Publicado en R. Athie (ed.), La Universidad en la encrucijada,
Ediciones F. M., Guadalajara, México, 2000, 73-88.



Ética de la investigación: la interdisciplinariedad



Jaime Nubiola
jnubiola@unav.es



"Todo lo sabemos entre todos"
P. Salinas, Ensayos completos, II, p. 34.





Para quienes nos dedicamos a la filosofía, esto es, a reflexionar sobre aquellas cuestiones últimas más generales o más comunes —que quizá por ello a algunos pueden parecer triviales-— invitaciones como ésta para dirigirse a una audiencia multidisciplinar son un reto para poner a prueba las más íntimas convicciones1. Quien defiende una articulación creativa entre el pensamiento y la vida descubre en una invitación de este tipo un desafío para intentar expresar sus convicciones con claridad, con sencillez y —si fuera posible— de manera hermosa y atractiva.

Desde tiempo inmemorial se sabe que la estructura cognoscitiva de los seres humanos está configurada de tal manera que lo más familiar nos resulta transparente y por eso de ordinario no lo advertimos, mientras que sólo lo novedoso llama nuestra atención2: "Los aspectos de las cosas que nos son más importantes —anotó Wittgenstein— nos están ocultos por su simplicidad y familiaridad. (Uno es incapaz de advertir algo porque lo tiene siempre delante de sus ojos)"3. Quienes leen estas páginas conocen bien la situación efectiva en la que se desarrolla habitualmente la actividad académica, con una falta endémica de tiempo y de paz mental, que son los dos únicos elementos —junto con el afán de saber— verdaderamente imprescindibles para la investigación. Pues bien, aun a riesgo de estar repitiendo lo obvio, en estas páginas quiero llamar la atención sobre el ambiente en el que ha de desarrollarse la actividad investigadora, en sus circunstancias éticas básicas y en cuál es —o puede ser— ahí el papel de la interdisciplinariedad.

Frente al cientismo contemporáneo todavía hegemónico que ha difundido una intolerable especialización de los saberes, quienes nos dedicamos a la Universidad no sólo no renunciamos a aquel ideal renacentista de la unidad de los saberes, sino que aspiramos además a comprender mejor cuáles son los caminos efectivos para su consecución. Con alguna frecuencia quienes hoy en día defienden el trabajo interdisciplinar lo defienden sólo como el último remedio ante el agotamiento de los paradigmas cientistas heredados del Círculo de Viena, o como el postrer intento para ver si entre todos, o entre varias disciplinas, hay más éxito o mejor fortuna al afrontar los muchos problemas todavía no resueltos que tenemos en nuestra sociedad. En contraste, cuando las convicciones cristianas son las que potencian la búsqueda intelectual se aspira —escribía Alejandro Llano4— a una "nueva síntesis de los saberes en la que Dios no siga siendo un extraño".

En mi exposición voy a echar mano de las ideas y los textos del científico y filósofo norteamericano Charles S. Peirce (1839-1914), porque —al menos para mí— la figura y el pensamiento de Peirce tienen una importancia capital en este final de siglo. Hace ya años Karl-Otto Apel vio en Peirce la piedra miliar de la transformación de la filosofía trascendental kantiana en filosofía analítica5, pero en esta última década asistimos además a un resurgimiento general del pragmatismo que ha llevado a descubrir con cierta sorpresa que los problemas que hoy en día más afligen a nuestra cultura como consecuencia del fracaso del cientismo reduccionista del Círculo de Viena, fueron ya afrontados, hace casi un siglo, con singular penetración y en muchos casos con notable acierto por los pragmatistas clásicos norteamericanos6. Peirce es un autor poco conocido en el ámbito hispánico, pero considerado a menudo como el pensador más destacado en la historia de los Estados Unidos, y que —aunque a veces ha sido esto ocultado— muestra una singular afinidad con la tradición aristotélico-escolástica que ha tenido siempre un lugar tan central en el pensamiento cristiano7.

De acuerdo con ello, tras esta ya larga introducción, organizaré mi exposición en tres partes: 1) La investigación científica como búsqueda de la verdad; 2) La ética del intelecto; y 3) La interdisciplinariedad.

