Eugenio d'Ors
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RETRATOS LITERARIOS
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EUGENIO d'ORS
(Xenius)
Retrato de Jacinto Grau Delgado
(en Jacinto Grau Delgado, Estampas, Hachette, Buenos Aires, 1941, pp. 59-69; reproducido en J. Grau Delgado, Don Juan en el tiempo y en el espacio, Raigal, Buenos Aires, 1953, pp. 93-103)
Lo patético del gesto no pertenece a la grandeza; el que tiene necesidad de pose es falso… ¡Guardaos de todos los hombres pintorescos! Federico Nietzsche, en Ecce homo.

Léase Eugenio Ors y Rovira, que son los nombres auténticos de este particular, nato y perseverante simulador de filosofía, de arte y de vida, que supo hacerse su propaganda cual un reducido Estado, tuvo discípulos incautos, cierto renombre, respeto en algunos sectores y hasta en algunos países americanos de habla española se le llegó a llamar “pequeño Sócrates”. El adjetivo pequeño habla muy en favor del natural espíritu crítico de esos países, que por estar muy lejos del filósofo griego, pudieron confundir, momentáneamente nada más, el sordo tambor filosófico, con resonancias de parche, de la viscosa filosofía de Xenius, con la abundante transparencia verbal, cuya genialísima ironía socrática nos refleja tan bellamente Platón y nos glosa Xenofonte.
Entre Ors y su obra se interpone un abismo. La obra, recortada cautamente, pobre, medida y retocada, con una gran anemia de estilo, hábilmente disimulada con la erudición y una afectación constante de superioridad dogmática, es una falsificación de mérito. No puede conseguirse sin mucha lectura y estudio asiduo. Pero así como un complicado billete de banco, lleno de firuletes, firmas y grabados, habilísimamente imitado, con perfección de prodigio, no deja de ser falso, si no es verdadero, por mucha que sea su pericia imitativa; así las ideas y la filosofía nacidas del alto espíritu simiesco de un hombre y no de la emoción y del pensamiento directos ante el Universo y sus cosas, no deja de ser también una simulación, sin valor trascendente, por diestramente que esté urdida la copia o parodia de ese pensamiento y emoción. La obra de Ors //94// no es un portento del arte de la copia, como algunos billetes bancarios o documentos famosos en los anales de las falsificaciones célebres, pero tiene el suficiente número de cualidades de un buen reproductor, para ser también muy notable y engrosar la nomenclatura de las falsificaciones dignas de tenerse en cuenta, pertenecientes a un orden noble, ya que es más distinguido y laudatorio falsificar ideas que papeles de circulación fiduciaria, pero en un plano más elevado que el de un orden social transitorio, es igualmente inmoral, porque en ese plano es más censurable falsificar ideologías insinceras que valores puramente materiales. Claro está que en el bajo arte de falsificar pinturas, músicas, esculturas y literaturas, acompañan al señor Ors bastantes figuras, algunas muy famosas pasajeramente, pero esto no es una circunstancia atenuante para la crítica penetrante y honesta, que no por darse poco deja de existir, de vez en vez, ayudando a la gran criba del tiempo que fija los grandes valores reales en la posteridad.
Pero si la obra de Ors apenas puede resistir el pasar de los años, estando destinada, como los simples retratos fotográficos, a descolorarse en los confines del álbum de familia o de antologías locales, la persona, en cambio, merece un cronista tocado de la gracia expresiva, que la componga y enderece, logrando hacer de ella un retrato inmortal, ahondando en su carácter y perfilando sintéticamente toda el alma íntima de este contrahecho titerero del levante catalán, digno de pasar a constituir la musa de un retablo escénico y de ser trasplantado del teatro del mundo al teatro de la fábula, por un autor de la talla del irlandés Singe, el cual, por otra parte, a pesar de su muerte prematura, nos dio, entre otras admirables, la genial farsa que traducida al francés lleva por título: Le Baladin du monde occidental. Este farsante del mundo occidental, en la anécdota y carácter, no tiene nada que ver con Xenius, pero en lo de bailarín y farsante no le supera, ni siquiera iguala, a pesar de estar insuflado por el arte magistral de un gran poeta dramático contemporáneo, que podía aún vivir en nuestros días, contando menos años que su colega y coterráneo Bernard Shaw.
