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Eugenio d'Ors
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RETRATOS LITERARIOS
CARTA A MI VECINO
RAFAEL MARQUINA
(Información, La Habana)

 
Querido Salazar Chapela:

Ya sabe usted con cuánta emoción después de tantos años de dispersiones, le vi asomado al ventanito, a mi vera, mirando al mundo, como yo, desde sus soledades de español, en un constante estar en lo que acaso no somos y con callado orgullo de ser donde la vida quiere que estemos. Muchos, muy heterogéneos recuerdos —¡oh, aquellos días lejanos de la CIAP, con su espectacular «suspensión de pagos» por veinte millones de pesetas que llegó a alarmar a la casa Rostchild!— se alzaron de repente en la distancia sintiéndole a mi lado.

¡Con qué gusto leo y admiro sus crónicas, tan ágiles, tan universales y a la vez tan hondas en la buena gracia de su sutileza! No nos engañamos quienes advertimos en usted un gran escritor cuando nos sorprendió con la publicación de su novela Pero sin hijos. Todo cuanto después he leído de usted —compañero cotidiano en menesteres editoriales durante muchos meses, siempre compañero y amigo sin necesidad de la frecuentación diaria— me ha confirmado en ese juicio aumentando mi deuda de lector agradecido.

Perezoso soy —usted lo sabe— en el cultivo de la correspondencia.  Suele ocurrirme, además, que mis quehaceres me impiden mi quehacer más gustoso o más soñado. Sueño, pues, muchas cartas que no llego a escribir por hacérseme inasible la coyuntura propicia a la larga confidencia que quisieran ser, en los sendos casos, las cartas que no escribiré nunca, pero que le he dictado muchas veces a mi silencio quieto y recogido.

Pero puesto que tantas veces nos asomamos al mismo tiempo a las ventanas fronteras para mirar esta provincia del Reino de Dios que es, según Toynbee, el mundo en que vivimos, se me ocurre que ha de serme lícito y consentido saludarle una buena mañana, ésta de hoy, por ejemplo, igual a cualesquiera otras, para decirle, con afecto, amigo de siempre, vecino en las lejanías!

Porque le debo a usted testimonio de agradecimiento por las amables alusiones con que me recordó en su certero, jugoso artículo escrito en evocación de la persona apersonada y solemnial de Eugenio d'Ors (q.e.p.d.).

Le puso usted en pie, con un modo de exactitud que le hinchaba de jadeo vital el pecho muerto. Como usted allí decía era Ors, y sobre todo y en todos sus escarceos y trabajos, en sus venturas y aventuras, en sus filosofismos y sus criticismos, esencialmente un gran escritor. Por serlo en la verdad pura de su ser, pudo con gracia mediterránea, categórico en lo anecdotario, ejercitarse en todas las hazañas; le salvaba la arbitrariedad de la facecia limpia, de la cultura en juego, de la belleza en calistenia.

Me precio de haber ser sido quizá el único español que no se «peleó jamás» con Eugenio D'Ors ni con Valle Inclán; a falta de otros, es un mérito. Y en cuanto a Ors, ni siquiera me movieron a rencilla las arbitrariedades de su «Xenius» (de su genio). Ni las habilidades de su ingenio en los tratos y contratos que cumplía a su modo personal. Le guardé amistad y admiración muy sinceras y le tengo en mi devoción, sin claudicaciones ni renuncias. Usted, que nos ha tratado a los dos, sabe lo que esto vale, significa y define. Le agradezco, pues, sus alusiones, que, como traductor de La Ben Plantada y de El Valle de Josafat, ha tenido para mí.

Por lo demás, fue muy varia en alternativas vitales mi larga amistad con aquel extraordinario dandy de las ideas. Podría a este propósito escribirle a usted, muy por lo prolijo, una larga carta de esas que tengo soñadas, que me gustaría escribir y que estoy seguro no llegaré a escribir nunca. Hará ya —vale más que no contemos los años— mucho tiempo que conocí a Eugenio, a Xenius, cuando aún no había iniciado su Glosario en La veu de Catalunya con aquel denuedo de agresión intelectual y de audacia orgullosa y sapiente que le mereció ser llamado por el escritor francés, entonces en boga, Marcel Robin, «el más extraordinario colaborador que haya tenido diario alguno». El día en que me lo presentaron (Café Continental, Barcelona), vestía con esmero juvenil y estridente: recuerdo los pantalones que le alcanzaban casi hasta el pecho, y le acompañaba Jacinto Grau (que después fue su polémico contradictor) muy interesados ambos en un drama, Después del milagro, que pensaban escribir —o estaban escribiendo— en colaboración.

Pero... ya esta carta ha de terminar. ¿Entiende usted ahora por qué se me han quedado por escribir todas las cartas que he deseado enviarle a Londres? En este mundo para gentes que lo vivimos escribiendo, no hay tiempo, no hay modo, no hay espacio para escribir cartas. En fin, querido amigo y compañero, excúseme, pero sépame lector suyo, muy adicto y constele mi gratitud por su buen recuerdo.

No le digo hasta pronto ni le prometo reincidencia. En esto, como en todo, Dios dirá. En sus manos está mi vida, que es harto mejor lugar para ella que las rodillas de los dioses. Muy suyo, de veras.



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Última actualización: 1 de septiembre de 2012