En A. Callejo y G. Vicente, eds., Significados de la memoria. Homenaje al profesor Jorge V. Arregui,
Publicaciones de la Universidad de Málaga, Málaga, 2007, 69-77



Jorge V. Arregui: una semblanza personal1

Jaime Nubiola
jnubiola@unav.es

 

Conocí a Jorge en el curso académico 1978-79 en la Universidad de Navarra, cuando él estaba terminando la carrera de Filosofía y yo acababa de incorporarme a esta Universidad como Secretario General mientras hacía mi tesis de doctorado. Desde el primer momento nos entendimos muy bien, quizá por nuestra común sintonía wittgensteiniana. Rápidamente y de forma totalmente natural cuajó entre los dos una estrecha amistad hasta el punto de querernos verdaderamente como hermanos. Estábamos realmente muy compenetrados, pues compartíamos muchos ideales y queríamos las mismas cosas. Nuestra amistad se nutría de una misteriosa afinidad y de un enorme cariño mutuo, pero, sobre todo, de un profundo respeto intelectual y de la recíproca admiración de la que suelen estar hechas las más nobles amistades: nos queríamos mucho y por eso queríamos siempre aprender uno del otro.

Defendimos la tesis doctoral los dos en el año 1982 y Jorge obtuvo el premio extraordinario por delante de mí. Recuerdo que lo celebramos juntos por todo lo alto. Jorge consideraba 'injusta' aquella distinción, y yo trataba de persuadirle —con poco éxito— de que, como yo no había estudiado en Navarra, era lógico que la Sección de Filosofía le reconociese a él como el mejor de aquella promoción a la que biográficamente yo no pertenecía por haber estudiado en Barcelona y Valencia. Durante los veinticinco años siguientes nunca fuimos rivales en nada: siempre nos alegraron más los éxitos del otro que los propios.

Desde el principio admiré en Jorge su penetración intelectual, su tenacidad en el trabajo, la brillantez de sus clases y la finura de sus análisis filosóficos, pero sobre todo 'envidié' su enorme generosidad con sus alumnos y doctorandos, dando siempre lo mejor de sí mismo hasta la extenuación. Muchos alumnos realmente le veneraban y todos le admiraban: no dejaba a nadie indiferente. En contraste con esa gozosa realidad, quizá por su timidez —tan típica del pueblo vasco— su relación con las demás personas le resultaba a menudo más difícil. No rehuía jamás la discusión intelectual y, a veces, se dejaba arrastrar por la polémica, poniendo quizá más énfasis en lo que le separaba de los demás que en lo que le unía. Como a tantos otros intelectuales, una veta unamuniana le llevaba con frecuencia a estar sistemáticamente en desacuerdo con la mayoría. Muchas veces recordamos los dos aquello que alguna vez Wittgenstein dijo de sí mismo: que estaba muy necesitado de recibir afecto, aunque se sentía del todo incapaz de darlo2. En sus años de doctorado y de joven profesor advertía Jorge que a él le pasaba algo parecido. Quizá por eso considero un formidable regalo que en treinta años de trato habitual, incluidos los cinco o seis que vivimos juntos en la misma residencia con otros jóvenes profesores, jamás tuviéramos ningún enfrentamiento, aunque pensáramos distinto sobre bastantes cosas de filosofía o de la vida política española.

Durante sus años en Navarra fui de hecho su mentor, acompañándole también en alguna de las oposiciones a las que se presentó. Por mi parte, muchas veces acudí a pedirle consejo en cuestiones profesionales y personales, y siempre me hizo sugerencias prudentes y atinadas. De hecho, sigo haciendo muchas cosas en mis clases, en mi investigación o en la manera de trabajar que tienen origen en sus consejos o experiencias. Juntos consumimos muchas horas de conversaciones, paseos y colaboraciones muy diversas —¡incluso jugamos al frontón juntos alguna temporada!— que quedan ya sólo en el corazón. Viene ahora a mi memoria con cuánta ilusión cuidamos juntos de Elizabeth Anscombe, la discípula y albacea de Wittgenstein, en sus visitas a Navarra, y el interés con el que tradujimos juntos su fascinante artículo "Sobre la transubstanciación", que vería la luz en Scripta Theologica en 1992.

