Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
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LAS OBRAS Y LOS DIAS en España
XENIUS, «Las obras y los días», España. Semanario de la vida nacional, Madrid (edición facsimil Topos Verlag, Vaduz, 1982), 29-I-1915—28-V-1915.
Serie inédita, probablemente reservada para el volumen Amigo de Platón, nunca publicado.
 
Adiós a Don Francisco / El Pecuchet afortunado / «Bética» / Las claridades de Mauricio Barrés / Insisto
[año 1, nº 6, 5-III-1915, p. 8 (p. 68)]
(España, 5-III-1915, p. 8 (p. 68))
Adiós a Don Francisco
¡Adiós, D. Francisco, padrecito nuestro! ¡Adiós, viva lucecita de albergue, encendida en la gran noche moral de España!
¿Te has apagado para condenarnos a la larga tiniebla, a nosotros, peregrinos pecadores? ¿O bien, acaso, porque ya en el oriente diríase que apunta una indecisa claridad?
¿Cómo fue tu voz, oh, D. Francisco —aquella voz con que nos decías mientras tus brazos se levantaban al cielo: «¡Pero, hombre!»… «¡Dios mío!»… «¡Qué cosas!»…—; tu voz, que nunca supimos si cantaba una canción de alborozo o una elegía?
El Pecuchet afortunado
Podríamos imaginar una réplica a la novela famosa de Flaubert. Podríamos presentar la hipótesis de un Pecuchet afortunado. Pasan, cierto, en aquella novela los dos grotescos héroes debilidades de mente y de conducta. Pero reconozcamos que, por otra parte, una esquiva fortuna agrava constantemente su situación con no cesar de volverles la espalda. Bouvard y Pecuchet no tienen suerte. ¿Qué sucedería si la tuvieran? ¿Qué sucedería si con sus mismas limitaciones, con su misma profunda vulgaridad, la casualidad les hubiese proporcionado un éxito y el éxito un crédito? Finjamos, por ejemplo, que algunas de sus experiencias científicas, o higiénicas, o agronómicas, logra resultado famoso, y que esto coloca socialmente a nuestro hombre en posición de autoridad. ¿Qué saldrá de ahí? ¿Qué cosas dirá, que sentencias dictará, a qué nuevas empresas se consagrará un Pecuchet afortunado? Los frutos del ayuntamiento entre la mediocridad espiritual nativa y la supremacía intelectual ganada serán ciertamente de muy regocijado gustar.
«Bética»
Parece que hacia el año de gracia de 1909 un mudamiento profundo y callado aconteció en la conciencia de Andalucía. Pronto, sin embargo, este mudamiento rompía a hablar, en bocas sevillanas principalmente; y al hacerlo tomaba el vocabulario del regionalismo, tal vez sin otra fuerte razón que la de hallarse el tal vocabulario ya compuesto y apercibido a servir y haber mostrado en muchas partes y ocasiones el valor que le asiste de cosa clara, cómoda y eficaz. Achaque es de las almas flotantes colarse en el primer cuerpo que encuentran. Pero suele ocurrir entonces que la residencia no calme su inquietud, porque la interior energía se adapte mal a la fórmula que se tomó prestada. ¿Y quién, en rigor, encerró jamás en una sola fórmula el libre anhelar de un pueblo que se despierta? Energía hemos llamado a este anhelar, y el solo nombre indica que se trata de algo en camino, no de algo llegado a puerto. Digamos del regionalismo andaluz lo que Humboldt decía el lenguaje: «El lenguaje no es un ergon, no es un resultado, sino una energeia, una creación continuada». Sea también el andalucismo creación continuada y original. Y quiera admirarnos, cada día más, con la riqueza y la novedad de sus fórmulas.
Tal vez, mejor que en el regionalismo, podría cifrarse una de ellas en algo más hondo, en algo que ya tiene significación de cultura: en una especial tendencia, que creo hoy percibir en los escritores sevillanos de idealidad fina, a vindicar para su tierra, prescindiendo de las pintorescas mediocridades del arabismo, el serio y antiguo fuero de la latinidad. Aquella tendencia permanece en la vaguedad todavía; pero en la colección de Bética (una revista muy importante que yo he ido siguiendo en su marcha paso a paso y de que ahora tengo a la vista el último fascículo aparecido, un Número Almanaque digno de gran admiración), en la revista Bética, digo, he sorprendido frecuentes revelaciones de un estado de espíritu que se afilia a las más nobles tradiciones universales y se aleja todo lo posible del ramplón casticismo que ayer mismo se nos presentaba como genuinamente andaluz. Ya en el artículo de presentación (otoño de 1913) creo recordar que se hablaba de Grecia, y que nada se decía, en cambio, de árabes, ni de Oriente, ni de África, ni se suscitaba ninguna de esas evocaciones con que era costumbre dar a las cosas del mediodía de España un maldito «color local». Luego, en prosa y en verso, he visto reaparecer mil veces el tema de la dignidad latina y mediterránea. Bética ha tenido conmovedores momentos de orgullo cada vez que «en la Ciudad y en la Región» ha descubierto, bajo el polvo de las razas ad­venedizas, el blasón de su europeidad perdurarera. Hubo a veces, ahogado entre las formas discretas de la erudición o de la información, un verdadero grito de júbilo y de triunfo; como el día en que se encontraron aquellos pavimentos de mosaicos magníficos en una de las siete colinas de Itálica…
No faltaron, es verdad, en otras páginas de la misma revista, rastros del frívolo andalucismo de ayer (cuadros del pintor García Ramos; un soneto de los Quintero; un característico retrato de S. Luis Valera y lo que le acompañaba; el final de cierta salutación a la llegada del Rey; un proyecto plebeyo de iluminación eléctrica para la Giralda… ). Pero al lado de eso, ¡qué aire de renovación, de seriedad, de conciencia novecentista, de universal amplitud de espíritu, en el tono y compostura general del periódico; en su perfecta presentación; en las informaciones de arqueología y de arte; en los estudios sobre regionalismo e ideal andaluz; en el hecho de conceder constante imperial atención a cosas de África, a problemas de América; en el publicar en muchos números, antes que nada, aquellas crónicas de París; en la ausencia de «cuentos» y la perfección formal de los poemas dentro de la sección literaria; en la reproducción de las casas nuevas del arquitecto Gómez Millán, renacentistas y sobrias; en aquellas mismas crónicas de modas, que es lástima que hayan dejado de salir, porque los ligeros croquis que las documentaban (¿eran del curioso dibu­jante Lafita?) tenían, con ser acaso simples reproducciones de «figurines», tal valor de elegante estilización, que pocos les podrían ser comparados de los que salen en ilustraciones españolas.
