HÁBLESE DE
LOS ESPEJOS.— Sí, háblese. La resolución
de hacerlo nunca será tan súbita,
gratuita y extemporánea, como la que mostró nuestro gran
Roberto Nolla, "coc del Rei de Nápols", en
coyuntura de interrumpir la técnica y tranquila exposición
de su Tratado del arte de guisar, con un conminatorio: "¡Hablemos
de fideos!". Porque entre las notas que venimos dando estos días
—notas volantes, pero volantes como puede serlo la cometa; es
decir, siempre con un hilo atado-, sobre los problemas relativos al
secreto de la "personalidad" humana, la cuestión psicológica
de los espejos tiene su lugar; como lo han tenido la del retrato, la
de la caricatura y la de la rúbrica.
Este hombre que, antes de salir de casa, ha encontrado proporción,
sin duda, de mirarse -y aun de rectificarse- al espejo, procura, sin
embargo, en su tránsito apresurado por la ciudad, captar al vuelo
su propia imagen, espejeada en las lunas de escaparates, vitrinas y
adornos de tiendas. (Entre paréntesis sea dicho: ¿como
no advertir que, en la actualidad, el número de las de esta clase
ha disminuído en gran manera? ¿Simple cuestión
de gusto? ¿De economía? ¡Pero en la historia de
la cultura, como -Worringer ha insistido en ello- en la de las artes,
no hay simples cuestiones de gusto o de utilidad! Siempre existe
detrás de ellas, un acto electivo del espíritu. Cerremos
el paréntesis). Volvamos al transeunte, que vigila su imagen
en los espejos. Esta costumbre, la interpretación vulgar y corriente
la atribuye a móviles de vanidad. Si alguien al espejo se busca,
es de puro encontrarse guapo. Es por golosina de la complacencia que
le procura el espectáculo de la propia perfección. Aquí
está el mito de Narciso, para explicación simbólica
del caso.
Sospechamos, con todo, que la realidad es más complicada, desde
luego; quizá infinitamente más honda. Por de pronto, el
espíritu de observación menos desvelado advierte con facilidad
que el proceso de esto que se llama, tomándolo a barato, "coquetería",
va acompañado en el ser a quien agita de un fuerte disturbio
de preocupación. Aun queriendo creer que se trata aquí
de belleza únicamente, no será, si acaso, la convicción
de la propia belleza, sino el problema de la propia belleza
lo que ande, real y verdaderamente, en juego. Pero, además, nos
resistimos a creer que, en el problema sutil, para cuya solución
-precaria solución- se requiera el espejo, no contenga, en su
ecuación fundamental, más que una sola incógnita.
El preocupado querrá saber si la perfección de su aspecto
se ha conservado o ha desaparecido o decrecido; pero también,
y más intensamente, quiere averiguar cuál es la clave,
el guarismo de esta perfección.
En realidad, lo superficial del aspecto no le basta. En la reflejadora
superficie se le antoja que puede en un punto aparecer, por modo fugaz,
pero objetivo, algún dato revelador de su propia esencia, acaso
el secreto fundamental de la misma. Más que gustar de
como él es, quiere saber cómo es; pero todavía
más que saber cómo es, anhelaría saber
qué es. En rigor, en esta averiguación impaciente
del hombre o de la mujer que se espejean, entran más elementos
de misterio de los que se aprecian a primera vista. Donde nos figuramos,
al principio, encontrarnos ante un acto de persecución de las
apariencias, se nos muestra, al contrario, un deseo de desvanecer las
apariencias, de perseguir la substancia. Hace un instante, la imagen
era deprimente o satisfactoria. ¿Continuará siendo así?
¿No habrá tomado, en el fluir atroz del tiempo, un aspecto
distinto? ¿Cómo encontrar la fórmula del propio
ser, que contenga a la vez todas las apariencias sucesivas, que ninguna
incidencia pueda alterar? ¡Oh, inquietud; oh, desazón;
oh, tortura! ¡Busca de lo absoluto por el corazón del hombre,
que irriquito está hasta que con lo absoluto se encuentra! ¡Hambre
y sed de verdad! Y he aquí cómo nos encontramos, amigos,
con lo ascético, donde, al comienzo de nuestra investigación,
creíamos no haber salido de lo más frívolo.
El mito de Narciso, como tantos otros de todo orden, habrá que
revisarlo y, si no se abandona, habrá que darle distinta interpretación.
No, no podrá tratarse, en el presunto vanidoso, de un enamorado
de la hermosura del cuerpo, que en las orillas del estanque permanece.
Si el semidios hubiese sido de veras tan hermoso, respuestas más
gratas encontrara que las del espejo. No huyera, no, de las Ninfas,
quien de la admiración de las Ninfas triunfara. Pero la lindeza
de Narciso, si era tal, era de aquel orden que no produce su efecto
en seguida, o que no lo produce con claridad, o que no lo produce en
todos. No sé por qué imagino más bien a Narciso
dotado del sutil y extraño tipo leonardesco. Este medio de verificación
constante que proporcionan, para el conocimiento del propio ser, las
reacciones en los otros seres provocadas, faltaba al misterioso mancebo;
su rebusca de lo objetivo, su hambre y sed de verdad, su anhelo
de la propia estatua, de la propia definición, del propio guarismo
ante lo eterno, tenían que valerse de otras experiencias. Y entonces
venía la experiencia del espejo del lago.
Sobre su agua dormida, inclinábase el semidios, en ardor por
la clave de su enigma, no enamorado de sí mismo, sino aprendiz
de la propia lección. Sobre el agua dormida el infeliz Narciso
se inclinaba, y cada crepúsculo vespertino le sorprendía
aplicado a descifrar el cambiante texto. Y, todavía, las noches
de luna volvía a inclinarse cuando Diana se hallaba en alto,
para ver si una versión en negro de la figura no la proporcionaría
quizá, por la virtud de la silueta, qua aisla el puro contorno,
una revelación súbita de la anhelada verdad.
Y así vemos a Narciso obedeciendo a su modo la admonición
del templo. "¡Concete a tí propio!", diz que
rezaba. Los filósofos y, coronando su cadena, Sócrates,
lo interpretaron como una norma moral. Pero quizá en la intención
de quien lo formulara, no se aplicaba al espíritu o no se aplicaba
al espíritu sólo. Quizá se aplicaba igualmente
al cuerpo, al misterio de lo esencial de la propia figura. Quizá,
a tantos hombres, a tantas mujeres, como piden a los espejos renovadas
revelaciones, haya que darles un puesto al lado de los más sinceros
psicólogos, practicantes de los métodos de la introspección.