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Eugenio d'Ors
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RETRATOS LITERARIOS
FRANCISCO LUIS BERNÁRDEZ
Cifra de Eugenio d'Ors
(La Nación, Buenos Aires, 11-V-1969)

En 1922, que fue cuando lo conocí, Eugenio d'Ors tenía cuarenta años, es decir, casi veinte más que la mayoría de los muchachos cuya pasión literaria se llamaba entonces ultraísmo. Un Madrid anterior a la catástrofe, un Madrid sin otras polémicas que las que podían encender los toreros de turno (ya se extinguía la atizada a los cuatro vientos de España por belmontistas y gallistas), un Madrid despierto día y noche para la ilusión y la cháchara, un Madrid todavía bien madrileño, nos veía vagar de café en café, navegando entre manifiestos que aspiraban a inaugurar el arte y revistas que ponían de oro y azul a los santones reverenciados por las academias y los ateneos circunvecinos. No éramos muchos. Eugenio Montes, Guillermo de Torre, José Rivas Panedas, Melchor Fernández Almagro, el angélico anarquista Angel Samblancat (que sancionaba nuestra revolución con su presencia de dinamitero adulto), Pedro Garfías, el pintor uruguayo Rafael Barradas, alternaban en la sala del Lion d'Or, en la del Gijón o en la de la Maison Dorée, con Antonio Espina, Juan Chabás, Humberto Rivas y otros que, menos constantes, fluctuaban entre nuestras mesas y las de los heterodoxos. ¿Cómo cayó allí el arúspice catalán? No lo sé. Lo que sí recuerdo es que, desde el principio, Xenius fue, para nosotros, interlocutor fácil, consejero sencillo, conmilitón de los más abiertos y leales. Su espontáneo acercamiento a nuestra vagabunda capilla nos hacía olvidar sin esfuerzo la leyenda que lo caricaturizaba. Era solemne, sí. Casi imponente. Con su tiesura distante, con su cabeza de emperador romano, con sus desproporcionadas cejas, que proyectaban una especie de visera o marquesina sobre sus ojos («cejas de capitán de barco», según decía Barradas), con su gabán enfático y su inquietante galera de Bond Street, con sus dientes apretadísimos al hablar, con su registro de primer sochantre catedralicio, con su índice sibilino, con sus largas pausas litúrgicas, con su entonación a veces indescifrable. Pero si uno resistía las molestias de tan fastidioso aparato, si uno se avenía pacientemente a respetar las reglas de tan complicado juego, no tardaba en darse cuenta de quién era el hombre que había escrito el «Glosario» y «La bien plantada», y de qué era él capaz cuando se ponía a escuchar, a comprender y a iluminar los enigmas suscitados por el contorno, y hasta qué punto se desvivía por ayudar a los jóvenes en lo que ellos necesitan más, o sea en la elucidación del rumbo propio, en la revelación del particular destino. Sólo Unamuno y Ortega pudieron excederlo en esto. Pero ellos no solían actuar así, tan mano a mano, sino desde sus respectivas cátedras, indudablemente bienhechoras. Sin púlpito fijo desde donde hacerse oír, Eugenio d'Ors debió ejercitar su innata vocación socrática de la manera que le era connatural: a pie por los museos cuando no por las calles y las plazas que se le ofrecieron. Allí estaba, por ejemplo, entre nosotros. En los cafés, por supuesto. Y alguna vez en su docto paradero de la Residencia de Estudiantes (suerte de falansterio que también alojaba a Juan Ramón Jiménez y a José Moreno Villa), donde era feliz recibiéndonos y explicándonos sin tregua los secretos de Poussin y el Greco, las normas de Cézanne y de Picasso, la belleza de las estampas de Epinal y, principalmente, la razón última de sus antinomias preferidas: la que enfrenta el Clasicismo con el Romanticismo y la que opone la Categoría a la Anécdota. No aceptábamos nosotros con suficiente convicción (esto es lo cierto) el brillo verbal de tan esquemáticas figuras conceptuales. No era lógico, por otra parte, que nos asustaran los desbordes barrocos que al filósofo catalán lo llenaban de santo honor. ¿Cómo nos iba a espantar lo que, sin saberlo, cultivábamos a todo trapo? ¿No éramos, por ventura o desventura, tan barrocos (barrocos del siglo XX) como los del período más retorcido y embarullado, con nuestro furor metafórico, con nuestro desenfreno decorativista, con nuestra epilepsia antitradicional? Sin embargo, y a pesar de todo, la prédica de aquel impávido apóstol de la Obra Bien Hecha (como él llamaba a su mayúsculo ídolo estético) era recibida con el respeto que se merecía, al menos por lo congruente, por lo bella, por lo esperanzada. Yo la escuché seriamente. Y sé que me hizo bien. Me aclaró las perspectivas reales de la literatura como artesanía antes que como presunto y presuntuoso sacerdocio. Y, convirtiéndose en carpintero del verbo, me enseñó a trabajar cantando.

