Lo trajeron -hace ya ocho años- por una carretera pródiga en curvas, abierta en la falda de pequeñas colinas, entre vides, algarrobos y verdes pinos, esquivando los camiones que abastecen la vida comercial de Villafranca y los carros aldeanos, en esta zona todavía abundantes. Hasta Olérdola, la carretera va emboscada, agazapada y cruza cauces resecos de viejos torrentes que las lluvias invernales vltalizan de cuando en cuando; pero en Olérdola la carretera se abre sobre la planicie del Panadés y apunta en derechura a la ciudad.
Habla muerto en la ermita, en su famosa ermita de Villanueva, el 26 de septiembre de 1954. Don Eugenio le echaba mucho empaque literario a aquel rincón, próximo al faro, en el que habla suplido, con donaire muy suyo, ciertas limitaciones materiales. Le llamaba ermlta, si; pero cuantos le conocimos sabemos bien que nadie con menos vocación de ermitaño ha existido nunca bajo la capa del cielo que aquel magnífico e inolvidable Eugenio d'Ors, cuya morada definitiva he venido a visitar esta mañana, última del estío. Don Eugenio era un catalán de pro que, en el goce y paladeo de la conversación, daba ciento y raya al ateniense que más lo fuera, nacido para comunicarse con sus semejantes, para nutrirse de ellos y servirles generosamente el tesoro de su cultura y de su ingenio (ingenio, consonante de· Eugenio). Su ermita, pues, lo era en la medida en que le servía de refugio; pero a él le complacía más lo que tenía de refectorio que de islote. Nada de ajenarse en su seno a la vida circundante; D'Ors, al contrarlo, se apresuraba a meter en su recinto cuanto palpitaba fuera de ella, y de su mesa de trabajador tenaz todo salía después aquilatado, pesado, ordenado y medido con exquisito pulso. De allí, digo, le trajeron un dia como el de hoy a su destino final.
El cementerio de Villafranca es el reino de los cipreses. Hay casi tantos como tumbas, y D'Ors, que habia elogiado, con motivo, los que pueblan aquel en que yacen, bajo el cielo de Roma, Shelley y Keats, "hijos esplínicos de la niebla y de la romanza", tal vez lo prefirió por eso.
Primero le guardaron en un nicho. El encargado del cementerio nos da sus señas con la precisión de una guía de teléfonos. "El nicho doce del hipogeo dos del recinto tercero", nos dice. Y nos lo muestra vacío. Pero años después fué trasladado a su enterramiento definitivo.
Es un pequeño mausoleo. En el centro hay un sarcófago de piedra oscura, patinada por el tiempo, que protege un ángel. En el frente de ese sarcófago, una inscripción sobre una lápida de un blanco hiriente: "A Matilde." En primer término, en el suelo, una losa con dos grandes anillas, y fuera de la reja que lo limita, a ras de tierra, una inscripción que dice sencillamente: "1882-1954. Eugenio d'Ors Rovira-Xenius."
Al lado de este mausoleo hay otros, y otros más, que pertenecen a acomodadas gentes del Panadés, miembros de la postrera tertulia de quien supo en vida enriquecer tantas.