Los dos coincidíamos en muchas cosas vitalmente importantes. Sirva como muestra algo de lo que me escribía desde St Andrews en octubre de 1993 en el que era uno de sus primeros e-mails: "Creo que puedo decir con total sinceridad que no soy ambicioso, y que no tengo sed de poder. Me conformo con lo que me gusta y para lo que creo que sirvo, o sea, estudiar, investigar, publicar (a poder ser en el extranjero) y tratar a mis alumnos. (...) Por mi parte, cada vez me convenzo más de que estoy haciendo lo que yo debo hacer. Otros, que son distintos, tienen otras tareas y preocupaciones que son lógicamente distintas, y tan legítimas como las mías. Estoy absolutamente convencido de que el pluralismo es un valor. (...) Bueno, no sé si todo esto ha quedado muy solemne y resultaba innecesario, pero me apetecía decírtelo, aunque ya lo supieras. A veces se necesita explicar los motivos del propio trabajo y de las propias actitudes, de por qué uno está viviendo solo en St Andrews, y de por qué me parece muy importante y [afirmar] que es apostolado doctrinal real (aunque no se mencione a Dios) colocar un artículo en el British Journal of Aesthetics sobre un tema que no me interesa, y que no es importante, pero que me ha costado muchas horas de trabajo3. Creo que mi tarea consiste en demostrar que se puede ser buen filósofo (según lo que la comunidad internacional de investigadores entiende que es ser un buen filósofo) y un buen cristiano (según lo que la comunidad universal de los cristianos entiende que es ser un buen cristiano) a la vez, lo que no tiene nada que ver con apuntarse a una presunta escuela de filosofía cristiana. No pretendo que me imiten, ni quiero hacerme con el poder, pero sí aspiro a poder trabajar a mi aire y en paz".

La vida de Jorge cambió por completo con la obtención de una plaza de Profesor Titular y su traslado a Málaga en el curso 1994-95. A partir de entonces nuestro trato se espació y cuajó en una sentida correspondencia personal que no puedo ahora releer sin emocionarme. Los años de Málaga supusieron para Jorge un gran cambio, que se agudizó todavía más cuando dejó el Opus Dei. Me escribía en enero de 1997: "Tu carta me ha emocionado, como siempre. Sabes que cuento contigo, ahora tanto o más que lo que he contado contigo durante todos estos años. Las cosas van bien. Estoy sereno y tranquilo. (...) No he cambiado nada mi vida y no pienso hacerlo. Todas mis convicciones siguen en pie. Profesionalmente he procurado siempre ser coherente con la lealtad a la verdad, sea pensada o revelada. Nunca he visto la diferencia. No veo qué diferencia cualitativa hay entre saber que los significados no están en la cabeza y que el Verbo se hizo carne. También creo que he procurado ayudar a la gente a pensar más y mejor, y a no tener miedo a la verdad. Non abbiate paura. Nada de eso ha cambiado. También soy consciente de lo mucho que otros me han ayudado. Hombres con hombros. Lo importante es seguir haciendo torres, estar en la cadena y que otros lleguen donde no llegaré y hagan lo que no he sido capaz de hacer. Lo digo sin rencor ni amargura; más bien con un profundo agradecimiento y, ahora, con melancolía". Pocas semanas después me enviaba el poema "Torres" de León Felipe del que se hacía eco en aquella carta y que merece la pena transcribir:



Hombres
sobre hombros
de otros hombres;
hombres
con hombros
para otros hombres;
hombros,
hombres,
hombros,
torres.
Un día ya no habrá estrellas lejanas
ni perdidos horizontes4.

Desde entonces tengo enfrente de mis ojos, en mi mesa de trabajo, una postal de unos castellers, esos hombres que hombro con hombro hacen unas maravillosas torres humanas en las poblaciones de Catalunya. Esa torre humana es un símbolo extraordinariamente expresivo del genuino trabajo en equipo que Jorge tanto anhelaba y que a veces le resultaba muy difícil por su carácter y más frecuentemente por las limitaciones de los demás.

