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Eugenio d'Ors
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RETRATOS LITERARIOS
MERCEDES FORMICA

Nuestro piso entusiasmó a d’Ors. Habíamos traído muebles y cuadros de Sevilla, y don Eugenio, residente en un hotel de la Gran Vía, telefoneó para decir que contemplaba la posibilidad de vivir con nosotros [...]
            D’Ors no vino a vivir con nosotros. Se decidió por un bajo de la calle Sacramento, en la que fue morada de Antonio Pérez, secretario de Felipe II.
            Dos de sus admiradoras, la uruguaya Delia Azevedo y la cordobesa Pepita Fernández Castillejo, se ocupaban del maestro. El autor del Glosario las llamaba, en la intimidad, Marta y María. La española significaba lo doméstico, la acción; la sudamericana, la quietud, el espíritu.
            El padre de Pepita, republicano de solera, voluntariamente oscurecido, fue siempre amigo de d’Ors. El maestro tuvo noticia de su delicada situación política, hecho bastante frecuente en los confusos días de la posguerra. Decidió ayudarle y se trajo a la muchacha en calidad de secretaria. Tuve la suerte de asistir a la transformación de la simpática andaluza.
            A don Eugenio no le gustaba el nombre de Pepita. Y una noche, durante la cena, la lengua del maestro se apoderó del apelativo, haciéndolo vibrar:
            -Pe-pi-i-taaa. Pi-pa. Nuez.
            -Nuez. Del latín, nucella.
            -¡NU-CE-L-L-L-A-A-A! -gritó, triunfante.
            Y a partir de ese día nadie la llamó de otra manera.
            El ingenio de d’Ors resultaba fascinante. Algunas anécdotas reflejan esta faceta de su personalidad. Recién nombrado director de Bellas Artes y todavía la guerra indecisa, pasó Franco por Pamplona, donde el maestro tenía su residencia.
            -Supongo que me visitará- comentó.
            Un osado le señaló los estorbos: preocupaciones de la campaña, dificultades del protocolo. Sin desanimarse, don Eugenio puntualizó:
            -Napoleón fue a ver a Goethe y le rindió homenaje.
            -¡Pero usted no es Goethe!
            -¡Ni Franco Napoleón!
            Con exquisita ironía gustaba recordar las reacciones de un refugiado de guerra que ocupó su casa de Alfonso XII hasta el año 39.
            El hombre había guardado con infinito celo el testamento del padre de d’Ors, que sólo dejó deudas, y, a cambio, había quemado con-cien-zu-da-mente, para calentarse, todos sus libros, sin perdonar las mil cuartillas de un trabajo iniciado en 1935. Nunca olvidaré sus comentarios cuando le vi por última vez en Barcelona. Me crucé con don Eugenio en el vestíbulo del Ritz, donde se alojaba mi padre. Yo vivía con mi hermano Pepe en una pensión de familia de la calle Aribau, cerca del escenario de Nada, famosa novela de Carmen Laforet.
            Vestido con briches de montar, la fusta bajo el brazo, se interesó por el motivo de mi estancia en Cataluña. Le dije que venían a examinarme de derecho civil.
            -En mis tiempos de universidad -susurró- impartía su ciencia un catedrático odiado por sus alumnos. La madre del dómine había sido declarada venerable por el Vaticano, y cuando cruzaba el patio, la grey estudiantil, rencorosa y vengativa, murmuraba: ¡Hijo de saaanta! ¡Hijo de sa-a-a-an-ta! 
            El día de la Candelaria, invitaba a las típicas fillols. La paciente Nucella disponía un fuego portátil, y en fila india los invitados aguardábamos la entrega de una pequeña sartén impregnada de aceite, en la que se vertía la crema de las obleas. Se calentaba el conjunto, se lanzaba al aire la fillols y se recogía procurando que no cayese al suelo. D’Ors disfrutaba mucho, con una mezcla de ingenuidad, ingenio y sentido del humor.
[...]
            Hoy existe la consigna de silenciar al autor de las Glosas, de La bien plantada, de las Tres horas en el Museo del Prado y de tantas otras. A excepción de Umbral, que algunas veces lo cita, las nuevas generaciones lo ignoran.
            Además de sus muchas cualidades -creatividad, sentido de la organización, capacidad de trabajo-, rechazaba el tópico y la vulgaridad. Su amor por la estética y su humorismo alcanzaban límites inconcebibles. De d’Ors se puede decir que ha sido el más grande filósofo de las artes que ha tenido España. La pintura moderna le debe lo que es.



Escucho el silencio. Pequeña historia de ayer
, Planeta, Barcelona, 1984; recogido en Memorias. Visto y vivido. Escucho el silencio, Renacimiento, Sevilla, 2013.


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Última actualización: 18 de enero de 2015