Eugenio d'Ors
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RETRATOS LITERARIOS
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ESTEBAN SALAZAR CHAPELA
Eugenio d’Ors
El Nacional, México DF.

Aunque ya algo tarde en relación con la fecha de su fallecimiento dediquemos una carta a Eugenio d'Ors desde el punto de vista inglés y asimismo desde el punto de vista del abajo (arriba) firmante. En Inglaterra no se conoce apenas a Eugenio d'Ors; en las universidades se le alude al llegarle el turno a su generación pero no se le estudia. Cuando falleció el tan meritorio escritor, únicamente el Times, diario que siempre da la hora, le dedicó un cumplido obituary. Después, silencio. Por su parte, no creo que d'Ors conociera bien las letras inglesas, ni mucho menos las siguiera al día, como lo demuestran sobradamente sus glosas sobre escritores británicos, en las cuales hay siempre la cifra o ficha definitorias de que tanto gustaba el escritor, pero no un conocimiento profundo. Además, en esas glosas se percibe cierto despego —todo lo contrario de Unamuno— por la literatura inglesa. A Defoe, por ejemplo, lo despacha d'Ors con una indiferencia absoluta para la persona del escritor; a Stuart Mill, con antipatía («siento una antipatía instintiva por dos linajes de grandes figuras históricas: por los oradores romanos y por los economistas ingleses»); a Ruskin, con desprecio; a Spencer, con desdén. No se salvan de estos pescozones Lord Byron, ni Tennyson, ni Walter Pater, ni Wilde. El único que se salva —menos mal— es... ¡Shakespeare! ¿Qué le había ocurrido a Eugenio d'Ors con Inglaterra? Nada absolutamente. La formación del escritor había sido especialmente francesa y reaccionaba con antipatía, quizá sin saberlo, ante lo que no conocía muy bien.
Durante dos años traté a Eugenio d'Ors casi a diario. Era un gran tipo. Alto. Fornido. De gran pechuga. Siempre bien trajeado. Un señor obispo vestido por equivocación de americana. Todo en él tenía algo desmesurado y afectado: la extremada longitud de sus cejas, el bisbiseo que usaba al hablar, la ronca voz que sacaba de pronto, la voz fina y baja que usaba más frecuentemente, la velocidad inaudita con que pronunciaba a veces una frase larga, la lentitud —verdadero silabeo— con que decía la palabra que deseaba subrayar. Claro es, la primera impresión que producía Eugenio d'Ors era la de un farsante. Pero esta impresión desaparecía después con el trato. Farsante es quien pretende pasar por lo que no es. En el caso de Eugenio d'Ors no había el menor deseo de darnos gato por liebre, puesto que él no posaba más que de lo que realmente era: un apasionado de las ideas, un apasionado del arte, un artista fundamentalmente, trazos todos de su naturaleza marcados de manera muy genuina y vigorosa. De todos modos, hay que reconocer que la pose de d'Ors producía en muchos un efecto muy negativo. La gente pensaba que d'Ors se supervalorizaba demasiado y —por reacción— lo desvalorizaba enseguida, también demasiado. Un símil aclarará este fenómeno: Supongamos que d'Ors valiese 100; supongamos que todo su aparato personal intentaba hacemos creer que valía 500. Pues bien, la reacción ante ello de mucha gente de letras era la siguiente: en vez de restarle a d'Ors los 400 que se suponía se agregaba, se le restaban 475, esto es, se le restaba el plus que él se ponía más 75 de su verdadero valor y lo dejaban en 25 nada más. Durante muchos años d'Ors valió en Madrid 25 —valiendo 100—, no por culpa de nadie, ni siquiera del propio d'Ors, pues éste no podía remediar ser como era. Luego vino la guerra civil y el valor d'Ors subió por millones, pero esto ha sido política. Nada más triste que los elogios literarios o filosóficos con cargo a la política, con cargo al Estado. Con esos elogios prefabricados por la política no se puede justipreciar una obra, aunque es de sospechar que a d'Ors le consolasen mucho en su vejez, tan sediento como estaba de loa desde hacía lustros...
A mi parecer el valor fundamental de d'Ors no era el de «ideurgo», como le gustaba llamarse y colocó en su pintoresco epitafio, sino el de literato y de artista. Por ello su obra maestra será siempre La Bien Plantada, tan preciosamente traducida al castellano por Rafael Marquina; por ello también lo mejor de su glosario no es su parte de pensamiento, generalmente aburridísima, sino las estampas o viñetas sueltas, donde el gran escritor conjugaba su excelente pupila, su precisión de pluma y su sentido poético. Es revelador que en El valle de Josafat, obra asimismo admirablemente traducida por Marquina, su más bella página no es ninguna de las dedicadas a tantos filósofos, escritores, pintores, etc., sino una visión de la aventurera Lola Montes.
Pocos hombres me han dado una impresión tan viva de ironía, ingenio y buen humor. Su misma pedantería, elaborada hasta hacer de ella una obra de arte casi, tenía mucho de irónica. D'Ors hablaba a veces en aforismos: «Cataluña es bi-lin-güe, y España es plu-ri-lin-güe», me dijo una vez. «Los artículos de periódico no hay que leerlos enteros: debe uno comenzar por la mitad, porque la primera parte es siempre preámbulo o an-tí-fo-na». «En esas parejas que se hacen. Cánovas y Sagasta, Galdós y Pereda, Albéniz y Granados, siempre hay una víc-ti-ma...». Un día apareció en El Sol un artículo sobre d'Ors muy elogioso pero muy bobo. En síntesis, el artículo era así: «Este gran escritor (d'Ors) —que la gente no lee—; este gran estilista —que todos creen que no sabe escribir—; este genio —a quien nadie hace caso—». Etcétera. Pocos días después encontré a d'Ors. «¿Qué le pareció a usted el artículo de El Sol?», le pregunté. D'Ors, sonriendo, me contestó recalcando con zumba cada sílaba: «Que sub-ra-ya-ba de-ma-sia-do la des-gra-cia». En otra ocasión me dijo: «Cuando estuve en Italia quise saber si la ‘d’ de Gabriel d'Annunzio se escribía con mayúscula o con minúscula. Supe allí con relativo consuelo que Gabriel d'Annunzio tenía la misma espina que yo: su ‘d’ es tan minúscula como la mía y sin embargo tiene como yo el martirio de verla escrita constantemente con mayúscula...».
Gran escritor. Gran escritor —y grandioso personaje—.


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Última actualización: 16 de mayo de 2012