La persona de Ors, con el que hemos convivido en intimidad espiritual gran parte de nuestra mocedad y juventud, //95// está llena de jorobas por dentro. Por tanto, invisibles para el sentido externo de la visión, pero muy prontamente advertibles para el prójimo sensible. Esas jorobas: rastacuerismo nativo, delirio de grandezas, ambición desmesurada, sin heroísmo para lanzarse con ella abiertamente en la lucha por la vida, afán inmoderado d’épater le bourgeois a todo trance, venga o no a cuento, y un terrible, pavoroso temor a lo cursi y a pasar sin ser advertido, temor muy recóndito, vaga noción de un complejo dramático de inferioridad, con el que está en lucha desde que tuvo conciencia del vivir, y cuyo posible descubrimiento, por cualquier crítica aguda, le produce sensaciones de catástrofe y un deseo defensivo de disfrazarse continuamente a sí mismo para pasar por lo que quisiera ser, sin serlo; de ahí un continuo alerta penoso, envenenador implacable de su vida… Esas jorobas, unidas a una imaginación poco difusa y potente pero intensa, y a una inteligencia y memoria despiertas, han estrujado y martirizado la vida de Ors, envenenándole con una persistencia de maldición el entendimiento, el sentir, la mocedad y toda la existencia, en fin. Estudioso, poeta y artista, sin dimensiones profundas, se asimila tempranamente una cultura bastante extensa, limitada en ciertas direcciones, por imponérselo así el peso imburlable de las mentadas jorobas. Había que ser brillante, selecto y original en todo trance, y dar el mayor camelo posible para defenderse de los demás y de sí mismo. De ahí que lo mejor de su positivo talento y lo más ahondado en sus estudios no pudieran funcionar espontáneamente, envenenándose y resistiéndose hasta disminuirse paulatinamente, en un ignorado y doloroso sacrificio a la vanidad y al éxito. Y para mayor pesadumbre del sacrificio, la autoobligación tiránicamente impuesta del uso continuo, sin vacación ni respiro, de una carátula más o menos modificable, según las circunstancias, pero siempre carátula artificial, encubridora torturante y opresora de toda espontaneidad de movimiento y ademanes… E insensiblemente, por una endósmosis, esa carátula pasó también al ánimo y fue cuadriculando, cercenando una originalidad y una agilidad espirituales que perdieron fuerza al ser dirigidas con fines prácticos, como las economías de ciertos Estados modernos, y es del viejo género cómico que Ors, gran desdeñador del teatro que llamaba arte inferior, //96// sea precisamente uno de los personajes más teatrales de su mundo y de su tiempo.
Hechos, biografías de la persona, a modo de anecdotario verídico, darán la medida al buen entendedor, después de lo dicho, fácilmente comprobable ojeando la obra del señor Ors, de la real humanidad de Xenius, según el cual toda anécdota rebaja siempre, lo cual no tiene exactitud de observación, ya que también la anécdota engrandece, poniendo de relieve excelencias de carácter, de espíritu, de originalidad o de personalidad.

