejos y con más nitidez que quienes nos precedieron.

Pero también puede decirse —como escribía con fuerza nuestro humanista Juan Luis Vives rectificando a Juan de Salisbury— que "ni somos enanos, ni fueron ellos gigantes, sino que todos tenemos la misma estatura". Si acaso, añadirá Vives a renglón seguido, "nos encaramamos más arriba gracias al bien que nos hicieron, siempre que haya en nosotros lo que en ellos hubo; a saber, estudio, concentración de espíritu, desvelo, amor de la verdad". Esta expresión típica del Renacimiento humanista refleja bien el estilo democrático, pluralista, de nuestra sociedad actual. Como pone el poeta Salinas en boca del campesino español: "Todo lo sabemos entre todos". La defensa del pluralismo está anclada en la convicción de que en cada genuino esfuerzo intelectual hay algún aspecto luminoso del que podemos aprender, de que la verdad humana es el saber acumulativo construido entre todos mediante una historia multisecular de intentos, errores, rectificaciones y aciertos.

Pero, vale la pena plantearse una vez más qué es la verdad para tratar de comprender mejor su fuerza y su atractivo. El núcleo "intuitivo" de la noción de verdad está conformado por tres elementos que interactúan entre sí. Llamamos verdadero en primer lugar a lo que está realmente presente, contraponiéndolo a lo imaginario, a lo irreal: se trata de la dimensión que conecta lo verdadero con lo que es, con lo real, destacada por la raíz griega de la verdad (aletheia) como lo patente y también por el empirismo contemporáneo que tiende a considerar como verdadero sólo lo que se ve y se toca. En segundo lugar, consideramos verdadero a lo fiable y falso a aquello de lo que no podemos fiarnos: enlaza con la noción de autenticidad y con la raíz latina veritas y se traduce como confianza (fides) con las personas o con las cosas. Esta es la dimensión de la verdad que privilegia la tradición hebrea al destacar el valor del testimonio y su autoridad como fuente del conocimiento, y es también la dimensión que privilegian los modernos medios de comunicación: la mayor parte de las verdades que conocemos son las que aprendemos de los periódicos o de los telediarios basados en la confianza que nos merecen. Finalmente, el tercer elemento es la idea de adecuación, de ajuste, entre lo que se dice o piensa y lo que acontece o se hace, nacida de la tradición aristotélica y que está en el centro de nuestra cultura científica, obsesionada con la precisión terminológica y la verificación experimental.

Cuando Rodríguez Zapatero afirmaba que la gente prefiere a los políticos que dicen la verdad estaba acentuando sobre todo el segundo elemento, esto es, la dimensión pragmática de la confianza. La fuerza de la verdad es la confianza, que —como tantas veces se ha dicho— no se puede imponer sino que se inspira. Nos inspiran confianza aquellas personas —¡y aquellos gobernantes!— que no sólo dicen lo que piensan y hacen lo que dicen, sino también que viven de acuerdo con lo que dicen y que van por delante de los gobernados hasta en su modo de vivir. En última instancia, la verdad fructifica en el liderazgo moral de quienes tratan de vivir siempre y en todo momento de acuerdo con ella.

Qué difícil es decir siempre la verdad, pero es una obligación del todo inexcusable en una sociedad democrática, en una sociedad en la que todos queremos la convivencia pacífica con nuestros iguales. Quizá resulte más fácil de comprender y de llevar a la práctica en su formulación negativa: la norma primera para un gobernante y para cada uno de nosotros ha de ser el venerable "no mentirás". Frente al turbio imperio de la mentira se yergue la humilde fuerza de la verdad. "Quien dice la verdad —dejó escrito Oscar Wilde— antes o después acaba por ser descubierto". Recuérdenlo los políticos y, sobre todo, empeñémonos todos a diario en decir la verdad: esa es nuestra manera de construir la paz.



Diseño de la página: 15 de junio 2006
Última actualización: 15 de junio 2006

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