Eugenio d'Ors
GLOSA LV DE ARTE VIVO   
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BRANCUSI, LAURENS, LIPCHITZ, GARGALLO, DE PASADA, Y SIEMPRE ZADKINE
(Revista. Semanario de Información, Artes y Letras, Barcelona, nº 90, 31-XII-53 a 6-I-54, p. 9)
 
Un día del año 1920, llegó a las aduanas de Nueva York una escultura de Brancusi. A título de objeto de arte, disfrutaba, entonces, del derecho a entrada gratuita. Pero, los aduaneros vacilaron. Aquel «Pájaro en vuelo», ¿no tenía más bien el aire de un instrumento de cirujía, o de un utensilio de economía doméstica? Ciertas estilizaciones abstractas estaban todavía entonces en un período de gran atraso… Se había salido apenas, en aquel tiempo, de la que se llamó «Guerra Grande». No había nadie pensado en convocar un concurso para honrar al «Prisionero Político Desconocido». Las obras de Brancusi ofrecían, por lo menos, la ventaja de estar elaboradas con materiales brillantes, atractivos, tal vez preciosos. Estaban aún lejanas las horas en que el ganador del aludido concurso, al enterarse de la destrucción perpretada por émulo rencoroso, dijera, de su laureada invención, consolado: «No importa. Con cuatro chelines de astillas y alambres, lo rehago»

Visiblemente, otro escultor, Henri Laurens, tenía el escrúpulo de abusar de la ingenuidad anglosajona, con producciones de material demasiado económico. Si su «Caridad» le fue, dicen, sugerida por la forma y la testura de un pedazo de madera en que trabajaba, esta madera se llamaba, de todos modos, nogal. Y, cuando se aplicó al bronce, como en su famosa «Mujer arrodillada», este metal no fue entregado a una fundición cualquiera. También en su «Anfion» se sacó partido de la posibilidad de que el bronce fuera, encima del modelado, peinado, para que el cuerpo del divino músico se idealizara en las verticales paralelas de unas cuerdas de guitarra, arpa o lira. Con razón, después de estas obras y otras análogas, Octavio de Romeu, pensando en la vocación de música que revelan, le decía a Henri Laurens que él, a la vez que escultor de metal, lo era de cuerda.

Todo esto se encuentra ejecutado todavía en un clima de sensatez, que ha permitido a Laurens verse aproximado al gran premio de Venecia, hace muy pocos años. Le ganó Dufy, a última hora, y no sin razón. Pero no hubiera podido ganarle un compañero de la promoción de aquél, Lipchitz, más original y considerablemente más tumultuoso. Lipchitz es el antecedente inmediato de Moore. No llega nunca a la grandeza de éste; pero, sí, a su atrevimiento. Cuando se estudien las fuentes del actual arte vivo, siempre habrá que dar un lugar a Jacques Lipschitz.

También habrá que citar —y nosotros no le hemos otorgado ya la mención merecida, porque, en los límites de nuestro encargo, no se puede tratar aquí más que de arte extranjero—, a un gran artista nuestro, de quien se debe consignar, al paso, que todavía no se le ha dado el lugar que merece. Pablo Gargallo, creador desigual, autor de maravillas como su «San Juan Bautista» y de monumentos de tan bajo nivel como el del busto de León Fontova, barcelonesamente enfrentado, para más irrisión, con la iglesia de San Agustín, ha sido una personalidad importante, capaz de superar, dentro del criterio moderno, a un arte dominado por la abstracción, por un arte levantado por la fantasía. El repertorio de las invenciones de Gargallo, aunque no tenga la extensión, tiene muchas veces la intensidad, a que parece únicamente Picasso haber accedido.

Más, puesto que estas notas de hoy hablan de tantos escultores, volvamos a acordarnos de quien, a nuestro parecer, ha sido el príncipe entre ellos. Vuelva a estas notas el nombre de Zadkine.


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Última actualización: 8 de febrero de 2006