*
Eugenio Ors y Rovira, cuando estudiante de derecho, Xenius o Eugenio d’Ors, cuando doctor, ensayista público y filósofo, era hijo de un médico modesto e inteligente, muy natural y sencillo, franco y honesto, amigo de llamar a las cosas por su nombre vulgar, en toda conversación corriente. Esta falta de estilo paterno fue uno de los agobios en la vida moza de Ors, que entonces vivía con el simpático autor de sus días en un prosaico tercer piso de la Ronda de San Antonio, en Barcelona. La señora madre de Ors y Rovira, nacida en Cuba, y de castellano hablar, murió cuando era aún muy joven el autor de La bien plantada. El amigo Ors se saturó de buena literatura francesa, leída en el idioma original, y se adscribió al movimiento catalanista, decretando suprimir moralmente a Castilla, a su historia y a su influencia. Pero el catalanismo de Ors no podía ser el corriente y menos el familiar. Odiaba los cantos de cuna, la ordinaria burguesía, los dichos catalanes en uso. Los odiaba con la misma saña que odiaba a Espronceda, al magro romanticismo español y a Echegaray. Los autores de primer orden contemporáneos ibéricos no los citaba nunca; silencio absoluto para Galdós, para Unamuno, para la Pardo Bazán, para Clarín. Sólo se salvaba de los odios de Ors don Juan Valera, que un día, ya ciego, en su casa de Madrid, entusiásticamente descrito por el mismo Ors, le tomó muy finamente el pelo al presentarlo al señor diplomático Danvila. La causticidad maligna del autor de Pepita Jiménez, prosista elegante, relleno de humanidades y del mejor clasicismo grecorromano, impresionaba mucho a Ors, porque veía //97// en ella una sutil arma defensiva. Ors, por aquel entonces, se construyó un catalanismo imperial —fue un precursor a su modo y sin saberlo de los actuales falangistas—, tomó, por ejemplo, a la gran Roma cesárea normativa y sentó las bases de una gran Cataluña imperial, con Valencia y las Baleares, amén de todo el Rosellón y Cataluña francesa, y decretó que ese naciente imperio volviera a ser otra Roma, por su expansión, y otra Atenas, por su relumbre cultural y artístico. Por esa época nos fuimos un estío el ilustre Xenius y yo, a Cadaqués, el maravilloso pueblo costero vecino al Ampurdán… Envueltos en la prodigiosa belleza el sitio, mar espejeante de aguas que parecían pintadas por el zumo de piedras preciosas hechas líquido, una tarde en una barca, recordando una pescadora madura y garbosa (que nos hospedaba por un precio irrisorio), ungida por la gracia pagana, con su hablar salado y musical, del catalán de Rosas y Cadaqués, gozándonos en el sitio esplendoroso donde veraneábamos, Ors nos dice de pronto: “Tu castellano es tu muerte espiritual. Sí, no te asombres; Castilla está fuera de la cultura europea… No te rías… A ver, cítame un sólo nombre de Castilla que se haya integrado a Roma, esto es, a la gran cultura occidental. ¿A que no me lo citas honestamente?”… Naturalmente, no se lo citamos. Afortunadamente para Ors, se enfadó luego con los catalanistas y dejó de ser un candidato al manicomio. Después, la misma tarde, en la misma barca, me dijo: “En todo este mar, en toda esta costa, en todos estos pueblos, en todo el Ampurdán, no tengo un semejante. Nadie podría entenderme ni alterarme… ¡Sólo tú!… Pero tu te alimentas de una España muerta y estás también muerto”. Siguió un silencio; sólo se oía el mar y los remos del marinero que llevaba a Xenius, a tan gran hombre, sin sospecharlo… Y Ors sonreía beatíficamente, gozándose en su pretendida superioridad sobre los humildes habitantes de los contornos.
Durante el riente y luminoso verano de Cadaqués, el ínclito Ors se dedicó a clasificar toda la intelectualidad y artística producción humana en un índice, sin apelación, más rígido que el canónico, en el cual se fulminaba o se daba carta de libre circulación a todas las obras primordiales, según su estima circunstancial, dentro de una a modo de bolsa de valores espi-//98//-rituales, constituida por el propio Ors. Allí no se salvaba ninguna creación humana, por genial que fuera, si no caía dentro de una Roma imperial y normativa imaginada a voluntad de Xenius, que entonces era un mozo de veinticuatro años, muy currutaco con barba en punta, pelo castaño oscuro, manos finas y dientes amarillos, porque un hombre superior, según la preceptiva orsiana, podía acicalarse y britanizar su indumentaria y hasta bañarse en el mar y fuera de él, pero no debía cuidar la boca, por ser cosa afeminada, indigna de un héroe de la inteligencia. En esa bolsa de finanzas intelectuales, ideas y modas en circulación, la filosofía estaba soslayada. Era especialmente artística y católica. Un catolicismo con regustos de Baudelaire y heterodoxia severa y aristocrática, en la que se cultivaba el gusto por los clásicos paganos con la misma tolerancia con que el Dante adoptaba a Virgilio por Cicerone, y porque ese amor a lo clásico entraba dentro de la Roma ideal de Ors.
