Eugenio d'Ors
ENTREVISTAS Y DECLARACIONES
"CONVERSACIÓN CON EUGENIO D'ORS"
(González Ruano, Arriba, 25-VII-1954, p. 24, pp. 7-8)

Este eremitorio donde aquí, frente al mar latino, dice Octavio de Romeu su verdad, le vi yo crecer piedra a piedra en días no tan lejanos a la memoria de mi corazón. Sus ventanas, su pequeña terraza, su gallardo y mínimo campanario, dan cara al mar dulce y culto de los antiguos. Al mar en cuyo fondo sueñan brazos de mutiladas Venus de Roma, piernas de Aplolos de Grecia, tinajas que llevaron óleos y vinos fenicios, galeones corsarios, ducados de dos Sicilias, voces muertas de Argel, polvo de rosas de Alejandría.

El eremitorio, una casita de muros blancos, sobre la que ya hay sombras de cipreses niños, está adosado a la vieja ermita de San Cristóbal. Eugenio d’Ors lo levantó con amor, con intención de refugio. Hasta él llegó por las costas de Garraf, a través de la blanca y luminosa Subur, atravesando una campiña marinera -marino y aldeano es todo este paisaje- para ver en su ermita a este ermitaño mayor de nuestras Letras, a este ermitaño mundano como un dandy, que por devoción a los infinitos cansancios se hubiera metido aquí, sobrino del Diablo, para servir a Dios.

Se entra ahora a la casa del escritor por la puerta principal de la ermita. Hay en el zaguán unas mujeres cosiendo. La tarde de julio es caliente. Calma chicha al costado de los ángeles. Son las cuatro y media. La veleta de la ermita no se mueve ni conmueve. Por una escalerita a la derecha se pasa al estudio.

Don Eugenio intenta levantarse de su sillón de paja. Sus piernas quedan más lejos que su cortesía. Sólo ésta no falla.

—Leo todas esas conversaciones en Arriba. Se supera usted cada semana, se crece. Pero temo que llegue a mí demasiado pronto o demasiado tarde para su serie de grandes retratos.

—¿Por qué, querido don Eugenio?

—Estoy en crisálida. Espero vivir en septiembre. Preferiría que habláramos ahora sin fin determinado. Me gustan las cosas exigentes, sistemáticas. Tengo horror por la improvisación.

Pero yo, no. En esta tierra de nadie, que es la conversación, ¿de quién es el mejor derecho? Creo que de quien denuncie la viña.
—¿Por qué no vamos juntos a Villafranca el 31 de agosto? Son sus fiestas. Entonces podríamos hablar. Estoy provisional, convaleciente. ¿Sabe usted que Villafranca me ha ofrecido dos tumbas?

—Hay que pensar mucho esa improvisación.

—Villafranca, sépalo usted, tiene un cementerio bellísimo. Tal vez los cipreses más altos del mundo.

El estudio de d’Ors en la ermita es una habitación irregular y no muy grande, con los muros pintados de amarillo. Hay en el testero principal una chimenea, sobre la que, junto a una Virgen mínima, encerrada en un fanal demasiado grande, centra toda mirada de curiosidad una cabeza varonil en mármol muy martirizado, una cabeza de dios decapitado que aun parece sonreír a su culto.

—Tal vez, sólo tal vez, se trata de una cabeza romana; la encontraron en unos terrenos de la Tabacalera de Tarragona.

El estudio, que da a una pequeña terraza, tiene cuatro ventanitas, y por el horizonte del mar cruza en este momento, lejos, un barco. En un ángulo está la mesa de trabajo, muy sencilla, casi como una mesa de delineante, pintada de negro. Junto a una de las ventanas, cuyas maderas en forma de ojiva están cerradas herméticamente. En la mesa, encendido un quinqué, que lucha tímidamente con el sol. Esta mesa está presidida, en el muro, por un extraño personaje, dramático y abstraído, que finge mirar unos planos, mientras sospecho que no pierde palabra de lo que aquí se dice y que es el gran cotilla desconocido. No es un santo. No es un caballero. No es un mariscal.

—Puede ser Aristóteles o Séneca— me dice don Eugenio.

Una papelera atiborrada de papeles, y recostado en la pared, un bastón de porra con clavos. El escritor viste un traje de verano crema. Lleva al talle un cinto rojo de rafia. También sus zapatillas, de cuero, son rojas. La americana se ciñe al robusto pecho por su botón superior. Ante el fotógrafo, don Eugenio tiene su coquetería:

—Estoy sin afeitar. Me va usted a hacer unas fotografías quizá de urgencia innecesaria.

También hay en esta habitación un bodegón grande de Rafael Durancamps que, en estos días ha terminado precisamente un retrato de don Eugenio, y un cuadrito pequeño muy extraño: una mariposa blanca y negra, sin otros colores.

—¿De quién?

—Del pintor italiano Mosca.

Ruidos. Ruidos. Ruidos. Están de obras en la casita de la ermita, pero lo hubiera sospechado todo menos lo que es. La instalación de un ascensor. Claro que las piernas del escritor lo merecen todo, pero es tan bajo el eremitorio, que no hubiéramos jamás pensado en eso. Es difícil imaginar una ermita con ascensor.

—El primer ascensor urbano de Villanueva, ¿sabe usted?