Era ritual, según me tiene contado José María Cossío, que los componentes de la del Lión le acompañasen hasta la calle del Sacramento. La gloria literaria no se expresa nunca con clarines, desfiles o dalmáticas, sino con pequeñas ceremonias a ese tenor. Cuando, cierta tarde, apareció Anatol France en uno de los cafetines de Montmartre, los bulliciosos e iconoclastas bohemios que lo animaban se pusieron de pie, en silencio, a modo de homenaje. Esos escuetos testimonios de respeto, venidos de quienes no son propicios a prestarlos, sirven de compensación espiritual al hombre de letras, falto de otros oficiales acatamientos. Eso y la posteridad. El hombre de letras piensa más que nadie en la posteridad. A ella lo pide y de ella espera, muchas veces, la justicia que sus contemporáneos estrictos le regatean y el consuelo para la infiel y volátil atención de quienes vivieron a su misma hora. D'Ors cosechó, a lo largo de sus muchos años de magisterio, la admiración de los mejores, dentro y fuera de España; pero la inmensa mayoría de sus compatriotas le dejó morir sin entenderlo y, por tanto, sin saborearlo. Su prestigio fué, pues, minoritario, pero hondo y aureolado de una humana simpatía, que Ortega, por ejemplo, no arrastró consigo en igual medida. D'Ors fué un hombre eminentemente sociable en el más trascendente y en el más banal sentido de la palabra, y aun bajo los zarpazos ya de su enfermedad final no hubo invitación, por discordante que fuera -desfile de modelos, te benéfico, cóctel de embajada-, que don Eugenio desatendiese. Bien al contrario, se presentaba en todas, y era una delicia acercársele, porque el humor brotaba de él con una agudeza y un brillo maravillosos. De esas incursiones suyas al mundo frívolo madrileño nacieron mil historias, que quienes las cuentan han dado en la vena de repetir imitando su prosodia característica, aquel escanciar la palabra sin visible movimiento de labios, montadas sobre una media sonrisa que le hacía superior, por inteligente, al mundo que le rodeaba. Se diría que a los ocho años de su tránsito, lo que de él queda con mayor vigencia son esas anécdotas y no su inmensa y monumental categoría. Quizá sea ése su sino, porque con su obra acontece igual. Su "Glosario" servirá de guía a quienes deseen saber qué fué lo más importante de cuanto en el terreno de las ideas sucedió a lo largo de muchos años en el mundo, día por día; pero nadie se asoma a él. Sucédense, sin embargo, ininterrumpidamente, las ediciones de "Dos [sic] horas en el Museo del Prado" y las de "La bien plantada". Acaso esta última, a la que ignoro qué importancia le atribuyó en vida, sea la que le garantice la permanencia futura, de donde su inmortalidad, como la de Gutierre de Cetina, le vendrá, por una obra pequeña, aunque maestra, ya que, de hecho, "La bien plantada", sobre todo por estos confines por los que anduvo y esplendió su luminosa silueta, sigue viéndose permanentemente viva y graciosa y aún se la aguarda, como si debiese presentarse en aquel paseo, en aquella reunión,en aquel concierto...
El caso es que a don Eugenio, que cuando no tenía al alcance de su diálogo otros contertulios hablaba por hablar con Octavio Roméu, le llegó, para tristeza nuestra, la hora del silencio. "Cuando ya esté tranquilo", había dicho, haciendo sinónima de la tranquilidad la muerte, y a esta estancia de tranquilidad suprema le trajeron un día sus deudos y amigos, sus discípulos. Ya está, pues, tranquilo hasta la eternidad.
Adorno de su tiempo, será difícil que le olvidemos; sísmógrafo agudísimo, ¿dónde encontrar su equivalente? Maestro indisputable, ¿quién reemplaza su magisterio? Cuando un barco de su arboladura no regresa a puerto, se tiene la impresión de que es imposible poner sobre la mar otro que valga tanto.
Yo no traté al D'Ors juvenil,de quien no pude ser, por razón de edad, otra cosa que espectador lejano, sino al D'Ors maduro y a lo último, caduco, arrastrando penosamente su ya vencida gallardía, pero con la aún leonina cabeza profesoral enhiesta, de la que le colgaba, como una medalla universitaria, la cinta del monóculo, dueño siempre de la palabra centelleante y precisa. Se le llena a uno el alma de aspereza al verle aquí, y se piensa en su casa de la calle del Sacramento, donde, si no fuese tan rapaz la muerte, seguiría hablando de la cúpula y de los ángeles, presidiendo su Academia Breve, complaciéndose en absorber porosamente los aires nuevos y discerniendo, con su talento definiorio, el oro del dorado.
Pienso en todo ello esta mañana de septiembre, con un sol enterizo y sin quebraduras que cae a plomo sobre el cementerio de Villafranca y ordena la sombra de los cipreses como a carboncilo en los senderos y aguza, hasta hacerlos metálicos casi, los pinchos de las cruciatas y arranca destellos a los retratos en esmalte de los muertos que ilustran muchas tumbas y nos los muestran tan saludables para movernos a aflicción.
El automóvil que aguarda en la puerta me devolverá a Madrid y al otoño. A mí se me antoja esta visita adecuada, como ninguna otra, para cerrar con ella mi agenda de verano. |