La explicación y consideración escrupulosa de ese índice estaban salteadas, como ciertos platos culinarios, con versos de poetas raros, evocaciones de Gaspar de la Nuit y anécdotas herméticas de un humorismo esotérico para iniciados.
En las excursiones matutinas por las calas y asombrosas playas del riente pueblo, y en la hora dedicada al baño del mar, lucía tocados campestres el señor Ors y su verbo expresivo de una metafísica estética, alcanzaba una ironía y un barroquismo traducidos de Heine y del espíritu francés del siglo XVIII, trasplantados a un barcelonés pesado muy fines del siglo XIX. Más los días de tramontana, o sea un ventarrón sonoro y poderoso, el sin par Xenius se quedaba en casa de Lidia, la hacendosa pescadora consorte que nos hospedaba, y ante una rústica mesilla se rodeaba de libros franceses y catalanes y de papeles, abominando del huracán y enfureciéndose conmigo porque me empeñaba en sacarlo al aire libre con la vaga esperanza inconsciente, de que el recio vendaval se llevase el índice y la estética de Ors con la misma facilidad que se llevaba nubes de arena, conchas de caracol, astillas de barcos viejos, prendas de vestir y palabras vanas, mientras el eximio candidato a definir el imperio catalán jugaba al flirt y al sprit, dialogando con Lidia, origen de su futura novela La //99// bien plantada. La tal Lidia era una morena armonía de carne humana, llena de gracejo, de malicia lugareña y de sandunguero donaire natural y que se reía de Ors y de nosotros con una magnífica libertad de espíritu y con un señorío instintivo que para nada necesitaba haber leído a Villiers de L’Isle Adam, ni a ninguno de los escritores raros evocados por el gran poeta americano, europeizante, Rubén Darío. Y, lo que es peor, esas burlas repercutían, aumentadas, en los charloteos de la avisada pescadora, al cruzar las callejas del pueblo y encontrarse con las vecinas amigas, que sostenían, como ella, un cántaro verde en la cabeza, toda un ánfora graciosa y con el encuentro se desbordaban en un torrente de comentos, en un catalán musical donde el ¿que? interrogativo se convierte en ¿fa?, formaban corro o caminaban con la euritmia de tanagras animadas y se reían de nosotros, entre alborozo y estrépito de carcajadas. Ellas realizaban mejor que Xenius y yo una belleza de vida presente, sin análisis, sin literatura y sin estética, teniendo por escenario el deslumbrante ornamento de una naturaleza prodigiosa, más decorativa que todos los adobos y boatos del arte urbano, por sabio y triado que fuese.
Poco antes de finalizar aquel divino veraneo, no logrado echar a perder por la fluente pedantería de Ors, éste, al influjo del último libro leído, de un místico holandés, abría unos ojos desorbitados para fingir que lo poseía el Demos socrático hablando con mucho gesto de beatería y transporte lírico, del amor universal, lo más ajeno a su persona. Tras una pausa, en la que le asomaba esa fatiga nerviosa de la eterna comedia, representada durante toda su vida, fulminó una catilinaria hiriente contra el poeta Lucrecio y su Rerum natura, por su indecente materialismo, me habló de una carta de su padre dirigida a mí, que nunca acababa de entregarme, y nos dispusimos a dejar Cadaqués una mañana suave de otoño. Luego de haber roto un abultado cacharro de loza, que no quiso cobrarnos la señoril Lidia, de haber leído muchos libros, de haber escrito un drama en colaboración, titulado Después del milagro, a pesar de que, según Xenius, el arte teatral era un bajo y grosero oficio, indigno de cultivarse por ningún espíritu distinguido.
