Eugenio d'Ors
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SERIES DE PRENSA DEL GLOSARIO
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LAS OBRAS Y LOS DIAS en España
XENIUS, «Las obras y los días», España. Semanario de la vida nacional, Madrid (edición facsimil Topos Verlag, Vaduz, 1982), 29-I-1915—28-V-1915.
Serie inédita, probablemente reservada para el volumen Amigo de Platón, nunca publicado.
  A José María Salaverría / Al señor Rodin / Al señor Maurras / A Pío Baroja
(España, 28-V-1915, p. 4 ( p. 208))
A José María Salaverría
Exacto. Fuertemente exacto lo de su artículo «Latinismo-Iberismo», publicado en ABC. «Roma fue, precisamente, lo que hoy se achaca a Alemania». Y al invocar el latinismo, no tenemos derecho a olvidarnos de Roma… Yo no la olvidaba. Y cuando en una nota sobre el periódico sevillano Bética (inclusa en una de las series anteriores de Las obras y los días) me inquietaba gozosamente en el despertamiento de una conciencia de latinidad en los finos espíritus andaluces, no quería referirme para nada a temas de cultura relacionados con el conflicto internacional de hoy. A un largo conflicto interior de España, sí. A la lucha perenne de ese latinismo, ese romanismo, al de Europa contra las fuerzas exclusivas del casticismo. Que tomarán un día pretextos árabes y al día siguiente pretextos ibéricos. Pero que serán los mismos siempre en su sentido profundo y esencial.
Sea Iberia expresión geográfica de un ideal político. Todos nuestros corazones se levantarán ante ella —y los corazones catalanes con singular y muy fuerte palpitación—. No sea Iberia expresión etnográfica de una fatalidad de cultura. Los doctos sonreirían y los amigos de la unidad de Europa y del sentido europeo en España torceríamos el gesto.
Al señor Robin
Quien leyó, hace medio año, las sazas que, encendido en patriótica furia, acababa de escribir Wundt en cuenta de Enrique Bergson, pudo ya comprender hasta qué punto, y mientras durase la complicación de una guerra de espíritus con la actual contienda de na­ciones, iban a ser olvidados, de una y de otra parte, no sólo los fueros de la inteligencia, pero aún los elementales respetos al sentido de medida. No me ha extrañado excesivamen­te, pues, cierta arremetida sin templanza que usted, señor Robin, nos ha dirigido a mis amigos y a mí, en punición a nuestro pecado de no pensar según la falsilla que quiere im­ponernos una parte de la Prensa francesa, heredera hoy del curioso color patriótico y sentimental, que ayer fue patrimonio exclusivo de Culotte rouge, Le petit caporal y otros innominables semanarios de cuerpo de guardia… Si el filósofo trataba tan desahogada­mente al filósofo, ¿qué podía esperar del reporter de rúbrica un oscuro amigo del saber, incurso en delito de haberse mostrado también un poco amigo de la justicia?
Hay, sin embargo, aparte de otras diferencias, una que complica singularmente el caso de usted, señor Robin. Y es que Wundt no se había dado nunca, que yo sepa, como amigo de Bergson. Wundt no le había adulado nunca. Wundt no había dicho de La Evolución Creatriz, como usted del Glosari (Mercure de France, Marzo de 1912; y perdón por la cita, que yo no tengo la culpa de verme forzado a traer), que era la Summa de los tiempos nuevos. Wundt no ha anunciado jamás, pobre Robin, que fuese a escribir sobre Bergson un ensayo sobre «una actividad de filósofo y de artista», al cual su Patria «fuese acreedora de tantos beneficios»; un ensayo como el que usted decía preparar «con una alegría mezclada a respetuoso y muy sincero temor».
Cuando haya pasado la tempestad, de un Wundt fácilmente olvidaremos el pésimo discurso, y, con el discurso, la injusticia. Aún nos quedará entonces, para inmortal admiración, su magna labor filosófica y la estupenda invención de dos ciencias. Pero, ¿qué nos va usted a dejar, pobre Robin, cuando queramos olvidar esas crónicas suyas, en vista de que de ellas han estado ausentes la serenidad, la buena fe, y aun la elemental exactitud de las citas, la seguridad del juicio, la honrada fidelidad de la información?
