Eugenio d'Ors
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RETRATOS LITERARIOS
DIONISIO RIDRUEJO
«Eugenio d'Ors», Sombras y bultos, Destino, Barcelona, 1977, pp. 78-84 y 85-91.
Xenius en estatua

Vuelvo a los recuerdos. Dejé escrito que entre los homenots u hombres de fama y obra que conocí maduros cuando yo vivía en agraz, el más frecuentado fue Eugenio d'Ors.

d'Ors ha sido durante muchos años tema polémico en Cataluña. Era un desertor de la lengua y de la ciudad. Y de todos ellos el que más importaba. Incluso Pla, que, tomado por la polémica, es ingeneroso con él, reconoce la enorme importancia que el Glosari tuvo para la liquidación de los residuos del romanticismo y para la puesta en marcha de una cultura catalana aireada y puntual que saltase las bardas del localismo. Era el pensador y, como él diría, el heliomaco, el que traía, con nuevas maneras, la luz de Europa. Que su tendencia al estilo lapidario, a la acuñación gnómica de la frase, al énfasis, al distanciamiento de lo ordinario, repugnase al genio de la lengua y a la mentalidad por ella determinada, es cosa a discutir. También —por compensación— le libraba de llanezas, familiaridades o vulgaridades de que no estaba de más purgarla. Como la flecha de Saavedra, la lengua sube o baja, y lo que baja rebaja, mientras lo que sube tira hacia sí y cualifica. El punto suele estar en medio: ni dejarse las cosas atrás ni mezclarlas en un baratillo verbal donde pierdan el nombre propio. Pero yo no voy a ocuparme del d'Ors filósofo ni del d'Ors político, ni del d'Ors escritor. Respecto a todos ellos, el viejo y afectado «no me hable Vd. de eso» va cambiándose en un movimiento, aún no muy extendido, de reivindicación o recuperación. d'Ors era un catalán como un castillo, escrito en vernáculo o escrito en «la lengua del imperio». No hace mucho reproducía y glosaba el joven argonauta Porcel una idea del viejo y querido Rubió, con la que éste afirma que la horma que la lengua ha dado al pensamiento de los catalanes —o al revés— sigue tan patente cuando éstos se traducen a sí mismos —usan su «lengua de enlace»— como cuando usan la propia natural. O hay o no hay un carácter, un estilo, un modo catalán de ser y de pensar. d'Ors lo tenía, y lo tenía limpio de provincianismo, con apertura y con aliento. ¿Y es que por dimes y diretes de la política, la cultura catalana debería borrarle de su censo y privarse de él para siempre? Leyendo a mi amogo Joan Fuster u oyendo hablar a otros catalanes de nota, me ha parecido que la «recuperación» se produce y que —ideas aparte— la figura intelectual de d'Ors vuelve a buscar y a tener sitio holgado y cimero entre los suyos.

Ideas aparte, digo. Es mal vicio intelectual —y mala economía social— confundir la aquiescencia con la estimación. Lo he escrito varias veces. ¿Quién, entre los gustadores de las coplas de Jorge Manrique, está hoy de acuerdo con la «ideología» caballeresca y religiosa de su autor? ¿O quién necesita estar de acuerdo con el «espíritu objetivo» para admirar el talento de Hegel? d'Ors —que no era Hegel ni Jorge Manrique— fue admirable y admirado y lo seguirá siendo por quienes sientan como valores la inteligencia y el buen decir, la «agudeza y arte de ingenio», la fruición de la materia literaria y la alertada curiosidad intelectual. Y ello aunque no acepte ni las categorías, ni los eones, ni la doctrina de la inteligencia ni la ciencia de la cultura ni —claro es— las ideas sociales y políticas a las que d'Ors se acercó con tanto esteticismo. Pero aquí, además, vamos a recordar al hombre, a la persona y hasta —para decirlo con la afortunada frase de Cossío— el «espectáculo» que era d'Ors, representándose a sí mismo constantemente en un papel que él caracterizaba y escribía.