Nos metimos en una galera angosta y chirriante, y camino //100// ya de la civilización y de la lucha por la vida, Ors olvidó sus arrebatos por el amor universal, volvió a la Roma normativa, que impone una férula a los pueblos bárbaros, reilustró su proyectado imperialismo catalán, compadeció a la miserable Castilla, exaltó al antecesor del actual Chamberlain, el famoso imperialista de las elegancias y del monóculo, condenó al pintoresquismo y al olvido definitivo a toda la península ibérica, salvo a Cataluña, y se desató en desprecios contra los negros y demás pueblos inferiores, irguiendo la cabeza y asomando en los labios una sonrisa conmiserativa de un infinito desdén…
Llegamos, por fin, a Figueras, en espera del Sur Express de París, un tren de lujo, que sólo llevaba coches-camas y vagones de preferencia. Nuestro equipaje se componía de las maletas más viejas que encontramos en los desvanes de nuestras casas respectivas, y nuestro aspecto, después de seis horas de coche polvo de carreteras, el menos elegante posible. Llega el tren. Subimos al vagón de lujo con nuestro terroso y deteriorado equipaje y nos encontramos, de pronto, en un medio coruscante y pulido, con viajeros internacionales perfilados por la mejor indumentaria sastreril. En las redes del vagón luchan maletas pulidas, brillantes e insolentes y, para colmo de desdichas, entre los viajeros, unas cuantas damas de mucho postín y mundano artificio, con muy escogidos y sencillos atavíos de viaje. Cuando entramos, miradas de sorpresa. En medio de un silencio glacial, todos nos contemplaban curiosamente burlones, encantados de un episodio pintoresco que aliviase el tedio de un largo viaje. Una dama alta, con aspecto británico, nos clavó sus impertinentes. Se dibujaron algunas sonrisas. Ors puso una cara inefable, en la que se pintaron los siete colores de iris. Terror, disgusto hasta conmover las entrañas. Indignación sorda y contenida. Xenius, en el infierno de todas sus vanidades pisoteadas por el destino. En tono alto, tono que odiaba Ors, por encontrarlo poco distinguido, me puse a gritarle que me ayudase a recoger la basura de maletas que llevábamos… Se acercó a mí, tieso, con una cómica impasibilidad afectada, ya más rojo que langostino recién cocido, y me dijo al oído, muy quedamente, majando, airado, las palabras:
“Siempre serás un español… Y los españoles son negros… ¡Negros!” Y cargó en la palabra todo su desprecio.
//101// En Barcelona, Ors recrudeció sus aficiones pictóricas. Nos regaló unos dibujos calcados de Aubers Beardsley, que tituló Introducción a la vida devota, y que conservábamos; nos mostró un cuadro suyo, al óleo, muy trabajado, sin un solo acento propio, y cayó enfermo de unas fiebres de Malta. Esas fiebres acentuaron su megalomanía. No admitía ni una alusión siquiera a su enfermedad, cosa anecdótica, sin ninguna importancia para hombres como él, con un destino, un mandato luminoso y en comunicación con los dioses. Los enfermos como él no precisaban de ninguna terapeútica. Pero se acentuó su descontento ante la vulgaridad plebeya del autor de sus días y del prosaico albergue del tercer piso de la Ronda de San Antonio, y se puso tan impertinente, que una tarde el padre, delante del hijo, en un castellano de recalcado acento catalán, nos dijo:
“Como está usted viendo, mi hijo es un tontiloco, un majadero megalómano, candidato a visitar una clínica psiquiátrica. Le escribí a usted una carta a Cadaqués, rogándole que no le dejase bañar en el mar el mes de septiembre, porque su madre murió tuberculosa y temía que pudiera tener algún enfriamiento que en él podía ser peligrosísimo. Pues bien, no le entregó a usted la carta y me escribió una a mí, llenándome de reproches y acusándome de no comprender que un hombre como él se despoetiza contando estas cosas. Mi hijo se cree un ser aparte de la común miseria, más allá de todos los tributos que pagamos a ella los seres como yo, médicos vulgares, sin distinción ni espíritu. Mi hijo es un mentecato completo”.
