Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO    
(ABC, 2-III-1927)

FUENDETODOS.— Yo tal vez no hubiera erigido aquí el monumento. Tiene, inevitablemente, algo de cosa postiza, algo de intromisión, así como ingerencia de tercero en diálogo íntimo… El diálogo era el inacabable y sordo, mantenido entre este pueblo oscuro, que es casi pura tierra, y este ancho cielo, encima de él, espejo y fanal de todo el universo.
Del uno al otro, de la tierra al cielo, de la Cueva a la Gloria, de Fuendetodos al mundo, salió un día Goya, disparado como una bala de la carabina del Espíritu Santo — para decirlo en el audaz lenguaje de un Max Jacob.

GOYA, EL ARROJADO.— Salió infalible. Esto sorprende, más que nada, en la biografía; esto, la infalibilidad. No hay desviación en tal vida, no hay rodeo, no hay casi tanteo. Una trayectoria. En otras ilustres existencias se adivina siquiera el crecimiento, por oculto empuje de fuerzas interiores; la indecisión —por lo menos aparente, propia de todo lo orgánico—, la ascensión dentro de una continuidad, que deja imperceptible el cambio entre dos momentos sucesivos; la elevación, por fin, el ganar una altura mayor, entre otras alturas, así un árbol en el bosque, y un día —sólo para la distracción, de repente— el ser advertido por todo el mundo como una cumbre… En Goya, no. Como nacido con una imperiosa consigna, Goya se va derecho a la personalidad y a la paternidad; es decir, a la consumación de sí mismo.
A Goya, el destino no le impulsa: le arroja.

ECTIPOS, TIPOS, ARQUETIPOS.— Personalidad, digo, y paternidad. Necesarias las dos para una realización individual plena. He aquí lo que habló, en cierta ocasión, Octavio de Romeu. Era en una estación de ferrocarril, y alguien de su compañía le trajo del quiosco de periódicos un folleto, más o menos ruso, más o menos anarquista, titulado "¿Qué hacer?" Y, encarándose imaginariamente con el vago Tolstoi cualquiera, autor de aquello, gritábale el Pantarca:
—¿Qué hacer, menguado? Pues que se te cierren los huesos del cráneo y que se te abran las fuentes de la vida.
Como la estación del caso caía en tierras aragonesas, la expresión de que Maese Octavio se sirvió, mientras a grandes pasos recorría el andén, por la segunda parte de la fórmula, fue bastante más ruda.
Cerrar un contorno personal. Abrir un nuevo cauce a la continuidad de las tradiciones inmemoriales… Sí; sí, eso hay que hacer. Eso es lo que cumple, más claramente que los demás, el genio. Si en la primera parte de la tarea se falla, si el contorno personal no queda bien delineado, fijo, limpio, duro en su delimitación, la figura permanece en lo secundario, en lo que llamamos casi técnicamente el ectipo. Si, con haber ganado ese contorno, no se derrama, sin embargo, en él, si no cumple la segunda tarea, de continuación, de influencia, de ejemplo, de paternidad, otra falla se produce y el individuo se queda en tipo, pequeña situación. A la excelencia, a lo arquetipo, se llega solamente cuando se ha superado a la vez a lo ectípico, y a lo típico, cuando se es, a un tiempo mismo, fuerte y fecundo.
Hay que ser arquetipo… Como les decía Carolus Durán a los jóvenes artistas, recién llegados a Villa Médicis: "Mais, mon ami, faites des chefs d'oeuvre".

