Eugenio d'Ors
TEXTOS FILOSÓFICOS
Las conferencias de D. Eugenio d'Ors
PROBABILISMO Y ENCADENAMIENTO DE LAS IDEAS FUNDAMENTALES. AZAR Y NECESIDAD EN LA HISTORIA

Conferencia dada en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires el 19-IX-1921.
Versión taquigráfica de Julio Dillón, publicada en Revista Jurídica y de Ciencias Sociales, año XXXVIII,
Buenos Aires, agosto-septiembre de 1921, pp. 545-560
.
(Reproducida parcialmente en Anales de la Institución Cultural Española, Tomo Segundo (1921-1925),
Primera parte, Buenos Aires, 1948, pp. 164-169).

Siento que en una casa tan respetable como estoy, después de las generosas palabras que acabo de escuchar, no pueda traer sino algo hasta cierto punto peligroso, algo que tengo la casi seguridad de que debe ser discutido. Sin duda han podido serlo ciertas ideas enunciadas en la anteriores reuniones; en la de hoy, sin embargo, por el hecho de tocarse ya el límite de las candentes cuestiones en que interviene la vida de la sociedad, tengo la previsión de que algunas de las ideas que debo enunciar —porque no debo callarlas por un principio de deber lógico, de lógica creencia que gobierna la vida interiormente— verdaderamente han de ser discutidas, y han de ser probablemente por muchos espíritus rechazadas.

Preveo que ha de ofrecer cierta gravedad la disociación que
seremos conducidos a hacer, que no tendremos más remedio que hacer, entre dos nociones que el siglo XIX ha gustado de ver juntas: la noción de progreso y la noción de cultura. Todavía en los lemas ingenuos de sociedades populares, de institutos de educación, estos dos términos son situados como enlazados dentro de un denominador común de buena voluntad.

Nuestra idealización, sin embargo, nos conducirá,
no tiene más remedio que conducirnos, a una disociación de estos términos, y acaso —y esto puede ser en el interior de nuestras conciencias infinitamente trágico— a la necesidad de escoger uno de los dos términos, si no con exclusión, con aminoramiento de nuestra adhesión al otro.

Vamos a recoger las ideas en el punto en que las dejamos en nuestra conferencia anterior en la Facultad de Medicina, y vamos a arrancar del enunciado de los principios del probabilismo, lo relativo al encadenamiento de las nociones relativas a la vida, y de aquí veremos cómo la relación entre contingencia y necesidad, relación indispensable, típica de todo el proceso ideogénico, a la luz del probabilismo se acentúa en un sentido determinado al llegar a los conjuntos sociales.

Recordarán ustedes que con la biología nos encontrábamos en el centro de la selva oscura, de lo que habíamos llamado selva oscura, en aquel punto en que ya podía temerse que la racionalidad iba a naufragar ante el misterio. Las posibilidades de determinación se habían ido aminorando, con pasar del mundo de los fenómenos mecánicos más groseros al mundo de las relaciones físicas; se había aminorado más, con pasar del mundo de las relaciones físicas a los fenómenos de la vida, a los fenómenos biológicos. La contingencia, que al principio observábamos aparecer de una manera intersticial en el fondo de la observación de los fenómenos, como contingencia irreductible que la determinación racional podía ir reduciendo en su campo, pero jamás eliminar del todo, iba cobrando, a medida que los fenómenos se complicaban, a medida que del mundo mecánico se pasaba al físico y de éste al de la vida, más valor y más papel.

Al llegar al mundo de la vida, nos encontrábamos con dos nociones, a cada una de las cuales correspondía un papel de representación, respectivamente, de la contingencia y de la necesidad. La noción de individuo representaba el mundo de lo contingente o no necesario, en cuanto se trataba de seres vivos. El individuo era algo irreductible a una ley, a una ley científica como a una ley cualquiera.

El individuo no era el curso, era el todo, es lo que es tal como es, que puede describirse sólo y de que ningún principio general puede dar razón. El individuo oponía su concreta existencia, su concreta objetividad, a una tentativa cualquiera de legalización del campo de la vida. Cuando el hombre de ciencia quería legalizar el campo de la vida, se encontraba con este obstáculo: con el individuo concreto, del cual sus principios, sus fórmulas, no podían dar razón.

