Eugenio d'Ors
GLOSARIO INÉDITO    
RETRATOS, CARICATURAS, RÚBRICAS
(ABC, martes 30-IV-1929, pp. 3-4)

RETRATOS.— El mismo nombre sirve para designar cosas harto diversas. He aquí la obra de arte en el Museo. He aquí el documento en el pasaporte. ¡Qué distancia entre uno y otro retrato! Pero, ¿cuál es el secreto de esta distancia? ¿De dónde viene el interés espiritual que concedemos a los retratos artísticos?

Viene, en lo substantivo, de que, en estos últimos, el artista ha operado, en la materia que le proporciona la realidad, un proceso de abstracción en cuya virtud lo que era únicamente un caso se convierte en en un tipo. Gracias a este proceso, un cierto número de elementos y notas, propios del modelo, se ve eliminado; lo que permanece es precisamente lo que otorga a la reproducción un poder expresivo.

Del retrato que está en el Museo, el original puede ser conocido o haberse olvidado. No importa. La obra no pierde por ello un ápice de su valor. Porque su papel de representación individual ya se ha visto, con el ingreso de aquélla en las regiones del arte, superado. Ya la obra no corresponde a un ser singular, sino a una especie, a un grupo. Ha dejado su función concreta de trasunto para entrar -tanto más cuanto mayor sea el valor de eternidad del producto- en la función de guarismo. El retrato del Museo ya no representa al personaje a quien copió, sino al modo cómo la inmortal cifra 3 representa al conjunto formado por tres perecederas y viles naranjas.

CARICATURAS.— Con el vivir moderno, tan tocado de usos y aún de vicios de publicidad, ¡cuántos y cuántos no ven cada día dados a luz su retrato, su caricatura! Lo que aquí vamos a decir puede, pues, ser recogido a título de experiencia común. De los fenómenos psicológicos relativos a la gloria -o la gloriola- puede hoy hablarse, como siempre se ha hablado, de los concernientes al amor o al amorío.

Unas, entre las caricaturas que se dibujan de nosotros, nos complacen, nos halagan. Otras nos molestan y hieren. ¿Entran únicamente en el estimativo negocio móviles de ilusión acerca de la propia figura o impulsos de vanidad? Las caricaturas que nos halagan, ¿son precisamente aquellas en que somos representados con mayor corrección de facciones, con mejor aire en la apostura? Al contrario, las que nos ofenden, ¿son aquellas en que ha sido exagerada nuestra fealdad?

¡ No, y no! Las razones verdaderas pertenecen a un orden mucho más sutil. No se trata de grado en la lindeza, sino de grado en la vitalidad. ¿Qué importa la nariz larga o la calva frente? ¿Qué, la mano flaca o la ceja hirsuta? Lo que nos importa en la imagen que de nosotros circule, no es el aparecer guapos, sino el mostrarnos vivos. Tan vivos como nosotros somos y nos sentimos; más, si puede ser. Ante esta íntima oscura exigencia del caricaturizado, los caricaturistas pueden pertenecer a dos especies: los de la primera, aumentan la vivacidad del original: lo espiritualizan y aun archiespiritualizan. Los segundos, disminuyen esa vitalidad, la adormecen y apagan. Lejos de espiritualizar la imagen de su modelo, la mineralizan. La hacen más inerta, más muerta. Ante una versión semejante de nuestra figura, algo en nosotros se revuelve y protesta. No consentimos, así como así, el vernos sumergidos en el seno de un cosmos sin significación.

Un mal caricaturista es, respecto a nosotros, algo así como quien, aprovechando de una situación cualquiera de indefensión por nuestra parte, pretendiera enterrarnos vivos. Pero no consentiremos jamás en ser, así como así, devueltos a la tierra. Contra este riesgo, precisamente, que de continuo nos amenaza, no nos cansaremos de recurrir al exorcismo. Al exorcismo, es decir, al guarismo. ¡Pronto, pronto, una imagen de nosotros que sea nuestro guarismo, que sea nuestro signo en función y valor de eternidad! Que sea la abstracción de nuestra vida, el significado de nuestra vida — nuestra estatua sobreviviente a la corrupción y al anonadamiento de nuestra carne.

RÚBRICAS.— Pero he aquí a un hombre harto humilde, de muy oscuro vivir. Está aquí al lado nuestro, en una oficina pública. Cumplido un rito burocrático cualquiera, el oficinista le exige que firme un papel. Se prepara, pues, a firmar. Nosotros, por nuestra parte, acabamos de hacerlo.

Acabamos de hacerlo, y esto era para nosotros un acto insignificante. Un garabato de la inicial, seguida del garabato del apellido, y ya está. ¡Ah, es que nosotros estamos acostumbrados a que la referencia a nuestra personalidad circule bajo otros signos! Nosotros damos cada día a la gente nuestra palabra escrita. Tenemos retrato y caricatura en el mercado. Nuestro nombre aparece impreso, por el cuidado de los otros, de vez en vez. ¡Qué gracia que, en el hecho de ponerlo, de propia escritura en el ángulo de un papel sellado, no veamos otra cosa que un trámite, indispensable para que nos dejen marchar! ¡Pero él, el hombre humilde, de vivir oscuro! El quiere también, como nosotros, no sólo existir, sino sobre-existir; no quedarse en individuo, en particular, sino ascender al tipo, a la idea; morir en su cáscara anecdótica de concreto, para resucitar a la inmortalidad de lo abstracto. Quiere, él también, convertirse en guarismo, exorcizar a la muerte. Lo quiere, sin saberlo. Pero, si su conciencia lo ignora, algo en él lo sabe. Algo, que no es tampoco la subconciencia, sino otra cosa, infinitamente más vitalizada, infinitamente menos mineral.

El buen hombre se ha calado lentamente las antiparras -una de esas antiparras de plata, en que parece buscar más socorro la ignorancia que la miopía-. Con gran trabajo, ha trazado los palotes de su nombre, de su apellido paterno, del materno. ¿Qué hace ahora? He aquí que ahora, la pluma torpe se ha enredado en el interminable arabesco de una rúbrica. Va, vuelve, gira, enrosca sus huellas, esta pluma. No se cansa, no deja de trazar, mudamente, una callada, clandestina oración, un himno triunfal en honor del ángel de la Guarda del ciudadano Sempronio González y Martínez.


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Última actualización: 21 de diciembre de 2005