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Eugenio d'Ors
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RETRATOS LITERARIOS
EDUARDO MARQUINA
Razón y Vida en Eugenio d'Ors
(Destino, núm. 321, 11-IX-1943)
Me reconozco sin ninguna autoridad para hablar del filósofo. Pero, en Eugenio d'Ors, pegado al filósofo va el hombre, a quien el filósofo no olvida en ninguna de sus andanzas. Poesía y realidad dijo Goethe aclarándonos la síntesis a que trató de levantar su vida. Razón y poesía podría contestarle d'Ors, con el mismo propósito, invirtiendo los términos y llamando razón a la realidad ordenada. Y, de estas humanidades, ya es más fácil que yo atine a decir algo, en elogio del maestro de horas claras, a cuyos libros y diálogos no he recurrido nunca sin fruto en el desbarajuste de las mías.
Ha dicho Eugenio d'Ors, en su «Gnómica»:
«Fuente de clara razón;
Laurel de clásica sombra
(Nunca pude reposar
Sin la una y sin la otra)».
Y nunca le faltaron. Inmortales testigos, la diafanidad de una fuente, la compuesta virtud de esta sombra, asisten al desarrollo tenaz de su heroica gesta ordenadora, seguida siempre de quietud. Su reposo lo hace ella misma del tino en la marcha; del ajuste, a la llegada: un ajuste preciso, logrado, congruente, hasta la identidad con el fin propuesto.
«Fuente de clara razón;
Laurel de clásica sombra»…
Hay un llenarse de conocimientos y sabidurías en los libros, que puede ser peligroso, porque los libros acaban sustituyéndose a la vida y anulando al hombre. Como hay un andar por el mundo, desapercibidos, que puede hacernos víctimas de la propia andanza. Aquí todavía es más denigrante y seguro el fracaso. Porque, sin la encendida astucia de Ulises, toda la Naturaleza es Circe y peñascos, la espuma. Ni aquella embriaguez atropellada de conocimientos, ni esta descuidada imprudencia del incauto que se abandona a la turbia voracidad de las cosas ofuscarán el entendimiento o truncarán el camino de nuestro hombre-filósofo. No le contentarán sabidurías: a la Sabiduría se propone atenerse; y no es abandono, sino arbitrio el prurito que orienta sus marchas. Maravillosamente prevenido, no sabemos por quién ni dónde —acaso en aulas inmortales—, Eugenio d'Ors tuvo siempre el hábito de ir hacia el mundo mirándolo antes, desde lejos, para abarcarlo entero. Así lo reparte en razón y lo somete a previa compostura en su misma mirada; así erige, pauta precisa, la ley de sus pasos en ley de su mundo. Luego la rectifica, la confirma o la impone, afrontando las cosas, atravesándolas con pico y lámpara que las ilumine. Y, en fin, sale por los arcos de ellas al mundo otra vez, a la integridad y descanso de su camino pulcro, neto; entre fuente y laurel: fuente de clara razón, laurel de clásica sombra.
Ahora, tratemos de asistir, en su oficina de filósofo, al hecho ejemplar de su aventura mental. Ningún secreto de taumaturgia extra-humana. Este Fausto no cree en alquimias. Aquí, nada se deja al azar solapado y vitando. Se comprime el misterio hasta extraerle la gota de luz o de agua. Desde el principio y a lo largo de todo el proceso, el mismo escrupuloso rigor y casi la técnica de un arte. «Para exorcizar el infinito —nos aconseja—, captarlo en figuras, como el agua en el vaso». Vaso, límite del agua, que le da forma. Pensamiento, límite de la dispersión vital, que la obliga a rendir el alma. Sabido es que en d'Ors, pensar, captar en figuras una cosa, es llegar a imaginársela de tal modo y con tanta precisión que dibujarla equivaliera a explicarla. Quien no alcance a dibujar lo que pensó, no crea haber pensado. Con que aparece aclarado el proceso de su aventura mental. Pensar: poner en límites lo cognoscible, formándolo de algún modo, para darlo a entender. Que de estos límites el filósofo tenga noticias por estudio en los libros o por «algo» hermano de la inspiración (como he dicho, en aulas inmortales), no es de mi fuero precisarlo. Bastará que el pensador sujete a límites el mundo, ponga el agua en su vaso, para que su mundo se reforme y él, pueda explicarlo a los demás, dibujándolo. Así, por un procedimiento de filosofía que es casi un arte, llegamos a una revelación de lo real, que, esencialmente, es poesía del mundo.