Paralelamente a la de individuo, otra noción se presentaba, en la cual se encontraba el campo de inserción de lo legal, de lo racional, del curso, en oposición al dato en materia de ciencia: era la noción de especie.
La noción de especie, si no con los límites estrechos de antes, debía restaurarse desde el punto de vista de observaciones que, como la herencia mendeliana, habían llevado a los hombres de ciencia a la constatación de la permanencia de un tipo que, obrando subterráneamente a través de las variaciones posibles, de la evolución del cambio, de la adquisión de caracteres nuevos, imponía límites a las posibilidades de apartamiento de un tipo original. La especie no puede ya definirse, a la luz de la ciencia moderna, como unidad virtual, como algo fijo, esquemático; pero puede definirse como una tranquilidad, es decir, como el límite de la oscilación de un péndulo que, de derecha a izquierda, puede recibir cierto número de posiciones relativamente apartadas de la posición central, pero no infinitas ni infinitamente apartadas de ella.

La especie se impone, incluyendo dentro de ella la variación, el cambio, el fluir, pero existiendo como algo objetivo, real. El individuo es objetivo, real. Siendo el individuo objetivo, real, ¿no hay posibilidades de dar razón completa de la vida? La especie es también algo objetivo, real, y siéndolo también la especie, alguna razón hay que dar de la vida. Hay posibilidad de reducir, si no la vida entera y todo el infinito contenido por la vida, por lo menos las manifestaciones permanentes de la vida a arquetipos permanentes, fijos, y, por consiguiente, a arquetipos de que la razón puede dar cuenta, que los principios racionales pueden hasta cierto punto trazar.

Contingencia, por un lado;
por consiguiente, necesidad, por otro lado. De un lado, el azar, lo que es dato, aquello que no puede explicarse, sino únicamente describirse, algo como los hechos de que dan razón la segunda parte de los diccionarios enciclopédicos, aquélla que contiene noticias; de otra parte, insertándose humildemente a través, hoy, de algunos capítulos de la biología, un principio de permanencia, de necesidad, que hace su aparición en este momento, continuando al lado de la necesidad, que ha tomado de los hechos físicos mecánicos, y que tiene su expresión en la noción de especie, algo de que se da cuenta —no un dato, sino una fórmula, una noción que recibe una definición conceptual— en la primera parte de los diccionarios enciclopédicos. Con esto, al llegar a la mitad de la selva oscura, empezamos a entrever de nuevo la luz; empezamos a entrever lo racional que se inserta en lo real, la norma y la regularidad que empiezan a recoger el fluir, el cambio y la oscuridad. Algo ya racional y razonable se ha insertado intersticialmente, como en el primer momento de nuestra ideogonía lo contingente, lo azaroso se había insertado instersticialmente en el fondo de la observación. Recuerdo cómo, al principio, nosotros debíamos convertirnos, ante la indeterminación aparente de las leyes físicas, en los abogados de la contingencia, del azar, de la libertad; vimos que era imposible agotar en algo en apariencia tan absoluto como la ley de Mariotte, la verificación de las presiones para las fracciones de atmósferas comprendidas entre las atmósferas que se expresan cuantitativamente por números enteros; y entonces, ante la aparente indeterminación de la ley, nosotros recogimos el derecho de este elemento humilde de azar, de contingencia, de libertad, que se insertaba allí donde la verificación de lo absoluto de la ley no era posible. Recogimos este elemento, y a la faz de cualquier dogmatismo racionalista afirmábamos el derecho de esta contingencia a existir, a ser tenida en cuenta y a imponer, por consiguiente, límites de probabilidad al pretendido carácter apodíctico de la ley científica.

