Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
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LAS OBRAS Y LOS DIAS en España
XENIUS, «Las obras y los días», España. Semanario de la vida nacional, Madrid (edición facsimil Topos Verlag, Vaduz, 1982), 29-I-1915—28-V-1915.
Serie inédita, probablemente reservada para el volumen Amigo de Platón, nunca publicado.
 
Aviso al preocupado / Me escribe un maestro / De la aventura / Las voces silenciosas
[año 1, nº 5, 26-II-1915, p. 5 (p. 53)]
(España, 26-II-1915, p. 5 (p. 53))
Aviso al preocupado
Una sola cosa nos desplugo, Preocupado, a mis amigos y a mí en tu primera salida a los 29 de enero. Una cosa; es decir, dos. Tú puedes figurarte cuáles. Una palabra tranquila sobre esto ahora que ya no quema.
Lo económico no importaba demasiado. Todos aquí sabemos, por experiencia propia, lo difícil que resulta, con una poderosa vocación de eficacia, aun con sincero amor a la realidad, distinguir enteramente, desde el primer paso, realidades de fantasmas.
Lo otro, lo del chiste, era peor. Era peor, por ti. Un momento, ¡oh, mi Preocupado!, creímos ver que se doblaba tu preocupada silueta. Creíamos advertir, destacándose apenas en el cielo blanco y vacío, la nariz grotesca, la boca burlona y desdentada del viejo Gedeón. Y en verdad que Gedeón sería para ti el peor de los consejeros posibles. Este Fausto merece mejor Mefistófeles.
Cada cual tiene su ángel de la guarda. Pero tiene también su mal amigo, que es el Enemigo malo. Hay que esforzarse en acabar pronto con éste. ¡Que cada cual remate a su Gedeón! Mira, Preocupado: mis amigos y yo rematamos al nuestro, que tenía un nombre pajaril y era nuestro oprobio. Creamos aquí una atmósfera nueva para él irrespirable. Y se asfixió.
Este aviso olvidaba de darte la anterior semana, Preocupado mío: lo primero matar a Gedeón.
Me escribe un maestro
Manuel Ainaud (el maestro agudo de quien otro día os hablaba, aquel que tuvo curiosidad de saber cuál era la canción preferida por los niños) me escribe y dice que sus discípulos han seguido gustando sinceramente del «Dios loado por la Naturaleza», como también de algunas selectas canciones de Schubert. Además, que en un colegio de niñas, éstas, indiferentes a ciertas pueriles litografías alemanas fabricadas laboriosamente para Kindergarten, hallaban en cambio mil delicias en la reproducción de una Madona del Luini. Y que él, Manuel Ainaud, como a un muchacho reacio a cualquier estudio, tuviese misión de llevarle al buen camino, logró este resultado con darle a leer el capítulo X en el libro III de las Memorables de Jenofonte y algunos fragmentos de estética originales de Eugenio Carrière y reunidos en un volumen.
Y concluye el maestro agudo: «Por amor a nuestros niños continuemos en revisar el problema de la literatura infantil. Éste será el problema central dentro de poco tiempo, cuando nuevamente hayan fracasado las metodologías sin alma».
De la aventura
Llevo leídas este invierno dos novelas, las dos de aventuras. La primera, francesa, Les Caves du Vatican, de André Gide. La segunda, española, El Estilete de oro, publicada con firma de Pedro Lacor.
¿Novelas de aventuras? ¿Nuevas novelas de aventuras? ¿A tan viejos, a tan accidentados caminos volvería hoy el arte de novelar? Así parece. Pero en realidad no es así. Se equivocaría quien en esa vuelta pretendiese ver un episodio de reacción romántica. Me atreveré a decir que tal vez se trate de todo lo contrario. Háblese de reacción romántica, enhorabuena, en el capítulo del «teatro poético». Pero no se repita la cosa con motivo de la novela de aventuras. El teatro poético nos es dado generalmente de buena fe por los autores. La novela de aventuras nos es dada de mala fe. La diferencia importa. Y a ella se debe que el teatro poético nos interese apenas, mientras que la novela de aventuras ya nos empieza a interesar.
Pero Les Caves du Vatican y El Estilete de oro nos interesan desigualmente. La calidad de la mala fe es en ambas distinta; que también hay calidades, y por consiguiente valores, en la mala fe. La mala fe de André Gide tiene atisbos de metafísica. La mala fe de Pedro Lacor tiene asomos de comercial. Lo que el francés nos ofrece irritaría de fijo al vulgo. Lo que el español nos ofrece corre el riesgo de gustar al vulgo demasiado. Nuestras meditaciones prolongan los temas del primero en análisis sobre el misterio de la contingencia; mientras que traducen los temas del segundo a cálculos sobre el éxito de la edición.