1. La investigación científica como búsqueda de la verdad

Lo que más nos atrae a los seres humanos es aprender: "Todos los hombres por naturaleza anhelan saber", escribió Aristóteles en el arranque de la Metafísica. La primera regla de la razón —insiste Peirce una y otra vez— es "el deseo de aprender"8. Lo que mueve una Universidad es el afán de aprender de sus estudiantes. Sin embargo, no puede ser considerado genuinamente universitario aquel centro en el que sus profesores, además de asumir las tareas docentes y organizativas que les correspondan, no dediquen atención a la investigación, no presten atención a aprender ellos y a hacer crecer la verdad: "La vida de la ciencia está en el deseo de aprender"9. La investigación científica es una experiencia ganada históricamente por la humanidad: "lo que constituye la ciencia, —escribió Peirce— no son tanto las conclusiones correctas como el método correcto. Y el método de la ciencia es en sí mismo un resultado científico. No brotó del cerebro de un principiante: fue un avance histórico y un logro científico"10.

El formidable desarrollo de las ciencias y la tecnología en los últimos siglos muestra de modo fehaciente la humana capacidad de progresar en la comprensión de los problemas y en la identificación de los medios para afrontarlos con éxito. Más aún, se advierte con claridad que el desarrollo efectivo de las ciencias no lleva al acabamiento de los problemas mediante su definitiva solución, sino que más bien, por el contrario, en muchos campos conduce a la detección de nuevos problemas todavía más difíciles o más profundos que hasta ahora habían sido pasados por alto. En este sentido suele decirse que conforme crece el saber lo que sobre todo aumenta es el no saber, esto es, la conciencia de las muchas cosas que todavía no sabemos ni entendemos.

Si los profesores de una Universidad advierten esto y son conscientes de su capacidad personal y de su responsabilidad colectiva para hacer crecer la verdad, la actividad investigadora será una realidad efectiva en aquel lugar. Aquella Universidad será entonces verdaderamente una comunidad de investigación, un espacio comunicativo en el que la búsqueda de la verdad será una apasionante tarea cooperativa y corporativa; será, por tanto, un espacio vital en el que la razón humana fructificará. En el caso de una Universidad joven —como es el caso de muchas en Hispanoamérica— se corre el peligro de considerar que la investigación es algo que se hará cuando la Universidad esté madura. Frente a esa consideración que me parece del todo errónea sólo esgrimiré aquel conocido refrán alemán "Lo que no aprende Juanito no lo aprende nunca Juan". La investigación es tan esencial en la vida de la Universidad que no puede esperar; sería como si a Juanito no se le dejase respirar.

Nos encontramos en una sociedad que vive en una amalgama imposible de un escepticismo generalizado acerca de los valores y un supuesto fundamentalismo cientista acerca de los hechos. Se trata de una mezcolanza de una ingenua confianza en la Ciencia con mayúscula y de aquel relativismo perspectivista que expresó el poeta Campoamor con su "nada hay verdad ni mentira; todo es según el color del cristal con que se mira"11. Tal división entre ciencia y cultura, que asigna la verdad a la ciencia y a sus enunciados y la simple opinión a las valoraciones y cuestiones vitalmente más importantes, aunque pueda ser cómoda, resulta a fin de cuentas insoportable. Los seres humanos anhelamos una integración razonable de las diversas facetas de nuestra vida, de nuestra experiencia y de nuestra reflexión teórica sobre ella. La contradicción flagrante nos resulta inaceptable porque desquicia nuestra razón, hace saltar las bisagras de nuestros razonamientos y a la postre bloquea el diálogo y la comunicación.