Al señor Maurras
Señor Maurras, ya que con tan paciente ardor se dedica usted a buscar en mis pequeñas glosas temas de grandes inquietudes para la gran Francia; ya que su celo no ha querido olvidar ni tal inciso ligero ni tal cuarto de frase en que la expresión de mi fidelidad al principio de la unidad moral de Europa, le ha olido a su perspicacia de usted a conspiración germanófila nefanda, ¿cómo no ha dado usted con ciertos fragmentos en que se explicaba por lo menudo qué clase de cómplices ideales tenía el nuevo espíritu alemán en tierra francesa? ¿Cómo ha callado referencia de algún pasaje en que precisamente se denunciaba la curiosa comunidad entre las opiniones autoritarias del nacionalismo que usted inspira con el otro autoritarismo que, en su lucha con la mentalidad liberal, hemos convenido que dibuja ideológicamente el esquema de la presente tristísima guerra civil?
Yo he dicho que hay siempre en esos grandes conflictos, en que entran en pugna dos maneras de civilización, sus simbólicos Condes Julián, sus simbólicos Don Oppas. Hay siempre aquél o aquellos que, desde el seno de uno de los partidos, llaman al otro, trabajan o han trabajado por el imperio de las fuerzas mismas que en el otro partido han encontrado característica encarnación… Afrancesados se llamaron en la España de los principios del ochocientos aquellos varones que comulgaban en el espíritu de libertad, que avanzaba con el avance de las huestes invasoras. ¿Por qué no llamaríamos germanizados a aquellos que en la Francia de hoy han clamado por el espíritu de autoridad que ha avanzado con el avance de huestes nuevas? Y éstos son lo suyos, señor Maurras. Éstos son los monárquicos, los nacionalistas, los imperialistas. Los que ya, apenas las angustias de la defensa les dan un momento de respiro, hablan de entrar en la heredad vecina y de arrebatar una parte de las tierras y de imponer encima de las otras la propia ley.
No voy a decir ahora si eso me parece bien o mal. No condeno, describo. Y de paso, advierto. ¿Quieren ustedes sinceramente rechazar cualquier influjo de la mentalidad alemana sobre el propio pensamiento, sobre la propia acción? Pues cuiden, capital y primeramente, de esa provincia de opinión pública. Fue uno de sus maestros, señor Maurras, fue De Maistre, si no me equivoco, quien escribió un día esta profunda palabra: «Hacer la contra-revolución, no es hacer una revolución contraria; es hacer lo contrario que la revolución». Aplique usted la profunda palabra del saboyano enérgico, ¡oh, intrépido marsellés! Hacer en Francia obra antiprusiana no consiste en hacer un prusianismo contrario: consiste en hacer lo contrario que el prusianismo.
A Pío Baroja
He aquí, querido conspirador metódico, una nueva manera de cantar el aria de la limitación. A los postres de un convivio filosófico, Octavio de Romeu levantaba la copa, y dijo:
«Esta libación es ofrecida a Hermes: patrón de enriquecimiento; patrón de límite también.
Hay que amar la propia pujanza; hay que amar igualmente los propios límites.
Lo más espiritual de las cosas, es tal vez su contorno puro.
Símbolo admirable: un triángulo y un ojo en su centro. Que cada cual sea, amigos míos, un triángulo de abnegación, de disciplina, de obediencia, abarcando un ojo de infinito, de omnicomprensión y de libertad.
Un triángulo es una cosa perfecta. Un pentágono no está mal. Un hexágono, un heptágono, pasen aún. Pero lo mejor que uno puede hacer, cuando ya empieza a volverse dodecágono, es inscribirse en un círculo.
El buen patriota amará a su patria; amará también los límites de su patria.
Enamorarse en la adolescencia, es un progreso; se pasa de amar la mujer a amar las mujeres. Casarse, en la juventud, es otro progreso: se pasa, de amar las mujeres, a amar a una mujer.
Cada palabra puede tener una resonancia infinita: buen escritor es el que renuncia a ella; los griegos no la utilizaron jamás.
El culto a los límites es la esencia del espíritu clásico.
Con la mano segura, con el corazón tranquilo, levanto la copa ofreciendo esta libación a Hermes, patrón de los límites, que los pone a mi flaca riqueza y los pondrá a mi corta vida».

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Última actualización: 23 de marzo de 2009