El patronazgo espiritual de Ángel Ganivet asista a esos andaluces nuevos en todas las futuras empresas de su inquieta energía. Mejor dicho, el de uno de los dos Ganivet. El del Ganivet Weltbürger, que, como recordaba D. Francisco Valdés, en un artículo de Bética, reunió en su sangre tres razas, aprendió diez lenguajes y corrió el ancho mundo. No el del otro, que sustituyó filosofía por pasión y que más amó el fluir de las aguas locas que no hubiera amado el diseño perfecto de los tranquilos mosaicos de Itálica.
Las claridades de Mauricio Barrès
¿Quién habló en Francia de obscuridades de estilo cuando los comienzos literarios de Mauricio Barrès? La palabra del querido maestro ha adquirido ahora la alta virtud de una transparencia cristalina. Muy claro, demasiado claro, es un artículo publicado en L'Écho de Paris, en que se discute con M. Merimée, profesor en Tolosa, director del Instituto Francés de Madrid, acerca de los medios de atraer voluntades españolas a la causa de Francia. Cree el señor Merimée que la propaganda debe hacerse sin disimular la fe en los principios democráticos. Otros juzgarán que, por el contrario, convendría a aquella finali­dad presentar la imagen de la Francia tradicional y católica. Barrès es ecléctico: él quiere que las dos maneras de propaganda se realicen a la vez, dirigidas a sendas clientelas especiales. Que nuestra patria —dice— muestre a cada nación la cara que mejor pueda complacer a ésta y persuadirla. Preséntese revolucionaria a quienes gusten de la revolución; con­servadora a quienes de la revolución abominen. Y añade, al referirse ya concretamente a España:
«Il s'agit de jetter le plus large filet et de ramasser toutes les espèces d'Espagnols».
Yo no sé lo que pensará de tales claridades Unamuno, corresponsal de Mauricio Barrès ahora. Ni cómo a nuestro rector le habrá sentado cierto anterior artículo del mismo escritor, artículo que a mí me pareció más insultante para España que cualquier monumento de esos que dan tanto que hablar. Una cosa, en cambio, tengo por segura. Ésta: con grandes simpatías cuentan ya entre nosotros los aliados; pero si para aumentarlas no dispusiesen de otros elementos que artículos así, temo que perderían lastimosamente el tiempo. Señor Barrès, las especies de españoles que pesque usted con su red amplia y flotante no serán españoles de la mejor especie.
En general, esas propagandas de los países en pugna se están realizando muy mal. La propaganda alemana corre el riesgo, por su profusión, de aburrirnos; la propaganda francesa, por su inhabilidad, de irritarnos. A los comienzos de la guerra dijéronnos los bien informados que, si Alemania contaba con un buen Estado Mayor, Francia, en cambio, te­nía una diplomacia excelente. Sería otra diplomacia y otros diplomáticos que los que vamos conociendo en los artículos de L'Écho de Paris.
Insisto
Insisto en que conviene revisar con cuidado la cuestión referente a la literatura para niños. Y no sólo a la literatura poética, sino aun a la científica. ¿Qué será mejor, dar a aquéllos (debemos preguntarnos) manuales escritos exprofeso para su uso, o, directamente, obras clásicas de grandes sabios? Algo hay en éstas, sin duda, que aquéllos no pueden compensar. Algo a cuyo calor se encienden las jóvenes vocaciones. Claro es que toda la física de Newton ha pasado a nuestros pequeños manuales, y aumentada y mejorada, y limpia de muchos errores. Pero, ¿qué será, que a la lectura de un manual nadie siente despertar en su alma una seria pasión por la física, y a la lectura de Newton sí? Cuantos grandes matemáticos ha conocido el mundo llegaron a ser tales por razón de que, en tiempo más o menos prematuro, cayera en sus manos, más o menos casualmente, un volumen, más o menos maltrecho, de Euclides o de Lagrange.

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Última actualización: 11 de marzo de 2009