El enfoque que defiendo es esencialmente operativo y práctico, heredero de la tradición aristotélica y de los mejores resultados de la teorización acerca de la investigación científica contemporánea, que concibe la verdad como aquello que los seres humanos —científicos y filósofos, profesores y ciudadanos de a pie— primordialmente anhelamos y buscamos. Adoptar esta perspectiva significa destacar que la búsqueda de la verdad no es un problema "teórico", sino más bien una cuestión genuinamente práctica, pragmática. Como ha escrito Alejandro Llano12, "la filosofía no siempre había concedido a la verdad práctica la atención que merece. Pero sólo es viable rehabilitarla cuando no se extrapola. Porque cuando el valor de la praxis humana se absolutiza el valor de la verdad se disuelve". Absolutizar el valor de la praxis sería pensar que la verdad es meramente algo fabricado por los seres humanos (pragmatismo vulgar), y en ese sentido, algo arbitrario, relativo y por tanto a fin de cuentas, de escaso valor. Lo que quiere afirmarse más bien es que las verdades se descubren y se forjan en el seno de nuestras prácticas comunicativas; que la verdad —como dejó escrito Platón13— se busca en comunidad; "que —en expresión de Debrock— no hay verdad fuera de la búsqueda, aunque no es la búsqueda la que causa la verdad". Destacar esta dimensión comunitaria de la búsqueda de la verdad acentúa por una parte el carácter dialógico y público de la verdad, esto es, su objetividad que trasciende las perspectivas subjetivas, localistas y particularizadas, pero, por otra parte, acentúa nuestra responsabilidad en el logro en la Universidad de una genuina comunidad de investigación.

Quienes dedican su vida a la investigación consagran sus mejores esfuerzos a esa búsqueda de la verdad. La verdad objetiva es el objeto de los afanes compartidos en el espacio y en el tiempo de cuantos dedican su vida y su trabajo a saber y a generar nuevos conocimientos. Quienes empeñan sus vidas en saber no lo hacen por afán de poder ni mucho menos por obtener unas patentes que les hagan millonarios, sino que lo que realmente les mueve es el saber mismo: sus vidas están animadas por el deseo de averiguar la verdad, por el "impulso —escribió Peirce14— de penetrar en la razón de las cosas". Como ha escrito Polo, es la verdad la que encarga la tarea al pensar. La inteligencia se pone en marcha para ver si puede articular un discurso que esté de acuerdo con la verdad15.

La objetividad de la verdad está maclada con el carácter público del pensamiento, con el carácter solidario, social, del lenguaje y con el carácter razonable de la realidad. Si se sostiene que el lenguaje es vehículo del pensamiento y se está de acuerdo con Wittgenstein en que no puede haber lenguaje privado y en que sólo la comunicación con los demás nos proporciona el uso correcto de las palabras16, entonces, de la misma manera y con la misma rotundidad, ha de afirmarse que no puede haber pensamiento privado y que es la comunicación interpersonal la que proporciona también la pauta de objetividad en el ámbito cognoscitivo. Los tres elementos —pensamiento, lenguaje y mundo— se confieren sentido respectivamente en su interrelación. La comunicación interpersonal es el cauce mediante el que se establece esa constelación de sentido. Por eso la verdad es lo más comunicable, por eso la verdad es liberadora, por eso la verdad es lo que los seres humanos nos entregamos unos a otros para forjar relaciones significativas entre nosotros. Por el contrario, la concepción individualista de los seres humanos como agentes o consumidores privados, puesta en boga por Descartes y el racionalismo moderno, distorsiona tanto lo que somos que torna imposible nuestras relaciones significativas con los demás, la efectiva comprensión de nuestras relaciones y, por supuesto, la conmensuración de éstas con la verdad.

Esta es precisamente la actitud básica de Tomás de Aquino que da razón de la permanente actualidad de su pensamiento y que ha destacado de nuevo la Fides et Ratio: como la realidad es multilateral, como tiene una ilimitada multiplicidad de aspectos, la verdad no puede ser agotada por ningún conocimiento humano, sino que queda siempre abierta a nuevas formulaciones17. Con una gran tradición de pensadores resulta iluminador distinguir entre la Verdad con mayúscula y las verdades que los hombres forjamos18. "Todas las cosas son verdaderas por la única Verdad divina. Sin embargo, se puede decir que hay muchas verdades, en cuanto que hay muchos entes que son verdaderos y también muchas inteligencias que conocen esos entes. Nuestra tarea es avanzar en el conocimiento de esas muchas verdades, para irnos acercando a la Verdad del Uno por esencia, en quien la búsqueda se aquieta"19.

