Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO    
(ABC, 15 -III-24)

FROBENIUS.— Asistimos, día por otro, muy tensa la curiosidad, a las lecciones que, por invitación de una Sociedad de conferencias, de constitución reciente, da en Madrid el famoso etnólogo Léon Frobenius, docto, acabado, tanto como innovador original en la ciencia de la cultura. Nos apasiona la información substanciosa y auténtica que sobre la vida del continente africano ha podido el sabio recoger en sus diez años de estudiosa permanencia allí. Pero nos apasiona más todavía la reforma que sus concepciones fundamentales significan para la manera de plantear y resolver algunos hondos problemas teóricos… Vemos en Frobenius un gran epígono romántico, y por ello, en cierto sentido, un maestro cuya doctrina puede perturbar temiblemente ciertas empresas ideales en que hemos puesto alguna fuerza de vocación, alguna energía de propaganda.
Probaremos de indicar, muy rápidamente, el por qué.

FROBENIUS Y RIEMANN.— Había la geometría de Euclides; es decir, la geometría de todo el mundo. Tiene, para ella, el espacio tres dimensiones: longitud, anchura y profundidad. Esto es lo que nos permite empuñar el azadón, sacarle bultos a la estatua y echar sobre nuestro pan con aceite —manjar mediterráneo, desayuno de Pitágoras y de la Bien Plantada Teresa— un polvo de sal… Tres dimensiones, y en ellas las líneas paralelas, por más que se prolonguen, no llegan a encontrarse nunca. Tres dimensiones, que son ya bastantes dimensiones. De ahí salen cosas complicadas; salen hasta dodecaedros. Pero siempre algo que puede traducirse a una imagen, algo adecuado a la representación de los sólidos: figuras, con contorno claro, definido, concreto; objetos que la mano puede dibujar y que le es dado a la frágil mente, no sólo entender, sino comprender con dichosa holgura.
Pero con esta geometría —tan bella y después de todo tan suficiente— no supo contentarse la desmesurada ambición ideológica de los modernos. Los Riemann, y los Lobatchewsky diéronse a especular sobre un espacio hipotético de cuatro dimensiones. Luego vino a afirmarse que las construcciones lógicas levantadas sobre este supuesto no tenían menos solidez objetiva que las de la matemática clásica, y en seguida, congruentemente, se llegó a abolir toda distinción jerárquica entre la geometría de tres dimensiones y las estatuídas sobre un número de dimensiones cualquiera. Así, el saber acrecía infinitamente su imperio. Se agregaba un orbe a lo que pudo parecer como una urbe estrecha.
Extendíase la zona de la ciudadanía científica, concediendo —por decirlo así, democráticamente— el mismo grado de interés, el mismo grado de verdad a lo enorme que a lo definible, a lo informe que a lo figurativo, a lo unívoco que a lo equívoco, a estas íntegras paralelas euclidianas, que cumplen su ley de soledad hasta lo infinito, y a aquellas turbias paralelas no-euclidianas que acuden tal vez a citas y ayuntamientos misteriosos.
Pues bien, lo que ha cumplido Frobenius, para la teoría de la Cultura, importa una revolución semejante a la que para la geometría pudo significar la introducción del no-euclidianismo… Aunque, sin dar a esta preferencia una formulación exacta —sin duda, por tratarse de orden de saber demasiado reciente—, siempre ha manifestado tendencia, la teoría de la Cultura, a considerar ésta como una entidad central y unitaria, cifrada en una tradición constante y en las incorporaciones a esta tradición. Su sede, Europa, con extensión ulterior a las que fueron colonias de Europa; sus fuentes —después de la subterránea irrigación oriental—, Grecia, Roma, el cristianismo, el germanismo, entrando en juego con la Edad Media.
Esto es «la Cultura» —la Cultura, con mayúscula—, la Cultura opuesta al salvajismo, como a la locura se opone la razón. Había una Cultura como había una Geometría… Frobenius quiere acabar con tal sentir. Opone a la Cultura las culturas, como los no-euclidianos a la Geometría las geometrías. Ve a aquéllas pulular, topográficamente, regionalmente limitadas, persistente cada una en la total evolución de la humanidad, irreducibles entre sí, sin posible centralización, tal vez sin recíproca relación de justa jerarquía…
El patriarcado, aquí; el matriarcado, allá. ¿Por qué el patriarcado ha de ser la Cultura preferentemente al matriarcado? ¿Por qué dentro del patriarcado ha de serlo precisamente la monogamia? Mundos enteros de histórica realidad —por ejemplo, todo lo florido en el, para nosotros misterioso, continente africano— esperan de la ciencia y de la filosofía, no sólo curiosidad, sino justificación para añadir un rico tesoro de instituciones y de creación al acervo de las tradiciones humanas. Ha habido una Roma, cierto; pero ha habido también un Tomboctú. Si el clericismo atendió a Roma únicamente, la nueva teoría de la Cultura acordará los mismos derechos a Tomboctú y a Roma.
Así Frobenius es el Riemann de la «Kulturwissenschaft».