Ahora nuestra función es otra; es precisamente la contraria. En la indeterminación aparente de la vida, en el movimiento, en el cambio, en el fluir, nosotros vemos aparecer intersticialmente estas afirmaciones de permanencia, de constancia, de tipo, de especie, de algo irreductible a lo racional; y convirtiéndonos en voceros del derecho humilde de estos elementos intersticiales, afirmamos su derecho a existir; y ante cualquier tentativa de empirismo radical, de intuitivismo, que abandonase las tradiciones clásicas de la racionalidad, nosotros afirmamos de todas maneras que la vida, si no lógica completamente, si no racional completamente, empieza a ser inteligente, sin embargo, empieza a acordarse, empieza a tener alguna constancia, alguna permanencia dentro de esta noción de especie, de tipo, de clase, de un molde relativamente fijo. Y sin negar el cambio, el movimiento, la evolución, el fluir, admitimos, sin embargo, el derecho de esta inserción intersticial de lo razonable en el campo de lo que de otra manera nos aparecería como un continuado e irremediable caos.

A medida que lo vivo se complica ascendiendo a lo social, a medida que conjuntos más vastos aparecen, nosotros contemplamos este elemento humilde de que hemos tenido al principio que convertirnos en atrevidos defensores, avanzar, imponerse, afirmarse, irse convirtiendo poco a poco en soberano, hasta llegar de nuevo a aquella otra orilla, a aquel otro nivel fijo en el cual se mantiene el puente del orden lineal de la ciencia, del mundo de los grandes conjuntos sociales que se expresa por la ley de los grandes números; en que, como la estadística revela, vuelve a imperar de nuevo lo previsible y lo racional, y en que los fenómenos pueden expresarse dentro de la exigencia racionalista de las ideas claras.

Observamos, antes de pasar adelante, que este diferente papel que hemos atribuido al elemento contingente y al elemento necesario, al principio y al fin de nuestra ideogonía, es distinto sólo en apariencia. Como nosotros estamos acostumbrados a contemplar los hechos físicos desde el punto de vista antropomórfico, desde el punto de vista de la medida de nuestros sentidos, creemos que la contingencia que se inserta intersticialmente en ellos, que ese azar que hemos encontrado irreductible en el fondo de la verificación de la ley de Mariotte, por ejemplo, se da en lo pequeño, mientras que en lo social, cuando nos acercamos al otro extremo de la serie, creemos que los papeles se invierten, y que la contingencia se da en lo grande y la necesidad en lo pequeño. No. Ésta es una ilusión que proviene de nuestra consideración antropomórfica del problema, reduciendo las observaciones a escalas de los sentidos. En realidad, un fraccionario de presión de atmósfera, ante lo objetivo, no es ni grande ni pequeño. Será grande o pequeño en relación a la escala de nuestros sentidos, pero el infinito de humanidad queda incluido en lo que hemos llamado intersticial, por una verificación de la ley de Mariotte, tan grande incomparablemente, tan grande como el infinito de contingencia que puede quedar dentro de una ley histórica más o menos aparente, con la libertad, con el azar de las determinaciones individuales.

No se trata aquí de grande ni pequeño. Los términos grande y pequeño pueden inducirnos a error. Lo que debemos constatar simplemente es el papel indispensable de los elementos de contingencia y de necesidad en todos los grados de la escala ideogónica. Desde que se parte de los hechos más simples, éstos entran delante en el terreno puro de las matemáticas, hasta convertirse en físicos y mecánicos, hasta que la historia en su conjunto pierde algo de su azar para racionalizarse en el terreno de la estadística.


Veamos ahora cómo en los conjuntos sociales va cobrando más papel el elemento de necesidad, que es el elemento de la racionalidad. Supongamos el mapa religioso de la Europa contemporánea tal como quedó fijado después de la paz de Westfalia. En este mapa una frontera separará a aquellos países que fueron definitivamente incluídos en el campo de acción del protestantismo, de aquellos otros que permanecieron fieles a la iglesia del catolicismo o a la iglesia.