La verdad con minúscula —las verdades alcanzadas por los seres humanos— no ha sido descubierta de una vez por todas, sino que es un cuerpo vivo que crece y que está abierto a la contribución de todos. Cada Facultad puede contribuir a ese crecimiento mediante su esfuerzo por la profundización en la verdad en sus áreas de investigación preferentes. La búsqueda de la verdad no es una tarea privada o que pueda ser llevada a cabo por una persona aislada, sino que requiere la actividad cooperativa de unos y otros. Esta actitud supone una concepción de la investigación que busca encontrar las razones de la verdad en la confrontación de las opiniones opuestas, sabedora con la mejor tradición que todos los pareceres formulados seriamente, en cierto sentido, dicen algo verdadero. Con el dicho medieval, somos enanos a hombros de gigantes20, pero también —como decía con fuerza el humanista Juan Luis Vives rectificando a Juan de Salisbury— "ni somos enanos, ni fueron ellos gigantes, sino que todos tenemos la misma estatura"21.

En aquella expresión del Renacimiento humanista se reflejaba el estilo democrático y pluralista, que se encuentra también en el corazón de la ciencia contemporánea. Se trata del reconocimiento de la capacidad de verdad de los seres humanos, de la convicción de que en cada genuino esfuerzo intelectual hay algún aspecto luminoso del que podemos aprender, de que la verdad humana está constituida por el saber acumulado construido entre todos a través de una historia multisecular de intentos, errores, rectificaciones y aciertos: Omnes enim opiniones secundum quid aliquid verum dicunt22. Con sensibilidad vivamente actual, Juan Pablo II encontraba una válida aplicación de ese principio de Tomás de Aquino en la investigación científica, afirmando que "esta presencia de la verdad, sea meramente parcial e imperfecta y a veces distorsionada, es un puente, que une a unos hombres con otros y hace posible el acuerdo cuando hay buena voluntad"23.

2. La ética del intelecto

La experiencia histórica del crecimiento sistemático del saber, encarnada en el espíritu científico creativo, destaca como piedra de toque de la verdad el sometimiento del propio parecer al contraste empírico y a la discusión razonada con los iguales. "El ambiente será acogedor para el buen trabajo intelectual —escribía Susan Haack— en tanto que incentive y recompense a aquellos que trabajen en cuestiones significativas, y cuyo trabajo sea creativo, cuidadoso, honesto y completo; en la medida en que las revistas, los congresos, etc., hagan que el trabajo mejor y más significativo resulte fácilmente accesible a los demás que trabajan en esa área; en tanto que los canales de crítica y de escrutinio mutuo estén abiertos y se fomente la construcción con éxito a partir del trabajo de los demás"24. Estas condiciones que son relativamente comunes en el mundo angloamericano, quizá sobre todo en las ciencias naturales, resultan más infrecuentes en el mundo hispánico, sobre todo —me parece— en filosofía o en las humanidades en general.

Tal como entiendo yo las cosas, la investigación ha de desarrollarse siempre con un empeño decidido por aunar en un único campo de actividad tanto el rigor como la relevancia humana. El objeto de la investigación no es sólo la verdad sino también lo relevante, lo importante o significativo para nosotros. Hay una tensión, por supuesto, entre ambos aspectos, pues hay muchísimas verdades triviales, esto es, que no tienen interés ni importancia alguna. En nuestro siglo, de ordinario, se ha atendido sobre todo a ese primer aspecto de la investigación, el de la verdad basada en el modelo de la evidencia, quizá porque parecía más objetivo; mientras que el segundo, el de la importancia humana del objeto de investigación y su integración con todo lo demás, ha sido relegado habitualmente a un término muy posterior, pues se consideraba más bien como algo subjetivo25. Pero el rigor solo no lleva a la verdad. Por eso, aunque sea ir contracorriente, me parece más acertado concebir el rigor no tanto como un criterio de validez formal, sino más bien como una virtud epistémica, como una actitud del investigador, que lleva a hacer justicia al asunto que en cada caso se trate abordándolo con la exactitud y el detalle que merezca, y eso dependerá siempre del problema que tengamos entre manos y de la situación efectiva en que nos encontremos26.

