Anuario Filosófico XXVII/2 (1994), 116-124.



Emancipación, magnanimidad y mujeres



Jaime Nubiola*
jnubiola@unav.es


This is a commentary on Millán-Puelles' discussion of women's being and freedom, stressing his support of the essential equality of the sexes in accordance with J. S. Mill's feminism. The education of women, fostering a growth of magnanimity, is understood as a key for the elimination of the treatment of women as things to which they have been often subjected.


La filosofía académica cuando llega a las cuestiones fundamentales se torna una tarea difícil, en la que resulta muy costoso ganar en claridad y progresar en la comprensión. Quizá por esta razón los filósofos suelen despertar notable expectación cuando hablan o escriben fuera del ámbito académico sobre lugares comunes o sobre cuestiones marginales a su producción filosófica más habitual. Frente a la pretenciosa descalificación de esas ocasiones como "filosofía de salón" o como simple ejercicio periodístico, tales compromisos a los que obliga nuestra condición social se convierten con frecuencia en el mejor testimonio del fuste de un filósofo profesional. No es sólo —como reza el dicho popular— que el filósofo vea lo que todos ven y piense lo que nadie piensa, sino sobre todo que, muy a menudo, los lectores o los oyentes se reconocen en las palabras del filósofo. Advierten éstos que el filósofo explica lo que de antemano ya sabían, pero lo hace con mejores razones, mostrando aspectos novedosos y relaciones sólo hasta entonces confusamente presentidas.

En febrero de 1975, con ocasión del Año Internacional de la Mujer proclamado por la Unesco, el profesor Antonio Millán-Puelles fue invitado a intervenir en un ciclo de conferencias sobre la mujer y el entorno social, organizado por el Patronato "José Ferrer" de la Fundación General Mediterránea1. La intervención de Millán-Puelles llevaba por título "La libertad y el ser de la mujer" y sería incluida en la compilación Sobre el hombre y la sociedad2. Veinte años después aquel texto que podía parecer una intervención de circunstancias, conserva una frescura y vigencia notables. Aquellas páginas ponen de manifiesto, además, tanto la singular originalidad de Millán-Puelles —que logra un tratamiento novedoso de un tema tan reiteradamente debatido— y la radical inserción de su reflexión filosófica en la historia del pensamiento, como al mismo tiempo —me gusta destacar especialmente esa cualidad— su ineludible orientación a la acción. Al reflexionar sobre el alcance de la diferencia sexual humana, sobre lo que algunos filósofos han dicho de ella en los dos últimos siglos y sobre los comportamientos efectivos de mujeres y varones, Millán-Puelles se muestra decidida y personalmente comprometido con el movimiento de emancipación o liberación de la mujer, "con cuya esencia me creo fundamentalmente identificado"3. Aquella frescura no nace sólo de una eficiente oratoria, sino fundamentalmente de la autenticidad y raigambre de sus convicciones. En esas páginas se contiene —afirma paladinamente Millán-Puelles4— "mi manera de ver el problema a la vista de los argumentos que considero, en lo esencial, justos alegados por todos estos pensadores [Fourier, Condorcet y Stuart Mill], y también como consecuencia de mi propia reflexión personal".

Mi colaboración como homenaje al profesor Millán-Puelles aspira a destacar algunos de los rasgos más llamativos de aquella reflexión y proseguir en lo posible algunas de sus trayectorias. Haré por tanto afirmaciones que Millán-Puelles no hace, pero que son un eco amplificado —espero que no distorsionado— de la voz contenida en "La libertad y el ser de la mujer". La tesis central que mantendré es que la clave de la efectiva emancipación de las mujeres se encuentra en la conquista personal de la magnanimidad, cifra máxima de la integridad y dignidad humanas. Para llegar a ella, concentraré mi atención en torno a tres de las líneas de fuerza de la exposición de Millán-Puelles que se encuentran en el núcleo del debate cultural contemporáneo: 1) La eliminación de la desigualdad; 2) La explicación de las diferencias; y finalmente, 3) La educación en la magnanimidad.

