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Eugenio d'Ors
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ESTUDIOS BIOGRÁFICOS
J. Torrendell
EUGENIO d'ORS. II. EL ARTISTA
(La Nación, Buenos Aires, 17-X-1921)
En medio de la protesta que provocaba la publicación del «Glosari» en las columnas de «La Veu de Catalunya», el más popular de los diarios, defensor de la aspiración catalanista y órgano de una buena parte de los escritores en lengua vernácula, no tardó en formarse un grupo de jóvenes que por simpatía de años —ninguno llegaba a los treinta—, por coincidencia de orientación estética y por antipatía a los «viejos» y a la turba de filisteos que no cesaban de vociferar airadamente, proclamó su completa adhesión a «Xenius», bien pronto admirado como exquisito prosista, como temperamento de energía, como espíritu de vasta y ordenada cultura, como debelador de formas artificiales, aun de aquellas que hasta entonces habían la aureola de lo nuevo y refinado. Por esto, a los pocos meses, empezó a divulgarse en los círculos literarios la denominación de «novecentistas», aplicado a cuantos jóvenes mostrábanse partidarios del audaz Glosador. «Modernistas» les llamaban los pecieros, creyéndoles continuadores de los literatos, músicos y artistas que a fines del siglo XIX habían iniciado triunfalmente obra de reacción contra el empolvado academicismo, o mejor, decadencia ñoña. Pero «Xenius» se apresuró rápido a rechazar el mote para reclamar el derecho del más reciente, por él mismo inventado, apenas cumplidos los veinte, al proclamar su fe en el novecientos, y sacudir la mezquina herencia de aquel «fin de siglo» que pesaba como losa de plomo sobre el espíritu de los que se habían instruido en aquellas dos décadas de pesimismo, desfallecimiento, vulgaridad y formulismo vacuo. A propósito de la aparición de un músico, casi adolescente, el Glosador quiso advertir al vulgo, tan pocas veces enterado, y a los casi iniciados, pero fáciles a la confusión, que el joven Jaime Pahissa no pertenecía ya a la clase, excesivamente numerosa, de los «modernistas», sino mejor a la moderna y actual de los «novecentistas»; los cuales, en efecto, empezaban a distinguirse, en calles, teatros y demás lugares del comercio social, por una cierta rebeldía, manifestaba abiertamente en costumbres, gestos e indumentaria. Y así, a medida que los hechos daban actualidad a los mozos que colaboraban en la novísima fiesta de la política, de la literatura, de las artes, el Glosador iba alineando los nombres de aquellos que afirmaban las orientaciones del régimen recién nacido.