En muchos campos para investigar no hacen falta costosísimos aparatos ni muchos recursos económicos (secretarias, ayudantes de investigación, laboratorios, etc.), sino que lo que hacen falta son cuatro cosas: las dos primeras ya las he dicho antes, paz mental y tiempo; la tercera es información (libros y revistas) y la cuarta comunicación (escrutinio mutuo) con quienes están investigando en la misma área. A estas alturas del siglo XX no hay genuina investigación solitaria. Para quienes me preguntan sobre esta materia he acuñado un lema: "Teaching is local; research is global". La excelencia de un centro universitario en docencia e investigación se mide por criterios muy distintos en esas dos facetas. Sin embargo, el afán que lleva a atender a los alumnos reales que tenemos en nuestras aulas y a adaptarnos a sus circunstancias efectivas es el mismo que ha de llevar en la investigación a escuchar a los demás investigadores que están trabajando en nuestro mismo campo y a adaptarnos a las revistas y medios de comunicación del área correspondiente.

La carencia de rigor conduce a la oscuridad, a la confusión, a la ambigüedad; la falta de profundidad a la trivialidad y superficialidad. Mi maestro, Alejandro Llano, caracterizaba hace años su empeño intelectual como la búsqueda de un pensamiento riguroso y libre, esto es, como el esfuerzo continuado por conjugar en la investigación el rigor —que garantiza la comunidad del pensamiento— con la libertad, con la espontánea creatividad que hace posible la novedad y el progreso en el conocimiento. En una línea similar Hilary Putnam suele identificar estas dos cualidades indispensables para la investigación como argumentos y visión. Por esta razón quien quiere dedicarse a la investigación debe centrarse en estas dos dimensiones clave: el cultivo de la creatividad, esto es, de la capacidad de ver los problemas —como reza el dicho común "El sabio ve lo que todos ven y piensa lo que nadie piensa"— y por tanto de innovar y atraer el interés, y el aprendizaje del cuidado, que incluye tanto el esmero riguroso por el detalle como la tenacidad en la búsqueda mantenida a lo largo del tiempo27.

La ética del intelecto no concierne sólo al pensamiento, sino que sobre todo afecta a la vida. Esto es así hasta el punto de que quien se compromete vitalmente en una tarea de investigación considera necesario tratar de cambiar aquellas prácticas personales o corporativas, aquellas rutinas que resulten incompatibles con la búsqueda de la verdad. La más dañina para la genuina investigación es la concepción patrimonial o monopolizadora de la verdad. Quien se hace a sí mismo señor de la verdad se equivoca: "La verdad se escapa al déspota y se abre sólo a quien se aproxima a ella en actitud de profundo respeto, de humildad reverente"28. Si quien se dedica a la investigación se satisface de forma autocomplaciente con lo que ya sabe o con su propia manera de ser, mata el deseo de aprender que es el que da vida a la ciencia. Por el contrario, reconocer que "todo 'otro' nos aventaja en alguna cualidad que no poseemos"29 y que muchas veces nos equivocamos —los dos rasgos del deseo de aprender—, lleva a reconocer las carencias y a subsanar la ignorancia: "El factor principal de originalidad es el muy vivo deseo de corregir los propios errores"30. Esta tarea de corrección, de rectificación, no consiste de ordinario en un trabajo de poda, sino sobre todo en un empeño sostenido en aprender de los demás y en desarrollar la propia creatividad personal.

El arte de crecer es un ars nesciendi, un arte de no saber. No tanto un arte de dudar de todo como creyó Descartes, sino de saber que lo que se sabe no es la Verdad con mayúscula, esto es, que la verdad alcanzada siempre es parcial, revisable, corregible, mejorable. Kant fue excesivamente pesimista al pensar que no conocemos las cosas tal como son, que la cosa en sí permanece siempre allá al final como algo incognoscible: con la tradición realista resulta mucho más persuasivo reconocer que lo que conocemos es una parte, una faceta o un aspecto parcial de las cosas, aunque no sea su totalidad. Pero el que sea una parte no significa que sea falso, sino que, aun siendo verdadero lo alcanzado, es insuficiente para explicarlo todo. La razón de cada uno es camino de la verdad, pero las razones de los demás sugieren y apuntan otros caminos que enriquecen y amplían nuestra comprensión. De esta forma, puede afirmarse que la clave del crecer —tanto cada uno personalmente como para un centro de investigación— estriba en reconocer que no es uno —una persona determinada, un centro, una ciencia particular— el propietario de la verdad, sino que más bien somos cada uno de nosotros poseídos por ella.