1. La eliminación de la desigualdad

El acierto esencial del movimiento de emancipación de la mujer fue el reconocimiento de que mujeres y varones comparten la íntegra dignidad de la persona humana. La tradición ilustrada de los siglos XVIII y XIX había basado en las diferencias biológicas entre los sexos la diferente educación que debía darse a niños y a niñas para que encarnaran la esencia masculina y la esencia femenina y desarrollaran las que se estimaban como virtudes propias del varón y de la mujer respectivamente. La defensa de "la integridad de la índole de la persona humana, como algo compartido por la mujer y por el varón indistintamente, desde el punto de vista de la dignidad y la índole ontológica de la persona humana"5, era un acierto esencial porque la tradición ilustrada defendía la complementariedad entre los sexos, la distinción de virtudes femeninas y masculinas, y estimaba natural la subordinación de las mujeres a los varones. Se trataba —como ha afirmado Torelló6— de una idea mitológica muy simple, pero de una extraordinaria capacidad de persuasión (quizá en especial para los varones) conservada intacta a lo largo de los siglos.

Por esta razón, el primer feminismo moderno de Mary Wollstonecraft (1792) lo que pedía para las mujeres era su reconocimiento como seres humanos en cuanto tales, independientemente de su condición sexuada. La virtud ha de significar lo mismo para un varón que para una mujer7, si no el elogio del "eterno femenino" y de las virtudes femeninas se convierte en el más eficaz anestésico para el sometimiento de las mujeres a los papeles subordinados establecidos por el varón. Desde el primer momento, algunos filósofos se sumaron de manera muy activa al movimiento feminista en defensa de la igualdad sexual. En especial destacan Condorcet, Charles Fourier y sobre todo John Stuart Mill con su famoso ensayo sobre "La esclavitud de las mujeres" (1869). En esa misma tradición Millán-Puelles defiende abiertamente la indistinción de las personas por su condición sexuada, "la esencial igualdad jurídica, incluso podríamos decir ontológica, del varón con la mujer"8. Se trata de la expresión de la igualdad originaria radical de todos los seres humanos:

"La mujer (...) tiene derecho al pleno reconocimiento de la totalidad de una igualdad jurídica esencial con el hombre. La mujer es tan persona como el hombre; y las consecuencias que de ello inmediatamente se siguen han de tener una plasmación, una protocolización jurídica, que no se quede en simples declaraciones solemnes, sino que efectivamente llegue, con la letra y... con la música, a la totalidad de las manifestaciones de la existencia humana"9.

La noción de una esencia humana común a mujeres y varones cuya modalización sexual es accidental, está enraizada en la tradición metafísica aristotélica y en el iusnaturalismo moderno. Esta tradición abstrae las diferencias individuales y las peculiaridades estereotipadas de género moldeadas social y culturalmente. Esta abstracción de las diferencias es la base de la conquista contemporánea de la efectiva igualdad de todos ante la ley con independencia de su condición sexual. Su moderno representante en el ámbito del feminismo es Simone de Beauvoir, a quien Millán-Puelles reconoce la parte de razón que tiene en su aspiración a eliminar muchas diferencias entre varones y mujeres que tienen un sentido meramente cultural e histórico:

"Yo creo —afirma con contundencia10— que todas aquellas diferencias entre el varón y la mujer que sean meramente de carácter histórico y que vayan en merma de la dignidad de la persona humana femenina, deben desaparecer, y cuanto antes, con beneficio para todos".

La defensa de un feminismo de la igualdad, de una indistinción sexual de las personas en todas aquellas manifestaciones de la existencia humana en las que la condición sexual de la persona singular es irrelevante, implica en la perspectiva de Millán-Puelles un decidido compromiso personal en la transformación de una parte importante de las pautas culturales que articulan en nuestra sociedad las relaciones entre mujeres y varones. De una parte, acusa al esencialismo tradicional de haber cosificado a las mujeres y, de otra, denuncia el riesgo de masculinización de la mujer que encierra la exacerbación de un feminismo igualitarista. Merece la pena comentar, siquiera brevemente, ambas posiciones. Por lo que se refiere a ésta última, el feminismo de la igualdad entraña el peligro de la renuncia de las mujeres "a su propio perfil, a su peculiaridad femenina, tomando como ideal de vida el ideal masculino"11. Se trata de un proceso de mimetismo, una "especie de complejo de inferioridad", que en la práctica ha producido implicaciones, extrañas alianzas entre feminismo y masculinización "que conviene denunciar precisamente para evitar su reproducción"12.