He aquí un primer resumen de las ideas insinuadas en diversas glosas: Nuestra generación… viene a contradecir, con direcciones nuevas, las direcciones anteriores. La dirección política anterior era regionalismo, nacionalismo. Ahora el nacionalismo se vuelve entre nosotros imperialismo. La dirección estética anterior se había producido siempre en un mismo sentido, en el sentido del romanticismo, desde Piferrer, nuestro primer gran romántico, hasta Maragall, nuestro último gran romántico. En nuestros días se abre un ciclo de clasicismo esencial. La era del romanticismo está ya próxima a agotar su significación entre nosotros. Y desde la hora en que se hace tan rotunda afirmación, el Glosador no deja pasar sugestión ideológica ninguna, que no sirva al propósito de documentarla e ilustrarla. Véase un ejemplo. En días de íntimas fiestas familiares (final de año o principio del nuevo) «Xenius» hace, deliciosamente, el elogio de la mesa y de la buena forma. Para quien inventara la primera, tiene entusiasmos hondos, ya que ha creado una de las mejores formas, que aumenta la diferenciación entre animales y hombres. ¡Magnífica convención, estupenda arbitrariedad! Es cierto que la dignidad y el arte de comer dependen en buena parte de la cocina, pero, en porción no insignificante, de la mesa. «Entre un faisán servido de un modo descuidado, grosero, sucio, y unas pobres patatas presentadas sobre manteles pulquérrimos y suaves al tacto, en buena vajilla y entre flores, la elección para los delicados no es dudosa». Y surge naturalmente la cuestión del «fondo» y la «forma». ¿La forma, elemento de frivolidad? — pregunta. «Pero, ¿de donde habéis sacado, insensatas criaturas, que las cosas valen por su fondo? ¡Como si el fondo de todas las cosas del mundo no fuese el mismo: materia, microbios, carbón, qué sé yo, ni me importa! Lo que separa los seres, lo que a cada uno da individualidad, es precisamente la forma, que es el Espíritu. Nosotros mismos, los hombres, no somos sino formas. Materialmente estamos compuestos igual que las bestias y que los cadáveres. Sólo formalmente somos diversos, y dignos, y redimidos por la sangre de Jesús… Y tanto más perfecta es una cosa, cuanto más formal es. Vuestro instinto, mezquinos definidores de fondo y forma, no se equivoca, cuando, con ciertas apariencias de ilogismo, llama, en un objeto, fondo, a las sensaciones bajas que contiene, forma, a las altas; cuando, frente a un plato de comida, decía fondo de su gusto, forma de su vista. Donde el error empieza, es en la apreciación del valor. Porque un instinto de inferioridad os hace apreciar mejor la dulzura del sabor que la dulzura de la vista, clasificadores miserables… La humanidad marcha progresivamente a la suma valoración de las formas. Cada día aumenta en nosotros el sentido decorativo. Un paso decidido en esta vía fue la invención de la mesa»…

Y a ese preferir la forma al fondo en diversos sentidos y en planos diversos de la vida, denomina el Glosador «arbitrariedad»; o sea la constante intervención de la inteligencia en toda cosa creada, su dominio sobre la materia; breve: cultura contra natura. A la espontaneidad es preciso oponer la crítica; a las sensaciones instintivas, el método reflexivo; a la primera materia, el dominio creador. «Lo más bello de las cosas —ha dicho un personaje de "Xenius"— es su puro contorno», fruto de la voluntad del artista, el cual no ha de tenerse por instrumento de la inspiración, sino dueño de la misma. Es decir, en vez de una pasividad, una actividad, una responsabilidad inteligente; «arte tan alejado del lírico, impresionista, "interjeccional" —dice— (el cual alcanzó su cabal expresión poética en la teoría la "palabra viva" de Maragall, nuestro esencial maestro en gaya ciencia), como del arte imitativo que, en su fatalista humildad, se resigna en la reproducción de la Natura; mientras que el arbitrario, que juzga con Wordsworth que "imitar la Ilíada no es imitar a Homero", antes que imitar la naturaleza (así, con minúscula) prefiere imitar a Dios». el Glosador, pues, no gusta del concepto atribuido al ejercicio poético, según el cual éste no puede responder a cuotidianidad y continuidad, sino por gracia de insuflación, en momentos excepcionales y afortunados, señalados por el imperativo de la emoción sentida y la «abundantia cordis». El cree que «sin contradecir el hecho de la inspiración misteriosa, venida quién sabe de donde, antes al contrario, suponiéndola y siguiéndola, se ha de producir un trabajo austero en el poeta, trabajo que la recoge, que la desarrolla, que la articula y mantiene, que provoca la nueva inspiración en potencia, que cambia, en suma, interjección en verbo, cadencia en estrofa, visión fugacísima en imagen bien estructurada, resplandor en rayo de luz. No llamaremos poeta al que es poseído de la emoción de belleza, sino al que la toma él mismo y la domina. Y que hace de ésta ruda labor obstinado ejercicio. Y no sólo ejercicio sino una manera de vida en el centro mismo de la actividad profesional. Valoración no igual, hasta por la multitud contemporánea, conciencia inequívoca en el fondo de sí mismo, lauro distinto, han alcanzado siempre el puro poeta, el profesional, el artista de la poesía, y aquel otro que, marginalmente, a ratitos de ocio, ha cogido al vuelo una que otra inspiración, y no frecuentada su musa sino morganáticamente y en figura de diletante».

