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Eugenio d'Ors
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RETRATOS LITERARIOS
RETRATO DE AURORA LEZCANO
UNA VISITA A EUGENIO d'ORS

            [...] Él vivía en la casa de al lado de la mía, en la calle del Sacramento, entraña de Madrid. Ocupaba el piso bajo del palacio de Revillagigedo en el número uno, pero no nos conocíamos aún. Una tarde me llamó Teresa Torrellano para que fuera a merendar a su casa, que iba el filósofo, y quería presentarnos.  Estábamos los tres solos. Yo le conocía sólo de fotografías. Me encontré con un hombre alto y corpulento, muy elegante, con una hermosa cabeza de griego que pedía la clámide, una noble frente enmarcada por un pelo muy blanco, como de seda. Tenía sesenta y tres años, pero estaba prematuramente envejecido. Yo tenía entonces treinta y dos y me pareció un hombre mayor, aunque muy guapo. Iba muy bien vestido, de oscuro, y llevaba una flor en el ojal, del cual pendía una cinta de seda negra, al final de la cual se balanceaba un monóculo. Sus famosas cejas, espesas y grises, daban carácter a su fisonomía, y al abrigo de ellas brillaban unos ojos inteligentes, dulces a veces, irónicos, burlones, otras. Toda su figura tenía una gran dignidad y nobleza, y su sonrisa era muy atractiva, con unos dientes blancos y juveniles, perfectos, que conservó siempre. Su voz era baja y mesurada, apenas movía la boca al hablar, con un ligero acento catalán que convertía en eses las zetas, lo que daba a nuestro idioma un aire extranjero.
            Yo acababa de leer, en “Informaciones”, un artículo suyo sobre Lázaro, el resucitado, y en algunos párrafos no estaba conforme con él, pues siempre tuve predilección y amor por los Evangelios. Pensé en escribirle, pero no me atreví. Así que, ahora que le conocía, le dije: “He leído un artículo suyo sobre Lázaro y no estoy de acuerdo en algunos puntos.”, Él me miró, le debí parecer una atrevida, y, con una gentil sonrisa: “Nunca discuto con las bellas”. Me desarmó.
            Aquella tarde en que nos conocimos hablamos de su libro sobre los ángeles. Yo no le había leído más que en los periódicos y me regaló varias obras suyas con dedicatorias deliciosas: “La bien plantada”, “Tres horas en el Museo del Prado”, “Mis salones”, que leí con delectación. Mis hijos, entonces muy pequeños, le encantaban, y, algunos domingos, después de Misa de una -¡ay, sus violetas que me compraba a la salida!-, donde solíamos encontrarnos, les hacía ir a su casa, donde les repartía dulces y le divertía mucho escucharlos, especialmente al chico. Ahora, yendo hacia Villanueva, recordamos aquella Semana Santa inolvidable de 1948, en que él y yo fuimos invitados por nuestro querido Eugenio a pasarla en la ermita. Mi hijo tenía sólo siete años, pero ya era muy amigo del maestro. Con nostalgia nos parece verle cuando fue a recogernos a la estación de Villanueva en una tartana encantadora tirada por un ligero caballito. Iba todo vestido de blanco y se tocaba con un fino “jipi” traído de sus viajes americanos. Villanueva es un pueblo marinero que nos gustó mucho y él nos iba explicando al pasar. Había muchas barcas balanceándose en el agua y otras varadas en las orillas, y los pescadores componían sus redes defendiéndose del sol con rojas barretinas puestas. El Mediterráneo lucía unas aguas azules y tranquilas para recibirnos. En mi equipaje iba una caja de colores, pinceles y lienzos. La ermita nos esperaba, blanca y encalada entre enredaderas, a la orilla del mar. Él vivía allí como un griego de la antigüedad -entre viñedos y cipreses- que tuviera su villa en la falda de la Acrópolis. Serenamente, sobriamente, con señorío y silencio. Comía cosas que hubiese comido Aristóteles: ensaladas con frescos tomates y olivas, bien aderezadas por él con aceite y vinagre, algún ave ligera, peces recién cogidos aquella madrugada... Y hacía la vida de un filósofo de tiempos del Partenón. Madrugar mucho, escribir, enseñar, leer, comer sobriamente en una mesa lisa y rodeado de alguna obra de arte, en compañía de amigos dilectos. Dialogar con ellos, mirar el mar. Estar en silencio. Pensar. Volver a escribir.
            Mientras él dictaba por las mañanas sus escritos a la fiel Nucella, yo pintaba a la orilla del mar y el chico jugaba en la playa. Luego subíamos a la terraza y mientras yo escuchaba devotamente sentada a los pies del maestro, como otra María, el niño ayudaba a Nucella en la preparación de algún plato en nuestro honor o en el huerto de limoneros.  Aquellas comidas en su compañía mientras él decía cosas geniales, ¡fue una semana inolvidable!
[...]
            Allá queda en la ermita el retrato que le pinté por sorpresa una tarde en mi estudio de la calle del Sacramento, “en nuestra sacramental vecindad”, como él decía. Creía que yo trabajaba en un cuadro mío, y sentado frente al caballete me daba conversación que yo escuchaba, como siempre, con admirativa devoción. Mientras, rápidamente, bosquejé su magnífica cabeza, que, además de parecido, tenía la gracia de lo espontáneo. Una hora después, él se acercó y quedó sorprendido: “¡Pero esto ha sido una extracción sin dolor!”, exclamó.
            Recordábamos también aquel baile de Carnaval de 1947 que dimos en casa, de veinte parejas famosas del siglo XIX, en que d’Ors vino disfrazado de Goethe y estaba tan bien vestido y caracterizado que parecía el propio autor de Werther, al que tanto admiraba. Tomás Borrás dijo: “El maestro a quien siempre vemos un poco convertido en Goethe, hoy viene disfrazado de Eugenio d’Ors..” Recuerda el chico cómo él y sus hermanas, todos muy niños, atisbaban el baile por la rendija de una puerta, vigilados por su alemana que no les dejaba asomarse y todas las miradas eran para el maestro al que adoraban. Recordamos tantas y tantas cosas y anécdotas inefables del gran filósofo al que aún no se le ha hecho la debida justicia. El Tiempo y la Historia la harán; si no, los hombres. Ahí queda su obra escrita. Y los que tuvimos la honra de contarnos entre sus amigos y discípulos sabemos que fue una de las más grandes figuras del pensamiento español y que su conversación no tuvo igual en cuanto a ingenio y cultura. Y también puede decirlo el Arte. ¡Cuantos artistas que él alentó, ayudó y descubrió! Y nuestro Museo del Prado también lo proclama. Los mejores cuadros, Velázquez, Goya, Greco, etc., que, siendo director de Bellas Artes, fue a rescatar a Ginebra, a donde habían sido enviados por el Gobierno de la República, y que él, personalmente, fue a buscar y se trajo en el tren custodiándolos hasta Madrid. 
           


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Última actualización: 1 de febrero de 2015