Una línea pasa a través de la Alsacia, la Suavia, de Suiza, que constituye una frontera entre el mundo católico, frontera que quedó fijada después de un largo período de luchas, de oscilaciones de las monarquías, de batallas, de guerras religiosas, de una porción de accidentes que enturbiaron la vida de la edad moderna en sus comienzos y agitaron la suerte de cada uno de los países comprendidos en una y otra parte de esta frontera. Esta línea, repito, es como una frontera que separa dos mundos, dados a una y a otra concepción religiosa. Si nosotros observamos el curso de esta línea, veremos que aproximadamente coincide con la que podría separar en sus límites el germanismo del latinismo. Aproximadamente, el trazado de esta frontera del mapa religioso coincide con el trazado de una frontera del mapa étnico de Europa: germanismo coincide aproximadamente con protestantismo; latinismo coincide aproximadamente con catolicismo. Esta línea, esta frontera, no coincide, sin embargo, absolutamente, con la frontera que separaría estas dos porciones étnicas de esta Europa central y occidental. Esta línea ofrece salientes, sinuosidades, que son hijas del azar, en que han intervenido las pasiones de los príncipes, que según sus conveniencias, y a veces según sus dramas privados de familia, rechazaban o aceptaban la religión reformada, el destino de las batallas, el triunfo de los ejércitos, las intrigas de las cortes, la propaganda de los predicadores, una porción de elementos de contingencia y de azar, que decidieron unidos de la fijación definitiva de los términos y relaciones entre el mundo católico y protestante, el trazado de esta línea. Así como esta línea pasa por la Alsacia, por la Suabia, etc., pudo pasar un poco más arriba, un poco más abajo; sus sinuosidades o salientes podían haber sido otras de las que son y, en suma, ninguna necesidad vital, ninguna ley absoluta ha decidido que el mapa religioso de Europa presentara como frontera entre el mundo católico y el mundo protestante esta curva que encontramos hoy, y no otra curva diferente. Sin embargo, esta contingencia, este azar, que decidieron de la fijación de la curva, no son absolutos. Dentro de ciertos límites, el trazado pudo haber sido otro del que es; podían las entrantes o salientes haberse dibujado de otra manera. Las pasiones de los príncipes, sus dramas de familia, la propaganda de los predicadores, las intrigas de las cortes, podían haber modificado en su detalle de dibujo esta frontera que trazó el mapa religioso de la Europa después de la paz de Westfalia. Pero ningún azar, ninguna casualidad, ningún elemento de contingencia, pudo, por ejemplo, haber invertido la disposición del mapa. Desde luego, nos parece absurdo invertir la disposición del mapa: que el mundo germánico hubiese sido el que hubiese permanecido adicto al catolicismo, mientras que el mundo latino hubiese adoptado las confensiones reformadas. Esta susceptibilidad de la línea de ser modificada por elementos de azar llega hasta ciertos límites, alcanza a un momento dado. A partir de este límite y de este momento, no se verifica un momento de necesidad, ni de necesidad absoluta como la de rigor lógico, ni de necesidad imprevisible, pero de todas maneras algo de inteligencia, de relativa previsión, de probabilidad, hace coincidir aproximadamente la extensión del mundo latino con la extensión del mundo católico, la del mundo protestante con la del mundo germánico, y despreciando las pequeñas oscilaciones, las entrantes y salientes de la curva, podemos dar por absoluta esta coincidencia. Repetimos que pudo la disposición relativa ser otra; que el dibujo pudo presentarse de otra manera. Incidentes distintos de los que lo han motivado pudieron modificar este dibujo y hacer que la curva se dibujara hoy a nuestros ojos de una manera distinta a la que presenta; pero la probabilidad es relativa, alcanza hasta cierto límite y de él no pasa; no permite un apartamiento demasiado grande de este término medio de división étnica que coincide con la frontera de la división religiosa después de la paz de Westfalia.

Esto indica la permanencia en este campo de realización social histórica
de los dos elementos: del elemento de contingencia, de azar, representado por los individuos principales o las acciones bélicas que decidieron del trazado de la curva, y del elemento de necesidad ligado a las preminencia del factor étnico. Ninguno de ellos es absoluto, partiéndose los dos el campo de la objetividad, teniendo el uno razón y teniendo también razón el otro, insertando el uno en lo que puede ser contingencia y azar algo que se asemeja a una ley, aunque no alcanza los rigores de una ley todavía.

