Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO
EUGENIO d'ORS Y PRAT DE LA RIBA
«GLOSAS», ABC, 6-X-1926, pp. 8, 9 y 11

EXIMPLIO.— Se han cumplido, de lo que voy a contar, veinte años… Érase que se era, en un pueblo español, un grupo de hombres juvenísimos, enamorados impacientes de los valores de unidad. Esta unidad la sentían en ellos, por el instante, en forma de ambición hegemómica. Era muy justo. Nadie exalta el concurso, si no sabe que en el concurso tiene abierta, en derecho, una posibilidad de primacía. Pero cualquier primacía de este orden había de sujetarse, según ellos, a dos condiciones. De una parte, había de ejercerse en forma siempre integradora, excluyendo, por definición, cualquier tendencia al separatismo. De otra parte, había de fundarse en un sentido de responsabilidad, de suerte que, a más potencia, correspondiese más sacrificio; a mayor número de facultades, mayor número de deberes.

Razón por la cual estos recién llegados se daban a sí mismos el nombre de «imperialistas». Entonces, la palabra, sin gozar, de todos modos, de una gran aura de popularidad, no había caído, empero, en la reputación de odiosa que le otorgaron, más que en la opinión en el oído de las gentes, los años de la Gran Guerra europea, con su revelación, ya descarada, de ambiciones territoriales y megalomanías de color mesiánico. De todo lo cual andaban prudentemente lejanos y asépticamente limpios los hombres a que me refiero.

Uno de ellos, para defensa e ilustración de tales ideas, escribió una tesis de doctorado. Otros publicaban una revista batalladora. Todos combatían con denuedo contra el ambiente que los rodeaba, donde se habían vuelto habituales —aunque no verdaderamente tradicionales, en el sentido noble de la palabra— los vicios del encogimiento, del recelo, del localismo miserable de la esquiva y desconfiada ruralidad. En la misma renovación de espíritu y de actitud comulgaban, aunque fuese sin formular claramente las mismas ideas, otros grupos de estructura difusa, pintores, músicos, especialistas de la ciencia, impulsadores del negocio, varones de origen y formación distintos, coincidentes todos en la generosidad y en la mocedad. Hubo quien se llamaba imperialista; hubo quien lo era sin decirlo… Pero entiéndase bien: esta gentil compañía no formaba, en el aludido pueblo, más que una minoría.

PECADO.— Érase, a la vez que estos jóvenes, un hombre de otra edad, que, cronológicamente, pudo llamarse joven todavía, pero a quien, por sus condiciones precoces de serena madurez y buen consejo, tuvieron siempre, no sólo sus sucesores, sino sus próximos contemporáneos, por persona dotada de esa grave autoridad directiva que sólo suele atribuirse a los viejos. También él, aunque formado en muy otras ideas y obedeciéndolas con fidelidad, estaba apasionadamente interesado en el destino de su pueblo. Su forma de intervención era la política; y, en calidad de político, figuraba a la cabeza de un movimiento que empezaba a tener fuerza grande sobre las multitudes, aunque no tanta, por entonces, que pudiera dominar a los otros partidos, que a la sazón se disputaban, en propagandas y elecciones, los favores de éstas. La inspiración de este movimiento era nacionalista. Ello no fue óbice para que este político sagaz se acercara a aquellos jóvenes para decirles:

—Nacionalismo e imperialismo pueden no ser incompatibles. En la próxima edición de mi pequeño catecismo doctrinal voy a añadir un capítulo para demostrarlo. ¿Queréis, pues, que, en buena voluntad, y a fines de bien, enlacemos nuestra acción? Será una gran obra. Como en lo teórico me han convencido ustedes, nuestra común política tenderá, pues, remotamente, al imperio, a la unidad. Pero como tenemos que conquistar a masas sentimentales, que no pueden atender esta palabra, ni quieren todavía oírla, no la pronunciaremos, o, por lo menos, no la pronunciaremos oficialmente. Cada uno de ustedes, esto sí, quedará en libertad de proclamarla en sus escritos. Un poco de paciencia. Preparemos, mientras tanto, la mente del pueblo, en una obra de cultura, para la que yo proporcionaré toda suerte de facilidades, y donde ustedes encontrarán no poco que hacer.
El tratado pareció viable… Tardaron mucho los de una y otra parte en advertir que se habían equivocado.

ESCARMIENTO.— La duplicidad, en que los jóvenes cometieron el error de ceder, iba complicada todavía, en el episodio político y local a que aludo, con otra duplicidad, que consistía en cubrir el tal nacionalismo, que era ya un disfraz, con otro disfraz más aparente, con objeto de facilitarle el éxito, no sólo entre las masas que le eran adictas, sino entre otras, dominadas por aprensiones, de tipo burgués y pacato. La aspiración hegemónica, que ya se vistió de nacionalismo, en concesión a una primera capa de vulgaridad, consintió en vestirse de regionalismo, en obsequio a otras capas, todavía más bajas y más extendidas. Así, en el producto que se juzgó común, había dos cáscaras sucesivas antes de llegar a la secreta almendra. Primero, una suave cubierta regionalista, que ocultaba el nacionalismo a ojos de los tímidos; después, otra rugosa cubierta nacionalista, que ocultaba el difícil imperialismo a ojos de los ignaros. Esto pudo parecer hábil.

Pero ya es antiguo aquel cuento del capturador capturado. —«¡Aquí, mi capitán; aquí, que le traigo un prisionero!…». —«Y, ¿por qué no te acercas aqui con él?». —«¡Porque no quiere soltarme!»… Así la vulgaridad acostumbra no querer soltar a quien pretendió capturarla. El disfraz se vuelve personalidad, y, como en la invención de Max Beerboom, «El hipócrita santificado», acaba el rostro por copiar los rasgos, punto por punto, de la careta que le cubre. La minoría, en la empresa política a que aludo, fue sacrificada a la masa; la masa, a su vez, a la gran masa. Así, en lo que tenía de noble y elevado —en su magnífica hambre de unidad, sed de Europa—, la empresa abortó. En 1906, el pacto promiscuo se concretaba. En 1920 se rompía. Desde entonces, lo que habia sido un gran movimiento doctrinal y popular flotó ya, cuerpo sin alma, a merced de las corrientes de las varias concupiscencias personales. En 1923, empezó la rápida descomposición.

ENVÍO.— Otro día he de contar esta misma historia con mayor amplitud y detalles precisos. Hoy la traigo aquí únicamente en guisa de apólogo, cuya ejemplaridad dedico a los espíritus rectores del integralismo portugués, para prevenirles, una vez más, contra los riesgos posibles de la promiscuidad, aun exterior, entre el modo imperial y los modos nacionalistas y rinconeros.


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Última actualización: 20 de marzo de 2007