Por lo que hace a mi experiencia diré que mi afecto por d'Ors, mi gusto por su trato y mi admiración por sus estupendas representaciones fue subiendo más y más cuanto más me distanciaba críticamente de algunas de sus ideas al asumir mi propia aunque muy relativa madurez. Porque mi trato —aun impersonal— con d'Ors había comenzado por la admiración ciega y secuaz. Me parece que el primero de sus libros que cayó en mis manos fue la antología del Glosario editada por Calleja con traducción y prólogo de Maseras, el cual adoptaba la definición de Eberhard Vogel que había llamado a Xenius «el Sócrates de los modernos españoles». El libro, como cualquiera puede recordar, se abría con una glosa larga sobre Rierola, «el Amiel de Vich», que es un verdadero manifiesto del «noucentismo» en oposición al decadentismo postromántico (aún romántico) del fin de siglo que en Castilla se llamaría «el 98». El libro llevaba una nota doctrinal y biográfica ante el grupo de glosas de cada año —1906 a 1917— y terminaba con una glosa en la que d'Ors declaraba las líneas de su idealismo nuevo poniéndolo en serie con el de Platón y el de Hegel. El de d'Ors, dice él mismo, «consiste en buscar la idea en cada una de las objetivaciones concretas del espacio y del tiempo» y así entre otras en cada nación (catalanismo), en cada oficio (sindicalismo y ética de la obra bien hecha), y en cada etapa histórica (novecentismo). Por supuesto todo el sistema de las normas y los ciclos de eones, todas sus teorías sobre la tradición, la ironía, la santa continuidad, las oposiciones dicotómicas de barroquismo y clasicismo y mil cosas más, figuraban a lo largo de las glosas, cada una de las cuales parecía un alfiler destinado a pinchar el globo de un lugar común, de un valor o concepto de ordinaria circulación. Me deslumbró aquella lectura porque me introducía, con más facilidad que cualquier otra de las emprendidas hasta entonces, en el juego, casi deportivo, de las ideas. Del Glosario pasé pronto a La bien plantada publicada en la colección Universal que dirigía Morente y a la Grandeza y servidumbre de la inteligencia —su libro más socialista—, que publicó la Residencia de Estudiantes un año antes que el Glosario. Y lei el Cézanne, el gran manifiesto anti-impresionista y novecentista de d'Ors cuyo ejemplar editado por Caro Raggio conservo aún con una intraportada divertidísima que me dibujó en El Escorial Xavier de Echarri. Este libro me abrió también horizonte. La pintura dejó de ser únicamente un goce para convertirse en una cuestión. Y diré aquí, aunque no venga muy a pelo, que en aquellos años visitaba yo cada semana, casi ritualmente, el San Mauricio del Greco que estaba en El Escorial. Este cuadro quedaría como uno de los objetos significantes de mi vida y quizás a causa de ello la lectura —unos años después— de las Tres horas en el Museo del Prado no me causaría la misma emoción estimulante que me produjo el Cézanne. Gran teórico del arte, d'Ors mostró siempre una sincera preferencia por los valores de dibujo y composición y por los valores ilustrativos de la pintura y un cierto desdén por su materia. Lo que no me convencía. Pero, además, en el librito de marras los ejemplos están, a mi juicio, mal puestos. Vale lo de las formas que pesan y las formas que vuelan. Pero Poussin es demasiado endeble para servir de modelo positivo y el Greco demasiado intenso para servir de anti-modelo. d'Ors, por otra parte, no parece apreciar bastante el apasionamiento intelectual formalista, simbólico, del manierismo del Greco. Pero todo eso es otra historia. Como es otra historia que al cabo de los años la claridad orsiana resulte demasiada claridad, aunque siga sirviéndonos —y corrigiendo ese exceso— la estupenda intuición de que la ironía es la actitud más idónea para acercarse intelectualmente a la realidad que es la cosa clara del mundo.