No hacía mucho que Xenius había estado en la Argentina, donde su novecentismo (evangelizado por Benjamín Taborga y José Gabriel) era conocido y practicado; y nada tenía de extraño que, al conocerme y saberme de Buenos Aires, trajese a la conversación, junto con recuerdos amables de sus andanzas por los claustros porteños y cordobeses, el tema de Lugones, entonces capitalísimo para cualquier escritor de nuestra lengua. Estoy oyéndole decir: «Lugones, sobre todo el Lugones de la oda A los ganados y a las mieses, es sin duda el gran poeta de las Españas: las de América y las de la Península». Y aún me parece escuchar, como corolario de su afirmación, lo que en seguida expresó para asombro de quienes no podíamos concebir la menor concordancia entres poesía y pedagogía. Insistía el autor de «El Valle de Josafat» en que la mejor poesía era la de resuelta intención didáctica, desde Virgilio y Horacio en adelante. Y Lugones, al profesarla en aquellos endecasílabos valientemente objetivos, no había hecho sino volver a la tradición más segura, al camino abierto y seguido por los más grandes en la época más grande. Yo, que admiraba a don Leopoldo y al poema aquel por razones diferentes, callaba. Pero no dejaba de valorar lo que había de sincero y afirmativo (desde el punto de vista orsiano) en el sorprendente juicio. Y apreciaba aquella curiosidad tan activa y comprensiva del hombre que, así como sabía mirar con atención las cosas americanas, también era capaz de escrutar a fondo las de la periferia peninsular. En Portugal halló a menudo materia para meditar y acertar, considerando (pongo por caso) la tarea que realizaban filósofos como Leonardo Coimbra y poetas como Teixeira de Pascoaes. Y había podido encontrarla de igual modo en Galicia (país por el que sentía verdadera devoción y donde luego vivió su viuda y enseñó su hijo Álvaro) si hubiese tenido tiempo de profundizar la visión entre poética y periodística que nos dejó en páginas como aquella en que, para evocar a la máxima figura de la lírica galaica, dice: «En la ría un astro se moría: Rosalía de Castro de Murguía»; y en que, para definir la agudeza de su espíritu sutilísimo, expresa: «Eugenio Montes tiene la calidad de alfil blanco en un ajedrez intacto de marfil». Desde Galicia, precisamente, le escribí al año siguiente de haberlo conocido, para pedirle que colaborase en «El Pueblo Gallego», periódico de Vigo en el que yo trabajaba. No tardó en acceder enviando glosas que aparecieron junto a algún artículo de Unamuno y a una prosa, titulada «Ejecución en tres palabras», que me mandó Borges, a la sazón por segunda vez en España. Xenius demostraba así su iberismo universalista, nacido en Cataluña, bautizado en el corazón de Castilla y confirmado amorosamente en los cuatro puntos cardinales del suelo carpetovetónico. Un iberismo cuya generosidad no todos alcanzaron a percibir y a estimar justicieramente.

El mundo ha cambiado desde entonces. Y los gustos también. El de los lectores de hoy no parece muy afecto al mensaje del escritor que con tanta llaneza condescendía a escucharnos y a descifrarnos cuando comenzábamos a soñar. Pero no importa. El mensaje está ahí. Y lo que él sostiene merece nueva atención y nuevo análisis. Postula un orden no sólo estético, sino también ético y hasta político, basado en la razón, en la luz. Una razón y una luz que proceden del mundo grecolatino y que, en él apoyadas y por él asistidas, aspiran a restablecer lo válido de la siempre joven Europa. La platónica. La aristotélica. La socrática. La de una Romania que todavía está viva y que todavía florecerá y fructificará como cuando el Mediterráneo la vio nacer y crecer para el milagro. En pleno barroquismo, en creciente convulsión subjetivista, las mentes actuales no están en condiciones de recibir la buena nueva que en una obra tan ferviente y nítida como la de Eugenio d'Ors puede haber. Esperemos a que se apaguen los ruidos de la ubicua irracionalidad, pensando confiadamente en que el tiempo de la cultura no es el de las guitarras eléctricas. Cuando éstas enmudezcan, tal vez se escuche con provecho la lección honrada, límpida y clásica de quien, hace muchos años, bajaba diariamente de su empíreo filosófico, para ser nuestro contertulio en un Madrid que no se repetirá.


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Última actualización: 31 de mayo de 2007