Luego, para el recobro de la propia persona, desleída, o por lo menos olvidada en la acción, necesitará el filósofo ponerse en los límites de su conocimiento, rehacerse, formarse por ellos. Y así, concreto, acotado a su vez, vuelto orden vivo en lo temporal, terreno y humano, tocará con su frente en las nubes de lo eterno, espiritual y divino. Llegará al descanso entre fuente y laurel.
Superamos, pues, aquella primera, casi platónica, ascensión de la Bien Plantada. Aquí no es ya el retorno fatal a un centro; ni el prestarse a la atracción de lejanías vagas hasta un desvanecimiento, sospechoso de romanticismo. Aquí se trata, realmente, de un duro empinarse en planta de hombre, los pies contra la tierra y vertical la persona, puestos de propia voluntad entre límites estrechos y altos, hasta pulsar estrellas y anotar sus músicas.
Si, por el pensamiento, encauzándolo a su modo, consigue d'Ors apoderarse del Universo, apretándolo en gráficos límites, no es de extrañar que, a la inversa, las artes en especie (Arquitectura, Pintura, Escultura) le hayan servido tantas veces para tomar de ellas, directamente, el pensamiento de lo universal, plasmado entre sus límites. Y, para devolverlo, huesecito perdido, vértebra suelta, al sitio que ha de ocupar, y le espera, en el sistema completo de su una y total filosofía.
No es, pues, Eugenio d'Ors, en esta copiosa y curiosa rama de sus escritos, el crítico de arte que emite vaguedades filosóficas a propósito de este cuadro o de aquel monumento; menos, el técnico empeñado en discriminar escuelas y estilos; todavía menos, el especialista meticuloso que, en su rincón, decanta preciosismos estéticos. Sigue siendo el hombre-filósofo, que, como antes las cosas del mundo, ahora atraviesa las formas del arte, para salir por el arco de ellas, enriquecido de sus almas, a una integridad de conocimiento universal.
Aquí, en sus biologías del barroco, más que el análisis y cronología de sus características, postula y le apasiona la ley del esfuerzo, el golpe de ala espiritual, liberador de confusiones y desbordamientos, la normal salida, por obra y gracia del barroco, hacia la clásica restauración del mundo en orden justo, que en el mismo barroco inscribieron sus adeptos. Como allá, estudiando la cúpula y pensando la monarquía, no juega a comparaciones de formas similares; las mira y remira, para buscar en ellas, pugnando hasta encontrarla, una íntima clave de ajuste y permanencia en el orden político.
Filósofos que observan la vida, aceptando sus premisas dadas, para formular conclusiones pragmáticas, hay muchos. Que piensen la vida y sus cosas y formas, como Eugenio d'Ors, a intención de pura filosofía, por el goce de conocerla en razón, no abundan tanto.
Eugenio d'Ors, venga de donde venga, vuelve del pensamiento. Escriba lo que escriba, hable de lo que hable —misterios, ángeles, personas, piedras, números, cuadros—, lo trata en términos de pensador, precisamente porque lo está viendo a lo humano en la vida. Alterando la conocida frase, yo me atrevería a decir que Eugenio d'Ors piensa porque vive. Lo desconecto de su tiempo, de su mundo, de su tierra, de su naturaleza, de sus gustos, y no puedo figurarme, no me decidiría a jurar, que siguiera pensando. Sin el mordisco de la vida inmediata, creo que callaría su espíritu, aquietado y sutilísimo, adscribiéndose instantáneo al Orden liberador al que tiende voluntarioso, desde la vida, pensando. Por el mordisco, el dolor; pero, gracias a este dolor, el bálsamo del pensamiento, que lo aprovecha y remedia la herida, bizmándola con jugos de sí misma.