Decía que d'Ors era ya, hacia mis diecinueve años, una de mis muletas intelectuales. Le había leído después que a Unamuno al que exorcizaba, al tiempo que a Nietzsche, frente al cual era como un sedante y mucho antes que a Ortega que, echándole más complicación al asunto, me lo hizo dejar un poco atrás, aunque siempre vivo. Pero en rigor yo no era aún un orsiano. Casi llegué a serlo cuando caía en el cenáculo de devotos suyos en Segovia por el año 1933. El Marqués de Lozoya, su sobrino Luis Felipe de Peñalosa y Francisco de Cáceres —dibujante entonces y luego periodista— juraban por él mientras cultivaban —en aquella hermosa ínsula de calma o marginación— una fantaseada nostalgia por el siglo XVIII. Especialmente Peñalosa se esforzó en introducirme en el pensamiento de d'Ors como en un sistema donde todo era claro. Demasiado claro. Pero a los veintiún años se desea que el mundo sea aprehensible, dominable de una sola vez, a un solo golpe de vista. Peñalosa —que fue para mí un pre-Aranguren en la apreciación cabal de d'Ors— esgrimía a d'Ors como una verdadera antorcha. Mi falangismo juvenil vino a ser así —el mismo movimiento lo era y no poco— resultado de mi orsianismo, sin que faltasen las referencias utópicas a un socialismo o un sindicalismo de gabinete que tampoco faltaba en las perspectivas del maestro.

Pero a todo esto yo no conocía al d'Ors viviente. Me lo imaginaba —la fotografía es mero auxilio de la imaginación— bello, monumental y quizá demasiado «puesto». La afectación no me extrañaba entonces. Ni el énfasis que, «en las naturalezas enfáticas, es natural». Ni la inmodestia, de cuya verdadera naturaleza tardaría años en darme cuenta. (Aquel «ojo de Europa», aquel Pantarca, aquel «ser como Goethe», aquel citarse en d'Ors, en Xenius o en Octavio de Romeu). Yo era un chiquito provinciano y no me disgustaban las estatuas. Un día lo vi —ya en 1935— saliendo él de El Debate, donde había domiciliado su Nuevo Glosario. Llevaba un traje muy bien planchado, gris oscuro con rayas blancas. Las estatuas no suelen aceptar la confrontación con sus modelos. Llevaba botines. Pero yo seguía leyéndole libro a libro en aquellos tan bonitos de la Editorial Sempere, Cinco Minutos de Silencio

La guerra, que fue un gran giro de rueda, nos situará en posiciones respectivas distintas. Cuando le conocí frente a frente —verbo a verbo—, dirigía una tertulia en la Pamplona militarizada. Disponía de un par de acólitos —el fino A. M. Pascual, el retórico Izurdiaga— y de media docena de oyentes casi amigos: Laín, Rosales, Vivanco, Torrente Ballester, Follaca, García Serrano. Un día pasó por allí el imaginativo y rústico Martín Almagro, el paletnólogo que nos contaba historias de los Celtas y del «matriarcado» de Krische. Cuando se marchó preguntó d'Ors: «¿Quién es ese pastor iluminado?».

Había, en esta etapa de d'Ors —aún distante para mí— un cierto exceso de caracterización. Invitado con insistencia a inscribirse en Falange, d'Ors exigió la ceremonia de armarse caballero y lo hizo en una iglesia quedándose a velar con la espada sin funda y un pastel con velas en el altar. Llevaba para lectura un devocionario francés. Oficiaba el P. Izurdiaga. El granadino Rosales contó la historia de un modo tan divertido que d'Ors nunca quiso saber más de él porque le suponía, además —y casi inexactamente— autor de un sonero satírico. En el periódico Arriba España, donde el Glosario se había hecho ya «novísimo», hizo o aceptó que le pusieran a la altura de la cabeza —en la pared donde se apoyaba su silla de trabajo— una invocación a los ángeles custodios. Se hizo además un uniforme pintoresco: camisa, «breaches» con lequis y zapato bajo, sombrero redondo. Cuando alguien una vez le dijo: «Maestro: Vd. cada vez más joven», el respondió: «No; cada vez más eterno». Seguramente fue ésta la época menos grata de recordar de la vida de d'Ors. Él no necesitaba aquellas zarandajas para ser quien era, la primera cabeza del medio ruedo ibérico que le acogía, y para los demás que le respetábamos y a los que todo aquello nos sobraba y mantenía perplejos. Pero duró poco. d'Ors salió de Pamplona para ser Director General de Bellas Artes y Secretario Perpetuo del Instituto de España, en el que él juntó las Academias, a la francesa. Siguió —y aún seguiría después— con el «tic» de la angelología fuente de ambigüedades pues sabido es que d'Ors —que no era católico más que en política— no hablaba de ángeles more theologico sino interpretándolos como símbolos de la personalidad humana en su potencialidad perfectiva: Su ángel era «su mejor yo» y por eso denigraba los «angelitos» del barroco y los de aspecto andrógino. Su ángel debía ser «el auriga de Delfos con alas»: su propio arquetipo clásico.