3. La interdisciplinariedad

Al presentar de manera introductoria una disciplina es práctica tradicional tratar de describir su relación con los demás saberes, especificando sus diversos objetos o las diferentes perspectivas desde las que abordan una misma área de estudio. En particular, esta tarea resulta indispensable en aquellos casos de conflictos de intereses entre diversas disciplinas que se solapan y aspiran académicamente a encontrar alguna justificación teórica de peso, para lo que fundamentalmente son diferencias de procedencia, de formación o de estilos de trabajo, esto es, diferencias de tradiciones de investigación. Por todo ello, resulta saludable considerar las divisiones entre disciplinas o materias como cuestiones que interesan a los decanos y a los bibliotecarios, más que como una cuestión de calado teórico para quien se dedica a la investigación. "Los nombres de las disciplinas deberían ser vistos sólo —escribió Quine a la hora de clasificar el trabajo de Austin31— como recursos técnicos para la organización de planes de estudio y de bibliotecas; un scholar es más conocido por la singularidad de sus problemas que por el nombre de su disciplina".

La Universidad en cuanto tal fue concebida desde su nacimiento en un marco interdisciplinar; nació como lugar de encuentro de los diversos saberes que se ayudan unos a otros para la resolución de los problemas. Sin embargo, la interdisciplinariedad tiene otros dos aspectos más, que son el trabajo en equipo y el pluralismo. Voy a comenzar por este último. La defensa del pluralismo no implica una renuncia a la verdad; al contrario, el pluralismo estriba no sólo en afirmar que hay diversas maneras de pensar acerca de las cosas, sino además en sostener que entre ellas hay —en expresión de S. Cavell— maneras mejores y peores, y que mediante el contraste con la experiencia y el diálogo racional somos capaces de reconocer la superioridad de un parecer sobre otro. El pluralismo no relativista sostiene que la búsqueda de la verdad es enriquecedora, porque la verdad es perfeccionamiento. Por el contrario, la posición relativista que afirma que sólo hay diálogo, que sólo hay diversidad de perspectivas radicalmente inconmensurables, no solo se autorrefuta en su propia formulación, sino que sacrifica la noción de humanidad al negar la capacidad de perfeccionamiento real y de progreso humano.

El lógico pluralismo que ha de existir en la Universidad como consecuencia de las diferencias disciplinares y personales es el marco que hace posible el diálogo, y la finalidad del diálogo es la verdad. Lo que distingue el relativismo del pluralismo es que éste último vive precisamente de la ilusión compartida por descubrir la escondida continuidad entre los saberes particulares. La esperanza de lograr en el futuro mejores resultados se convierte así en la mejor garantía para la prosecución de la investigación. "La verdad es una —afirmaba Juan Pablo II32—, pero se presenta a nosotros de forma fragmentaria a través de los múltiples canales que nos conducen a su cercanía diferenciada. (...) en cuanto ciencias, la filosofía y la teología son también ellas intentos limitados para percibir la unidad compleja de la verdad. Es sumamente importante intentar, por una parte, la búsqueda de una síntesis vital, cuya nostalgia nos aguijonea, y por otra, evitar cualquier sincretismo irrespetuoso de órdenes de conocimientos y grados de certeza distintos".

El otro aspecto de la interdisciplinariedad que quería finalmente abordar es el del trabajo en equipo. "No llamo una ciencia —escribe Peirce en 1905— a los estudios solitarios de un hombre aislado. Sólo cuando un grupo de personas, más o menos en intercomunicación, se ayudan y estimulan unos a otros mediante la comprensión de un conjunto particular de estudios hasta el punto que los de fuera no pueden comprenderles, sólo entonces llamo a su vida ciencia"33. Para quienes trabajamos en una Universidad en torno a unos ideales cristianos de servicio a la sociedad, la introducción del trabajo en equipo como condición de la creatividad científica nos resulta obvia. El trabajo en equipo es un eco organizativo del mandamiento del amor.

