Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO
ESTILO Y CIFRA
RAPSODIA SOBRE LA PUERTA DEL ÁNGEL
(La Vanguardia, 29-IX-1949)

Un biógrafo me hace nacer en la isla de Cuba; otro, en el oscurísimo pueblo de Ors, provincia de Lérida; éste, no merecedor siquiera de un recuerdo en la Enciclopedia Espasa, mencionadora de tantos caseríos y de tantos «publicistas»… ¿Roma o el desierto? Ni tanto ni tan calvo. Porque mi luz primera fue la de Barcelona; y, de Barcelona, en la yema del huevo; quiero decir, allí donde se concentraba así la presencia de la Barcelona de ayer, tendida de tal paraje hasta el mar, como la de la Barcelona entonces en potencia, a punto de iniciar carrera hacia las vecinas montañas. Confesemos que la tal yema está situada en la Puerta del Ángel. Y donde vi la luz supradicha, fue en la calle de Condal, número 3, a dos dedos de la Puerta sin puerta.

Aquella luz debió de ser algo escasa, ya en este mes de septiembre, cuando el equilibrado signo zodiacal de la Libra presidió mi natalicio. Es posible que, ya en la cuna, hubiera yo de buena gana repetido el voto de Goethe en la agonía quien, luego después, ha tenido como factible por muchos años —hoy, ya no—, el mirar al sol, al ardiente sol de España, de hito en hito. No formulé tal voto, por falta de preparación. Todo oscurantismo me produce algo de malestar, y no menos de sorpresa. Y bien sé que el oscurantismo no es precisamente una cosa del pasado.

El regateo de la luz natural en las estrechas calles de los barrios viejos de Barcelona fue compensado un día por el esplendor adecuado y, además, dulce, de la luz artificial, siempre propicia al leer nocturno. Hoy viene a ocurrir todo lo contrario. Lo más oscuro, de noche, son las habitaciones ciudadanas. No vaya a creerse que la economía y la famosa propensión local, traída a tercetos por el Dante, jueguen ahí el papel de causa. Instalaciones modernísimas hay, de grandes hoteles por ejemplo, en que el viajero encuentra en su cámara mil previsiones confortables y mil lujos superfluos; múltiples clasificados grifos; anaqueles en metal tubular; vistas de la Sagrada Familia; un garabito para calzarse, si está gordo, una colcha con paisajes, pintados a mano y de las mejores firmas; un hueco secreto, para guardar las esmeraldas, al salir a la calle, si las tiene; y unos timbres, con figuritas, para el juego de azar de ver quien sale, cuando se toca uno, si es que alguien sale. Lo que no se da, entre tanta pompa, es la posibilidad de leer siquiera un sobreescrito. Una lóbrega bombilla, del techo colgada, vierte, si puede, a través de una lámpara obturadora, un agónico resplandor. Esto, si no hay restricciones. Me da escalofríos el pensar en cómo debe estar, al cabo de la tarde, el entresuelo del número 3 de la calle de Condal.

¿A qué se suscitan, en vena de estilar y cifrar, tales intimidades y por qué se cultiva tal situación psicológica de nostalga, en cuyo fondo una procesión parece desfilar de nocturnos de despacho barcelonés, cada uno con una luz encendida, a cubierto de una pantalla de loza, verde-oliva por fuera, blanca por dentro? No es que yo quiera anticipar aquí ninguna de las confesiones, que reservo a los oyentes de una cerrada sociedad de aquí, de alto copete social y literario. Lo que me solicita para las líneas presentes es la calle. La misma calle de Condal, donde, pasando uno de estos días, he visto la casa de que hablo, en trance de reforma y modernización; sobre sus tiendas por lo menos; las cuales, a lo largo de medio siglo se habían quedado sin otra metamorfosis que la precisa para ampliar un comercio de libros rayados en un comercio epiceno de objetos de escritorio. El plebeyo lujo también, el lujo de los hoteles, avaros de luz, parece que va a presidir las nuevas instalaciones; éstas, derrochadoras de luz, siguiendo la paradoja contemporánea, que quiere que quien regresa de comprarse entre resplandores unos esquís para el deporte de nieve, no pueda apreciar, luego, al entrar en casa, lo que le han puesto en la factura como impuesto suntuario. ¿Qué mas da, después de todo, si el descubrimiento de la desintegración del átomo no deja segura la estabilidad de las cosas, ni siquiera en la calle Condal?

Precisamente, cuando las existencias peligran, es cuando se deben conservar, con más atención que nunca, los sentidos. Sobre su material existencia, aparte, inclusive, de sus dinámicas funciones, las cosas encierran símbolos poderosos, que también forman parte, si bien se mira, de su total realidad. Cada objeto puede tener, con el cuerpo, un alma; con el alma, un ángel protector. De ángel se trata, ya se adivina. Del ángel de la Puerta del Ángel. Me informa un querido cofrade, el arquitecto Zavala, de la Academia Breve de Crítica de Arte, sobre el obstáculo de no viabilidad, que parece resistir, y no por culpa suya ni la del Banco de España, propietario del edificio en construcción, que ha de ocupar una de las esquinas del paraje, el proyecto, que un día se abrigó, de restaurar en el mismo la advocación del Ángel, mediante una esbelta columna votiva, por ejemplo en piedra rosa, que pedaltase la imagen dorada del Custodio, con las dos alas extendidas. Muchos éramos quienes saboreábamos ya el efecto de esta figura erecta, sobre el fondo de la montaña azul, en nuestros días serenos y la nota de espiritualidad viviente, con que todo allí se decoraría. Ni estorbo de circulación —antes regulación providente—, ni novedad, plagiada —cual las novedades suelen serlo—, de parte alguna; ni empresa costosa, que pudiese provocar reacciones pacatas; ni manifestación de cualquier parcialidad circunstancial o política, la restauración del Ángel, allí donde tuvo su puerta y su muralla, parecía no poder conocer otras enemistades que las de la pasividad. Dícenme, sin embargo, no ser así. No falta quien, a la sola mención del Ángel, se pone furioso.

Por querido que nos sea aquel lugar ciudadano, hemos de reconocer, que tiene no poco del inconveniente, por donde resulta antipática la plaza de Madrid en que está el teatro Calderón y creo que hoy se llama de Benavente; el no tener forma. No ya, forma regular; pero, ni siquiera inteligible. —«¡Ese terrado no tiene dibujo!», proclamaba mi abuelo, en función de crítico de arquitectura. La plaza que digo de Madrid, esa por que me lamento, de Barcelona, no tiene dibujo. No es necesario, quizá que en un centro urbano, que sea verdaderamente un centro, tenga dibujo. Mas, entonces, ha de poseer una señal, un punto, un centro del centro, que lo califique. Como el Ónfalo en Delfos, en la Puerta del Ángel podía encontrarse, en nuestra columna, el centro de Barcelona. Y yo me veo con alma para fabricar una leyenda, según la cual una águila, venida de Montjuich y otra águila, venida del Tibidabo, hubiesen coincidido allí.

placa conmemorativa E. d'Ors - Calle Condal

Bajando Puerta del Ángel encontramos a mano izquierda la calle Condal con una placa que nos recuerda el nacimiento de Eugeni d'Ors.
Pero la verdad es que Xènius, autor de la "Ben plantada", nació en la casa de delante, hoy desaparecida. Además encontramos otro error y es la fecha de nacimiento, ya que la verdadera es 1881.
placa conmemorativa E. d'Ors
placa conmemorativa E. d'Ors
 

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Última actualización: 26 de mayo de 2008