Esta inserción de la necesidad, de lo racional, en lo azaroso y contingente, no es la misma en todos los momentos de la evolución de la humanidad. Precisamente por la inserción de estos elementos racionales puede quedar señalado de una manera científica el paso del período, o mejor, del estado, de la evolución de la humanidad que llamamos prehistoria, en relación a aquel otro que se conoce con la denominación estricta de historia. Se acostumbra leer que prehistoria e historia se distinguen en la ausencia o presencia de documentos escritos que sirvan de guía o de documentación al historiador. Puede decirse que la prehistoria es tal porque se refiere a un período de la humanidad en que el conocimiento no puede valerse de testimonios escritos y, por consiguiente, la verdadera historia no puede elaborarse todavía. Sin embargo, esto no es absolutamente exacto;
esto invierte, acaso, la relación causal entre dos hechos. En seguida del período, o mejor dicho, del estado de evolución de la humanidad llamado prehistórico —porque en él no existen todavía los elementos escritos, porque tal período ha sido en realidad prehistórico, es decir, porque en él la contingencia, el azar, han tenido demasiado papel, tanto papel que ha estorbado la racionalización posible de este período de azar, y, por consiguiente, presenta un conjunto de realidad que no se puede razonar todavía, que únicamente se puede describir, y ante el cual el contemplador, por consiguiente, no puede valerse de otros métodos que los métodos mismos que sirven para las ciencias naturales, para la sociología, para la biología— en rigor pueden haber existido períodos de historia que no nos son conocidos por documentos escritos, sin que los califiquemos por esto de períodos prehistóricos. Ningún Tito Livio cartaginés nos ha conservado los anales de la vida de Cartago anterior a la primera guerra púnica. Sin embargo, tenemos la convicción de que, ignorémoslo o no, conozcámoslo o no por documentos fidedignos, este período de vida de la historia cartaginesa no es precisamente un período de prehistoria; es un período de historia, con la misma razón y con el mismo título que el que puede serlo el de la Roma imperial. Falta el título escrito para el conocimiento y, sin embargo, este período no es prehistoria, puesto que instituciones regulares se encuentran establecidas en Cartago, y la incontingencia y la indeterminación de la historia son aminoradas por la permanencia, por la inserción que ya empieza a ser triunfante, de un elemento racional. Otra razón es, como digo, la que decide la diferencia entre historia y prehistoria. Es que en la prehistoria el elemento de contingencia, de azar, de libertad, todavía es demasiado grande y la consideración del observador no puede ver todavía a través de los acontecimientos demasiado múltiples y demasiado prolijos un curso. La prehistoria se compone únicamente de datos. El observador de la prehistoria los recogerá, pero ningún curso, ninguna disposición de arquitectura racional ha venido a insertarse con alguna claridad entre estos datos. Cuando la inserción se hace con una disposición arquitectural, cierta permanencia, cierto sentido de perpetuidad, algo que en esa zona de la vida corresponde a lo que en las ciencias biológicas ha representado la especie —es decir, una continuidad, una constancia, una permanencia se han insertado en el conjunto social—, la prehistoria cesa y aparece la historia; la historia que no se desarrolla de una manera racional puramente, que no puede subordinarse a un silogismo, a una premisa absoluta de que ninguna previsión es capaz, eliminando el azar para extraer una conclusión, pero que de todas maneras es inteligente, porque se compone de elementos de permanencia insertados entre las probabilidades ya no infinitas del movimiento, del cambio, de la variación y del fluir.