Con lírica agilidad, pasa de la vida al pensamiento sin puente: y, en el pensamiento, fabrica la vida, otra vez sin esfuerzo. Puede —y usa— mezclar, viviendo como pensando, ideas y cosas. Son valores para él equivalentes. A fuerza de aprenderlos, precisos, no le origina perturbación intercambiarlos. Mira, en las cosas, las ideas, y, en sus ideas, imagina las cosas, con tan pasmosa exactitud, que puede yuxtaponer objetos y formas, si le apuran, resolviendo en paz dialéctica la pugna interior y exterior.
Citaré un ejemplo. Piensa, escribe, idea pura, su Bien Plantada. Y yo sé de tal mujeruca, a orillas del Mediterráneo, a quien leyendo este libro, la Bien Plantada, la de tan justo y exacto el timbre de su alma, que, identificándose con la heroína, perderá cada vez sus ligámenes con la vida real. Se irá viva al libro. Y, casi inmaterial, sombra de sí misma, deambulará por las playas, idea vestida, eco de un eco, desposeída de contorno, emanando eternidad en cada uno de sus gestos humildes, curvarse y erguirse para coger esta pequeña hierba, apartar de las guijas aquel pedazo de cristal, amontonar sarmientos y ramitas secas… Aquí, el pensamiento ha borrado la vida.
Y ahora, la inversa. A los postres de una comida de académicos en la Real de la Lengua, se discutía, hace años, de razas y pueblos. Malditas de unos, ensalzadas de otros, tales familias humanas o tales zonas del mundo pasaban alternativamente del abismo a las cumbres, para caer de nuevo en cataclismo de altercado, trastornando, siquiera fuera simbólicamente, por enésima vez, el orden universal. Pareció que iba a triunfar el mito de los pueblos solares. Y una voz díscola renovaba el combate, preconizando las brumas, las nieblas, el tónico frío de los ámbitos nórdicos. Imposible el acuerdo. Pero, habla d'Ors. Habla d'Ors… del aceite de oliva. Que, al parecer, como tema, quedaba a bastante distancia del que a todos enardecía. Sin embargo, por el aceite, acotando en el mapa del mundo las zonas capaces de nutrir olivos, el orden de una cierta civilización total y señera quedó fijamente marcado. Y, por las virtudes y calidades del aceite, que d'Ors, mediterráneo locuaz y preciso, conocía y detallaba, este orden se hizo comunicable, comprensible y acepto a todos. Ninguna idea. Del aceite, a la luz y a la paz…
Y aquí, en una gota del más áureo zumo terrestre, por obra y gracia del que supo exprimirla, la vida equivalía y hacía directamente las veces del mejor pensamiento.
Quinientas palabras le bastan a Eugenio d'Ors, como por juego, no para resumir (eso es facilillo), sino para darnos en pura esencia la Historia Universal. Y no era un juego. Nunca lo ha sido esta áspera disciplina de acercarse los hombres a la divina sabiduría, que, ya no en quinientas palabras, en una sola idea concibe y da el mundo.
Pero… tal vez sí que era un juego, ese angélico y anunciador juego de niños y sabios, que, obedientes a tenuísimos signos, mirando con sus cinco sentidos, se orientan, prescinden de todas las cosas vacías y vanas, seguros, directos, a despertar únicamente en aquella agraciada y llana —poético timbre de su razón — su viva verdad, campanita inmortal.

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Última actualización: 16 de julio de 2009