Eugenio d'Ors | |
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RETRATOS LITERARIOS | |
DIONISIO RIDRUEJO |
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«Eugenio d'Ors», Sombras y bultos, Destino, Barcelona, 1977, pp. 78-84 y 85-91. |
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Xenius en estatua |
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Vuelvo a los recuerdos. Dejé escrito que entre los homenots u hombres de fama y obra que conocí maduros cuando yo vivía en agraz, el más frecuentado fue Eugenio d'Ors. |
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d'Ors por el otro lado |
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El mando político le duró poco a Eugenio d'Ors. Si es que puede llamarse mandar a dirigir las Bellas Artes de un estado arruinado y a servir la secretaría de un grupo de Academias en reconstrucción. No sé cómo sucedieron las cosas pero seguramente d'Ors resultaba sobrante y lujoso a una administración todavía enteca. d'Ors era magnánimo. Sus proyectos grandes. Sus gustos poco rutinarios. Fuera como fuere d'Ors se quedó en su casa de la calle Sacramento como ciudadano particular aunque el aparato político que le debía la mitad de sus ideas —de la otra mitad más vale no acordarse— no dejase de tener con él algunas vagas, mezquinas, contemplaciones. Su Glosario novísimo estaba ahora domiciliado en Arriba. Escorial, al nacer, le ofreció sus páginas y su tertulia con todos los honores. Por razones obvias —incluso de «presencia»— d'Ors ejercía por aquellos años una especie de función principesca en el pequeño cuerpo intelectual salvado de «los desastres de la guerra». Publicó su Epos de los destinos: un pintor genial y anticlásico; un hechicero de Cuenca y el Rey Católico. La última de las biografías era «cupular», imperial y normativista. En la academia privada «musa musae», creada por J. M. Cossío, era punto fijo y eminente. Un día habló allí —presentando a Mourlane Michelena— sobre el estilo epigráfico o lapidario. En la tertulia del Lyon —historiada con estupenda amenidad por Cañavate— ejercía el pontificado. Pero a pesar de todas esas apariencias d'Ors era en aquellos años un hombre algo desamparado y menos favorecido de lo que sus aportaciones merecían. Las derechas siempre han pagado mal a la inteligencia y, por otra parte, d'Ors no podía dejar de ser irónico y, a veces, sarcástico. Cuando una vez alguien comentó que el Duque de Alba, en la Real Academia, presentaba una «gran vitola», el medio cubano d'Ors zumbón recordó que la vitola era cosa de cigarros puros y concluyó: «Sí, a su lado —al lado del Duque— el pobre ministro parecía un "farias"». Con esas libertades no se podía llegar lejos(1). Mi segundo encuentro con d'Ors —más bien diría mi segunda y nueva etapa de convivencia con él, puesto que entre 1938 y 1942 le había visto y hablado muchas veces— se produjo en su tierra y por generosa y atenta decisión suya. En octubre de 1942 —a poco de mi ruptura formal con el sistema— el Gobierno me había enviado a vivir a Ronda sin pedir mi opinión. Lo agradecí. Ronda es hermosa. Pero mi querido amigo Juan Ramón Masoliver —la persona que más obstinada y eficazmente contribuiría a mi cambio de ideas— me escribió ofreciéndome, en nombre del editor de mi primer libro, una casita en San Andrés de Llavaneras. La proximidad a Barcelona era tentadora para mí y así conseguí que se me cambiase el lugar de confinamiento. Luego, las dificultades que encontré para sostener la casita, me hicieron refugiarme en un hotel de Caldetas. Para largos años —pues nunca lo perdería de vista del todo— me vinculé al Maresme. Comenzaba el mes de septiembre cuando, inesperadamente, recibí la visita de d'Ors. Venía a pasar el día conmigo y me traía una invitación de su amiga doña Montserrat Ribas para pasar el fin de semana en Alella. Estuvo, completamente apeado de su pedestal, humano, afectuoso y —como siempre— chispeante. (En términos de persona hablada d'Ors ha sido la mina de ingenio más rica y abundante que yo haya llegado a conocer). ¿Por qué este gesto de d'Ors hacia una persona que ni había sido riguroso incondicional suyo ni en aquel momento era otra cosa que un confinado político y un pobre escritor al que ni siquiera se podía nombrar? Siempre he imaginado que ese gesto de aproximación amistosa de d'Ors obedecía a un impulso de gratitud. Ello me daba la idea de hasta qué punto se había sentido desatendido en el Madrid de 1941 y cuán rica era —contra toda apariencia— la vena de afectividad y delicadeza viviente en el seno de su marmórea personalidad. Pero, ¿por qué la gratitud? Sin duda porque yo, cuando aún podía, me había ofrecido