A medida que la humanidad avanza, estos elementos racionales de regularidad, que han empezado insertándose con timidez
y han decidido del paso de la prehistoria a la historia, comienzan a extender su zona de existencia, la afirman y progresivamente van acentuando su imperio. El mundo de hoy es infinitamente más regular que el mundo de antaño, es infinitamente más razonable. Hay normas que se llaman policía, que se llaman legislación, que se llaman administración, que establecen una regularidad racional en aquello que en el período de la aventura, en el período propiamente prehistórico, era todavía relativamente, demasiadamente contingente. En este camino las cosas, el probabilista prevé que se avecina la posibilidad de que la progresiva acentuación de estos elementos de regularidad en el campo de evolución de las sociedades venga a cerrar esta misma evolución y haga entrar a la humanidad, por lo menos en ciertos capítulos, por lo menos en ciertas partes, en un período de estabilidad, no ya de evolución, de eliminación del movimiento, del cambio, de la aventura; que en definitiva, y dentro de los términos relativos en que nos es fuerza seguir siempre estas cuestiones, concluya con la historia y haga entrar a la humanidad en una etapa distinta de la historia, en una etapa en que el cambio, de existir todavía, sea ya tan reducido en su zona de influencia; que la evolución, el fluir, el movimiento, la aventura, tengan tan reducido campo de acción, que toda ella se racionalice, y en rigor la verdadera historia pueda considerarse, pueda darse por terminada. Es el período que Cournot ha llamado de post-historia. Es, si no el período —porque no creo yo en estos períodos, sino en estados—, el estado en que se encuentran algunas instituciones humanas y que yo he llamado estado de cultura, considerando, precisamente en su sentido técnico, la cultura, como la vivencia de valores eternos, es decir, como la vivencia de valores en los cuales la historia, la evolución, el cambio, ya no pueden volver. Prehistoria, historia, post-historia o período de la cultura, serán así etapas, o si se quiere estados sucesivos, caracterizados por la dosificación distinta de los siempre indispensables elementos de contingencia y necesidad que se insertan en el campo de los hechos humanos. En la prehistoria la contingencia domina; todavía no hay posibilidad de un pensamiento racional que pueda dar cuenta de la multiplicidad, de la riqueza, de la profusión pululante de los acontecimientos. Estos acontecimientos, sin embargo, empiezan a regularizarse, se insertan en ellos elementos de racionalización, elementos de permanencia, un sentido de continuidad. Entonces la prehistoria se transforma en historia. Podríamos decir, empleando símiles cuantitativos inexactos, pero que de todas maneras pueden iluminar nuestro problema, que en este momento contingencia y necesidad están equilibradas, que la realidad de los acontecimientos se reparte entre la contingencia y la necesidad; luego, la necesidad, la legalización, el elemento racional, va progresivamente acentuándose, afirmándose, tomando campo y realidad, hasta que definitivamente es el triunfante. La contingencia, la aventura, son relativamente eliminadas, y la humanidad entra en una etapa que es etapa de anulación del progreso, de término de la historia, de cesación relativa del movimiento, del cambio, del fluir.

Puede la perspectiva,
señores, no parecernos simpática. Probablemente dentro del tipo de educación romántica que hemos recibido no agradará esta conclusión, es decir, el término progreso como opuesto al término cultura, o sea la vivencia de valores interinos y progresivamente mejores: progreso, como natural y fatalmente opuesto a la vivencia de valores eternos; cultura — y no hemos de despedirnos sin cierta melancolía de esta idea de progreso considerada como la mejor, como la primera entre los valores humanos, y sacrificarla en aras de una perfección inmutable que se nos aparece bajo estampa: la noción de cultura.

Pero la fundamental divergencia entre un temperamento clásico y un temperamento romántico ha de residir en su poder para resistir la prueba del experimento crucial. El temperamento romántico preferirá, en la alternativa de valores, progreso a cultura, es decir, valor interino progresivamente mejorado, a valor definitivo relativamente perfecto. Pero el temperamento clásico, que prefiere en todas las cosas la perfección al cambio, y ésta es en el fondo la esencia oculta de todo clasicismo, desde el clasicismo del Renacimiento hasta el que anima en el 900 a nuestras juventudes, preferirá la realización de los tipos acabados o relativamente acabados, aunque sea ciñéndose en un molde de repetición, a la tentativa indefinidamente progresiva e infinitamente mejorada. El temperamento clásico preferirá, por ejemplo, a cualquier tentativa de estilo nuevo en artes, que acaso han entrado ya en la post-historia o en el período de cultura, como la arquitectura y la escultura, la realización de muchas obras perfectas dentro de los mismos moldes clásicos eternos; considerará agotadas en sus posibilidades de evolución estas artes, y en éste y en otros productos del espíritu y en otras instituciones humanas, sacrificará y considerará inferior siempre cualquier tentativa de innovación, de mejora, ante la realización repetida de aquello que colectivamente la humanidad ha realizado como perfecto.