El feminismo de la igualdad —que tuvo gran expansión en los años sesenta y setenta— quería liberar a la mujer de su subordinación al varón mediante la afirmación de la individualidad, de la libertad personal de cada mujer en todos los órdenes de su existencia. Pero en muchos casos, la anhelada "liberación de las mujeres" ha supuesto un sometimiento a los varones todavía mayor: muchas mujeres se han encontrado obligadas a una doble jornada laboral y la prometida liberación sexual sólo ha sido liberación efectiva para los varones que han quedado eximidos de cualquier responsabilidad procreadora13. Veinte años después de la incorporación masiva de mujeres al mercado de trabajo y de un amplio rechazo de la maternidad, comienza a advertirse —describe Badinter14— que "para asemejarse a los varones, las mujeres se han visto obligadas a negar su esencia femenina y a ser un pálido calco de sus amos. Perdiendo su identidad, viven en la peor de las alienaciones y procuran, sin saberlo, la última victoria al imperialismo masculino". Frente al feminismo igualitarista de Beauvoir dominante en los años sesenta, ha surgido en estos últimos años —con particular fuerza en Francia— un nuevo feminismo de la diferencia que denuncia la masculinización del igualitarismo y vuelve a privilegiar la esencia femenina, la experiencia de la maternidad, la "escritura femenina" y las relaciones entre mujeres, a costa en muchos casos de la comprensión efectiva del sentido de la diferenciación sexual de varones y mujeres15.

Más importancia tiene en la exposición de Millán-Puelles la descripción de las diversas cosificaciones que han afligido históricamente a los seres humanos, y muy en particular han configurado y siguen configurando las vidas de muchas mujeres. El riesgo de cosificación es "algo constitutivo, es decir, algo que depende precisamente del mismo modo de ser de la persona humana, tanto en el caso del varón como en el caso de la mujer"16; se trata de una consecuencia de que tengamos un cuerpo y con él unas determinaciones que en cierto sentido nos asimilan a las cosas. Millán-Puelles distingue tres tipos distintos de cosificación que aparecen en las relaciones entre varones y mujeres: el primero y más básico es la cosificación jurídica y su emblema es la esclavitud; el segundo es la conducta sado-masoquista y su símbolo más obvio es la violación; el tercero es la cosificación de la persona humana y sus formas más comunes son la prostitución, la pornografía y la exhibición. Estos tres tipos de cosificación están coimplicados y relacionados entre sí, pues corresponden a las diversas formas degradantes en que varones y mujeres pueden tratar de comunicarse íntimamente, violentando la común dignidad mediante su recíproca despersonificación. En la cabal comprensión de los hábitos adquiridos de tiranía y masoquismo que esas conductas humanas encierran se abre el camino para acercarnos al ideal de esencial igualdad de mujeres y varones. Con su nítida descripción de las tres cosificaciones Millán-Puelles "querría contribuir a despertar" una "explícita y lúcida conciencia" de ese ideal, que es "una tesis profundamente cristiana que ha tardado en fructificar"17.

La primera cosificación de la persona humana adoptó la forma jurídica de la esclavitud, que no es una mera denominación extrínseca sino que hiere a la persona en su intimidad y, en ocasiones, se traduce en un decaimiento absoluto que puede conducir a que el esclavo llegue a cosificarse a sí mismo, incluso más de lo que los demás lo están cosificando. Millán-Puelles advierte que

"no sólo ha habido esclavos varones, sino que, incluso de un modo más sutil y con una prolongación mucho mayor en la historia, evidentemente la mujer ha estado concebida, en buena parte, bajo el molde de lo que significaba la institución jurídica de la esclavitud, aunque no existiera esa institución a partir de determinados momentos"18.