Hablemos de la aventura como problema, dejando a un lado la aventura como incentivo. La duda versará sobre lo siguiente. ¿Es la aventura un genuino elemento de arte? ¿Dónde encontraremos mejor el goce propio del arte, en la sorpresa o en la previsión? La sorpresa excita curiosidades sin duda. Pero en el cumplimiento de la previsión, si ésta era un poco arriesgada, se complace el ánimo. Previsión se llama el secreto del ritmo, de cualquier ritmo. Previsión se llama el secreto de la arquitectura. Previsión, y no otro nombre, se llama el secreto del verso y de la estrofa.
Hemos exigido un poco de riesgo en la previsión, y con la misma razón reclamaremos un poco de limitación en la sorpresa. Quiere decirse que ninguno de estos elementos lo íbamos a tolerar puro. La cuestión es, pues, de más y de menos en la mezcla. ¿Qué nos satisfará mejor, un arte que se acerque a la libre contingencia o un arte que se acerque a la estricta legitimidad? En un extremo colocaríamos la literatura de ejemplaridad moral en sus formas más rudimentarias, las fábulas de Esopo o de otro cualquier clásico gnómico. Al otro extremo se acerca, más acaso que ninguna obra de la literatura universal, esa extraña e impertinente de André Gide, Los Sótanos del Vaticano.
Pero muy próximo al primer tipo está también Sófocles, el que hace que un rey tenga que sacarse los ojos como castigo a su propensión a la violencia, a su falta de serenidad. Y muy próximo al segundo está Shakesperare, el que hace sin escrúpulo que termine en un campo de batalla, y por limpio azar, la vida de un rey partido para otra empresa. Y no nos empacharía demasiado decidir entre Gide y Esopo, expulsar a uno de los dos del campo de la ortodoxia artística: pero decidirse entre Shakesperare y Sófocles ya es otra canción. No habrá otro remedio que declarar a la aventura legítima. Pero la declararemos legítima desde fuera, sólo cuando ya lo sea por dentro. Es decir, cuando haya en ella y en la sucesión de ellas, dentro de una obra, una parte de construcción, una parte de previsión, una parte de ritmo, de ley, en fin.
Temo que André Gide ande ya demasiado lejos de este límite… Y en cuanto a Pedro Lacor, digamos que para absolverle de sus culpas una virtud habla por él, y es la limpieza moral de su arte, su castidad. Yo temblaba cuando en mi lectura veía acercarse incidentes como el de Raquel en el lecho o la escena de su danza oriental. La vulgaridad o la selección de un temperamento de autor se ponen a prueba en momentos así. No ya de especias fuertes, pero siquiera de algún colorismo, más o menos equívoco, el autor ha estado sin duda tentado a sazonar la situación. Ha sabido no hacerlo. La tensa acción no ha permitido ni la concesión más nimia a las inferioridades ópticas. Y así Raquel, la del estilete de oro, se emparenta noblemente con la familia blanca de las creaciones femeninas de Edgard Poe, de aquellas mujeres alucinadas y alucinantes, puras y como lunarias, que se llamaron, con nombre misterioso, Berenice o Ligeia.
La aventura, predilecta de la acción, mata en rigor la voluptuosidad, contemplación siempre —¡y, después de todo, previsión siempre!—. Como los grandes jugadores, como los grandes aventureros en general, los grandes imaginativos no son sensuales.
Las voces silenciosas
Y ahora que hemos citado a André Gide, ¿qué debe pensar de la gran guerra ese hom­bre inquietante y sugeridor? Muchas son hoy en Francia las voces que callan cuando de ellas nos importaría oír el timbre, ya que no fuese la sentencia pronunciada. Sabemos de Maurice Barrès que permanece fiel a su nacionalismo, aunque ahora le busque, materialmente y con un poco de grosería, apoyos internacionales. Sabemos de Romain Rolland, que no ha hecho traición al gran principio de la unidad moral de Europa. Conocemos las semi-conversaciones de France y de Aulard, y a ellas atendimos, aunque la opinión de estos dos hombres no nos interese ya demasiado. ¿Pero qué nos diría, si hablase, un sub­jetivista furioso como Gide? ¿Qué un disociador profesional como De Gourmont? ¿Qué diálogo podrían trenzar sobre los problemas morales del actual conflicto aquellos dos incansables interlocutores, alternativamente ingenuos o escépticos, pero en toda ocasión tan inteligentes monsieur Delacure y monsieur Desmaisons?

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Última actualización: 11 de marzo de 2009