Todos estos aspectos de la representación de d'Ors eran —a las veces— desconcertantes. Yo nunca supe del todo cómo tomarlos. ¿Con ironía? Ése era su remedio. Su receta. No había otra. Pero lo cierto es que uno se quedaba sin saber si todo aquello de los ritos y los ángeles, como alguna de sus frases para mármol, eran simplemente bromas de su duende cubano con las que él ponía a prueba —con una técnica de distanciamiento— la estimación ajena.

Pero yo conocía también a otro d'Ors y de él me gustaría hablar haciendo punto y aparte. De ese otro d'Ors tuve ya un anticipo cuando con alguna frecuencia me lo encontraba almorzando —él solo— en un restaurante de San Sebastián. Observé que hacía siempre el mismo encargo: sabroso y sencillo. Se lo hice notar. «Es que usted aún no sabe que en todo, en la gastronomía, en el amor o en el sabor, el secreto del placer y del conocimiento está en la insistencia, en la monotonía». Cuando en esos banquetes horribles a que uno asiste, la carta ofrece «frito variado» yo llamo al camarero y le digo: «Por favor, a mí sírvame Vd. frito monótono».

La insistencia en una línea de continuidad sostenida, ¿no es el estilo de d'Ors, el secreto del valor orgánico de su desmigajado Glosario, de un frito variado reasumido en frito —nunca refrito— monótono?
Pero ahora quiero hablar del d'Ors visto de cerca y con amistad. Es capítulo aparte. Es hombre aparte.


d'Ors por el otro lado
El mando político le duró poco a Eugenio d'Ors. Si es que puede llamarse mandar a dirigir las Bellas Artes de un estado arruinado y a servir la secretaría de un grupo de Academias en reconstrucción. No sé cómo sucedieron las cosas pero seguramente d'Ors resultaba sobrante y lujoso a una administración todavía enteca. d'Ors era magnánimo. Sus proyectos grandes. Sus gustos poco rutinarios. Fuera como fuere d'Ors se quedó en su casa de la calle Sacramento como ciudadano particular aunque el aparato político que le debía la mitad de sus ideas —de la otra mitad más vale no acordarse— no dejase de tener con él algunas vagas, mezquinas, contemplaciones. Su Glosario novísimo estaba ahora domiciliado en Arriba. Escorial, al nacer, le ofreció sus páginas y su tertulia con todos los honores. Por razones obvias —incluso de «presencia»— d'Ors ejercía por aquellos años una especie de función principesca en el pequeño cuerpo intelectual salvado de «los desastres de la guerra». Publicó su Epos de los destinos: un pintor genial y anticlásico; un hechicero de Cuenca y el Rey Católico. La última de las biografías era «cupular», imperial y normativista. En la academia privada «musa musae», creada por J. M. Cossío, era punto fijo y eminente. Un día habló allí —presentando a Mourlane Michelena— sobre el estilo epigráfico o lapidario. En la tertulia del Lyon —historiada con estupenda amenidad por Cañavate— ejercía el pontificado. Pero a pesar de todas esas apariencias d'Ors era en aquellos años un hombre algo desamparado y menos favorecido de lo que sus aportaciones merecían. Las derechas siempre han pagado mal a la inteligencia y, por otra parte, d'Ors no podía dejar de ser irónico y, a veces, sarcástico. Cuando una vez alguien comentó que el Duque de Alba, en la Real Academia, presentaba una «gran vitola», el medio cubano d'Ors zumbón recordó que la vitola era cosa de cigarros puros y concluyó: «Sí, a su lado —al lado del Duque— el pobre ministro parecía un "farias"». Con esas libertades no se podía llegar lejos(1).

