Y otra noche, el
maestro nos contó lo siguiente:
—Era en Ginebra, en un jardín público. El crepúsculo
fue muy dulce y yo me encontraba sentado en un banco. En otro banco,
frente a mí, una mujer del pueblo jugaba con una chiquilla muy
rubia. Había transcurrido una hora, cuando se levantó
la mujer y llegóse hasta mí. «Señor, me dijo,
si usted tuviese que quedarse aquí siquiera un cuarto de hora,
le pediría un favor». —«Diga usted, señora».
—«¿Sería usted tan amable que me vigilara
la pequeña mientras voy a casa, en un santiamén? Regresaré
en seguida… Pero… usted ya se hace cargo… Sólo
los domingos puedo sacarla para que respire un poco».
Yo, a aquella buena mujer, la hubiera abrazado. ¿Tanta confianza
le habían inspirado mi cara, mis ojos? Qué, la agria vida
y el combate de los hombres, ¿no habían podido aún
apagar aquel resplandor primero, sin necesidad de ángulos de
sospechosa penumbra? ¿No era, pues, cierto que una arruga mala
plegase mi boca? Los dolores y las torturas, ¿no habían,
pues, dejado ni un surco en la pobre frente, tantas veces inclinada
por la fatiga; en la pintura de los párpados, que tantas veces
la fiebre incendió?… —«¡Vaya usted tranquila,
señora; vaya usted tranquila! La criatura nunca habrá
tenido mejor vigilante que este extranjero, de quien no conoce usted
ni sombra ni patria».
Cuando volvió la mujer dióme, en paga de mi trabajo, una
hermosa manzana… Como mendigo español la moneda de cobre
llegada a sus manos, yo besé aquella manzana antes de morderla.
Nunca la expresión «gracia de caridad» ha tenido
expresión tan precisa… Pero cuidé de que no se enterara
de este beso la buena mujer… Era un gesto extraño que hubiera
podido parecerle sospechoso, que hubiera podido inquietarla…