Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO
ESTILO Y CIFRA
ANTICIPOS
(La Vanguardia española, 6-V-1953, p. 5)

Ante algunos seres vivos, de estructura poco graciosa, Goethe hace un día esta observación, en coloquio con Falk: «Estoy persuadido de que la naturaleza trabaja a veces a estilo de ensayo. Produce tentativas encaminadas a logros, que parece tener únicamente en la intención. El éxito será más tarde, cuando la prueba esté madura. Por el momento, lo que va dejando atrás son abortos o monstruos. Este animalillo merecía unas alas que no posee. Le sobra esa papada que da la impresión de una caricatura»… Las «Conversaciones» no están a mi vista. Pero me es bien conocido el pasaje y hasta muchas veces lo he aplicado a la explicación de algunas biografías. Así, respecto de la aparición de la misma figura afortunada de un Goethe, la dudosa de Saint-Evrémond resultó una especie de conato.

Igualmente osara aplicar la teoría a ciertas fundaciones, a que mi vida se ha entregado, y, en torno de ella, ciertas manos providentes. Ahora mismo estoy en inmediato proceder a una empresa, que toca a mi vocación en lo más vivo. No quisiera dar a entender que la iniciativa de sus precedentes fuese mía, puesto que en ella parece haberse ocupado un destino, entre benévolo y malévolo. En ocasiones este destino parecía tener una orientación muy favorable. En otros casos era un malogro lo que ha evitado providencialmente una equivocación. Soy el autor de un capítulo, en la narración de la vida del Licenciado Eugenio Torralba, que titulé: «El hombre de la oreja rota». Cífranse en esa oreja una merma y fealdad, en que cierta ventaja de general venustad se rompe y claudica. Hay en ella el símbolo de cada uno de los detalles que han ido sucesivamente estropeando la perfección o la fortuna. Ha faltado algunas veces muy poco para que todo saliera bien; pero la falta de ese poco ha aguado la fiesta.

No se me van de la memoria, en los instantes en que la enseñanza de la Ciencia de la Cultura parece obtener, por fin, un normal arranque, las pruebas planteadas, en tantas ocasiones y lugares, de que esta disciplina alcanzara, entre las gentes de estudio, algún desarrollo. No se me va el recuerdo de la memoria ni, respecto de quienes dieron a la cosa una buena voluntad y un esfuerzo, mi gratitud. Tal vez el teatro de la primera profesión libre de Ciencia de la Cultura fuese hace años el Ateneo de Cádiz y el mérito de su promoción haya correspondido a la amistad lúcida de José María Pemán. Se dio allí un curso de la materia, de duración relativamente amplia y prolongada, en las condiciones más agradables. Un auditorio numeroso y fiel lo animó solícitamente con su asistencia. El encanto de una compañía femínea y elegante lo caracterizó. Algunos equívocos le quitaron exactitud, sin darle aridez. Fue allí, en el Ateneo de Cádiz, donde una señorita, tras de haber escuchado una larga y técnica disertación sobre las constantes históricas, a las cuales dábamos técnicamente el nombre de «eones» —que hoy figura ya en los Diccionarios especiales de filosofía, como en el publicado por la «Sociedad Francesa de Filosofía», bajo la dirección del profesor Lalande—, preguntó, tímida y preocupada: «Diga usted, señor profesor, ¿los celos no son también un eón?».

Más extenso y más sistemático aún que el del Ateneo de Cádiz fue el organizado poco después por la Universidad de Valencia en la titulada «Cátedra Luis Vives», y el mérito de cuya iniciativa correspondió al marqués de Lozoya. Destacaron, entre la asistencia a tal curso, los elementos escolares de un Seminario, cuya fiel asiduidad fue la causa de un curioso incidente. Cuando sus primeras lecciones, hube yo de advertir que, en un momento dado de la explicación, que se daba en hora ya vespertina, se levantaban, como por un resorte movidos, dichos elementos y se ausentaban de la sala de conferencias. Temeroso de haber incurrido en algo que a los mismos chocara u ofendiera y de lo cual la desaparición correspondiese al escándalo, hice yo mis averiguaciones. No había tal, sino que aquel momento crítico era el último en que la falta en el Seminario podía prolongarse; pasado el cual ya el pobre escolar se quedaba para aquella noche sin techo y sin cena. No hubo, pues, más remedio, a la cuenta de otras incompatibilidades, que duplicar la lección de cada día, repitiéndolas sucesivamente en la Residencia clerical y en el Paraninfo universitario. La fatiga era grande; pero pocas veces pudo decirse mejor empleada.

Una nueva síntesis doctrinal de la Ciencia de la Cultura se ensayó en la Facultad de Letras de la Universidad de Burdeos por iniciativa del Abbé Lacaze. Allí fue, como tantas veces he recordado, donde un profesor de la Facultad, positivista él y hostil a la concepción de la nueva ciencia, para confundirme, insinuó la pregunta: «¿Y en qué distingue usted su nueva Ciencia de la Cultura de la antigua y desacreditada Filosofía de la Historia?»… A lo cual repuse: «Muy sencillo. En lo mismo con que se ha podido distinguir la Alquimia de la Química».

La prueba de mayor dificultad fue la acontecida en la Universidad de Ginebra y cuyo promotor fur M. de Bouvier, editor de Amiel y que había conocido mis trabajos por amistad con el doctor Marañón. Asistía a nuestras reuniones de Ginebra un ilustre profesor italiano, acogido políticamente allí, Gugliemo Ferrero. Éste recibió a las nuevas ideas muy bien. Pero con alguna confusión quiso equipararles los métodos por él adoptados para la explicación de la historia. Con todos los respetos, yo le desengañé. «No estamos en los mismos —le dije—. Usted procede por comparaciones; yo por sistemas. Cuando usted dice 'César', quiere que se entienda 'Mussolini'. Yo lo que afirmo es que César, y si se quiere Mussolini, son dos fenómenos históricos, traductores de una misma constante imperial»… También este curso de Ginebra tuvo su anécdota graciosa. Al término de una explicación sobre la crisis de la historia, como se hubiese hecho observar que a la vez que la crisis de la historia, ciencia del tiempo, se produjera en el mundo contemporáneo una crisis de la Música, arte del tiempo, un amable señor, lleno de cortesía, se acercó al profesor para a la vez que felicitarle decirle: «Tiene usted razón. Y añadiré que, a la vez que la historia, ciencia del tiempo, y que la Música, arte del tiempo, la industria del tiempo, que es la relojería, está atravesando una crisis muy seria».

Los ensayos didascálicos de la Ciencia de la Cultura se han multiplicado después de lo dicho. El primero de los intentados en Madrid lo fue en los Cursos Universitarios de «El Debate» por quien fue su director, don Ángel Herrera. Después han seguido los de algunos Cursos de Verano, como el del Colegio del Monte Corbán, de Santander. Barcelona ha andado un poco remisa en acoger la novedad. Sólo en su Ateneo se dio un curso de tres lecciones de Ciencia de la Cultura hará unos tres años. La última explicación de la materia que se ha ensayado ha sido en Madrid por los antiguos diplomados de Boston no hace un año todavía.

Merece capítulo aparte la obra realizada en esta materia por la Escuela Social de Madrid. La iniciativa —que hoy trae consigo una veteranía meritoria— correspondió en su día a don Eduardo Aunós y a don Leopoldo Palacios
.


Diseño y mantenimiento de la página: Pía d'Ors
Última actualización: 27 de junio de 2007