Por asociación inevitable hablamos del pintor y grabador villanovés Ricart. Ricart en Barcelona tuvo un serio accidente: se cayó por el hueco de un ascensor.

—Hizo de descensor. También está cojo.

—¿Ve usted a Ricart?

—Mucho

Sabía yo por el editor y escritor José Janés que Eugenio d’Ors había entregado a la imprenta su Verdadera historia de Lidia de Cadaqués. Este personaje fabuloso, real y caso onírico, esta mujer de dulce y a veces iracunda locura, que se llegó a creer la misma Bien Plantada y a creer encontrar en los artículos y libros de d’Ors mensajes secretos y amorosos para ella, premoniciones extrañas, murió hace poco, de manera bien triste, bien injusta tal vez, para quien había inspirado tantas cosas. Murió en Agullana, en un asilo y está enterrada en el cementerio de ese pueblecito del Ampurdán. Pero enterrada en la fosa común, en realidad, no se sabe dónde. Pocos, o quizá nadie, la recordaron en sus últimos tiempos. Ahora, a Lidia muerta, el laurel al rabo. Ahora se piensa rendirle un homenaje póstumo. Un homenaje literario.

—¿En qué consistirá el homenaje?

—Iremos al cementerio de Agullana y colocaremos en él una lápida. Su emplazamiento es difícil. Lidia no tiene sepultura propia. No sé. Tal vez en la capilla o en un ángulo propicio.

—¿Qué dice la lápida?

—Es una lápida de redacción exigente. No tengo aquí a mano su texto, pero empieza así: "Aquí reposa, si la tramontana la deja, Lidia Nogués de Costa".

Don Eugenio evoca a Lidia sin que su espectro, enloquecido y amante, le nuble la sonrisa:

—Lidia amaba, sobre todo, la justicia. Quería que fueran las cosas como debieran de ser. Fue cómplice mío en las mismas causas.

Lleva el escritor en su mano derecha una sortija de oro con piedra azul, sujeta al dedo con un ajustador o una alianza.

—¿Qué historia tiene esa sortija, don Eugenio?

—Es la del doctorado de Coimbra. Lleva una piedra, que no sé exactamente la que es, con el color de la Facultad.

Fotografías. Una carpeta con fotografías que acercan la distancia. Se le ha pedido a Nucela, que sube del huerto con flores y unos pepinos gigantescos. Unos pepinos como nunca había visto, y que d’Ors toma entre sus manos y sopesa con infantil orgullo. Hay en esta carpeta un mundo vario y elocuente de recuerdos. Instantáneas de la vida que pasa y de la vida que queda. D’Ors con Salvador Dalí en la playa de Cadaqués. D’Ors en un balandro. D’Ors en la playa de Sitges.

—Quisiera buscarle una mía con mi Ángel ¡Ah, lo que aparece aquí!

Y su mano temblorosa me muestra una fotografía en la que el tiempo ha empezado a hacer melancólicos estragos. Es el retrato de una dama bellísima, de perfil. Un rostro helénico, casi más de Apolo que de Venus. Un rostro hermoso y frío. Los ojos de la dama miran hacia un punto lejano. Parece estar ajena a todo cuanto pueda rodearla. Ajena a sí misma. Lejana de sí misma.

—¿Sabe usted quién es?

—No lo sé. Pero podría ser muy bien su Bien Plantada.

—Lo es. Es la Bien Plantada. Es ella como era en el momento en que me inspiró el libro. Vive todavía.

—¿La conoció usted mucho?

—No la traté nunca.

—¿Supo ella?

—O no lo supo o no lo quiso saber. Permaneció siempre indiferente y lejana a todo aquello. A los mil comentarios que sugirió mi Bien Plantada, nunca se dio ni remotamente por aludida.

—¿Cómo era su verdadero nombre?

—Órsula

Y Eugenio d’Ors me dice aquí un nombre completo. Aunque en realidad todo esto debiera ser interpretado como un homenaje, no me creo autorizado para divulgar el nombre de la dama, en la que un gran escritor quiso simbolizar nada menos que toda la dulzura, toda la belleza, toda la energía de la tierra catalana.

D’Ors me dice que espera en estos días la visita de Marcel Sendrail, Profesor de Patología en la Universidad de Toulousse.

—Marcel Sendrail es un verdadero humanista. Ha escrito un libro importantísimo sobre los monstruos. Se quedará aquí unos días con su mujer, que también es médico. Madame Sendrail se había dedicado a la lucha contra la tuberculosis.

—¿Ya no se dedica a esta lucha?

—No. Ha abandonado la lucha por el matrimonio.

Todavía, ya en tren de despedida, hablé con Eugenio d’Ors de muchas otras cosas. Me dijo, por ejemplo, que quería redactar formalmente sus Memorias.

—Parte de ellas, lo que se refiere a mis primeros años, tienen una especie de edición oral. Fueron mis disertaciones en Conferencia Club de Barcelona. Iban a haber seguido, pero llegó André Maurois y terminó con todo el presupuesto de que disponían en Conferencia Club.

Y nada más. Nuevamente la cortesía de Eugenio d’Ors lucha con sus piernas. Son casi las ocho de la tarde. Las curvas del Garraf me esperan de regreso a Barcelona.

Cesar González-Ruano

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Última actualización: 30 de noviembre de 2005