La esclavitud no es tanto una institución jurídica protocolizada, sino que más bien es la abdicación —"porque uno no quiere o porque los demás no le dejan"19— de aquella peculiar capacidad de iniciativa propia que constituye esencialmente a las personas: "Las personas son individuos con capacidad de iniciativa"20. Por eso Millán-Puelles, en la tradición de Stuart Mill, denuncia la mentalidad esclavizante de la mujer de quienes defienden una absolutización de un estilo de vida femenino, marcadamente micrográfico, intuitivo y atento a lo concreto, que renuncia a las cuestiones del bien común y del interés general.

El segundo tipo de cosificación de la persona opera en el ámbito de la configuración psicológica de la íntima comunicación entre los sexos, que en muchas ocasiones establece como ideal de placer erótico la violencia sexual. "La mujer tendría como un especial placer en ser avasallada por el varón y el varón en avasallar a la mujer"21. Se trata de una modalización sexual y violenta de la dialéctica del amo y el esclavo, que responde perfectamente a la dialéctica del masoquismo y el sadismo. Frente a Sartre, que consideró que "sólo se comunican de verdad el ser humano que gusta de ser dominado y el ser humano que gusta de dominar", Millán-Puelles recuerda, siguiendo a Jaspers, que la comunicación entre las personas sólo es tal "en la plenitud de su libertad y en la integridad de sus intimidades que no se dejan objetivar, que no se dejan cosificar"22.

Finalmente, la tercera cosificación de las personas, muy en especial de las mujeres, adopta las formas sociales de la prostitución, la pornografía —a pesar de que algunos la consideren ingenuamente como una de las libertades de la mujer— y el exhibicionismo, forma última de la esclavitud de la mujer ante la mirada cosificadora del varón. En algunas áreas de nuestra cultura tiene todavía amplia vigencia entre los varones —y cuenta en ocasiones con la complicidad de las mujeres— la mentalidad que concibe "el ideal de la mujer por el modelo de la cosificación de la persona humana"23. Esa mentalidad es una secuela de aquellas tres penosas formas históricas de cosificación y, en cierto modo, se perpetúa en sus efectos menores, como pueden ser la esclavitud de la moda, el miedo al ridículo, la dependencia del gustar a los demás o del llamar la atención, esto es, en una parte importante de las pautas culturales que marcan característicamente la vida de muchas mujeres (y de no pocos varones).

Frente a esta mentalidad cosificadora, la reivindicación de que mujer y varón comparten en idéntica medida la dignidad y la índole misma de la persona humana se convierte en la base para lograr la efectiva eliminación de las injustas desigualdades que atraviesan nuestra cultura. Compete a todos la restauración de un reconocimiento práctico de la íntegra dignidad de las mujeres en todos los ámbitos. Pero la efectiva emancipación de las mujeres pasa por el empeño por liberarse de aquella mentalidad esclavizante —que tan a menudo lleva a concebirse a sí misma como mero objeto de la mirada, del deseo y de la posesión del varón— mediante el descubrimiento de "la magnanimidad, que constituye la cifra máxima de la dignidad de la persona humana"24.

2. La explicación de las diferencias

Una vez afirmada la esencial igualdad de mujeres y varones, lo que resulta de interés filosófico es explicar la razón y el alcance de las obvias diferencias entre los sexos, percatándose de que una explicación desafortunada de éstas puede comprometer —como lo atestiguan abundantemente tanto la historia como algunos discursos feministas contemporáneos— aquella afirmación anterior y más fundamental. A mi entender, la cuestión decisiva estriba en el reconocimiento de que la racionalidad y el pensamiento no tienen sexo, esto es, en el reconocimiento de una idéntica capacidad de mujeres y varones para el discurso racional, para inferir unas verdades de otras, frente a una multisecular tradición que ha sostenido la complementariedad de la racionalidad masculina y la emotividad femenina. Frente a algunas interpretaciones de Ortega, Millán-Puelles afirma abiertamente, el carácter universal del pensamiento:

"¿Hay verdadera intimidad entre dos personas porque ambos estén de acuerdo en que la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos rectos? No, en absoluto. Pueden compartir perfectamente eso, y ahí no hay posibilidad de matices personales"25.