FROBENIUS Y HERDER.— ¿Ideas, éstas, del siglo XX? ¿No lo serán más bien del siglo XIX, entendiendo por siglo XIX —con ampliación de los estrictos límites cronológicos— todo el ciclo del Romanticismo, que se podría considerar, en su orden de cosas, yendo, desde Herder hasta Frobenius, como va, en otro orden, desde Juan Jacobo Rousseau hasta León Tolstoi?
La hazaña de Frobenius reproduce la hazaña de Herder; la consuma y la lleva a sus extremos límites. Abate un muro, gesto romántico por excelencia. Con Herder, el primer muro. Con Frobenius, el último muro. La Literatura para el siglo XVIII era un salón; Herder lo abre a las muchedumbres. La Cultura, todavía para nosotros, era una ciudad; Frobenius la abre a las caravanas.
Con las muchedumbres, por el paso abierto por Herder, ¡cuántas riquezas! La principal, la de su vena épica espontánea. Epopeyas primitivas, grandes mitos anónimos, canciones de gesta, romances. Homero, todavía con arquitectura de alejandrinismo, pero ya sin ornamentación o afeite de academia.
La mitología germánica, las leyendas de la Caballería. El cuento y el proverbio, todo lo que más tarde había de llamarse folk-lore, doctrina o sabiduría popular. Sobre todo, el Oriente. La Biblia, con el supremo valor sublime de sus inspiraciones proféticas. La poesía heroico-popular de los árabes. Firdusi y los persas. La India y sus inmensas moles de versos… Fue como si se abriera un gran dique, y por allí, en catarata oblicua y enorme, se precipitara un torrente. Herder es esta catarata, en cuya altura, el agua tiene todavía reflejos de auroras y de palmeras. Luego, el siglo XIX fue enteramente inundado y enlodazado por ella. Hasta en los parques neo-clásicos de Goethe forma baches de orientalismo, hacia la vejez del poeta del «Fausto». Luego encontramos la huella, un poco corrompida, de las aguas de Herder, en los rincones más apartados y seguros. En Schopenhauer, forman una especie de lago muerto. En Wagner, una palúdica rinconada pantanosa. Bergson las filtra, en una especie de gotera sutil. Mauricio Barrès las ornamenta y enguirnalda, a modo de musgo. Keyserling, no satisfecho todavía, va a captarlas de nuevo, en sus fuentes más recogidas; Spengler las invoca, para que sumerjan, como en el castigo de un nuevo Diluvio, la caduca civilización occidental.
Si ayer Herder la literatura, hoy Frobenius toda la cultura. Si aquél Asia, sobre todo, éste África… Así, lo más primitivo, lo más fuerte, lo más hondamente biológico, lo que ni siquiera se traduce por la palabra. «Como el viento, que no podemos ver en sí mismo, sino en sus efectos —decía Frobenius, en su conferencia del miércoles—, así hay esencias que en sí mismas no podemos recoger ni captar, mueven y determinan las formas diversas de las varias manifestaciones, formas y estilos de las artes, del trabajo, de las instituciones y ritos familiares y jurídicos». El esfuerzo de simpatía es aún más amplio. Es ya el más generoso que se podía realizar. Buscamos, entre los continentes poblados por la humanidad, el más lejano a nosotros; entre los hombres que habitan este continente, los más desconocidos, los más viles; entre las manifestaciones de su humanidad, las más inconscientes, las más vagas. Buscamos todo esto, y lo bautizamos con el nombre que sirve también para dar cuenta, en síntesis, del conjunto formado por la filosofía de Platón, por el arte de Rafael, por la cortesanía del Castiglione y por la cortesanía de Goethe, del conjunto en que entran el siglo de Pericles, la Caballería cristiana, las Cortes de amor, las fiestas de Venecia, Versalles, la ciencia y la mecánica del siglo XIX.
Con este nombre, dorado por un crédito secular: Cultura.


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Última actualización: 15 de julio de 2008