PERSONALIDAD DE GOYA.— ¡Con qué prontitud, con qué seguridad, se soldaron en Goya los huesos del cráneo y se volvió la estatua de sí mismo! ¡Cuán neta y acusadamente su libre personalidad se decidió!
Ello es lo que a muchos engaña y, porque tuvo tanta personalidad, quieren colgarle, también, carácter; es decir, tipicidad, una cosa distinta. "Un artista muy español no cesa de jacular el coro"… De eso a corregir: "Un artista muy aragonés", no había más que un paso. El paso se ha dado y se ha ido más lejos aún: en una reciente visita a Fuendetodos, preclaros amigos míos murmuraban: "No se concibe a Goya más que siendo de Fuendetodos".
—Señores, ¿por qué? Mire usted esas bajas montañas. Mire los colores, los tonos de esas bajas montañas. ¡Pero si el pintor no las pintó nunca! Esos colores, esos tonos que nuestra buena voluntad cree ver aquí, una de dos: o bien están igualmente en otras partes, y entonces no hay para qué dar a entender que la sensibilidad de Goya estuvo determinada por elementos exclusivos de aquí; o bien no están en otras partes, y entonces, si Goya los ponía, encontraremos todas las razones para decir, horrible blasfemia, que veía mal y era un detestable pintor… Bien, sí, pero no nos referimos, precisamente a los colores, los tonos así, materiales, exactos, sino algo más sutil; el alma del color la podríamos llamar, que… No creo en la existencia del alma del color, señores. Ni la pintura es un saber de misterios inefables. Limpiemos un poco la atmósfera de esos humos con que la enturbiaron todos los pebeteros del falso misticismo de fines del siglo xix. Goya era un hombre que veía bien. La gracia de su personalidad, su virtud substantiva, su ángel estaba precisamente en esto: en ver bien. Si algo, en sus fragmentos de paisaje, tiene determinados colores o tonos es porque éstos eran los de Madrid, donde pintaba, y una perspectiva de Madrid es como una perspectiva de Fuendetodos, con la añadidura del blanco del Palacio Real; es claro que no es floja añadidura. Si nuestro pintor hubiese residido y trabajado en otra parte, de altura y aire y luz distintos, emplearía de fijo otros colores y otros tonos. Y no hay más. No hay más, sino que el peor procedimiento para ver claro en cosas de pintura será siempre el de echarle tierra de nacionalismo a los ojos
Llamaremos a Goya, a boca llena, original. También, aunque no sin marginales explicaciones, podremos llamarle gracial. Castizo, no; no se lo llamaremos nunca.

PATERNIDAD DE GOYA.— La vocación mundial de Goya, su encumbramiento, en puro arrojo, de Fuendetodos al mundo, de la Cueva a la Gloria, vuelven difícil el insertarle en la continuidad de una tradición y le han hecho parecer aislado, sobre todo respecto de la sucesión, como si detrás de él no quedara nadie parecido a él, por lo menos durante un siglo.
Esto es falso, desde luego, en lo que se refiere al arte universal. Todo lo que en él, durante medio siglo, ha ofrecido un carácter de técnica impresionista, puede recabar y debe sufrir la atribulación de una calidad filial respecto de Goya. Mientras más se estudia a los maestros impresionistas, no sólo a los llegados después de Monet, discípulo declarado de la pintura española, pero aun antes, en la hora de los precursores —digamos, para repetir una fórmula ya conocida, en todo el ciclo comprendido entre Delacroix y Signac—, mejor se ve. En este sentido, bien puede afirmarse que Goya es el padre de toda la pintura moderna.
Pero aun por modo más reducido y concreto, disminuyendo la extensión de la exigencia y aumentando su comprensión, aun ciñéndonos a España y al estilo que, estrictamente, puede llamarse Goyesco, la fecundidad de Goya, su paternidad, puede mostrarse respecto de todo un grupo de artistas que recorre aproximadamente toda la extensión del Ochocientos y llega hasta nuestros contemporáneos. No ya en los Lucas, Atienza y otros mejor conocidos cada día, sino en muchos continuadores y epígonos más oscuros, las huellas de la zarpa de Goya permanecen con un suficiente relieve de modelado para que de escuela se pueda hablar. Para España y en lo inmediato, como para el mundo y en lo remoto, Goya ha sido también un arquetipo.
Uno de los pocos aspectos de conmemoración no compartidos en el prospecto oficial, que estos días se está delineando, para celebración del Centenario, es, justamente, éste, que llevaría a reunir y estudiar en una exposición y en alguna monografía, las obras de los continuadores inmediatos, de los discípulos y de los imitadores de Goya. Sin contar con sus falsificadores; y, en general, con los autores de Goya apócrifos, capítulo interesantísimo también… Si la Sociedad de Amigos del Arte se atribuyese esa tarea en la conmemoración, haría una buena obra.

FUENDETODOS OTRA VEZ.— Ahora, con el alma ya barrida de algunas telarañas ideológicas, abandonemos más ingenuamente a la emoción —"el premio de la mayor ciencia es siempre la mayor ingenuidad"— de esta humildad terrosa de Fuendetodos.
Entremos en la nativa casuca y en su cocina sin ventana. Sólo la alumbran las llamas del fuego encendido en el hogar. A las llamas se han echado unas hierbas, en su sequedad olorosas, que avivan el fuego y lo embalsaman. Parte de fuera, ¡hace tanto frío! En derredor, ¡andan sueltos o atados tantos problemas !
Nos sentamos en los bajos peldaños junto al fuego. Tendemos al fuego los pies, las palmas de las manos… Recibimos sin amenidad la voz que nos recuerda que hay muchos deberes que cumplir.
Nos hubiera sido dulce el dormir aquí, como nos ha sido dulce el descansar.


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Última actualización: 4 de junio de 2008