Curso Filosofía del Lenguaje II
Prof. Jaime Nubiola
Universidad de Navarra

Pragmatismo. Contingencia y finalidad.
Sintonía inconsciente con el mundo

Elsa Muro
emuro@alumni.unav.es




Recuerdo perfectamente una sensación muy fuerte, sumamente impresionante, que se apoderó de mí un día cuando era pequeña. No sé cuántos años debía de tener. Era un día de primavera; la luz, impertinentemente blanca, atravesaba el cristal del gran ventanal de mi habitación. Yo jugaba sentada sobre el suelo con unos peluches nuevos. Miraba la calle que hay debajo de mi casa e imaginaba lo horrible que sería que mis muñecos cayeran por la ventana y se desparramaran por toda la avenida. Me daba entonces cuenta de que la única salvaguarda que tenían esos muñecos era mi voluntad, a la vez que advertía que era perfectamente posible o concebible que los tirara por aquel ventanal. Recuerdo la sensación de vértigo que me produjo intuir la apertura al abismo de posibilidades que ofrece la realidad a cada paso, a cada instante.

Entonces, de repente, me levanté del suelo y lo hice: lancé mis preciados juguetes por la ventana, en contra de mi conveniencia, en contra de mi deseo, y en contra de toda explicación lógica. No quería que cayeran, y sin embargo los tiré sin más, sin pensar. Fue como quitar de en medio mi propia interpretación de lo que tenía en frente de mí, extraer del mundo mi comprensión de él, y ver qué podía pasar entonces. Y en ese instante me di cuenta de que sin interpretante, todo es absurdo, plano, todo vale porque nada significa nada. De que el hecho de que unos peluches caigan por una ventana no tiene ningún significado —y por tanto ninguna connotación negativa, ningún valor— si no hay una niña que desea seguir jugando con ellos.

Hoy aún me sorprendo de lo que supe, a tan corta edad, en aquel extraño ataque de locura que le robó sentido a mi mundo por unos momentos. Y que obligó a mi tata Mari Carmen a salir pitando del piso, mientras juraba en hebreo, para recuperar los muñecos antes de que llegaran mis padres.

Esta tarde, pensando en la abducción, en el pragmatismo y en Peirce, me he acordado de estas imágenes de mi niñez, de aquella especie de intuición que tuve entonces, cuando aún no era capaz de explicar casi nada. Queremos lo bueno, pero ¿qué es lo bueno? Lo que queremos. Apostamos por lo verdadero, pero ¿qué es lo verdadero? Aquello por lo que apostamos, seleccionándolo entre todo lo lógicamente probable. Aquello a lo cual estamos instintivamente inclinados a aceptar como verdadero. Y en esa afinidad o sintonía existente entre nosotros —nuestra voluntad, nuestras facultades cognoscitivas, nuestra razón práctica, nuestros juicios teleológicos, estéticos...— y el mundo, en ese "encajar" de ambos sentidos es donde realmente reside la verdad.

Elegimos uno de todos los actos posibles en cada momento, de manera semejante a como elegimos una entre todas las hipótesis explicativas imaginables. ¿Por qué? ¿En función de qué criterio? Peirce contestó a esto aludiendo a la ética, o funcionar de la realidad, y a la estética, que sumadas a la lógica sí consiguen dar cuenta de la determinación de nuestro actuar, de nuestro pensar, de nuestro funcionar efectivo en el mundo, y del mismo funcionamiento de éste.

Estamos constantemente interpretando el mundo, pero éste, sin nuestra interpretación, es insignificante. Es opaco, es lo que es y punto. No hay nada más allá de cada cosa, de cada acontecimiento o hecho, sino que somos nosotros los que "convertimos en signo todo lo que tocamos"1. Y la mayoría de las veces acertamos en el sentido que damos al mundo. Nuestras teorías científicas muchas veces dan lugar a tecnologías que funcionan, que dan el resultado esperado. Esto es inexplicable desde un punto de vista meramente lógico: lo verdadero y lo concebible lógicamente no coinciden. Todo lo real es racional, pero no todo lo racional es real. Si en última instancia distinguimos la verdad entre el montón de hipótesis igualmente probables, no es gracias a la lógica, sino a una inclinación natural, sentido común o instinto racional que Peirce funda en una supuesta afinidad o sintonía entre el ser humano y la realidad.

