Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO
ESTILO Y CIFRA
EN LA TRANSFORMACIÓN DEL HOSPITAL DE LA SANTA CRUZ
(La Vanguardia española, 25-II-1954, p. 5)

César Martinelli fue un día mi cómplice en la edificación de la Biblioteca Popular de Valls. No porque se ocupara en levantar su mole, mole modesta, de tan pocas proporciones en su masa como en su coste, sino porque aseguró el insuflamiento de su espíritu. Modestamente, al igual, tanto por la originalidad como por el alcance. No se trataba de la fundación de ningún British; pero, con que un destilador aprendiera allí la manera de que el aguardiente eliminara el gusto a madera o que un curioso se enterara de quienes habían sido los gnósticos, o un elector de que Europa había resucitado bajo el Imperio carolingio, ya estábamos, tanto en el orden técnico, como en el ideal, como en el político, justificados todos.

Martinelli aplicó a aquella que fue juvenil empresa y ahinco suyos, los estímulos más sinceros de una vocación de universalidad. Por de pronto, esto se demostró en la competencia con que supo llevar a la documentación de la historia de la escultura las incitaciones a que le hubiera llevado su profesión de arquitecto. Hay una manera de salvarse, por de pronto, de las estrecheces de la especialidad. Esta manera elemental consiste en tener dos especialidades. Cuando se lleva al estudio de la ventana de Thomar, en tierra lusa, la complejidad espiritual con que se ha adivinado el misterio de la poética de Góngora, se posee la mejor preparación posible para llegar, como ha hecho el gran Reynaldo dos Santos, a escribir la historia de la escultura portuguesa. Y la mejor interpretación del estilo románico viene de haber descubierto la verdad psicológica de que las torpezas pretendidas del arte corresponden, en realidad, a otras tantas opciones; de manera que no es que el imaginero románico labrara su imagen en dimensiones más exiguas que la extensión de siete cabezas, porque, gracias a su ascetismo, ignorara las medidas del cuerpo humano, sino porque en el mismo escogía, para darles importancia, la cabeza y el rostro, dejando en el olvido y en la ejecución inadecuada, a lo demás. El escultor del pórtico de la catedral sabría más o menos anatomía. Pero lo decisivo, en su obra, es que, para representar el diablo, lo mismo le daba el rabo que el coxis.

Los principios generales son lo que pueden iluminar siempre al hombre que ha tenido eficazmente la tentación de no ceñirse a la angostura de una especialidad. Así como el arquitecto de Valls, investigador a la vez de su vieja imaginería, sintió pronto todo lo que podía traer consigo la ambición de una biblioteca popular, ha mostrado ahora sentir directamente el alma de los viejos hospitales, como el de Santa Cruz de Barcelona, del cual todos hemos aprendido la vetustez antes de penetrar lúcidamente en su modernidad. Yo, sí, he sentido todo lo íntimo de ésta; pero, gracias a circunstancias especiales, que no han sido concedidas a todo el mundo. Gracias, durante un tiempo, a la vecindad; gracias, durante un período más largo, a la comunidad en lo profesional y familiar, penetrado de iluminaciones emotivas. No fue ningún docto estudio. No fue ninguna práctica, en el capítulo de la frecuentación. El mismo cariño hacia el Hospital de Santa Cruz, que me cupo a mi sentir, lo sentía, casi milagrosamente para los no iniciados, alguien de estudios y preparación tan diversa como lo fue mi insigne compañero y contemporáneo Esteban Terrades, cuya pérdida aún llora la española ciencia. Lo que yo había podido tener de humanista, parecía ajeno y lejano a Esteban Terrades, el cual fue, según podía inferirse, lo que el humorista Paul Jean Toulet llamaba «uno de los ingenieros más empedernidos».

Este empedernimiento, no obstante, si vigorizaba lo profesional, no desecaba en modo alguno lo espiritual. Terrades era uno de los nuestros que mejor ha sentido la música y la arquitectura. Casi estoy por decir que, para el sentimiento de la arquitectura, le estorbaba el demasiado saber, como le estorbó la demasiada filología, al entrar en la Academia Española, para gozar del sentimiento del lenguaje. Pero no debemos juzgar estas adecuaciones por los excesos. No debemos regatear a César Martinelli, por su disposición inicial para la escultura, el sentimiento de las grandes moles utilitarias, como la que da honor retrospectivo a la ciudad de Barcelona con la creación y secular mantenimiento del Hospital de la Santa Cruz.

No nos desplace el adivinar cierta elegía, en sus retrospectivas efusiones. No se trata de la curiosidad con que han podido verse algunos potes de farmacia decorativos. Se trata de algo infinitamente más hondo y en que también participamos. Se trata de que si la transformación de la vecina Casa de Convalecencia ha podido ser asunto meramente cultural y grato, la desaparición del Hospital de Santa Cruz no deja de traer a nuestra conciencia una manera de eco sordo de la infinitud de dolor humano, que todavía parece estar impregnado en aquellas paredes.

Un día, cabe en lo posible que la Iglesia de Cornellá de Llobregat, que hoy erige el arquitecto Enrique Mora y cuyas primicias van a ser solemnemente mostradas en la inminente exposición de Arte Sacro, sea, por nuestras consabidas tragedias, desafectada del culto. Mas, aun sin consagración, permanecerá vigente la expresión, que ha colocado en el catálogo de la muestra el arquitecto Oriol Bohigas, de que uno de los lugares más propicios para que la oración vuele por el aire será siempre la iglesia de Cornellá de Llobregat. A despecho de las transformaciones, de las urbanizaciones, de las aplicaciones más nobles, siempre oiremos, en el solar presidido por la Cruz barroca, una especie de resonancia subterránea del sufrimiento.


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Última actualización: 27 de junio de 2007