Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO
EL FIN DEL MUNDO. RECUERDOS DE AQUELLOS DÍAS
(La Vanguardia, 22-VII-1954, p. 5)

La verdad es que, en junio de 1936, la situación de los conflictos sociales parecía más peligrosa en Francia que en España. La ocupación de las fábricas se había allí producido, en medio de una huelga general violentísima. En el interior de los establecimientos fabriles se habían aislado y fortificado los trabajadores. Las mujeres, desde rejas afuera, iban a llevarles la comida. Algo más mostraba la vigencia enternecedora del vínculo familiar. A estas rejas se acercaban, también, vestidas de blanco y veladas, porque era el mes propicio, las niñas que hacían la primera comunión. Las manos rudas de los obreros las acariciaban a través de los hierros separadores y les regalaban golosinas… Después, recientemente, he visto en la película «Sous le ciel de Paris» alguna escena semejante.

Por aquellos mismos días, al salir de una cena literaria, un escritor famoso, acompañándome por las orillas del Sena, entre preocupados silencios, en los cuales se traducía la angustia de la actualidad, me dijo de repente, con un cierto aire de incoherencia: —«Todo esto se remediaría, si aquí hiciesen como en mi pueblo». —«¿Y qué hacen en su pueblo?». —«Tales días como los de hoy, en la octava del Corpus, salen de sus parroquias, no una, sino dos procesiones. En la una va la imagen de Nuestro Señor, y en la otra, la de su Madre. Ambos cortejos se encuentran frente a la Alcaldía. Y allí el Hijo saluda con una inclinación a Nuestra Señora y le ofrece las primeras cerezas del año».

Era, en cierto modo, un regalo de cerezas, no las de primavera alguna, sino de una de las primaveras mejores de la historia, la celebración que habían imaginado algunas bellas mentes del centro de Europa, para consagrarla a la gloria de Erasmo de Rotterdam. Nos invitaron a sus actos sucesivos. Estos debían ser tres. Uno, en Rotterdam, lugar del nacimiento del humanista; otro en Anderlecht, cerca de Bruselas, donde él había de vivir alguno de sus días mejores; finalmente, una ceremonia en Basilea, donde Erasmo pasó sus últimos días y donde murió. En Anderlecht tuve que hablar. Mi palabra fue una celebración sincera a la libertad de espíritu, bajo la sombra de uno de los espíritus más libres que ha conocido la historia. Los escritores reunidos allí las gustaron tal vez como unas cerezas de postre a una de las últimas ocasiones, en que una mesa fraternal les ha reunido. Pero, inmediatamente después de la reunión venía un banquete. Al cual llegó tarde mi amigo el crítico de arte y diputado socialista belga Louis Piérard. Al pasar detrás de mí, Pierard me tocó el hombro y me dijo, en voz alta: «Acaban de asesinar en Madrid al jefe monárquico».

Yo me figuré, por un momento, ausente como estaba, desde algunas quincenas, de la actualidad de Madrid, que se trataba de don Antonio Goicoechea, pero al día siguiente una llamada telefónica de la inolvidable Isabel Dato me avisaba de que fuese a Saint-Roch, donde se celebraban unos funerales por Calvo Sotelo. En la iglesia estaba Martínez Baldrich, con un «Paris-Midi», doblado en el bolsillo. El periódico daba la primera noticia de nuestra guerra. Naturalmente, traía que sólo se trataba de «un golpe militar», y que había fracasado. Pero nosotros sabíamos desde aquel momento que se trataba de la primera página de una gran tragedia. Sabíamos que el horror anunciado había de ser el prólogo de una larga serie de horrores. Sabíamos también que una vida nueva tenía, sin elección, que empezar para nosotros allí.

Sabíamos que nunca más, nunca más en la imaginería aldeana francesa, el Cristo de las procesiones ofrecería, en una paz bucólica, las primeras cerezas de la estación a su Madre.

Y que tampoco, los escritores de todos los países se reunirían cordialmente para celebrar la libertad de espíritu a la sombra ecuánime de Erasmo de Rotterdam.


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Última actualización: 28 de febrero de 2007