Suele decirse que es imposible predecir dónde se van a producir nuevos descubrimientos, o en qué área o en qué grupo van a desarrollarse los nuevos avances que la humanidad reclama de manera acuciante. De forma un tanto tópica suele atribuirse la generación de nuevos conocimientos a esa extraña mezcla de trabajo en equipo y de inspiración individual expresada en el lema norteamericano del noventa por ciento de "perspiration" y el diez por ciento de "inspiration". Estoy de acuerdo con ello, pero lo que ese refrán no dice es que quienes transpiran y quienes tienen inspiraciones se quieren unos a otros, y por esa razón se escuchan, se ayudan, trabajan codo con codo en busca de un objetivo común, aprenden unos de otros. Una comunidad científica es siempre una comunidad afectiva: "Quienes gastan sus vidas en descubrir tipos semejantes de verdad sobre cosas similares entienden mejor que los de fuera lo que uno y otro son. Están todos familiarizados con palabras cuyo significado exacto los demás no conocen; cada uno aprecia las dificultades del otro y se consultan sobre ellas entre sí. Aman el mismo tipo de cosas. Se juntan unos con otros y se consideran entre sí como hermanos"34.

Destacar la importancia del amor para el trabajo de investigación puede sonar a 'ternurismo' facilón. Para disimular ese posible riesgo suele hablarse de empatía, de buenas vibraciones entre las personas o entre los equipos, pero no es ni más ni menos que el amor, el quererse unos a otros con todo lo que ello supone. Quienes cultivan el amor a la verdad cultivan también la amistad con los demás que la buscan. Los investigadores no somos náufragos solitarios, sino solidarios, y por eso lo que más ayuda a quienes a veces sienten la soledad del corredor de fondo, es el prestarse atención unos a otros. Cuando logramos esa recíproca atención, "la ayuda que prestamos al otro es, al ser recibida y por serlo, un bien que el otro nos hace a nosotros mismos"35. Una metáfora que ilustra bien esa situación es la de los naipes que apoyados unos en otros pueden llegar a formar una torre o un castillo. Nos sostenemos los unos a los otros mediante las palabras con las que forjamos un territorio discursivo común, un lenguaje compartido que dota de un común sentido a las cosas36. Quien investiga no es nunca un individuo aislado, sino que esta inserto siempre en una tradición de aprendizaje que le proporciona los criterios para evaluar los aciertos y fracasos de su búsqueda.

El trabajo en equipo es infrecuente en las ciencias humanas, quizá porque quienes a se dedican a la investigación buscan a menudo más la originalidad que el común acuerdo y la avenencia. Otra causa puede encontrarse en la dificultad que hay en muchos casos para dividir en partes las tareas. En todo caso, conviene ensayar fórmulas adecuadas para cada circunstancia que favorezcan la efectiva colaboración, los seminarios, los proyectos conjuntos de investigación, la mutua revisión y corrección de textos. Como primera medida una buena información de lo que hacen unos y otros es la forma mínima de comunicación que favorecerá el surgimiento de lazos cooperativos más fecundos.

Quiero cerrar estas páginas con unas luminosas palabras de Mons. Javier Echevarría en la apertura del pasado curso en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz: "Espíritu y vocación universitaria quieren decir amor y humildad en la búsqueda de la verdad; capacidad de escuchar y de dialogar; lugares y tiempos adecuados para el estudio y la reflexión personales; saber reconocer el significado y el papel de la propia materia de enseñanza, estudio o de investigación dentro del conjunto; poseer una sensibilidad interdisciplinar adecuada, que nos haga ver la única verdad como la cima de un monte a la que es posible acercarse recorriendo caminos diversos, no raramente bastante fatigosos, pero animados todos por el mismo espíritu y dirigidos a la misma meta"37.




Notas

1. Agradezco la invitación de la profesora Rosario Athié para colaborar en este volumen con una ponencia inédita que presenté en la III Reunión de Escuelas de Dirección, celebrada en Pamplona en julio de 1997, y en sendos seminarios de profesores en las Universidades de Montevideo y Austral de Buenos Aires en septiembre de 1999.