Mi segundo encuentro con d'Ors —más bien diría mi segunda y nueva etapa de convivencia con él, puesto que entre 1938 y 1942 le había visto y hablado muchas veces— se produjo en su tierra y por generosa y atenta decisión suya. En octubre de 1942 —a poco de mi ruptura formal con el sistema— el Gobierno me había enviado a vivir a Ronda sin pedir mi opinión. Lo agradecí. Ronda es hermosa. Pero mi querido amigo Juan Ramón Masoliver —la persona que más obstinada y eficazmente contribuiría a mi cambio de ideas— me escribió ofreciéndome, en nombre del editor de mi primer libro, una casita en San Andrés de Llavaneras. La proximidad a Barcelona era tentadora para mí y así conseguí que se me cambiase el lugar de confinamiento. Luego, las dificultades que encontré para sostener la casita, me hicieron refugiarme en un hotel de Caldetas. Para largos años —pues nunca lo perdería de vista del todo— me vinculé al Maresme. Comenzaba el mes de septiembre cuando, inesperadamente, recibí la visita de d'Ors. Venía a pasar el día conmigo y me traía una invitación de su amiga doña Montserrat Ribas para pasar el fin de semana en Alella. Estuvo, completamente apeado de su pedestal, humano, afectuoso y —como siempre— chispeante. (En términos de persona hablada d'Ors ha sido la mina de ingenio más rica y abundante que yo haya llegado a conocer).

¿Por qué este gesto de d'Ors hacia una persona que ni había sido riguroso incondicional suyo ni en aquel momento era otra cosa que un confinado político y un pobre escritor al que ni siquiera se podía nombrar? Siempre he imaginado que ese gesto de aproximación amistosa de d'Ors obedecía a un impulso de gratitud. Ello me daba la idea de hasta qué punto se había sentido desatendido en el Madrid de 1941 y cuán rica era —contra toda apariencia— la vena de afectividad y delicadeza viviente en el seno de su marmórea personalidad. Pero, ¿por qué la gratitud? Sin duda porque yo, cuando aún podía, me había ofrecido a él incondicionalmente y había propuesto a la Editora Nacional que publicase con todos los honores sus Obras Completas, desde el Glosari catalán hasta sus libros aún inconclusos. Había en d'Ors mucho de ingenuo y no poca de esa ingenuidad vivía —como luego veremos— con necesidad de halago, de reconocimiento, de «gloria». En seguida empezó a pensar en la edición en términos de magnificencia. Debían ser volúmenes algo enfáticos —el formato de la Biblia de Montserrat— y no tan abultados que resultasen inmanejables. Lo cual haría muchos tomos. Las personas que tenían la responsabilidad financiera de la Editora empezaron, como es lógico, a quitarle grandeza al proyecto y un día en que con otras dos personas estábamos reunidas con él en mi despacho de Escorial d'Ors formuló graciosamente sus sospechas de decepción en forma de parábola. «Cuando murió Maragall —nos contó— se formó una comisión para hacer un monumento con la heroína animal de su gran poema breve La Vaca Ciega. (Es la pieza —entrevero yo— más clásica y trágica del gran poeta. Va de lo pequeño a lo grande con estudiada naturalidad. Primero parece un tema sentimental, pero cuando la vaca levanta su testuz, armado y oscurecido, ese gesto resulta homérico). Pues bien el escultor elegido fue Manolo Hugué. El primer proyecto debía tener proporciones egipcias. Se trataba casi de una montaña modelada. Naturalmente parecía caro y se pensó que el doble del natural de la vaca aún sería imponente. Pero bien pensado se concluyó que aún sería más imponente —y más barato— el tamaño simplemente natural. Pese a lo cual, unos meses después se le pidió al escultor que redujese aún el proyecto porque el presupuesto se quedaba corto. Entonces Manolo se encaró a los comisionados y les dijo: "Pero bueno; díganme Vds. de una vez si lo que quieren hacer es un monumento o un bibelot». Aunque la edición de d'Ors no llegó a hacerse, mi obstinación en intentarlo debió conmover al maestro, que a partir de entonces dirigió hacia mí sus rayos de sol más acariciantes. Su presencia en Caldetas y su cuidado por ponerme en relación con la sociedad de Barcelona, lo demostraba.

