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Eugenio d'Ors
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ESTUDIOS BIOGRÁFICOS
J. Torrendell
EUGENIO d'ORS. I. EL GLOSADOR
(La Nación, Buenos Aires, 29-VII-1921)
A punto de llegar a la Argentina Eugenio d'Ors invitado por la Universidad de Córdoba a dar un curso de filosofía, lléganme insinuaciones amistosas para que con mis noticias directas complete el conocimiento que del filósofo catalán se tiene aquí, forzosamente escaso en la mayoría de los argentinos, aun en aquellos que han leído las contadas traducciones, hechas últimamente, de una parte de su obra, abundante y diversa. Los que me incitan a esa labor, son los que saben de mi convivencia con Eugenio d'Ors en el ambiente familiar de la misma redacción, precisamente en los primeros años de sus tareas periodísticas. Y, en efecto, si el mayor derecho para prueba definitiva está de parte del testigo ocular, sin duda alguna lo he de usufructuar yo, sobre todo al querer —y ésta es realmente mi aspiración— que mi ilustre colega sea aquí avalorado en sus múltiples aspectos, aun antes de que su palabra conquiste el espíritu de los selectos y éstos a su vez metan en curiosidad a los demás.

Al amigo «Xenius» el procedimiento no habrá de disgustarle, porque una de las cualidades que lo han caracterizado siempre es la de su estrategia en todas las batallas que ha conducido solo o acompañado contra la opinión general, constantemente en pugna con lo nuevo, con lo que pretende sacarla del ambiente que la natural inercia le ha creado. He aquí, pues, al gran combatiente, al hombre de toda intervención, al imperialista, que es decir al impulsador de pueblos mundo adelante, aunque la multitud se vea precisada a caminar selva adentro. Aquí de su método, unas veces de habilísima diplomacia, otras de espantable estridencia, según el efecto que mejor conviene a su plan. Por esto eligió el instrumento más adecuado a su propósito, a su campaña de invasión, de penetración, de dominio: la prensa. Y no la revista, tardía y meditadora, sino el diario súbito, constante, repetidor y agresivo; el cotidiano, que nace y muere de sol a sol y cuya reaparición sistemática permite adoptar todas las posiciones tacticas para ejecutar el íntimo proyecto con las más diversas modalidades que la realidad ofrece.

Así es que a los pocos meses de haber terminado su educación universitaria, tras breve descanso en la plácida serenidad de la Balear Mayor, donde se estrecharon por primera vez nuestras manos, la actividad del nuevo abogado concentróse exclusivamente en el reanudado estudio de unas disciplinas amadas, libres del rutinario programa y de los exámenes torturadores, y en la inquieta y vigilante tarea del periodista, acosado por el deber de informar, pero también atraído por el placer de espiritualizar la materia con la belleza de la palabra, con la elegancia del ingenio, con el vigor, la luz, el fuego de una idea. Tal era su evidente vocación, observados los síntomas durante el período estudiantil. Repetidas veces había sido elegido por sus compañeros como redactor de protestas, mensajes y manifiestos, en los cuales la colectividad declaraba sus indignaciones, sus entusiasmos, o sus idealismos. Algunos de esos documentos se recuerdan aún con aprobación y se citan con influidora autoridad. En cuanto, pues, le fue posible, manifestó su voluntad decidida, y sin duda heroica, tenidos en cuenta los pormenores íntimos, de sentar plaza en el ejército del periodismo.