Los años de Málaga fueron duros para Jorge, hasta sentir muchas veces la amargura de la soledad. Contó con el apoyo de unos pocos buenos amigos, pero su corazón seguía con los discípulos que había hecho en sus dilatados años en Navarra. "Yo he estado griposo y de bajón, —me escribía en otoño del 2000— pero ya estoy mejor. Dispuesto a cumplir mi nuevo propósito: trabajar poco. Me pone algo nervioso, pero es la única manera de que toda la vida no se te vaya en ello". Todo comenzó a cambiar cuando conoció a Araceli Callejo. Con ilusión me escribía sobre ella en abril del 2001: "Es una mujer espléndida, con una fortaleza y unas ganas de vivir envidiables. (...) Yo estoy ilusionado, y creo que estoy mucho mejor, pero también a veces me agobio mucho. Supongo que en parte como todos los que empiezan una relación. A ver si hablamos pronto". Pudimos hablar despacio unos pocos meses después en el Hotel Finisterre de México D. F. donde coincidimos los dos dando sendos cursos en diferentes Universidades. Efectivamente pude advertir que algo dentro de Jorge había cambiado: ¡Araceli había comenzado a enseñar a expresar las emociones y sentimientos al experto profesor de antropología!

La dicha no duró mucho tiempo. En julio del 2004 le fue diagnosticado el tumor pulmonar que, a pesar del intenso tratamiento, le causaría la muerte el 19 de diciembre del 2005. La primera decisión ante el riesgo de muerte fue la de contraer matrimonio civil con Araceli. Copio de la carta que me escribió el día 6: "Cuando supe lo del tumor, pensé que quería casarme con Araceli. Si vamos a emprender esta batalla juntos, lo mejor es estar casados. Yo había estado esperando a que pudiéramos plantear su nulidad eclesiástica. Pero ya no da tiempo. Estamos intentando conseguir los papeles para el matrimonio civil antes de la operación, lo que está complicado. Pero igual lo conseguimos. En cualquier caso, aprovecho para dejar por escrito que semejante decisión no supone desprecio alguno a un sacramento ni renuncia a la Iglesia, sino sólo —dadas las circunstancias y con peligro de lo peor— dejar solucionados los efectos meramente civiles del matrimonio. Bueno, quizá ha quedado solemne, pero quería dejarlo por escrito. Y lo que me sale más de dentro es dejártelo por escrito a ti. Si muero, moriré como un pecador, pero dentro de la Iglesia".

Fueron dieciocho meses de lucha, esperanzas y desánimos, con el constante apoyo cálido y comprensivo de Araceli. La lucha contra la enfermedad y la escuela del cariño de Araceli templaron su carácter, llenándolo de una dulzura encantadora para todos los que le queríamos y conocíamos de antiguo. Con ilusión grande me envió el que sería su último libro La pluralidad de la razón, escribiendo en la dedicatoria: "A Jaime, compañero de tantas ilusiones, alegrías y tristezas, y —sobre todo— esperanzas, con el cariño de siempre".

Cuando ya se veía relativamente cercano el final, porque no quedaban más recursos médicos para detener el cáncer, fui a visitarles a Málaga. Era el sábado 22 de octubre. Todavía estaba bien y pudimos tener una confiada conversación a solas —y a ratos con Araceli— de cuatro o cinco horas. Hablamos de todo, de tantos buenos recuerdos, tantas aventuras juntos, y, recordando los últimos meses de Wittgenstein, hablamos también despacio de la confesión sacramental para afrontar con paz el salto a la vida eterna. A los dos nos asomaban las lágrimas en los ojos.

Unas pocas semanas después, el 16 de diciembre, su estado de salud había empeorado mucho. Me avisó Higinio Marín y fui a verle a San Sebastián, a la misma casa de Amara en que había pasado su infancia y adolescencia, donde era cuidado con toda la ternura del mundo por Araceli, su madre y sus hermanos. Me esperaba en la sala de estar, demacrado y macilento, sentado en un sillón. Lo que quería decirme era que se había confesado aquella mañana y que sentía una enorme paz. No decía aquello sólo para mí, sino —así al menos me pareció entenderlo— para que se lo repitiera a aquellos a quienes había querido, de la misma manera que Wittgenstein había dicho a Mrs. Bevan, "Dígales que he tenido una vida maravillosa", poco antes de perder la consciencia5.