a él incondicionalmente y había propuesto a la Editora Nacional que publicase con todos los honores sus Obras Completas, desde el Glosari catalán hasta sus libros aún inconclusos. Había en d'Ors mucho de ingenuo y no poca de esa ingenuidad vivía —como luego veremos— con necesidad de halago, de reconocimiento, de «gloria». En seguida empezó a pensar en la edición en términos de magnificencia. Debían ser volúmenes algo enfáticos —el formato de la Biblia de Montserrat— y no tan abultados que resultasen inmanejables. Lo cual haría muchos tomos. Las personas que tenían la responsabilidad financiera de la Editora empezaron, como es lógico, a quitarle grandeza al proyecto y un día en que con otras dos personas estábamos reunidas con él en mi despacho de Escorial d'Ors formuló graciosamente sus sospechas de decepción en forma de parábola. «Cuando murió Maragall —nos contó— se formó una comisión para hacer un monumento con la heroína animal de su gran poema breve La Vaca Ciega. (Es la pieza —entrevero yo— más clásica y trágica del gran poeta. Va de lo pequeño a lo grande con estudiada naturalidad. Primero parece un tema sentimental, pero cuando la vaca levanta su testuz, armado y oscurecido, ese gesto resulta homérico). Pues bien el escultor elegido fue Manolo Hugué. El primer proyecto debía tener proporciones egipcias. Se trataba casi de una montaña modelada. Naturalmente parecía caro y se pensó que el doble del natural de la vaca aún sería imponente. Pero bien pensado se concluyó que aún sería más imponente —y más barato— el tamaño simplemente natural. Pese a lo cual, unos meses después se le pidió al escultor que redujese aún el proyecto porque el presupuesto se quedaba corto. Entonces Manolo se encaró a los comisionados y les dijo: "Pero bueno; díganme Vds. de una vez si lo que quieren hacer es un monumento o un bibelot». Aunque la edición de d'Ors no llegó a hacerse, mi obstinación en intentarlo debió conmover al maestro, que a partir de entonces dirigió hacia mí sus rayos de sol más acariciantes. Su presencia en Caldetas y su cuidado por ponerme en relación con la sociedad de Barcelona, lo demostraba. Aquel fin de semana en Alella sería muy decisivo para mi vida no sólo porque d'Ors dejaba de ser para mí un monumento para convertirse en un amigo, sino porque en aquella casa que nos acogió vivía —era hija de la copropietaria de la finca y sobrina de mi anfitriona— una criatura que ya me había deslumbrado años atrás en San Sebastián y que ahora encontraba de nuevo natural y acogedora. Así d'Ors se convirtió —premeditadamente o no— en casamentero, porque aquella muchacha es —como suele decirse con fórmula irremplazable— «la madre de mis hijos». El d'Ors que descubrí aquellos días me era impensable y por ello me impresionó hasta la ternura. Siempre he considerado que una persona que se divierte haciendo reír —que toma el papel de payaso con toda conciencia y dignidad— es una persona buena, verdaderamente abierta a los otros y graciosamente ironizada con respecto a sí misma. Pues bien, d'Ors hizo aquellos días el payaso, representó con una señorita de edad el «Dúo del Paraguas», cantó habaneras, cantó unas coplillas de su minerva contra la Nacional de Bellas Artes, y todo ello sin un solo instante de rebajamiento. Porque era el mismo d'Ors de siempre —impresionante— que, con toda sencillez, condescendía y regalaba. Poco después d'Ors me impuso el tuteo, cosa a la que tardé tiempo en acostumbrarme. Y para mi mujer y para mi fue, en lo sucesivo, «Eugenio». En un aniversario mío se tomó el trabajo de poner mis días y los suyos en la dedicatoria de un libro: en el papelito del cálculo ponía: Dinisio 13.145. Myself: 23.880. Era la época en que d'Ors volvía a su tierra, con querencia sentimental cada vez más irremediable. Se instaló en Villanueva —donde un día cumplió su retirada definitiva— y creó en su torno un grupo de devotos que cada año se reunían con él —nos reuníamos— a celebrar su santo en una cena. Por deseo suyo fui yo el «presentador» de esos homenajes la mayor parte de las veces. Entre las personas más jóvenes que asistían —convocadas todas por el doctor Farrerons, casado con la pintora Rosario de Velasco— recuerdo bien a Cesáreo Rodríguez Aguilera y a Oriol Bohigas. Entre el ardoroso Oriol y yo la referencia a d'Ors intercala aún —en la viveza de la discusión— el momento del abrazo. Nunca desde 1944 pasó d'Ors por Cataluña sin dejarse ver. En Madrid le vi menos porque Madrid me estaba vedado. A pesar de ello asistí una vez a una de sus célebres Candelarias y a una de sus reconstructivas y muy estimulantes reuniones de la Academia Breve. Y en el 52 le vi subir a su