Eugenio d'Ors
TEXTOS SOBRE EUROPA
Calendario y lunario. La Vida Breve
(Blanco y Negro, 4-V-1930)

Sábado.
No sin ciertos asomos de emoción y de curiosidad esperanzada, esperaba esta tarde la anunciada visita del conde Kudenhove-Kalergi… Es cosa evidente que nuestra Europa anda hoy en trance de un gran cambio constitucional. Como para la Italia de hace un siglo, como para la Alemania de hace cincuenta años —como para la España de Enrique IV de Castilla—, un camino de unidad se ha abierto a través de una selva embrollada de particularismo. Ahora bien, este cambio tendrá, tiene ya sus agentes materiales: aquí está Briand, aquí está monseñor Seipel, aquí estaban Stresseman y Primo de Rivera —de quien todavía es comentada en el mundo la adhesión sólida al proyecto de constitución de un pequeño ejército al servicio de la Sociedad de Naciones—, aquí están, traídos a intervención más a última hora, nuestro duque de Alba —de quien, con todo, se ignora si las personales tendencias britanistas serán o no contrabalanceadas por el imperativo de europeidad— y los nuevos gobernantes alemanes —no bien pronunciados todavía, aunque tendrán que pronunciarse muy pronto, quizá la semana que viene…—. Tiene también el camino de la unidad europea, sus inspiradores ideológicos, desde los primeros, puros y por el momento ineficaces ensayos —como aquellos Comités de Amigos de la Unidad Moral de Europa, que Eugenio d'Ors fundara a los principios de la Gran Guerra, hasta las recientes y diladatas Uniones Intelectuales del príncipe de Roham o hasta las estridencias casi blasfematorias de textos como el libro de Gastón Riou, significativamente titulado Europe, ma patrie—. Pero además de esto, que, respectivamente, podríamos llamar «el cuerpo» y «el alma» del movimiento, actúa otra fuerza que corresponde con bastante exactitud al «tercer elemento» o «mediador plástico», que ciertas escuelas archiespiritualistas, o ciertas teorías a lo Leibniz creen descubrir en el compuesto humano. El tercer elemento de la unidad europea en formación, su «mediador plástico», el que permite al alma operar sobre el cuerpo es el conde Kudenhove-Kalergi —un muchacho fotogénico—, éste que acaba de entrar en la habitación con las dos manos tendidas.
¡Turbador misterio de los orígenes de las grandes cosas! «Conviene a la renovación de una raza, en aquel que cumple la renovación —sentenció Teresa la Bien Plantada— unas gotas de sangre extranjera… Napoleón, ¿no les vino a los franceses de Córcega?». Ese gran europeo, que ahora se sienta frente mío, con el aire negligente propio de una visita ordinaria mundana, no es un europeo puro. Hijo de un hidalgo diplomático austriaco, nació en Tokio, de madre japonesa. Pero ya su bisabuela había representado en cierto modo una realización histórica de alquitarada europeidad. El fundador de la Liga Paneuropa es bisnieto, en efecto, de aquella de quien se dijo que «nada le faltaba para ser una heroína romántica perfecta»; de María Kalergi, que tanto brilló en París, en la Corte de Napoleón III; de aquella que cantó Henri Heine, de quien fueron tan amigos Liszt y Chopin, y Wagner, y a quien está dedicada la Sinfonía en blan mayor» de
«un poeta egregio del país de Francia»
es decir, de Théophile Gautier, a quien alude Rubén Darío.
Pero no son precisamente sinfonías —a pesar de ciertas veleidades de especulación filosófica especializada—, ni recuerdos ancestrales tampoco lo que ocupa estos días a mi ilustre visitante. Cada día ve a Briand, desde que está en París; cada día ve también a Léger, este misterioso personaje, que es también un «mediador plástico» decisivo, preparado a ello —aunque él mismo otra cosa se figure y no quiera acordarse de aquellos tiempos— por su mester inicial, no sólo de ideólogo, sino de poeta y hasta de poeta ardiente y voluptuoso lirismo, cuando yo le conociera en Barcelona, bajo el nombre de Saint-Léger Léger… A Briand, a Léger, acaba de ver precisamente ahora, antes de venir aquí. Las empresas maduran y sólo el vocacional europeismo que nos anima a los dos —a él. con reducción de su pequeña infusión biológica asiática, a mi con mi pequeña infusión americana— nos prive de decir que «es llegada la plenitud de los tiempos»… Parece que una consulta solemne de Briand a los ministros de Estado de todos los países, en el sentido de preguntarles por las bases posibles de una Confederación europea, va a ser circulada no más lejos que la semana que viene. Habrá que decidir, habrá que hablar claro. Lo que se recoja será la base de las tareas por realizar en Ginebra el verano próximo. «Los Estados Unidos de Europa, acaba de decir Briand a Kudenhove —en esta tarde de abril tempestuosa (¡cuán crecidas espesas ya y cuán profundamente verdes la hojas de que los árboles parecen haberse vestido, con los agaceros de esta mañana!)—, los Estados Unidos de Europa es una cosa que yo quiero ver, antes de morir».
Adiós, amigo mío. Hasta muy pronto, en Viena, en Berlín, aquí en Madrid; en Delfos, en cualquiera parte. Ya, ¿qué más dará? Pronto, en cualquiera de estos lugares podremos considerarnos «en casa». En casa, en el hogar de los europeos, iluminado y confortado a la vez por el fuego sagrado de la Cultura Única.


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Última actualización: 22 de octubre de 2008