No a humo de pajas empleo ese tropo de vieja factura retoricil. Es el que mejor expresa el pensamiento el novel periodista en la primera hora. Todavía no llevaba un mes en el ejercicio de su labor y ya aprovechaba la actualidad, la noticia, para glosarla en sentido de explicación y justificación del oficio adoptado. El famoso corresponsal de «Le Journal» en la guerra ruso-japonesa, Ludovico Naudeau, había sido nombrado caballero de la Legión de Honor. El valeroso repórter acababa de pasar dos años en el teatro de la guerra. Eugenio d'Ors no necesita más para trocar la anécdota en categoría. El periodista moderno bien pudiera ser, en la cultura de los espíritus, algo parecido a lo que para éstos representó un día la dura condición de milicia. Recuerda entonces que Descartes, al decidirse a seguir su vocación filosófica, se apresuró a entrar en un Ejército, por entender que, necesitando sus futuras meditaciones alimento de realidad, nada más generosamente y rápido podía ofrecérselo, que la riquísima escuela de observación como es la guerra, al permitir entonces, cual ninguna otra profesión, conocer el mundo, habitar en diferentes países y entre condiciones distintas, presenciar los grandes acontecimientos históricos; en suma: nutrir la propia alma del buen pan de objetividad. La profesión que hoy pone en estrecho contacto con la vida es la del gran periodismo y, en consecuencia, es el mejor régimen de aprehensión y conquista de conocimientos, aparte libros y meditación, para quien quiera entregarse totalmente a su vocación filosófica. He aquí cómo para fin determinado periodismo sustituye a milicia.

Y hombre decidido el joven d'Ors, a los pocos días de iniciar su «Glosari» en «La Veu de Catalunya», consigue de la Dirección la misión por muchos ambicionada de representar al diario en la famosa Conferencia de Algeciras. Es decir, empieza febrilmente a ejercer el oficio en su plenitud esencial: empieza a correr mundo. La oportunidad no puede ser mejor en varios sentidos. En Algeciras habían de reunirse los políticos y los diplomáticos más eminentes de las Naciones, y, por tanto, los periodistas más aptos, más inteligentes, más finos y audaces. El talento, la habilidad, la viveza, la perspicacia, el atrevimiento, la actividad, el ingenio, la energía y la sensibilidad de Europa, congregáronse efectivamente en un pequeño pueblo de la tibia y placentera Andalucía. ¿Qué mejor síntesis para iniciar una seria labor? Y con unos versos de Goethe en los labios repetidores, simbólicos versos del «Wilhelm Meister», el novel observador se lanza a la batalla en busca de objetividades sobre las que asentar y rectificar sus filosofías, como los prejuicios sobre las experimentaciones, según posteriores asertos d'orsinianos.

Regresó más fuerte, más contento, más emprendedor y más ágil, el compañero envidiado. Su primer viaje había constituido sana y proficua cosecha, diariamente recogida en el periódico y enviada de todos los sitios, donde cada sol le alumbraba, en rápida nota, o en abundante correspondencia; en pliego cerrado y lacrado o en tarjeta postal, entregada a la buena voluntad de los carteros rurales. Y en cuanto hubo recibido la aprobación del Director y las felicitaciones de los redactores amigos, publicó una de las más primorosas, sutiles y fundamentales glosas de su numeroso acervo. En agradecimiento al gran placer, experimentado al través de sus jornadas de camino por el mundo, quiso escribirla, y en ella cristalizó la esencia del periodismo, insinuada antes de la excursión y ahora comprobada ampliamente sobre las cosas y los hombres.

Este es el regalo que ha traído para sus compañeros: la convicción de que el periodista es la más alta expresión de la sensibilidad moderna para «oir las palpitaciones de los tiempos». No el filósofo, no el historiador, no el sabio, no el poeta; éste pudo serlo, y alguno lo intentó; el que «oye las palpitaciones de los tiempos», es el periodista. Es éste el órgano por el cual la sociedad obtiene las informaciones de lo actual, de la hora presente, del momento único; informaciones y observaciones que mañana, a fuerza de ser conscientes y metódicas, llegarán a sistematizarse, a hacerse Ciencia; una ciencia natural, como una «Fisiología del momento histórico».

De los periodistas, uno sabe recoger el hecho con «sus pormenores característicos, aun aquéllos inadvertidos por la mayoría; otro acierta a despojarlo de las accidentalidades y se fija en lo substantivo, y llega a dar la sensación del gusto, de la clase, de la especialidad; todavía un tercero que domina el arte de la clasificación y rima los símbolos y descubre su juego armónico. «Y, en este juego de armonías, prescinde aún de lo accidental y halla en el fondo, magnífica y soberana, «la ley»; y, ahondando, ahondando, ve, entre los valores ideales que la envuelven, cuáles son sobrevivientes del pasado, cuáles, presentimientos de lo porvenir, cuáles, roca viva de lo eterno. Y que, una vez logrado esto, sabe desinteresadamente, en un momento dado, derribar y contradecir las cosas dichas y borrar las escritas, porque ha escuchado una nueva palpitación que parece contradictoria. Y que, después, esta palpitación que había parecido contradictoria, es precisamente una rima más en la construcción; y que ésta, de nuevo, aparece apoteósicamente verdadera a la luz… Éste será «el supremo periodista». Éste será «el que oye las palpitaciones de los tiempos». Su información será «de ideas», mejor, «de almas». Hará «gacetillas de eternidades».