Aquel fin de semana en Alella sería muy decisivo para mi vida no sólo porque d'Ors dejaba de ser para mí un monumento para convertirse en un amigo, sino porque en aquella casa que nos acogió vivía —era hija de la copropietaria de la finca y sobrina de mi anfitriona— una criatura que ya me había deslumbrado años atrás en San Sebastián y que ahora encontraba de nuevo natural y acogedora. Así d'Ors se convirtió —premeditadamente o no— en casamentero, porque aquella muchacha es —como suele decirse con fórmula irremplazable— «la madre de mis hijos».

El d'Ors que descubrí aquellos días me era impensable y por ello me impresionó hasta la ternura. Siempre he considerado que una persona que se divierte haciendo reír —que toma el papel de payaso con toda conciencia y dignidad— es una persona buena, verdaderamente abierta a los otros y graciosamente ironizada con respecto a sí misma. Pues bien, d'Ors hizo aquellos días el payaso, representó con una señorita de edad el «Dúo del Paraguas», cantó habaneras, cantó unas coplillas de su minerva contra la Nacional de Bellas Artes, y todo ello sin un solo instante de rebajamiento. Porque era el mismo d'Ors de siempre —impresionante— que, con toda sencillez, condescendía y regalaba.

Poco después d'Ors me impuso el tuteo, cosa a la que tardé tiempo en acostumbrarme. Y para mi mujer y para mi fue, en lo sucesivo, «Eugenio». En un aniversario mío se tomó el trabajo de poner mis días y los suyos en la dedicatoria de un libro: en el papelito del cálculo ponía: Dinisio 13.145. Myself: 23.880.

Era la época en que d'Ors volvía a su tierra, con querencia sentimental cada vez más irremediable. Se instaló en Villanueva —donde un día cumplió su retirada definitiva— y creó en su torno un grupo de devotos que cada año se reunían con él —nos reuníamos— a celebrar su santo en una cena. Por deseo suyo fui yo el «presentador» de esos homenajes la mayor parte de las veces. Entre las personas más jóvenes que asistían —convocadas todas por el doctor Farrerons, casado con la pintora Rosario de Velasco— recuerdo bien a Cesáreo Rodríguez Aguilera y a Oriol Bohigas. Entre el ardoroso Oriol y yo la referencia a d'Ors intercala aún —en la viveza de la discusión— el momento del abrazo. Nunca desde 1944 pasó d'Ors por Cataluña sin dejarse ver. En Madrid le vi menos porque Madrid me estaba vedado. A pesar de ello asistí una vez a una de sus célebres Candelarias y a una de sus reconstructivas y muy estimulantes reuniones de la Academia Breve. Y en el 52 le vi subir a su cátedra, tardía y efímera, del brazo de su fiel Nuccelle Castillejos.

Si en el d'Ors escrito —y que de tanto en tanto vuelvo a leer— encuentro siempre, entre temas de discusión, el rebrillo de una inteligencia formidable, del d'Ors hablado, del d'Ors íntimo y mano a mano, en el que se fundían la frase enfática pero autoironizada y la anécdota graciosa y picante, conservo un recuerdo conmovedor. Esa estatua que se bajaba del plinto, derretía su mármol y se ponía a reír a corazón abierto no es, seguramente, muy conocida. Pero es la que yo conocí mejor y la que más quise.