Notemos que en el campo de las intituciones sociales un experimento crucial así se ha producido. Notemos que es necesaria para ciertos espíritus una posición de ilusión. En definitiva, prescindiendo de variaciones circunstanciales, la suma inmensa de tendencias socialistas del mundo contemporáneo no significa otra cosa que una restauración de tipo clásico, es decir, de un culto a la perfección relativa, a la estabilización relativa, a un sacrificio de las posibilidades de sacudimiento, de movimiento, de fluir. Con la eliminación, o con la aminoración por lo menos, de la libertad de concurrencia, bien ciego ha de ser quien no vea que un resorte de perfectibilidad humana, de acrecentamiento de las industrias, de mejoramiento de los procedimientos técnicos, viene a quedar por lo menos rebajado, si no anulado.

Sin embargo, hay espíritus, hay hombres que consienten, que consideran posible esta anulación del resorte de la previsión en las industrias y en la técnica, cambiado por un relativo nivel de justicia, de algo que en el orden de las instituciones humanas corrrespondería a lo que la escultura griega representa en el orden de las artes y la arquitectura del Renacimiento en el orden de las concepciones. Hay espíritus, hay hombres, hay partidos, que consideran que una solución determinada de aproximación a la justicia representa una estabilización ya definitiva del campo social, una anulación de las posibilidades del cambio social; por consiguiente, término de la historia social, y que esto es deseable, y que a esto debe sacrificarse, puede sacrificarse, el progreso social, que tiene por resorte continuado esta iniciativa y este malestar que indudablemente va ligado a condiciones de infe­rioridad, de dolor y de injusticia.

Un instinto de arte oscuro —no pudo haber sido otra cosa que un instinto, puesto que se trata de una concepción, si no anónima semianónima, de la cual ignoramos el autor y de lo cual podemos colegir que indudablemente el autor no era un filósofo—, un instinto oscuro, decimos, ha conducido, a quienquiera que sea el autor del himno conocido por «La Internacional», a expresar en frases una idea filosófica de tanta entidad, de tanta enjundia, que probablemente ningún poeta moderno tiene en sus composiciones algo que se le pueda igualar. En «La Internacional» una frase dice: «C'est la lutte finale». Por consiguiente, de una manera admirablemente lacónica, en la soledad de esta frase, han sido expresadas de una parte la necesidad de una lucha, de otra parte la esperanza, no nos importa ahora si utópica o no —estamos fijando su posición espiritual y no viendo sus garantías de realización— a considerar esta lucha como final, como la última de las que debe emprender, realizar y sufrir la humanidad, tras de la cual un período de post-historia, de cultura, de estabilización social sobrevendrá, y en la cual la necesidad de justicia, con ser contentada, haga desaparecer el estímulo de la perfección y del progreso. Realidad inmensa de unas pocas palabras, que millares de hombres pronuncian, acaso con una perfecta inconsciencia, pero por las cuales se habla al espíritu, dando una grave, una tremenda lección que no podemos contemplar sin recogimiento, ante la cual no podemos permanecer sino temblorosos.

«La lutte finale»…, es decir, un esfuerzo tras del cual cesará el esfuerzo, un momento álgido de historia tras del cual desaparecerá la historia, algo infinitamente grave, más grave todavía que el paso de la humanidad de la prehistoria a la historia, un cambio que será el cambio último, una aspiración por lo menos a la racionalización absoluta de la vida social, que con todas las ventajas y con todos los inconvenientes de esta situación, con la justicia realizada y el dolor aminorado, sin duda, terminará en la historia la aventura y establecerá algo tan clásico, tan definitivo, tan perfecto, que ya acaso el único elemento de contingencia y de azar que vendrá en él a insertarse será la posibilidad nunca eliminable de la muerte y del dolor.