No es la naturaleza racional la que constituye la intimidad personal en la que la configuración sexual adquiere su plenitud biográfica. "No es en el pensamiento donde se distingue [la mujer] del hombre"26. El pensamiento humano no es una actividad privada, sino que tiene siempre un carácter solidario —y, en este sentido, público— como la verdad misma. El que la verdad sea objetiva y solidaria está maclado con el carácter público del pensamiento y con el carácter racional de la realidad. De ahí que quienes sostienen una diferenciación sexual del conocimiento humano pervierten el fundamento mismo de la racionalidad: la racionalidad no tiene sexo. Afirmar una lógica femenina o identificar un tipo femenino de razón vital lleva implícita una capitidisminución de las mujeres y su unilateral subordinación a la racionalidad o al poder de los varones. Frente a las creencias populares que casi imperceptiblemente nutren nuestra racionalidad, para ganar una cabal comprensión del alcance de las diferencias entre mujeres y varones resulta indispensable reconocer abiertamente que no están marcadas sexualmente la abstracción, el cálculo, la inferencia o la deducción.

Pero entonces, ¿en qué consisten o dónde radican ontológicamente esas obvias diferencias entre mujeres y varones? La respuesta que esboza Millán-Puelles es rica en matices. Por una parte analiza las dimensiones no convencionales de la modalización sexual de las personas, esto es, aquellas dimensiones de carácter más biológico que vienen conformadas por la dotación genética, el desarrollo hormonal, los órganos sexuales y los caracteres sexuales secundarios de cada individuo. Pero, además identifica una característica genérica de la diferenciación sexual entre varones y mujeres consistente en

"una mayor impregnación en cada individuo femenino de su propia condición de mujer. Digamos que la mujer va a estar más determinada y se va a vivir más a sí misma que el hombre como hombre"27.

Las mujeres —"cada ejemplar del sexo femenino" afirma— están más impregnadas que los varones de una vinculación a lo vital, que se refleja en que sean más conscientes que los varones de su condición sexuada y tengan un menor complejo de superioridad personal. Esta tesis es un eco, en cierto sentido, de la antigua tradición hipocrático-galénica. Los datos biológicos que Millán-Puelles aduce en su apoyo son la mayor longevidad de la mujer, su maduración sexual más rápida, y la mayor frecuencia de sentirse enfermas que la tradición galénica expresó con la acuñación del término "histeria". La cuestión es controvertida, y necesita todavía una seria investigación científica del desarrollo diferencial cerebral de varones y mujeres28.

La cuestión clave para ganar una cabal explicación de las diferencias biológicas entre varones y mujeres estriba en la comprensión de la articulación de tales diferencias con la configuración de la subjetividad, sea en términos individuales, sea en términos de unas peculiaridades genéricas masculina y femenina. En este sentido, Millán-Puelles estima una abusiva simplificación la tesis de Kant, basada en las indicaciones del naturalista Buffon, según la cual la belleza constituía el polo de atracción de los sentimientos y del psiquismo femeninos y lo noble el de los masculinos. Aunque suene a tópico, el juicio de Simmel que reconoce en la mujer un mayor sentido de lo concreto, en particular, de las personas humanas singulares, parece a Millán-Puelles más acertado y a él reconduce —siguiendo también a Stuart Mill— la famosa "intuición femenina". Este sentido de lo concreto y personal sería la causa de la mayor emotividad o labilidad emotiva atribuida comúnmente a las mujeres, y guarda relación con la mayor proximidad que las mujeres perciben "a los fondos vitales de la existencia humana"29. Quizá incluso fuera posible encontrar en esa diferencia la causa de una mayor frecuencia de depresiones o enfermedades psicosomáticas leves en mujeres que en varones30.

De esta forma, Millán-Puelles cree encontrar en la diferente vivencia de la condición sexuada la característica natural que da razón última de las diferencias entre los géneros. Tal vivencia es siempre personal y biográfica, y adopta diversas modulaciones individuales más que rígidos estereotipos de género. Las diferencias sexuales no instauran sólo unas diferencias fisiológicas y somáticas, sino que tienen repercusión en la configuración biográfica de la personalidad. De ahí que una emancipación masculinizante de las mujeres resulte un atentado contra su genuina intimidad. Pero también nada más vejatorio —y opuesto a la perspectiva de Millán-Puelles— que la antigua tesis hipocrática que consideraba a las mujeres con un menor vigor mental o un psiquismo más débil que los varones31. El peligro del neofeminismo intimista se encuentra precisamente en una configuración tal de la condición femenina que por afirmar la diferencia renuncie a su más genuina humanidad.