Casi siempre que pasaba por Barcelona d'Ors nos visitaba en San Cugat o nos invitaba a comer. Íbamos a sitios sencillos y el menú era sencillo también, regularmente. Los gustos de d'Ors eran —sin renuncia a los otros— bastante llanos. «Me gustan los huevos fritos porque "comen" mucho pan». En una de esas comidas nos contó que Eduardo Marquina era tan ávido cuando comía paella que, al terminar, no sólo miraba las partes del mantel sombreadas por el plato para ver si quedaba algún grano, sino que, además, se inspeccionaba las solapas de la chaqueta. Un día vino d'Ors a buscarnos para llevarnos a casa del mosaicista Padrós, en Tarrasa. Se trajo consigo al filósofo Pujols, que llevaba un bastoncillo de puño de plata y parecía un fauno travieso. Todo era decir chuscadas, malicias y paradojas. d'Ors le refrenaba con suaves tirones de rienda divirtiéndose. Le quería mucho. En materia de humor d'Ors se detenía siempre en el límite donde empieza lo grotesco, que al maligno Francesc le gustaba traspasar. Aquella tarde d'Ors puso en juego su arte especial para hacer solemne lo ordinario, como otras veces hacía —como quien guiña un ojo— irónico lo solemne. Impuso una especie de seriedad académica a una cena de amigos y gastó una hora de su ingenio para glosar y hacerme reproducir en síntesis una conferencia mía que no valía un comino. Era evidente que aquella solemnización no la hacía en servicio propio sino en honor de sus anfitriones, aun modestos si se descuenta el esplendor corporal y fisonómico de la dueña de la casa que era perfecta.

Entre las varias cenas de cumpleaños a que asistí —caían en otoño— se me hace inolvidable una, ya hacia los años últimos de la vida de Xenius. Por alguna razón o percance más o menos político —creo que un recuerdo de d'Ors a Cambó demasiado polémico— la concurrencia se retrajo. Éramos pocos. El restaurante era uno de la calle de Colón o del Puerto. Cuando se puso a hablar d'Ors pasó por la calle una banda de música. «Eso —dijo aprovechando la ocasión— es lo que desaparece ya en el mundo: el prestigio exterior de la gloria». «Yo —continuó— he perseguido siempre la gloria, el renombre, el reconocimiento ajeno; lo necesito; lo he buscado; vivo hambriento de él; podría, incluso, llegar a mendigarlo». Mi transcripción no es literal y queda pobre en patetismo. Pero en aquel sitio y en aquella hora me pareció estar oyendo la declaración de humildad más grande que haya escuchado jamás. Recordaba el dictado de Chesterton —tan poco apreciado por d'Ors— en el que se viene a decir que el orgullo, sentimiento de autosuficiencia, es insolidario y diabólico, mientras la vanidad —necesidad de reconocimiento ajeno— demuestra sencillez menesterosa, apertura de corazón, verdadera humanidad.

Quedó ese recuerdo para mí como una luz insospechable que envuelve la figura de d'Ors, que explica su mucha sociabilidad, su empeño de autoafirmación, su vanidad de personaje autoelegido —¿por qué no?—, su deseo de ser Goethe, y explica todo eso no desde una pétrea suficiencia sino desde una humanísima, insegura necesidad de ser en los otros, de ser criatura realizada por virtud de la caridad y la admiración ajenas. He conocido a ese d'Ors —su persona instante— y lo quiero.

(1) Para quien sienta interés por la anécdota precisaré que se trataba de la entrada en la Academia del Duque de Alba (don Jacobo), a quien contestó el Duque de Maura glosando el lustre de Toledos y Estuardos. Al día siguiente, en tertulia, se comentó el acto. Alguien, cargado de razón, argumentaba contra los académicos de valor simbólico —objetos o reliquias de la historia pero no agentes de ella ni meritorios por su obra—. A estas objeciones contestó el señor Castañeda: «Sí, pero lo que no puede negarse es que el Duque presentaba una gran vitola». Y de ahí vino la respuesta del pensador. El ministro —que presidía la sesión— era el señor Ibáñez Martín.

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Última actualización: 31 de enero de 2007