2. C. S. Peirce: Collected Papers of Charles Sanders Peirce, C. Hartshorne, P. Weiss, y A. Burks, (eds.), Harvard University Press, Cambridge, MA, 1936-58, 6.162.

3. L. Wittgenstein, Philosophical Investigations, Blackwell, Oxford, 1953, §129.

4. A. Llano, Diario de Navarra, 13.5.92.

5. K. O. Apel, Charles S. Peirce. From Pragmatism to Pragmaticism, University of Massachusetts Press, Amherst, Mass., 1981.

6. R. J. Bernstein, "The Resurgence of Pragmatism", Social Research, 59 (1992), pp. 813-840.

7. E. T. Oakes, "Discovering the American Aristotle", First Things , diciembre, (1993), pp. 24-33.

8. C. S. Peirce, Collected Papers, 1.135.

9. C. S. Peirce, Collected Papers, 1.235.

10. C. S. Peirce, Collected Papers, 6.428.

11. R. Campoamor, Obras poéticas completas, Aguilar, Madrid, 1972, p. 148.

12. A. Llano, Gnoseología, Eunsa, Pamplona, 1983, p. 32.

13. Platón, Fedón, 99d.

14. C. S. Peirce, Collected Papers, 1.44; MS 615.

15. L. Polo, Introducción a la filosofía, Eunsa, Pamplona, 1995, p. 21.

16. D. Davidson, "Three Varieties of Knowledge", en A. Phillips Griffiths, (ed.), A. J. Ayer Memorial Essays, Cambridge University Press, Cambridge, 1991, pp. 159-60.

17. J. Pieper, The Silence of Saint Thomas, Henry Regnery, Chicago, 1965, p. 103; Juan Pablo II, Fides et Ratio, n. 43.

18. Tomás de Aquino, La verdad, Jesús García López, (ed.), Cuadernos de Anuario Filosófico, Pamplona, 1996, pp. 17-18.

19. A. Llano, Gnoseología, p. 35.

20. E. Jeaunneau, Nani sulle spalle di giganti, Guida, Nápoles 1969.

21. J. L. Vives, Opera Omnia, ed. de G. Mayans, Benedicto Monfort, Valencia 1782-90, vol. VI, p. 39.

22. Tomás de Aquino, 1 Dist 23 q.1, a. 3

23. Juan Pablo II, Discurso 13-IX-80; Cfr. A. del Portillo, "L'attualità di San Tommaso d'Aquino secondo il magistero di Giovanni Paolo II", en Rendere amabile la verità, Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 1995, p. 401.

24. S. Haack, "La ética del intelecto: Un acercamiento peirceano", Anuario Filosófico, 29 (1996), p. 1418.

25. S. Haack, Evidencia e investigación, Tecnos, Madrid, 1997, p. 273.

26. C. Pereda, "Rigor se dice de muchas maneras", Analogía, 2 (1993), p. 98.

27. S. Haack, Evidencia e investigación, pp. 272-273.

28. J. Ratzinger, Cooperadores de la verdad, Rialp, Madrid, 1991, p. 203.

29. G. González, Constructores de esperanza, Universidad de Los Andes, Bogotá, 1992, p. 7.

30. C. S. Peirce, "Remarks on the History of Ideas", en Historical Perspectives on Peirce's Logic of Science, C. Eisele (ed.), Mouton, Berlín, 1985, pp. 350-351.

31. W. V. Quine, Theories and Things. Harvard University Press, Cambridge, MA, 1981, p. 88.

32. Juan Pablo II, "El hombre frente a la verdad", L’Osservatore Romano, ed. semanal, 21.12.86, p. 22.

33. C. S. Peirce, MS 1334.

34. C. S. Peirce, Historical Perspectives, pp. 804-805

35. R. T. Caldera, Visión del hombre: La enseñanza de Juan Pablo II, Centauro, Caracas, 1986, p. 157.

36. J. Ramoneda, "Lo que no se puede decir", Claves de razón práctica, 55 (1995), p. 36.

37. J. Echevarría, Discurso 5.X.1998, Romana, 14 (1998), p. 268.



Última actualización: 27 de agosto 2009

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