3. La educación de la magnanimidad

Pero entonces, ¿nacer mujer es una desgracia? Esto es, ¿defender la peculiaridad femenina implica mantener la inferioridad de la mujer respecto del varón? La mejor manera de enfocar una respuesta a esa cuestión es advertir que se trata cabalmente de articular aquella igualdad básica fundamental con la diferencia biológica inscrita en la peculiar condición de varones y mujeres. Esta articulación no se logra —a mi entender— mediante la distinción de dos personas complementarias, persona masculina y persona femenina, con una común dignidad. Tampoco se logra mediante la feminización de los varones o la masculinización de las mujeres, sea ello lo que fuere. Se trata más bien de la eliminación individual y social de aquellos elementos que con tanta frecuencia han deteriorado las conductas de los seres humanos, y en particular las relaciones entre varones y mujeres, introduciendo una degradación cosificante e inhumana. Entre estos elementos no es el menor —aunque pueda parecer machista o unilateral llamar la atención sobre ello— aquella mentalidad esclavizante de las mujeres expresada a menudo como complejo de inferioridad e irracional sumisión, que ha tenido tanta fuerza que ha llegado a ser categorizada como un rasgo típico de la psicología femenina.

La condición sexual es una realidad biológica de los individuos, que se encuentra categorizada y tipificada de diversas maneras en la historia y en la sociedad en la que el ser humano se educa. No hay un fatídico destino biológico que haga imposible una efectiva emancipación de las mujeres, sino que se trata más bien de una tarea ardua, ineludible y urgente que a todos en cierto modo compete. Frente a la masculinización del modo femenino de ser, Millán-Puelles destaca aquellos elementos que parecen ser más decisivos desde la perspectiva de la mujer. Con el neofeminismo de estos últimos años coincide en el papel insustituible de las mujeres en la configuración del hogar familiar y en la moderación de la mayor agresividad y violencia de los niños varones. Con Rabindranath Tagore en la afirmación de que el mundo de la mujer es el mundo de lo personal y lo humano. Con el Beato Josemaría Escrivá en que no hay trabajos propios de mujeres y de varones, sino más bien diversos modos de vivir las profesiones.

Pero la afirmación más radical de Millán-Puelles se encuentra —a mi entender— en la identificación de la virtud de la magnanimidad como clave de la emancipación. Frente al individualismo que en ocasiones ha hecho causa común con el feminismo, confiriendo a este movimiento un cariz individualista que atenta a lo más esencial de la dignidad de la persona humana,

"Yo entiendo que el auténtico concepto de la dignidad, y en definitiva de la libertad de la persona humana -tanto si es mujer como varón-, es el entrecruzamiento o el binomio de estas dos características: capacidad de iniciativa y servicio a los intereses generales. Sin capacidad de iniciativa no hay libertad ni hay dignidad de la persona humana; pero con una capacidad de iniciativa robinsonianamente puesta al servicio de sí misma, es decir, con un vicioso circularismo que la hace incapaz de trascender, de salir de esa micrografía del bien particular, no hay tampoco dignidad de la persona humana"32.

Mediante esta articulación de la capacidad de servicio y la capacidad de iniciativa es posible denunciar aquellas concepciones capitidisminuizadoras de las mujeres que las confinan a los límites micrográficos de una vida privada, a un agobiante mundo femenino o a los estrechos límites de unos fines particulares. Su confinamiento al exclusivo ejercicio de su capacidad de servir es una cosificación esclavizadora, que atenta contra la humana dignidad. Esta requiere que a la capacidad de abnegación que tantas mujeres muestran, se una la capacidad de iniciativa que se expresa de modo eminente en el ejercicio de la magnanimidad. Con la tradición ilustrada, Fichte identificó precisamente la magnanimidad y el amor como las expresiones complementarias de la disposición moral básica respectivamente de varón y mujer: sólo en el varón se encuentra la plenitud de la humanidad, mientras que sólo en su total e incondicional sumisión al varón alcanzaría la mujer su destino33. La perspectiva de Millán-Puelles es radicalmente opuesta a la de este discurso ilustrado todavía presente en algunos estratos de nuestra cultura.

