Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO
ESTILO Y CIFRA
AQUEL MES DE JULIO
(La Vanguardia, 18-VII-1953, p. 4)

Se produce la impresión en ciertos momentos crepusculares de la vida —por ejemplo, cuando el mejor de los casos, en determinadas convalecencias—, en que paquetes enteros del contenido de la memoria van a sumergir y perderse en el olvido. Esto ocurre particularmente —nuestro optimismo lo consigna— con lo agrisado por la sombra del mal. Se rememora muchas veces con más luz el detalle no significativo o necio que el episodio de trascendencia nefanda. De todas maneras, hasta para las malventuras, hay, al lado de la melancolía propia de los recuerdos, la otra melancolía de perder los recuerdos.

Muchos españoles conozco a quienes invade la tristeza, no precisamente al tener presentes al detalle los días de aquel julio de 1936, sino más bien por el hecho de no poder fijarlos. O por la conciencia de sentirse a la víspera de no poder fijarlos. Si alguna amistad de lector me ha valido mi habitualidad literaria, agradeceré que en honor a la misma sea perdonada la intimidad de lo que ahora voy a contar.

Hacia el término de aquella primavera, yo había recorrido la Península de Occidente a Levante, después de una breve temporada de alto, pero oscuro, magisterio en Portugal. Por razones que he ignorado siempre, pero en las cuales debió de tener el azar larga parte, si no es que fuese el reemplazo, difícilmente advertido desde fuera de una generación por otra, el hecho es que cierto desvío, que yo venía advirtiendo desde años antes, en mi ciudad natal, se trocó, de pronto, terciado por visos de contricción, en algún ímpetu de afición renovada. Para decirlo todo y sin remilgos, se me dio un banquete. Banquete, esto sí, modesto y tabernario. Recuerdo la presencia, que las circunstancias hicieron casi mayestáticas, del escultor Manolo, y de un anónimo perrito que nos siguió, obstinadamente, al salir de la casa Beco del Recó, la cual, después, la guerra había de reducir a ruinas. Recuerdo también que, por aquellos días, había una huelga del servicio de ascensores. Sordas inquietudes atravesaban los ánimos. Pero, en fin, la inminencia de una tragedia social y política, se mascaba todavía, por el instante, menos en España de lo que había de encontrarse, aparente, luego de unas semanas, en el ambiente de París.

París vivía entonces la terrible experiencia de una ocupación general y bien organizada de las fábricas por los obreros. Éstos se habían hecho fuertes en el interior de las mismas, que los cuerpos públicos armados no podían hacer otra cosa que custodiar. Recuerdo el espectáculo dado, al atravesar los puentes, por grupos de coraceros a caballo, requeridos por los episodios de la huelga. Pero, como daba la circunstancia de que, por los mismos días, se celebraban representaciones nocturnas, frente a Nôtre Dame, del «Vrai Mystère de la Passion», uno confundía, al pronto, esa tropa, con figurantes de centurión en la representación teatral. También recuerdo la impresión producida, un domingo por la tarde, yendo en coche a Saint-Leu-la-Fôret, a oír un concierto de Wanda Landowska, por el acercamiento de las familias obreras, a las rejas tras de las cuales los hombres estaban de facción, llevándoles, a que las viesen, las niñas de primera comunión, vestidas de blanco, con el cándido velo recogido, entre las basuras, que rodeaban zonas y carreteras en desorden.

El coche que me llevaba al concierto, no paró, al salir del concierto, sino hasta Bélgica, donde me transportaba, y a Holanda en seguida, para acudir, a Rotterdam primero, y luego a otros lugares erasmianos, después, la cita para celebrar el centenario de Erasmo de Rotterdam. La celebración había de ser itinerante. Empezada en Rotterdam, había de transportarse sucesivamente, primero a Anderlecht, cerca de Bruselas, y a Basilea en seguida. En Anderlecht, me tocaba hacer un discurso sobre el ideal humanista. Lo hice, en efecto, y, naturalmente, a la sombra pacífica de Erasmo fue asociada la sombra pacífica de Juan Luis Vives. Después de la sesión, los erasmianos nos reunimos en una comida. A ésta, llegó un poco tarde mi amigo el crítico de arte Louis Piérard, que era diputado socialista. Al pasar tras de mi silla me tocó la espalda y deslizó a mi oído:

—Acaban de asesinar, en Madrid, al jefe monárquico.
Dijo así: «el jefe monárquico». De momento, creí entender que se trataba de don Antonio Goicoechea. Al llegar a París, un telefonazo de Isabel Dato me avisaba.
—Hacemos pasado mañana, en San Roque, unos funerales por Calvo Sotelo.
Al dejar la iglesia, el dibujante Baldrich nos enseñó un número del París Midi. A su cabecera, en grandes titulares, se leía: «Revuelta militar en España». Pero, según el mismo periódico, la revuelta había quedado limitada al territorio africano y sofocada el mismo día.
En el viaje, desde Bruselas, se me había perdido el manuscrito sobre Erasmo. Después de tantas cosas, desde julio de 1936, ahora, en julio de 1953, es la primera ocasión —lo digo, después de oír los discursos inaugurales de la actual Asamblea Universitaria—, en que tendría oportunidad de publicarlo. Pero, no quiero publicarlo ahora, tan nutrido como estuvo de esperanzas. Ahora, cuando ciertas esperanzas empiezan a cumplirse, sólo me siento con disposición a evocar recuerdos.


Diseño y mantenimiento de la página: Pía d'Ors
Última actualización: 28 de febrero de 2007