Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO    
HÁBLESE DE LOS ESPEJOS
(ABC, miércoles 8-V-1929, p. 3)

HÁBLESE DE LOS ESPEJOS.— Sí, háblese. La resolución de hacerlo nunca será tan súbita, gratuita y extemporánea, como la que mostró nuestro gran Roberto Nolla, "coc del Rei de Nápols", en coyuntura de interrumpir la técnica y tranquila exposición de su Tratado del arte de guisar, con un conminatorio: "¡Hablemos de fideos!". Porque entre las notas que venimos dando estos días —notas volantes, pero volantes como puede serlo la cometa; es decir, siempre con un hilo atado-, sobre los problemas relativos al secreto de la "personalidad" humana, la cuestión psicológica de los espejos tiene su lugar; como lo han tenido la del retrato, la de la caricatura y la de la rúbrica.

Este hombre que, antes de salir de casa, ha encontrado proporción, sin duda, de mirarse -y aun de rectificarse- al espejo, procura, sin embargo, en su tránsito apresurado por la ciudad, captar al vuelo su propia imagen, espejeada en las lunas de escaparates, vitrinas y adornos de tiendas. (Entre paréntesis sea dicho: ¿como no advertir que, en la actualidad, el número de las de esta clase ha disminuído en gran manera? ¿Simple cuestión de gusto? ¿De economía? ¡Pero en la historia de la cultura, como -Worringer ha insistido en ello- en la de las artes, no hay simples cuestiones de gusto o de utilidad! Siempre existe detrás de ellas, un acto electivo del espíritu. Cerremos el paréntesis). Volvamos al transeunte, que vigila su imagen en los espejos. Esta costumbre, la interpretación vulgar y corriente la atribuye a móviles de vanidad. Si alguien al espejo se busca, es de puro encontrarse guapo. Es por golosina de la complacencia que le procura el espectáculo de la propia perfección. Aquí está el mito de Narciso, para explicación simbólica del caso.

Sospechamos, con todo, que la realidad es más complicada, desde luego; quizá infinitamente más honda. Por de pronto, el espíritu de observación menos desvelado advierte con facilidad que el proceso de esto que se llama, tomándolo a barato, "coquetería", va acompañado en el ser a quien agita de un fuerte disturbio de preocupación. Aun queriendo creer que se trata aquí de belleza únicamente, no será, si acaso, la convicción de la propia belleza, sino el problema de la propia belleza lo que ande, real y verdaderamente, en juego. Pero, además, nos resistimos a creer que, en el problema sutil, para cuya solución -precaria solución- se requiera el espejo, no contenga, en su ecuación fundamental, más que una sola incógnita. El preocupado querrá saber si la perfección de su aspecto se ha conservado o ha desaparecido o decrecido; pero también, y más intensamente, quiere averiguar cuál es la clave, el guarismo de esta perfecció
n.

En realidad, lo superficial del aspecto no le basta. En la reflejadora superficie se le antoja que puede en un punto aparecer, por modo fugaz, pero objetivo, algún dato revelador de su propia esencia, acaso el secreto fundamental de la misma. Más que gustar de como él es, quiere saber cómo es; pero todavía más que saber cómo es, anhelaría saber qué es. En rigor, en esta averiguación impaciente del hombre o de la mujer que se espejean, entran más elementos de misterio de los que se aprecian a primera vista. Donde nos figuramos, al principio, encontrarnos ante un acto de persecución de las apariencias, se nos muestra, al contrario, un deseo de desvanecer las apariencias, de perseguir la substancia. Hace un instante, la imagen era deprimente o satisfactoria. ¿Continuará siendo así? ¿No habrá tomado, en el fluir atroz del tiempo, un aspecto distinto? ¿Cómo encontrar la fórmula del propio ser, que contenga a la vez todas las apariencias sucesivas, que ninguna incidencia pueda alterar? ¡Oh, inquietud; oh, desazón; oh, tortura! ¡Busca de lo absoluto por el corazón del hombre, que irriquito está hasta que con lo absoluto se encuentra! ¡Hambre y sed de verdad! Y he aquí cómo nos encontramos, amigos, con lo ascético, donde, al comienzo de nuestra investigación, creíamos no haber salido de lo más frívolo.

El mito de Narciso, como tantos otros de todo orden, habrá que revisarlo y, si no se abandona, habrá que darle distinta interpretación. No, no podrá tratarse, en el presunto vanidoso, de un enamorado de la hermosura del cuerpo, que en las orillas del estanque permanece. Si el semidios hubiese sido de veras tan hermoso, respuestas más gratas encontrara que las del espejo. No huyera, no, de las Ninfas, quien de la admiración de las Ninfas triunfara. Pero la lindeza de Narciso, si era tal, era de aquel orden que no produce su efecto en seguida, o que no lo produce con claridad, o que no lo produce en todos. No sé por qué imagino más bien a Narciso dotado del sutil y extraño tipo leonardesco. Este medio de verificación constante que proporcionan, para el conocimiento del propio ser, las reacciones en los otros seres provocadas, faltaba al misterioso mancebo; su rebusca de lo objetivo, su hambre y sed de verdad, su anhelo de la propia estatua, de la propia definición, del propio guarismo ante lo eterno, tenían que valerse de otras experiencias. Y entonces venía la experiencia del espejo del lago.

Sobre su agua dormida, inclinábase el semidios, en ardor por la clave de su enigma, no enamorado de sí mismo, sino aprendiz de la propia lección. Sobre el agua dormida el infeliz Narciso se inclinaba, y cada crepúsculo vespertino le sorprendía aplicado a descifrar el cambiante texto. Y, todavía, las noches de luna volvía a inclinarse cuando Diana se hallaba en alto, para ver si una versión en negro de la figura no la proporcionaría quizá, por la virtud de la silueta, qua aisla el puro contorno, una revelación súbita de la anhelada verdad.

Y así vemos a Narciso obedeciendo a su modo la admonición del templo. "¡Concete a tí propio!", diz que rezaba. Los filósofos y, coronando su cadena, Sócrates, lo interpretaron como una norma moral. Pero quizá en la intención de quien lo formulara, no se aplicaba al espíritu o no se aplicaba al espíritu sólo. Quizá se aplicaba igualmente al cuerpo, al misterio de lo esencial de la propia figura. Quizá, a tantos hombres, a tantas mujeres, como piden a los espejos renovadas revelaciones, haya que darles un puesto al lado de los más sinceros psicólogos, practicantes de los métodos de la introspección.


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