La magnanimidad "es forma suprema de libertad", es estar sobre sí, llevar las riendas de sí, en sintonía con el bien común, con los intereses generales. Se trata de una particular forma de fortaleza que se opone a la pusilanimidad, a la timidez y al apocamiento, al miedo a tomar la iniciativa de la propia vida al servicio del bien común trascendiendo el limitado ámbito de los fines particulares. No es virtud propia de los varones, sino que como todas las virtudes se enraíza en la persona. Pertenece a la magnanimidad —señala Tomás de Aquino34— la confianza en sí mismo para todas aquellas cosas que uno es capaz de hacer de por sí. Por tanto, la magnanimidad excluye "toda equívoca manifestación de paciencia, resignación o modestia, cuando son formas enmascaradoras de encogimiento de ánimo y de mezquindad"35. Es cierto que tales máscaras de la pasividad han sido adoptadas históricamente con más frecuencia por mujeres, de manera complementaria a las máscaras de agresividad y violencia que han troquelado culturalmente la existencia de muchos varones. Puede decirse que esta antigua cuestión cultural de las relaciones entre los sexos ha arraigado hasta configurar en ambos géneros una segunda "naturaleza" que se expresa bien en las mentalidades estereotípicas todavía dominantes en muchas áreas de nuestra cultura. La afirmación de que la magnanimidad es también virtud propia de las mujeres se torna así en un eficaz disolvente de aquella mentalidad capitidisminuyente.

Es en este contexto donde —a mi entender— adquiere plenitud de sentido la luminosa apelación de Juan Pablo II a la singular vocación genérica de las mujeres. En el conjunto de las relaciones interpersonales el ser mujer representa un valor particular en razón de su feminidad, de su condición femenina por la que le es confiado de un modo especial el género humano36. En ese horizonte la afirmación de una peculiaridad femenina no es un señuelo para su sometimiento, sino más bien es un acicate para aquel ineludible protagonismo en la configuración pública de la sociedad que corresponde descubrir e instaurar a cada mujer. No se trata simplemente de una mera ganancia en asertividad —como suele lograr la educación en los países del área angloamericana—, sino de una cabal transformación de aquella mentalidad cosificante e intimista ubicua todavía en nuestra cultura. El fulcro de esta efectiva emancipación de las mujeres se encuentra de manera germinal en el cultivo de la magnanimidad, en la confianza tanto en su íntegra igualdad fundamental con los varones, cuanto en la peculiar responsabilidad —que incluso puede ser entendida como superioridad— que la condición femenina otorga sobre el género humano.

4. Conclusión

Los caminos de esa transformación de nuestra cultura son muchos y pasan por una des-sexualización de muchas áreas de la actividad humana, por un acrecentamiento de la disponibilidad para acoger la vida, por una reconsideración del mundo como hogar para el género humano. En este proyecto —aquí meramente insinuado— el protagonismo de las mujeres será probablemente decisivo. Aquellas páginas del profesor Antonio Millán-Puelles no eran, pues, unas palabras de ocasión dichas al vuelo bajo el hermoso título de "La libertad y el ser de la mujer", sino que encerraban una de las claves, el desarrollo personal de la magnanimidad, hasta ahora apenas tematizada en el debate feminista contemporáneo. Frente al masculinizante feminismo igualitarista y frente al intimismo neofeminista capitidisminuyente Millán-Puelles esboza una vía para la comprensión de las peculiaridades de género que incita precisamente al esfuerzo por la adquisición de aquella virtud en la que cifra máximamente la libertad personal.

 

*Agradezco la corrección de María Rubira para rectificar el nombre de pila de Fourier que originalmente estaba equivocado.

Notas

* Debo gratitud al profesor Juan Cruz por su invitación a participar en este volumen y por su petición de que abordara esta cuestión marginal en la amplia producción del profesor Millán-Puelles. Mi texto se ha beneficiado de algunas certeras objeciones y sugerencias de Marian Arribas y Carmen Segura que agradezco.