cátedra, tardía y efímera, del brazo de su fiel Nuccelle Castillejos. Si en el d'Ors escrito —y que de tanto en tanto vuelvo a leer— encuentro siempre, entre temas de discusión, el rebrillo de una inteligencia formidable, del d'Ors hablado, del d'Ors íntimo y mano a mano, en el que se fundían la frase enfática pero autoironizada y la anécdota graciosa y picante, conservo un recuerdo conmovedor. Esa estatua que se bajaba del plinto, derretía su mármol y se ponía a reír a corazón abierto no es, seguramente, muy conocida. Pero es la que yo conocí mejor y la que más quise. Casi siempre que pasaba por Barcelona d'Ors nos visitaba en San Cugat o nos invitaba a comer. Íbamos a sitios sencillos y el menú era sencillo también, regularmente. Los gustos de d'Ors eran —sin renuncia a los otros— bastante llanos. «Me gustan los huevos fritos porque "comen" mucho pan». En una de esas comidas nos contó que Eduardo Marquina era tan ávido cuando comía paella que, al terminar, no sólo miraba las partes del mantel sombreadas por el plato para ver si quedaba algún grano, sino que, además, se inspeccionaba las solapas de la chaqueta. Un día vino d'Ors a buscarnos para llevarnos a casa del mosaicista Padrós, en Tarrasa. Se trajo consigo al filósofo Pujols, que llevaba un bastoncillo de puño de plata y parecía un fauno travieso. Todo era decir chuscadas, malicias y paradojas. d'Ors le refrenaba con suaves tirones de rienda divirtiéndose. Le quería mucho. En materia de humor d'Ors se detenía siempre en el límite donde empieza lo grotesco, que al maligno Francesc le gustaba traspasar. Aquella tarde d'Ors puso en juego su arte especial para hacer solemne lo ordinario, como otras veces hacía —como quien guiña un ojo— irónico lo solemne. Impuso una especie de seriedad académica a una cena de amigos y gastó una hora de su ingenio para glosar y hacerme reproducir en síntesis una conferencia mía que no valía un comino. Era evidente que aquella solemnización no la hacía en servicio propio sino en honor de sus anfitriones, aun modestos si se descuenta el esplendor corporal y fisonómico de la dueña de la casa que era perfecta. Entre las varias cenas de cumpleaños a que asistí —caían en otoño— se me hace inolvidable una, ya hacia los años últimos de la vida de Xenius. Por alguna razón o percance más o menos político —creo que un recuerdo de d'Ors a Cambó demasiado polémico— la concurrencia se retrajo. Éramos pocos. El restaurante era uno de la calle de Colón o del Puerto. Cuando se puso a hablar d'Ors pasó por la calle una banda de música. «Eso —dijo aprovechando la ocasión— es lo que desaparece ya en el mundo: el prestigio exterior de la gloria». «Yo —continuó— he perseguido siempre la gloria, el renombre, el reconocimiento ajeno; lo necesito; lo he buscado; vivo hambriento de él; podría, incluso, llegar a mendigarlo». Mi transcripción no es literal y queda pobre en patetismo. Pero en aquel sitio y en aquella hora me pareció estar oyendo la declaración de humildad más grande que haya escuchado jamás. Recordaba el dictado de Chesterton —tan poco apreciado por d'Ors— en el que se viene a decir que el orgullo, sentimiento de autosuficiencia, es insolidario y diabólico, mientras la vanidad —necesidad de reconocimiento ajeno— demuestra sencillez menesterosa, apertura de corazón, verdadera humanidad. Quedó ese recuerdo para mí como una luz insospechable que envuelve la figura de d'Ors, que explica su mucha sociabilidad, su empeño de autoafirmación, su vanidad de personaje autoelegido —¿por qué no?—, su deseo de ser Goethe, y explica todo eso no desde una pétrea suficiencia sino desde una humanísima, insegura necesidad de ser en los otros, de ser criatura realizada por virtud de la caridad y la admiración ajenas. He conocido a ese d'Ors —su persona instante— y lo quiero. |
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(1) Para quien sienta interés por la anécdota precisaré que se trataba de la entrada en la Academia del Duque de Alba (don Jacobo), a quien contestó el Duque de Maura glosando el lustre de Toledos y Estuardos. Al día siguiente, en tertulia, se comentó el acto. Alguien, cargado de razón, argumentaba contra los académicos de valor simbólico —objetos o reliquias de la historia pero no agentes de ella ni meritorios por su obra—. A estas objeciones contestó el señor Castañeda: «Sí, pero lo que no puede negarse es que el Duque presentaba una gran vitola». Y de ahí vino la respuesta del pensador. El ministro —que presidía la sesión— era el señor Ibáñez Martín.
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Última actualización:
31 de enero de 2007
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