¿Pura teoría? Nadie podrá negar que Eugenio d'Ors no haya influido plenamente, totalmente, la literatura moderna de Cataluña. Todos los más altos poetas, los más refinados prosistas, que en estos últimos diez años han ennoblecido y valorizado su idioma nativo, todos reconocen lealmente la influencia positiva de «Xenius» en esa admirable transformación. Ya en 1907, el joven principiante —ahora príncipe de la poesía— José María López Picó, anunciaba en mi revista «Cataluña», hogar de los contados pero entusiastas admiradores de «Xenius», que muy pronto se notaría en la literatura patria el cuño de la personalidad xeniana, ya que «su espíritu complejo, inquieto y amplio a la vez, ha recogido la vibración de modernidad que de una manera vaga y muy imprecisa sentía la juventud catalana y ha sabido concretarla y definirla con asombrosa exactitud». Más tarde, cumplido el pronóstico de la primera hora, había de anotar el hecho el delicioso prosista, Alfonso Maseras: «Un nuevo espíritu de orden y serenidad ha venido a presidir la producción poética del novecientos, reflejo de una intensa renovación espiritual en todos los órdenes culturales de nuestra tierra. Este nuevo espíritu vive y alienta fuertemente en la pléyade de poetas jóvenes que ilustra hoy en día nuestra literatura y reacciona contra la estética maragalliana (que sólo escuchaba los fueros del instinto) y amordaza este instinto con la potencia del albedrío y de la cultura, obedeciendo así las nuevas corrientes filosóficas en que se inspiran las nuevas generaciones: el dogma de la Arbitrariedad establecido por Eugenio d'Ors. «Y el exquisito exégeta, el más compenetrado con los poetas de este esplendoroso renacimiento, Joaquín Folguera, ha afirmado con plena autoridad que la «poesía catalana de ahora se ha creado bajo la sugestión sostenida del aleccionamiento orsiano. Este aleccionamiento, además del espíritu antinaturista, anti-realista, le ha dado por lo menos espíritu de precisión, muchas veces de eliminación, que es la reacción contra el desceñimiento romántico y luego realista».

Naturalmente, Eugenio d'Ors hubiera fracasado en su intento si él mismo no hubiese sido un ejemplar vivo y fehaciente de sus insinuaciones, orientaciones y prescripciones. Ninguna de sus glosas llegaba al diario sin la máxima garantía de su belleza formal. Todas han podido ir intactas a la definitiva consagración del libro. Podrán haber sufrido poca o mucha transformación, o mejor, evolución, las ideas, pero las palabras y su combinación magnífica no se han alterado un ápice. Estatua nacieron y estatua se mantienen. No en vano cada una de esas glosas, que a veces cabían en la parvedad de una tarjeta postal, requerían la escrupulosa labor de toda una mañana. Y es que siempre ha creído «Xenius» que, si no es lo de menos el concepto, es elemento principal el vehículo. El artista serio no dirá jamás que la obra ya está hecha porque esté pensada, y que ya sólo falta escribirla. Eso, darle forma, es lo esencial, la parte peculiar del artista, la que concederá eternidad a la obra. El encanto de la prosa orsiana es lo que empezó a seducir a los temperamentos finos de Cataluña, a la sensibilidad de los exquisitos, a cuantos lamentaban la vulgaridad, la ruda composición, el descuidado ejercicio de aquella literatura, en inicial renacimiento, un poco estancado por el afán de acercarse a la manera de lo que se creía genio de la raza. Si nuestra lengua es recia, dura —se decía—, nosotros no podemos ni queremos cambiarla; la preferimos tal cual es por ser la nuestra. Pero unos pocos había demostrado que el idioma era susceptible de remoldeamiento, que se prestaba a suavidades de color y música en cuanto era manejado, dominado por un artista delicado e inteligente. «Xenius» superó a todos y se mantuvo firme y resistente, seguro de su poder y de la legitimidad de sus propósitos. Yo recuerdo sus entusiasmos, externados excepcionalmente con gestos reveladores de plena satisfacción, al conocer los ordenamientos tan precisos de Rodó sobre la expresión de quienquiera que fuese. Repetía gozoso: «decir las cosas bien, tener en la pluma el don exquisito de la gracia, y en el pensamiento la inmaculada linfa de la luz… Como el misionero y el filántropo, el estilista hace también una obra de misericordia. Sabios: enseñadnos con gracia. Sacerdotes: retratad a Dios con un pincel amable y hermoso y a la virtud en palabras llenas de armonías… Hablad con ritmo…, respetad la gracia de la forma»… A quien le indicara un día la conveniencia de reducir en la prosa lo que William James llama los períodos de tránsito, Eugenio d'Ors declaró su rotunda disconformidad, como si esa regla de economía literaria involucrase un ataque excesivamente directo al estilo. Había replicado enérgicamente el artista. Poco después escribía: «Ni fórmula sola ni espíritu sólo dan el sentido de la tradición europea, sino fórmula y espíritu reunidos. En la suprema armonía del Partenón que vos, mi ilustre amigo (Ramiro de Maeztu) ensalzásteis como era debido, hay, sin duda alguna, mucho de canon; pero también hay algo de milagro. El énfasis calculado y sutil hincha ligeramente la columna; pero el secreto íntegro de su profunda gracia, sólo puede poseerlo la virgen y diva Atenea».