En aquella última visita me impresionó la profunda paz que trascendía de su persona: dulce, bueno, incapaz de decir más cosas porque se le iban las ideas, pero mirándome fijamente como expresión primera del afecto. Araceli me dejó darle la papilla de la merienda y acompañarle poco después hasta la cama. Estaba yo muy emocionado y todavía me conmovió más la conversación con su madre, su mujer y su hermana Mirentxu, que mantuvimos entre lágrimas en la cocina. Jorge moriría en aquella misma cama tres días después, al atardecer, de la mano de Araceli y acompañado por todos. Agradecí muchísimo la llamada telefónica de Daniel Innerarity para comunicármelo. Jorge estaba a punto de cumplir los 48 años.

Al abandonar la casa, me llamaron la atención los rótulos luminosos con letreros de "paz", "esperanza", "libertad", "solidaridad", "democracia" y otros parecidos, instalados en los postes de la plaza de Amara con ocasión de la inminente Navidad. El conjunto resultaba simpático, pues las palabras ondeaban al viento con gracia y además se entremezclaban pacíficamente los términos en castellano y en euskera. De entre todos aquellos rótulos me impactó uno que decía: "PLURALIDAD". Se me grabó en la memoria aquel letrero, quizá por ser mucho menos común que los demás, pero también porque acababa de visitar a Jorge: "A lo largo de estos años —escribía en el prólogo de su último libro La pluralidad de la razón— y a través de vicisitudes múltiples se ha ido perfilando lentamente [en mí] una convicción nuclear: la razón es plural y lo es en todos sus niveles. No sólo porque además de una razón teórica hay una razón práctica, una razón política, una estética, etc., que no pueden ser entendidas como aplicaciones de esa razón teórica, sino, sobre todo, porque la razón se vuelve a pluralizar en cada una de esas dimensiones. No hay un logos, sino muchos logoi. Hasta el punto de que resulta mucho más ajustado a la experiencia entender la racionalidad en términos de un parecido de familia entre las muy diversas cosas que llamamos 'racionales' o 'razonables'". Aquella convicción nuclear de Jorge es una enseñanza extraordinariamente valiosa para todos los que de él y con él hemos aprendido tantas cosas.

La vida de Jorge fue intensa, acelerada, fecunda, profundamente religiosa. Se tomó la filosofía en serio, vivió para sus amigos y discípulos. Quienes le quisimos sentimos ahora de una manera nueva su presencia en nuestra vida. Cuando murió mi madre en otoño del 2002, me escribió: "Lo que te puedo decir por experiencia es que el tiempo ayuda. La ausencia se sigue notando igual. Da pena no haber sabido siempre devolver el cariño, cuando todavía era tiempo, pero también se recuerdan más y mejor los buenos momentos y se extiende el agradecimiento. Por lo demás, nos queda la esperanza en la resurrección, en el encuentro final, donde estarán todos unidos en su Principio". Cuando viene a mi memoria el recuerdo de Jorge y el dolor de su ausencia, pienso que me está esperando ya en la otra vida para fundir nuestra conversación amistosa, siempre inagotable, en la conversación infinita con el Creador.




Notas

1. Agradezco mucho a Araceli que me haya pedido que pusiera por escrito para este volumen algunos de mis recuerdos. Lo hago con el corazón en la mano mientras lloro su ausencia. Tal como hacían sus padres, siempre le llamé "Jorge", que era además su nombre como autor.

2. "Although I cannot give affection, I have a great need for it". N. Malcolm, Ludwig Wittgenstein: A Memoir, Clarendon Press, Oxford, 2001, p. 51.

3. Se trataba de su artículo con Pau Arnau "Shaftesbury: Father or Critic of Modern Aesthetics", The British Journal of Aesthetics 34 (1994), 350-362.

4. L. Felipe, Obra poética escogida, Austral, Madrid, 1979, p. 66.

5. R. Monk, Ludwig Wittgenstein. The Duty of Genius, Vintage, Londres, 1991, p. 579.

 



Fecha del documento: 19 de mayo 2008
Ultima actualización: 19 de mayo 2008

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