Esto se escribía en los primeros meses de 1906, cuando todavía imperaban las nociones finiseculares de periodismo exclusivamente informativo, enemigo del editorial doctrinario, del artículo polémico, de la crítica conceptuosa, reclamando en honor de los lectores un mayor respeto a su opinión, la cual no necesitaba más que hechos y detalles. Los del oficio, naturalmente, discutieron con calor y viveza esa categoría periodística, antigualla para unos que recordaban los «fondos» pesados del período progresista, y visión sutil para otros, que entendían bien, pero cuya teoría relegaban a las revistas reposadas y severas. Ni unos ni otros se habían hecho cargo. El glosador insistió en su procedimiento, que desde el primer día escandalizó a la generalidad y con una tenacidad de hombre profundamente convencido golpeó el yunque de la atención cotidiana comentándolo todo y removiendo simultáneamente todas las ideas individuales con las suyas novísimas, y todas las rutinas colectivas con sus pretensiones renovadoras.

La protesta se irguió y enfurecióse hoscamente. Sobre el periódico cayó una lluvia violenta de cartas, cuyos autores, de todas las clases sociales, exigían la radical supresión del «Glosari», porque, según unos, nadie lo entendía, y, según otros, a todos mortificaba. Para aquéllos, cada glosa era una tontería, o una excentricidad, una «pose», y el glosador un «poseur» o un simple, un ingenuo; para éstos, un maligno deseo de molestar, una inclinación al extranjerismo, un odio declarado a la tradición, una campaña, en fin, anticatalanista. Era la piedra de escándalo, la obsesión de todos —primer triunfo periodístico—; lo fue por largo tiempo; en ciertos grupos sociales y literarios lo ha sido siempre; ahora lo vuelve a ser en libre recrudecimiento. Es que hoy falta su gran protector, el hombre singular que le comprendió ampliamente, lo captó en seguida, lo defendió contra los primeros embates y lo mantuvo sin titubear en todo momento. Hablo del insigne Prat de la Riba, la personalidad más alta de la nueva Cataluña. Sin esa voluntad prepotente, Eugenio d'Ors no hubiera permanecido ni un día más en el diario. En aquel tiempo, ningún otro lo hubiera recogido. Porque los principales adversarios eran los del oficio y aun los compañeros de redacción. La censura airada era general. Después del nombre imperecedero del director, es de justicia citar el del secretario de redacción, Raimundo Casellas, entusiasta panegirista, aunque no siempre por encogimientos de domesticidad, y otro redactor, que no claudicó nunca no por altas presiones, que rechazaba, ni por genialidades del propio admirado, impasiblemente comprendidas y perdonadas.

d'Ors desapareció de Barcelona y fue situado en París, faro magnífico para un avizor vigía de las cosas universales, ni muy cerca del público sobre el cual había de influir, ni tan alejado que no fueran fáciles rápidas vueltas que renovaran frecuentemente el contacto con el latido sereno y el alma genuina de la nacionalidad. Bien pronto se eclipsó también el nombre del protestado para trocarse en «Xenius», elemento incorpóreo, etéreo, «psiquis», una mariposa hecha soplo. La máxima sutileza con la mayor elegancia. No importa. El Glosario continuó siendo combatido por los cuatro vientos; rudas embestidas que resistía prodigiosamente la plácida sonrisa, llena de comprensión y tolerancia, de aquel hombre providencial que ponía diques de cordura a todas las agresividades. Y, así defendido, el novel glosador desde París oteaba el mundo, si bien a cada oportunidad emprendía viajes, para asistir a congresos científicos; a solemnes inauguraciones de diversa materia; a conferencias de sabios, de políticos o literatos; para ver de cerca el cuadro, la estatua, el manuscrito o el murallón descubiertos; para inquirir la génesis de toda cosa o movimiento que atrajera su curiosidad despierta, pronta a registrar cualquiera innovación, toda palpitación de los tiempos modernos. De aquí sus gacetillas de eternidad. En todas partes cosechaba notas de información que tan generosa se ofrece a todos, pero, supremo periodista, de aquella primera materia sacaba el jugo vital y en éste, visto al través del microscopio de su penetración, descubría elementos desconocidos en la coordinación orgánica social.

