Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
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LAS OBRAS Y LOS DIAS en España
XENIUS, «Las obras y los días», España. Semanario de la vida nacional, Madrid (edición facsimil Topos Verlag, Vaduz, 1982), 29-I-1915—28-V-1915.
Serie inédita, probablemente reservada para el volumen Amigo de Platón, nunca publicado.
 
El krausismo de Juan Maragall / José Soler i Miquel / La exégesis de los clásicos, según Azorín

(España, 26-III-1915, pp. 7-8 (pp. 103-104))
(reproducido en La Lectura, Madrid, vol. 2, 1915, pp. 189-193)
El krausismo de Juan Maragall
Había, en el despacho del exquisito burgués Juan Maragall, cuatro retratos. Sobre la chimenea, los de su padre y de D. Juan Mañé, patrón de sus comienzos periodísticos. En un ángulo, una cabeza de Unamuno, con una dedicatoria en el lugar de la corbata. En el centro de uno de los muros, la ampliación de una instantánea en la que aparecía D. Fran­cisco Giner de los Ríos cascando un huevo.
¿Por qué había colocado así Maragall el retrato de D. Francisco Giner? Porque Maragall fue, a su manera, a su poética y piadosa manera, un krausista.
Lo fue en su concepción del espíritu, en su concepción de la naturaleza, en su concepción de la historia, en su concepción, devoción y aun superstición de la espontaneidad, en su Weltanschauung toda. El lector un poco versado en la historia de las ideas en la España de la segunda mitad del siglo XIX rastreará esta filiación en seguida en los escritos teóricos del poeta, no menos en la serie de los «Elogios», que en la de los «Artículos».
Importa que el tal lector sea informado de que Juan Maragall no bebió el krausismo di­rectamente en fuentes madrileñas, sino por tercería de un hombre singular que vivió y murió misteriosamente en el «Fin de Siglo», de Barcelona, y que se llamaba José Soler i Miquel. Éste sí había sido discípulo personal y directo de D. Francisco.
José Soler i Miquel
El tema del krausismo de Maragall merecía ser desenvuelto con ancho reposo. Igualmente lo merecía el recuerdo de José Soler. Pero sobre ese escritor sean aquí dichas dos palabras tan sólo. Que si hoy nos interesa es por cierta observación que hizo un día acerca de su propio método de lectura; observación que va a servirnos para mejor inteligencia del método de exégesis de los clásicos que hoy maravillosamente practica Azorín.
Nada comprenderá de la historia moral de Europa en estos últimos tiempos quien no parta del principio de que el Novecientos significa una violenta reacción contra lo que se llamó —y conviene que antonomásicamente siga llamándose— «Fin de Siglo». Pero muchas cosas escaparán a quien no atienda a que en el «Fin de Siglo» se encontraba ya en ca­lenturienta gestación el Novecientos…
Pues bien, José Soler fue uno de los ardores de esta calentura, uno de los síntomas de esa gestación. No idealista aún, pero un positivista ya, consumióse en el espiritualismo vago de su tiempo, cuyo sentido podría caracterizarse por la simultaneidad, no la obra de Emerson, pero sí la boga máxima de Emerson. Lo inefable, el misterio, la emoción, tuvieron gran predicamento en aquellos días. La particularidad personal de Soler estuvo en que su religiosidad profunda no encontró el centro y símbolo de la emoción, del misterio, de lo inefable, en las tinieblas, como entonces los espíritus solían, sino precisamente en el sol. Soler (y lo mismo Mistral, muchas veces, por ejemplo, en Mireio) no sintió el mito solar a lo mediterráneo puro, sino más bien a lo germánico. Así poetizaron Soler, y Mistral a veces, el sol, como un druida —y, por consiguiente, un germánico—. La luna, con análogo misticismo, con semejada melancolía, con idéntica abdicación intelectual. En lugar de hallar un instrumento de iluminación, hallaron en el sol una copa de deslumbramiento.
Crítico penetrante, pero inseguro; psicólogo por balbuceo, despertador de almas por sugestión inquietante y enfermiza, José Soler i Miquel escribió de sus propias lecturas lo siguiente:
«Yo casi siempre leo distraído, siguiendo más bien la idea de lo que se me va formando de lo que leo que la lectura misma, y aunque a veces se graba una frase imborrable, generalmente, más que el dibujo neto y preciso de lo que leo, guardo una como impresión del sentido, como si me aferrara más a la intención inconsciente de lo expresado que a la misma expresión. Y aun cuando quiero coger concretamente, precisamente, la corriente del pensamiento expresado, la punzo en tres o cuatro de sus momentos de corriente más rápida, de trayectoria más reveladora, y omito el derramamiento o esparcimiento en que se adormece».
… Ahora, he aquí algunos hechos de espíritu que están en relación honda con la suspi­cacia a favor de lo esencial que revela este método de lectura:
La teoría maragalliana de la palabra viva —las tentativas del modernismo religioso de vigorizar los que ha considerado dogmas vivos, a cambio del marchitamiento de los otros—; la obra erudita del cardenal Duchesne, para mondar la historia eclesiástica de los primeros siglos —los esfuerzos de nuestro Preocupado para encontrar en España una «vida real», ajena a las superfluidades de la política—; el hecho mismo de que yo, propugnador de los ideales del Novecientos, pero en el Ochocientos nacido, escriba artículos tan escasos y, en cambio, tantas nótulas de éstas que (con más dejo de folklore mallorquín que de alma madre boloñesa) he llamado glosas.