Mientras tanto, en el nivel en que nos encontramos, diremos que, para esperanza del sentido estético, hemos de encontrar todavía bastante tiempo los elementos de contingencia y de necesidad, permaneciendo activos, partiéndose el campo de las realizaciones sociales. Los dos elementos que hemos encontrado como decisivos en el hecho de la partición del mapa religioso de la Europa, entran constantemente en el drama de la historia y deciden de su destino. El azar, la nariz de Cleopatra, el grano de arena de Cromwell deciden, influyen en el porvenir del mundo, pero no deciden absolutamente; y la pasión, la iniciativa y la aventura llegan hasta cierto límite, tras del cual se encuentra la ley, la inteligencia, que es insalvable frontera. Somos los hombres, con nuestras posibilidades de creación social, de iniciativa, con, acaso, nuestras posibilidades de originalidad, de genio, somos como los actores de aquella antigua farsa italiana, de aquel antiguo sistema de farsa, al cual tanto debe de florecimiento y de tradición el teatro italiano, que se llamó —apareciendo simultáneamente en el norte y en el sur, en Venecia y en Nápoles—, la Comedia del Arte. Ustedes saben que los actores de la Comedia del Arte, estos tipos que han quedado como eternos en el repertorio casi místico de la conciencia imaginativa, Polichinela y Pantalón y Colombina y Arlequín, eran actores que recibían del empresario el argumento de la farsa, pero no las palabras que debían pronunciar. Eran actores que ante su auditorio tenían libertad de improvisación, probablemente muchas veces dentro de moldes tradicionales, pero consintiendo la inserción de la originalidad y del genio individual, que permite el libre desarrollo de la función. Arlequín, Colombina y Pantalón y Polichinela, al representar cada una de sus farsas, creaban sus palabras, creaban su papel, y, por consiguiente, una gran libertad, un azar, una pura contingencia constituía la trama literaria de la farsa. Pero estas palabras tenían por límite una necesidad, una legalidad, que era el argumento del libreto. Estas palabras podían ser cualesquiera: Pantalón improvisaba y Colombina le contestaba con una nueva improvisación; pero ni Pantalón ni Colombina podían conducir la marcha, el curso de su farsa, por otros caminos que aquellos que previsoramente había indicado el autor del libreto que la compañía manejaba. Su libertad en el momento de la producción, en el momento de la creación, podía aparecer infinita, pero conducía a un fin predeterminado, sabido por otra inteligencia que la suya; un fin de conjunto sin el cual no había comedia.

Todos los personajes de la historia, los creadores de valores, los artistas eminentes, los sabios que han trazado nuevas rutas para la humanidad,
los grandes colosos de la voluntad, estos capitanes soberbios que han creído tener en la mano los destinos de la humanidad, han sido lo mismo que Colombina y Pantalón y Polichinela y Arlequín: se les ha dado la facultad de creación, la originalidad de hablar, de pronunciar las palabras que quisieran, pero en el conjunto el argumento de la farsa ha sido, no diré predeterminado —porque el antes y después no tienen valor en este tema—, pero pensado por algo cuya designación nominal no importa; por algo que podéis llamar como queráis: espíritu del mundo, realización de leyes eternas, pero que ha trazado límites a la farsa, límites a las posibilidades de invención de las palabras.

Esta permanencia de una ley, del argumento de la farsa en la marcha de la historia, no debe contener nuestra originalidad. Debe, al contrario, exceder nuestra personalidad. Pero no olvidemos demasiado que si nosotros somo creadores, la historia es inteligente y que una sanción pesada está amenazando a cualquiera de nosotros que tenga la improvisación demasiado licenciosa; y que el gran autor de la farse, el autor del libreto, nos despedirá sin esperar el término de la representación, si pretendemos introducir, por un exceso romántico de originalidad, frases, palabras, gestos o acciones demasiado radicalmente improvisadas y que no estén en los deberes racionales que a cada uno le impone su papel.

Texto desconocido hasta el momento

Diseño y mantenimiento de la página: Pía d'Ors
Última actualización: 10 de septiembre de 2007