Este eremitorio
donde aquí, frente al mar latino, dice Octavio de Romeu su verdad,
le vi yo crecer piedra a piedra en días no tan lejanos a la memoria
de mi corazón. Sus ventanas, su pequeña terraza, su gallardo
y mínimo campanario, dan cara al mar dulce y culto de los antiguos.
Al mar en cuyo fondo sueñan brazos de mutiladas Venus de Roma,
piernas de Aplolos de Grecia, tinajas que llevaron óleos y vinos
fenicios, galeones corsarios, ducados de dos Sicilias, voces muertas
de Argel, polvo de rosas de Alejandría.
El eremitorio, una casita de muros blancos, sobre la que ya hay sombras
de cipreses niños, está adosado a la vieja ermita de San
Cristóbal. Eugenio d’Ors lo levantó con amor, con
intención de refugio. Hasta él llegó por las costas
de Garraf, a través de la blanca y luminosa Subur, atravesando
una campiña marinera -marino y aldeano es todo este paisaje-
para ver en su ermita a este ermitaño mayor de nuestras Letras,
a este ermitaño mundano como un dandy, que por devoción
a los infinitos cansancios se hubiera metido aquí, sobrino del
Diablo, para servir a Dios.
Se entra ahora a la casa del escritor por la puerta principal de la
ermita. Hay en el zaguán unas mujeres cosiendo. La tarde de julio
es caliente. Calma chicha al costado de los ángeles. Son las
cuatro y media. La veleta de la ermita no se mueve ni conmueve. Por
una escalerita a la derecha se pasa al estudio.
Don Eugenio intenta levantarse de su sillón de paja. Sus piernas
quedan más lejos que su cortesía. Sólo ésta
no falla.
—Leo todas esas conversaciones en Arriba. Se supera usted
cada semana, se crece. Pero temo que llegue a mí demasiado pronto
o demasiado tarde para su serie de grandes retratos.
—¿Por qué, querido don Eugenio?
—Estoy en crisálida. Espero vivir en septiembre. Preferiría
que habláramos ahora sin fin determinado. Me gustan las cosas
exigentes, sistemáticas. Tengo horror por la improvisación.
Pero yo, no. En esta tierra de nadie, que es la conversación,
¿de quién es el mejor derecho? Creo que de quien denuncie
la viña.
—¿Por qué no vamos juntos a Villafranca el 31 de
agosto? Son sus fiestas. Entonces podríamos hablar. Estoy provisional,
convaleciente. ¿Sabe usted que Villafranca me ha ofrecido dos
tumbas?
—Hay que pensar mucho esa improvisación.
—Villafranca, sépalo usted, tiene un cementerio bellísimo.
Tal vez los cipreses más altos del mundo.
El estudio de d’Ors en la ermita es una habitación irregular
y no muy grande, con los muros pintados de amarillo. Hay en el testero
principal una chimenea, sobre la que, junto a una Virgen mínima,
encerrada en un fanal demasiado grande, centra toda mirada de curiosidad
una cabeza varonil en mármol muy martirizado, una cabeza de dios
decapitado que aun parece sonreír a su culto.
—Tal vez, sólo tal vez, se trata de una cabeza romana;
la encontraron en unos terrenos de la Tabacalera de Tarragona.
El estudio, que da a una pequeña terraza, tiene cuatro ventanitas,
y por el horizonte del mar cruza en este momento, lejos, un barco. En
un ángulo está la mesa de trabajo, muy sencilla, casi
como una mesa de delineante, pintada de negro. Junto a una de las ventanas,
cuyas maderas en forma de ojiva están cerradas herméticamente.
En la mesa, encendido un quinqué, que lucha tímidamente
con el sol. Esta mesa está presidida, en el muro, por un extraño
personaje, dramático y abstraído, que finge mirar unos
planos, mientras sospecho que no pierde palabra de lo que aquí
se dice y que es el gran cotilla desconocido. No es un santo. No es
un caballero. No es un mariscal.
—Puede ser Aristóteles o Séneca— me dice don
Eugenio.
Una papelera atiborrada de papeles, y recostado en la pared, un bastón
de porra con clavos. El escritor viste un traje de verano crema. Lleva
al talle un cinto rojo de rafia. También sus zapatillas, de cuero,
son rojas. La americana se ciñe al robusto pecho por su botón
superior. Ante el fotógrafo, don Eugenio tiene su coquetería:
—Estoy sin afeitar. Me va usted a hacer unas fotografías
quizá de urgencia innecesaria.
También hay en esta habitación un bodegón grande
de Rafael Durancamps que, en estos días ha terminado precisamente
un retrato de don Eugenio, y un cuadrito pequeño muy extraño:
una mariposa blanca y negra, sin otros colores.
—¿De quién?
—Del pintor italiano Mosca.
Ruidos. Ruidos. Ruidos. Están de obras en la casita de la ermita,
pero lo hubiera sospechado todo menos lo que es. La instalación
de un ascensor. Claro que las piernas del escritor lo merecen todo,
pero es tan bajo el eremitorio, que no hubiéramos jamás
pensado en eso. Es difícil imaginar una ermita con ascensor.
—El primer ascensor urbano de Villanueva, ¿sabe usted?