Por esto, al año quedaban ya clavadas en el Glosario, como mariposas en un acerico, las ideas de Arbitrarismo que prefiere la cultura que es espíritu a la natura que es inercia; Civilidad que condena las groserías humanas y el plebeyismo rústico; Ritmo, que reune y amalgama las nociones de acción, elegancia, norma y genio tradicional, en apoyo de lo clásico contra la insubordinación, el libertinaje, la espontaneidad caprichosa de lo romántico; Imperialismo que afirma el localismo nacionalista en inteligencia adecuada con el mundo exterior; Novecentismo, síntesis de las orientaciones modernas en lucha con las caducas y todavía persistentes del Fin de Siglo; y tantas otras que, entendidas o no, poseían, ante todo, la virtud de agitar la ciudad y de inquietarla con el propósito de remoldeamiento, en términos de europeismo sin abandonar su carácter racial.

Y esta admirable y ya admirada labor periodística ha sido la fuente persistente y renovada de toda la obra estética, moral, filosófica, de Eugenio d'Ors. d'Ors ha hallado en Xenius la activísima abeja que ha sacado de las innúmeras flores de la Realidad la miel ideológica, con la que ha podido sazonar todo el pan eucarístico que ha alimentado a las almas selectas de un pueblo y que hoy empieza a ser gustado por ambos mundos. Toda la obra seria, estudiada ahora por las más avisadas inteligencias, ha brotado de ese «Glosari», que acaba de cumplir sus dieciséis años y medio, y al cual a los cinco ya calificó el francés Marcel Robin de «Summa de los tiempos nuevos» y el alemán Eberhard Vogel de «Diálogo socrático de la España moderna», hecho en perpetua deambulación, sobre todo lo visto y oído por un espíritu de exquisitez. De manera parecida procedió Montaigne. Según exacta reproducción del manuscrito de sus «Ensayos» que dio a conocer la Biblioteca Municipal de Burdeos, poseedora del original, Montaigne escribió su obra en forma de un diario de filósofo, en el cual apuntaba sus pensamientos al compás de la vida. Cuando «Xenius», muy adelantado su «Glosario», se enteró del proceder del filósofo galo, mucha fue su alegría, enorgullecido de que su profesión tuviera tan gloriosos precedentes. Y añadía que acaso fuese una lástima que muchas obras de grandes filósofos no sufriesen recomposición igual. «En el orden metódico, en la construcción externa de un libro, hay seguramente perdida parte de la energía original de todo pensador. ¿No sería bueno poderla ira buscar siempre en su libre forma prístina? Porque las construcciones metódicas «puramente exteriores» envejecen tanto en pocos años…

En suma: Eugenio d'Ors nunca podrá olvidar que su primer triunfo se lo debió a «Xenius», al glosador, al periodista, cuya suprema dignidad supo descubrir, y luego ejercer o mantener, sin abandonarla jamás. Recientemente, el ponderado crítico español Andrenio ha dicho: «Durante algunos años, el «Glosari» fue la manifestación más alta de la crónica periodística, por la amplitud del panorama filosófico y la gracia culta del estilo. Más que artículos del periódico, las notas del «Glosario» eran páginas de un libro futuro que antes de juntarse caían en la plana de un periódico y que nacían ya mirando las cosas «sub specie aeterni», con aspiración de perennidad. Por eso nunca sufrieron el yugo de la actualidad. Tomaron muchas veces de la actualidad el tema, pero el comentario quiso ser inactual, «perenne».

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Última actualización: 31 de mayo de 2007