Este día 25 de septiembre se cumple el décimo aniversario
de la muerte de Eugenio d'Ors. El X aniversario. Así, en número
romano, le va mejor, por romanidad helénica, al escritor y porque
esa X juega bien, un tanto misteriosamente, con la intemporalidad de una
criatura que siendo muy de su tiempo, tampoco lo fue del todo por ser
de muchos en una feliz, rara y elegante fusión de lo antiguo con
las mágicas adivinaciones de un futuro.
Aun coincidiendo su aniversario con los días del centenario de
Unamuno y la recordación de Feijoo, supongo que el recuerdo de
Eugenio d'Ors tendrá expresión en la memoria de algunos,
y no quisiera yo ponerle paño al púlpito ni sacar los pies
del plato en el banquete platónico-fúnebre en honor al gran
pensador, sabiendo que mi plato es pequeño, como de postre, en
su mejor medida. No quiere citas ni de cultura ni de cultivo este comensal
que acude, como soldado voluntario, a la cita con el recuerdo. No pretendo
levantarme, si es que los tiene, a la hora de los discursos. Lo mío
no pasa de ser una adhesión al supuesto homenaje, porque conocí
bien de lectura y palabra, de ausencia y presencia, al cantor de la "Bien
Plantada", tantas veces menos reconocido de lo que merecía.
Si largas fueron nuestras conversaciones en aquellos salones, más
desnudos que vestidos, de su madrileño caserón de la calle
del Sacramento, ¿cómo no recordar ahora las visitas que
le hice en el último verano de su vida en la ermita del Faro de
San Cristóbal, de Villanueva y Geltrú?
Estaban terminando de instalar en la casa un ascensor, cuyo recorrido
era de un solo piso, y que el escritor no llegó a utilizar. Estaba,
físicamente, Eugenio d'Ors muy acabado. Ya, en años anteriores
producía dolor verle arrancar de sus torpes piernas cuatro pasos
para ir de la terraza del restaurante de Villanueva, al que iba con frecuencia,
hasta la rubia arena del mar, o desde el coche que le traía a una
mesita del madrileño café Teide, las noches de verano, en
el paseo de Recoletos.
Estaba el escritor tan visible y dolorosamente acabado cuando le visité
por última vez y le propuse hacer unas fotografías, escribir
algo de nuestra conversación —era en "aquel" verano—,
y él me dijo, como si se tratara de unos exámenes, que lo
dejáramos para septiembre, yo comprendí, dolorosamente,
que en septiembre sería tarde. Y por desgracia no me equivocaba.
Fue Eugenio d'Ors el gran elegante de la cultura y uno de los seres que
he conocido con mayor ingenio en la conversación, de más
gracia con minúscula, que la Gracia con mayúscula le tocó
siempre como asidua diosa. Le habían, ya por entonces, hecho el
más insólito regalo: una tumba en Villafranca del Panadés,
acaso el cementerio que tiene los cipreses más bellos de España,
y me habló de ello con un ingenio patético y hermoso.
Nunca acompañó la justicia a la tarea de este gran escritor.
Se cernían sobre él la incomprensión de unos y la
envidia o cicatería de otros. Aun después de muerto, ese
despego y rencor viven todavía. En su décimo aniversario
yo no quiero aparecer confundido entre tantas confusiones.
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