De estas geniales observaciones del fundador del pragmatismo extraigo al menos dos consecuencias, a saber, que el pensamiento puramente lógico, mecanicista, cientista, "racionalista" es como una especie de "cáncer" característico de la realidad humana —una inútil multiplicación en nuestras mentes de realidades meramente probables— y que la espontaneidad de esas continuas interpretaciones —conscientes o inconscientes— que hacemos del mundo está también sometida a necesidad o determinación, la que guía nuestros juicios estéticos y teleológicos en un sentido afín a la finalidad de la naturaleza.

Siempre me ha preocupado el tema de la locura. Etiènne Gilson escribió en su obra Las Metamorfosis de la Ciudad de Dios que un loco no es alguien que ha perdido la razón, sino alguien que sólo tiene razón. El racionalismo puro conduce a la locura, a la pérdida del sentido de realidad. El mecanicismo, logicismo, o matematicismo —llámese como se quiera— no explica la unicidad de lo que es con este modo de ser, pudiendo ser de otra forma. No da razón del orden de lo que de suyo es contingente. Que yo tirara aquel día mis juguetes por la ventana no es lógicamente contradictorio. Y sin embargo no es lo que debí haber hecho, ni lo que estaba ordenado a acontecer. Porque yo sabía que no me convenía, en ningún sentido, que aquello ocurriera. De hecho, se me ocurrió hacerlo precisamente por el miedo —el vértigo— que sentí al plantearme que la realidad estaba abierta a esa y a muchas más posibilidades.

La realidad, nuestro actuar, nuestro juzgar, nuestro interpretar, todo el universo es movido no sólo por unas causas lógicas, sino por algo superior, algo que inspira la prosecución y "puesta en marcha" de dicha causalidad intrínseca. Las actividades humanas, tales como la ciencia o el lenguaje, no iban a quedar fuera de esta sintonía universal. Peirce lo advirtió así, y así lo quiso mostrar en su teoría semiótica, que por primera vez en la historia de la filosofía del lenguaje incluye al interpretante como esencia de los actos de inferencia de significados.

Suenan las campanadas de las siete y pensamos "son las siete", mientras esas campanadas podrían significar "es fiesta", o simplemente "hay alguien a quien gusta hacer sonar las campanas", o "ya estoy de nuevo sufriendo paranoias auditivas"... Alguien podría objetar que es una convención conocida universalmente —el sonar de las campanas de las iglesias a cada hora en punto— la que nos lleva a pensar que son las siete. Pero ¿no sería también concebible que tal convención fuera un engaño semejante al que se hace a los niños con respecto a los regalos de los Reyes Magos cada seis de enero? ¿Cómo sabemos que las cosas en que creemos son verdad? Peirce contesta: son verdad porque funcionan, y funcionan porque son verdad. En última instancia —o en primera, más bien— la fe ciega es necesaria para vivir, para funcionar en el mundo. Es la condición de posibilidad de todo lo demás. Si no creemos que el suelo no se va a partir en dos —y un desastre natural así es posible, probable—, no caminaremos. Pero de hecho caminamos. Creemos, y —lo más sorprendente— acertamos.

Imagínense que voy a la iglesia más cercana a preguntar al párroco si es verdad que allí hacen sonar las campanas a cada hora en punto. Y que me responde que sí. ¿Cómo saber si no me está mintiendo? Y si le espío y veo cómo las hace sonar a cada hora en punto, ¿cómo saber que no me ha espiado él antes, o que mis pensamientos son sonoros y los ha oído, y por eso sabe que le estoy espiando, y por eso finge que hace sonar las campanas? Pero si alguien apostara conmigo un millón de euros en relación a la elección de la hipótesis verdadera, sin duda me inclinaría por la de "son las siete", a pesar de que no sea más probable desde un punto de vista meramente lógico, "racional". ¿Por qué me inclino tan seguramente por esta última hipótesis? ¿Cómo adivino que es la verdadera? Porque mi instinto y mi sentido común así me lo dictan. Porque siento que esa es la verdad. Porque me va la vida en ello, porque suena lo más convincente. Pero en ningún caso mi elección es indiscutible desde un punto de vista lógico.

Hay gente que denomina "Dios" al operador de la finalidad que mueve el mundo. Otros lo llaman "azar". Yo pienso: ¿qué más da cómo se le llame, si ambos nombres se refieren a lo mismo? El significado de ambos, desde un punto de vista pragmático, es el mismo: eso que dota de necesidad física, de determinación real, al universo. Eso mismo que la lógica no consigue explicar totalmente. Eso con lo que estamos sintonizados y gracias a lo cual podemos vivir tranquilos.



Notas

1. CONESA y NUBIOLA. Filosofía del lenguaje, HERDER, Barcelona, 2002, p. 24.


Diseño de la página: Izaskun Martínez
Última actualización: 17 de marzo 2006

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