La exégesis de los clásicos, según Azorín
En fin: una manifestación nueva y deliciosa de igual designio, una revelación de ese culto tan ardiente a la luz sin penumbra, de la pasión por lo vivo, neto y desnudo, de la voluntad siempre alerta a percibir, recoger y fijar los relámpagos de significación, las hallamos en el sistema de exégesis de los clásicos que ha inventado Azorín. También él punza el pensamiento del viejo autor que examina, en tres o cuatro de sus momentos de corriente más rápida, de trayectoria más reveladora. También él omite —sabe omitir, con un don de economía supremo— el derrame en que el pensamiento se adormece; mejor dicho, lo derrama de nuevo en un declive imprevisto, en el que más pronto le puede acercar a nuestra sensibilidad de hombres modernos, trabajada por las más sutiles experiencias y removida por las mejores culturas.
Fray Luis de León es, en el libro Al margen de los clásicos, una docena de versos; Garcilaso, uno solo, el fino, meloso, melancólico verso aquél: «Danubio, río divino»…; Góngora, seis versos del soneto de las rosas, tres de homenaje a la pompa cordobesa, una sola palabra dicha al descuido a hermana Marica; Cervantes, un rinconcito del Quijote, perfumado de civilidad y de amor a la gloria; una sensación de noche de luna, en La fuerza de la sangre, unos cuantos enigmas boreales del Persiles. Una sola escena de La vida es sueño, «que parece un grabado de Durero», nos vende toda el alma germánica de Cal­derón. Somoza son cuatro palabras de modernidad; de modernidad en la preocupación o en el acento. Bécquer, un matiz nada más: un matiz de morbosidad, «antes desconocido», que se «mezcla» a ciertas descripciones de paisajes…
Ved, sin embargo, el nuevo derrame, el acercamiento generoso a nuestra sensibilidad. Esos textos cortos, que juntos cogerían en un par de páginas, versos sueltos, frases dispersas, se extienden, cobran amplia significación, vienen a herirnos, a trabajarnos, a subvertirnos en nuestras preocupaciones más actuales, en nuestras concepciones, nuestros anhelos, nuestras pasiones de última hora. Si el ala suave del verso de Garcilaso os hiere en vuestras íntimas nostalgias de viajero moderno, las evocaciones quevedescas se situarán en seguida en el centro mismo de nuestros pensares sobre la justicia social. Si en Gonzalo de Berceo descubrís un sentimiento del paisaje, que ayer se juzgó no gustado por las musas hasta el siglo XVIII, Fray Luis de León os colocará cerca de las palabras de un astrónomo contemporáneo. Las viejas voces suenan ya a vuestro oído con acentos de novedad y de amistad. Hay, incluso, en este libro de Azorín, un raro momento, un momento turbador y exquisito, en que el alma del poeta evocado se sustituye misteriosamente a la del crítico evocador. Y ya con palabras de Azorín y con experiencias de Azorín viene a dar su adiós a la corte Bartolomé Argensola.
Tiene el método sus peligros. El del subjetivismo no es el menor. Desde el instante en que nos concedemos el derecho a punzar la obra de un escritor en tres o cuatro puntos nada más, en los que a nosotros nos parecen más significativos y evocadores, ¿no corremos riesgo de recoger de su espíritu aquello únicamente en que ese espíritu es un nuestro hermano? Todos esos clásicos de Azorín, aristocráticos o populares, hombres de acción o místicos de recogimiento, hijos del siglo XV o del siglo XVII, ¿no se parecen un poco? ¿No se parecen también un poco a su crítico? ¿No nos suscitan la imagen todos, Berceo como Somoza, Quevedo como fray Luis, de un hombre cuadragenario y fino, pesimista y reformador, pulido y doméstico, melancólico gozador de soledades y voluptuoso catador de lecturas? Al recoger aquellas de sus palabras que les hacen contemporáneos nuestros, ¿no se ha olvidado injustamente aquellas otras palabras que precisamente les hacían históricos? Este su acercamiento a nuestra intimidad, ¿no ha sido a costa de su personalidad fuerte, diversa, característica?
Otro peligro todavía de una exégesis tan deliciosamente económica. El del impresionismo. Ánimo demasiado sumiso a las sugestiones, se dará con facilidad a la dispersión. Fuerte peligro éste sería en mente no madura. Y en ello estaba la grande flaqueza de nuestro José Soler. No se encuentra Azorín en tal caso. Poco a poco, a través de experiencias y meditaciones, de nutrición perfecta y de continuada gimnasia del espíritu, en trabajos y en juegos, el pensamiento del escritor ha ido ganando una cabal estructura. Una estructura que no se manifiesta en doctrina; razón por la cual sea acaso de difícil recoger para quien lee ligeramente, con la ligereza a que parece brindar la aparente facilidad del texto en obras como Al margen de los clásicos… No importa. La estructura, la trabazón, el sistema del pensamiento existen. Y a probar de recogerlos se dedicará una de nuestras glosas en «Las Obras y los Días», como paso desde tratar del método de exégesis de los clásicos según Azorín, a tratar de su método de exégesis de los políticos.

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Última actualización: 17 de marzo de 2009