Por asociación inevitable hablamos del pintor y grabador villanovés
Ricart. Ricart en Barcelona tuvo un serio accidente: se cayó
por el hueco de un ascensor.
—Hizo de descensor. También está cojo.
—¿Ve usted a Ricart?
—Mucho
Sabía yo por el editor y escritor José Janés que
Eugenio d’Ors había entregado a la imprenta su Verdadera
historia de Lidia de Cadaqués. Este personaje fabuloso,
real y caso onírico, esta mujer de dulce y a veces iracunda locura,
que se llegó a creer la misma Bien Plantada y a creer encontrar
en los artículos y libros de d’Ors mensajes secretos y
amorosos para ella, premoniciones extrañas, murió hace
poco, de manera bien triste, bien injusta tal vez, para quien había
inspirado tantas cosas. Murió en Agullana, en un asilo y está
enterrada en el cementerio de ese pueblecito del Ampurdán. Pero
enterrada en la fosa común, en realidad, no se sabe dónde.
Pocos, o quizá nadie, la recordaron en sus últimos tiempos.
Ahora, a Lidia muerta, el laurel al rabo. Ahora se piensa rendirle un
homenaje póstumo. Un homenaje literario.
—¿En qué consistirá el homenaje?
—Iremos al cementerio de Agullana y colocaremos en él una
lápida. Su emplazamiento es difícil. Lidia no tiene sepultura
propia. No sé. Tal vez en la capilla o en un ángulo propicio.
—¿Qué dice la lápida?
—Es una lápida de redacción exigente. No tengo aquí
a mano su texto, pero empieza así: "Aquí reposa,
si la tramontana la deja, Lidia Nogués de Costa".
Don Eugenio evoca a Lidia sin que su espectro, enloquecido y amante,
le nuble la sonrisa:
—Lidia amaba, sobre todo, la justicia. Quería que fueran
las cosas como debieran de ser. Fue cómplice mío en las
mismas causas.
Lleva el escritor en su mano derecha una sortija de oro con piedra azul,
sujeta al dedo con un ajustador o una alianza.
—¿Qué historia tiene esa sortija, don Eugenio?
—Es la del doctorado de Coimbra. Lleva una piedra, que no sé
exactamente la que es, con el color de la Facultad.
Fotografías. Una carpeta con fotografías que acercan la
distancia. Se le ha pedido a Nucela, que sube del huerto con flores
y unos pepinos gigantescos. Unos pepinos como nunca había visto,
y que d’Ors toma entre sus manos y sopesa con infantil orgullo.
Hay en esta carpeta un mundo vario y elocuente de recuerdos. Instantáneas
de la vida que pasa y de la vida que queda. D’Ors con Salvador
Dalí en la playa de Cadaqués. D’Ors en un balandro.
D’Ors en la playa de Sitges.
—Quisiera buscarle una mía con mi Ángel ¡Ah,
lo que aparece aquí!
Y su mano temblorosa me muestra una fotografía en la que el tiempo
ha empezado a hacer melancólicos estragos. Es el retrato de una
dama bellísima, de perfil. Un rostro helénico, casi más
de Apolo que de Venus. Un rostro hermoso y frío. Los ojos de
la dama miran hacia un punto lejano. Parece estar ajena a todo cuanto
pueda rodearla. Ajena a sí misma. Lejana de sí misma.
—¿Sabe usted quién es?
—No lo sé. Pero podría ser muy bien su Bien Plantada.
—Lo es. Es la Bien Plantada. Es ella como era en el momento en
que me inspiró el libro. Vive todavía.
—¿La conoció usted mucho?
—No la traté nunca.
—¿Supo ella?
—O no lo supo o no lo quiso saber. Permaneció siempre indiferente
y lejana a todo aquello. A los mil comentarios que sugirió mi
Bien Plantada, nunca se dio ni remotamente por aludida.
—¿Cómo era su verdadero nombre?
—Órsula
Y Eugenio d’Ors me dice aquí un nombre completo. Aunque
en realidad todo esto debiera ser interpretado como un homenaje, no
me creo autorizado para divulgar el nombre de la dama, en la que un
gran escritor quiso simbolizar nada menos que toda la dulzura, toda
la belleza, toda la energía de la tierra catalana.
D’Ors me dice que espera en estos días la visita de Marcel
Sendrail, Profesor de Patología en la Universidad de Toulousse.
—Marcel Sendrail es un verdadero humanista. Ha escrito un libro
importantísimo sobre los monstruos. Se quedará aquí
unos días con su mujer, que también es médico.
Madame Sendrail se había dedicado a la lucha contra la tuberculosis.
—¿Ya no se dedica a esta lucha?
—No. Ha abandonado la lucha por el matrimonio.
Todavía, ya en tren de despedida, hablé con Eugenio d’Ors
de muchas otras cosas. Me dijo, por ejemplo, que quería redactar
formalmente sus Memorias.
—Parte de ellas, lo que se refiere a mis primeros años,
tienen una especie de edición oral. Fueron mis disertaciones
en Conferencia Club de Barcelona. Iban a haber seguido, pero llegó
André Maurois y terminó con todo el presupuesto de que
disponían en Conferencia Club.
Y nada más. Nuevamente la cortesía de Eugenio d’Ors
lucha con sus piernas. Son casi las ocho de la tarde. Las curvas del
Garraf me esperan de regreso a Barcelona.