¿Es que el gran artista catalán muéstrase inclinado a expresión ampulosa y envarada, lenta y tortuosa, gongorina y de artificio? Quien tal creyera, erraría lamentablemente. Claro que la turba de lectores de un cotidiano no es la clientela más adecuada para seguir, en su rápido y distraído leer, la seriedad, la gravedad, la suntuosidad a veces, de la prosa del «Glosario». Precisamente la indignación popular, en buena parte, tuvo su origen en una dicción que se reputaba oscura, estrambótica, extranjerizada. Había quiene a las dos lecturas no penetraba el significado de aquellas veinte líneas. Y el diario era arrojado con palabras del mismo léxico que el Glosador fulminaba con elegante gracejo y una distinción verdaderamente fina e ingeniosa. Yo no diré que durante unos años no haya abusado «Xenius» de extranjerismos y de una sintaxis voluntariamente alejada de la usada, aun por los escritores respetables de la época. Su novedad no estribaba precisamente en los galicismos y las extrañas coordinaciones del estilo, sino mejor en la vivacidad de cada vocablo y en la precisión con que éstos eran manejados. Un crítico madrileño acaba de sorprenderse ante el «Glosario», recién traducido, por lo cual dice: «Es un libro breve de poca lectura como conviene a los textos de la meditación. Las palabras tienen allí alma; por eso su densidad es mayor de la que tienen en los escritos ligeros sin trascendencia. El lenguaje es de una elegante y sobria limpidez, con felices hallazgos de expresión».

Resumamos: Eugenio d'Ors, como artista, es la expresión más alta de un conjunto armónico obtenido con el viejo elemento «Inspiración», el eterno «buen gusto», el nuevo de «cultura» y el novísimo, muy del glosador, de «gobierno», «responsabilidad». He aquí una de sus más caras definiciones de Estilística: «no empleéis la palabra que no sea en sí misma un neologismo… ¿Neologismo? ¿Pero en cualquier verdadero escritor —en cualquier escritor de raza— no es cada palabra dibujada por la pluma un neologismo? La única diferencia entre los buenos neologismos y los dañados, hela aquí: los buenos, apenas inventados, ya diríais que han vivido siempre. Los malos, por más que se repitan, siempre parece que han de morir al siguiente día». Y todo esto obtenido sin que se vea el esfuerzo, sin pretensión de destacar el vocablo descubierto. Todo ha de parecer nuevo y, al mismo tiempo, viejo y castizo. Todo vivo, sólido, orgánico, con la vida, no de hoy, sino de hoy y mañana. Por esto dice después de leer a Leopoldo Lugones: «Cada palabra escrita, en boca de este poeta, parece pronunciada por primera vez. Cada palabra nueva parece inmemorial».

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Última actualización: 31 de mayo de 2007