Ors, enfermo y todo, abandonó la casa paterna, se fue a vivir con su abuela y cortó todas las relaciones con el autor de sus días.
Estos berrinches íntimos de Ors, tragedia psíquica, tema de un Dostoiewsky, se acentuaron con el tiempo, se tradujeron en la afectada simulación de toda su vida y de toda su obra, y adivino lo que más detestaba: su vida groseramente anecdótica, lo que no le impidió conservar siempre alerta el poderoso instinto administrativo de los débiles que se preocupan de pasar por fuertes. Jamás se le ha conocido a Ors un amor que no fuese práctico. Su eterna carátula, con tanto vano esfuerzo fabricada, no ha logrado ocultar una profunda avidez de ánimo y pobreza de emoción auténtica. Fuera de la aventura sin //102// consecuencias, todos los amores constitucionales de Ors se han apoyado en la crematística: de ahí su odio al romanticismo.
Cuando se indispuso con los catalanistas, y volvió a escribir en el despreciado castellano, fue a París a asombrar a los filósofos y a remover pensadores raros. De alguna manera hay que ser original. De París nos trajo a Arnauld, poco divulgado. Cuando al cabo de años le encontré en Barcelona, de vuelta de uno de sus viajes, hablaba muy quedo, con acento francés. Apenas se le oía. Una noche —según cuentan—, en el jardín del Ateneo Barcelonés, tuvo un apuro súbito, indigno de un semidios, y a eso de las dos de la madrugada, hora en que le ocurrió a Ors lo que contamos, se fue en busca del camarín secreto, donde se suelen resolver esos apuros intestinales. El gran poeta José Carner, que estaba harto de Ors y de su ininteligible acento francés, disimuladamente llegóse a la puerta de ese lugar reservado y encerró a Xenius con llave, tirando ésta a la calle. Cuando fue a salir el ilustre filósofo y ensayista, no pudiendo abrir la puerta, pidió auxilio en catalán. Socorso, decía a media voz. Mas cuando pasaba el tiempo y nadie le oía, recobró como por encanto el tono natural, y con voz digna de Estentor, demandó ayuda para franquear la puerta. Costó trabajo darle salida. Tuvieron que echar abajo la cerradura, con un tremedo estrépito, que alteró la paz nocturna de la docta casa, y cuando Ors, furioso, apareció por el jardín, el sacarrón Carner se le acercó y le dijo, suavemente, con su voz más dulce:
“Parece, querido Xenius, que ha mejorado de la afonía que padece”.
Ors se ha reído mucho, con la hermética ironía que acostumbra, en uno de sus libros, del buen Rubens, cuya pintura exhuberante ha inundado de carnes rubias los museos y pinacotecas de Europa. También Xenius, a la inversa, y con menos abundancia y brillo, ha inundado un período literario hispano-americano, de una metafísica estética, que es todo lo contrario de la pródiga opulencia de Rubens… Pero si la obra de Xenius es magra, su infeliz y pintoresca persona es, en cambio, muy pletórica de farsa, de engaño y de malas artes… Con todo, se ha redimido ya en el purgatorio católico, esa genial creación financiera, que alivia por dinero a las almas pecadoras. El //103// pobre Xenius ha purgado ya, a costa de un continuo padecer interior, todas sus faltas y pecados. Incluso el de su falangismo, que le ha estrangulado el pequeño estilo que tenía. El estilo filosófico literario, ya, de suyo, tan pobre.

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Última actualización: 16 de junio de 2012