1. En aquel ciclo tomaron parte también Carmen Llorca sobre "La mujer en la historia", Mariano Yela sobre "El mito de la mujer", Rudolf Affemann sobre "La mujer moderna entre la emancipación y la crisis de identidad", Juan Rof Carballo sobre "La mujer y el porvenir del hombre", Ferdinand N'Sougan Agblemagnon sobre "La responsabilidad de la mujer africana como esposa y madre" y Ricardo Díez Hochleitner sobre "La educación de la mujer. La mujer educadora". Todas las conferencias fueron compiladas en un pequeño volumen bajo el título general Mujer y entorno social (Fundación General Mediterránea, Madrid, 1976).

2. A. Millán-Puelles, Sobre el hombre y la sociedad, Rialp, Madrid, 1976, 185-206.

3. Sobre el hombre y la sociedad, 186.

4. Sobre el hombre y la sociedad, 187.

5. Sobre el hombre y la sociedad, 193.

6. J. B. Torelló, Psicología abierta, Rialp, Madrid, 1972, 213.

7. J. Grimshaw, "The idea of female ethic", Philosophy East & West, 1992 (42), 222.

8. Sobre el hombre y la sociedad, 187.

9. Ibid

10. Sobre el hombre y la sociedad, 194 (El subrayado es mío).

11. Sobre el hombre y la sociedad, 187.

12. Ibid.

13. S. R. Graham, "What does a man want?", American Psychologist, 1992 (47) 837.

14. E. Badinter, La identidad masculina, Alianza, Madrid, 1993, 40.

15. S. Sellers, Language and Sexual Difference, San Martin's Press, Nueva York, 1991.

16. Sobre el hombre y la sociedad, 188.

17. Sobre el hombre y la sociedad, 187-188.

18. Sobre el hombre y la sociedad, 189.

19. Sobre el hombre y la sociedad, 190.

20. A. Millán-Puelles, Léxico filosófico, Rialp, Madrid, 1984, 459.

21. Lamentablemente, los medios de comunicación ponen tan a diario ante nuestros ojos esta sistemática degradación violenta de las relaciones sexuales, que no requiere quizá mayor prueba esta afirmación. Millán-Puelles apela a las abundantes pruebas literarias. Para un testimonio literario reciente, puede verse Carmen Martín Gaite, Nubosidad variable, Anagrama, Madrid, 1992, 61.

22. Sobre el hombre y la sociedad, 191.

23. Sobre el hombre y la sociedad, 193.

24. Sobre el hombre y la sociedad, 190.

25. Sobre el hombre y la sociedad, 200-201.

26. Sobre el hombre y la sociedad, 200.

27. Sobre el hombre y la sociedad, 195.

28. D. Kimura, "Cerebro de varón y cerebro de mujer", Investigación y Ciencia, 1992 (194), 77-84. No deja de llamar la atención que la situación actual a este respecto no sea muy diferente de la que describía Stuart Mill en 1869 en "La esclavitud de las mujeres": "Hoy por hoy se ignora si existe diferencia natural en la fuerza o tendencia media habitual de las facultades mentales de ambos sexos, y, sobre todo, se desconoce en qué puede consistir esa diferencia" (Tecnos, Madrid, 1965, 424).

29. Sobre el hombre y la sociedad, 200.

30. E. McGrath et al (ed.): Women and Depression. Risk Factors and Treatment Issues, American Psychological Association, Washington D.C., 1990.

31. J. Cruz, "¿Finalidad femenina de la creación? Antropología bajomedieval de la mujer", Anuario Filosófico, 1993 (26), 513-540.

32. Sobre el hombre y la sociedad, 205.

33. I. H. Fichte, Vorlesung über Moral, IV, 143. Cfr. J. Cruz, "Mujer y varón. El destino de los sexos según Fichte y Hegel", en J. Vicente (ed.): La sexualidad en el pensamiento contemporáneo, (en preparación).

34. Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 129, a. 6, ad 1.

35. M. A. Peláez, Etica, profesión y virtud, Rialp, Madrid, 1991, 98-99.

36. Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, 29.

 



Fecha del documento: 25 de mayo 2008
Última actualización: 22 de enero 2013

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